28
LO estuvo para él, como pudo comprobarlo, aquella misma noche, cuando le formuló —ahora con nuevos fundamentos— la pregunta que desde la mañana le había estado quemando los labios, y que sus otras muchas preocupaciones no habían permitido aflorar a su conciencia.
La nueva oportunidad le fue anunciada por Mrs. Stringham cuando él llegó al palacio, como siempre, al anochecer. Ella le comunicó que Milly no podría acompañarlos tampoco durante la cena pero que probablemente más tarde se sentiría con ánimo para bajar. Había hallado a Susan Shepherd sola en el gran salón, donde las incontables bujías —con mucha mayor profusión que la habitualmente acostumbrada, ya de por sí excesiva (Milly se mostraba cada día más espléndida, maravillando a sus amigos, quienes le hacían bromas al respecto)— iluminaban el difuso misterio del Gran Estilo. Densher pasó entonces cinco minutos con aquella excelente mujer antes de que Mrs. Lowder y Kate hicieran acto de presencia, y esos minutos resultaron mucho más esclarecedores que todas las innumerables bujías de Milly.
—¿Podrá bajar? ¿Debe hacerlo si no se siente bien?
Había preguntado esto con el desconcierto que siempre le producían los reflejos —por raros que fuesen— de la profunda realidad de Milly. Se trataba, por supuesto, de un problema de salud: lo sentía en el aire, en el suelo donde estaba parado, en el sabor de lo que comía, en los ruidos que escuchaba, en todas partes. Pero de todas partes también se elevaba una súplica —a su delicadeza, a la más elemental discreción de los otros como a la suya propia— para que no se hiciera ninguna alusión al respecto. Ninguna habían hecho, prácticamente, aquella mañana, cuando se les anunció que Milly no saldría de sus habitaciones, y ese silencio, como sabemos, resultó forzado y molesto; y ahora aquellos instantes con Mrs. Stringham le ofrecían su primera oportunidad de abrir bien los ojos. Hasta ese momento los había mantenido cerrados casi con placer, tanto más cuanto que el hacerlo le deparaba un alivio a su espíritu. ¿Qué mejor prueba podía ofrecer de la rectitud de su conducta que esa rotunda determinación de no entrometerse en los asuntos personales de Milly? Era tal vez patético para la joven y aun quizá ridículo para él, pero lo cierto es que no demostraba ni siquiera la curiosidad que hubiera sentido por un amigo cualquiera. Él podría haberse obligado en ciertos momentos —por una especie de rígida decencia— a demostrar interés, pero esto, también, por lo visto, había fracasado. ¿Dónde, entonces, estaba su duplicidad? Por lo menos estaba seguro de sus sentimientos: quedaba probado que no tenía ninguno. Todos le pertenecían a Kate, sin que le quedara ni un atisbo para los demás. Todo lo hacía por Kate y nada, ni siquiera un gesto, por Milly. Por lo tanto no era interesado, pues de haberlo sido se habría preocupado y en ese caso hubiera querido saber. De haber querido saber no habría sido meramente pasivo y era su mera pasividad lo que evidenciaba su honradez.
Esa honestidad, al mismo tiempo —no podemos dejar de agregar—, estuvo a punto, aquella noche, de arruinar su breve diálogo con Susan Shepherd. Fue como si ella hubiese querido darle un indicio y como si él, por decirlo llanamente, pudiera comprender. Mrs. Stringham no sólo le permitía abrir los ojos sino que le invitaba a hacerlo.
—Me alegro tanto de que usted esté aquí. —No era una respuesta a su pregunta, pero por el momento era bastante. El resto vendría solo, con creces.
Él le sonrió y en seguida se descubrió, tal vez como resultado de su comunión con ella, hablando su mismo lenguaje.
—Es una extraordinaria experiencia.
—Y bien dijo ella, mostrándole una cara radiante—, así es como me gustaría que lo sintiese. Si encontrara el valor necesario —añadió—, me atrevería a decirle algunas cosas.
—¿De qué tiene miedo? —preguntó para darle ánimo.
—De las demás cosas que podría echar a perder. Por otra parte, como usted sabe, siempre me falta la oportunidad. Usted está constantemente con ella.
Densher continuó sonriendo sobre todo porque las últimas palabras de Mrs. Stringham comportaban una descripción exacta de su estado. Era extraño haber desembocado en eso pero en realidad él siempre estaba con Milly.
—Ah —replicó igualmente con una sonrisa—, en este momento no estoy con ella.
—Claro que no, y me alegro porque gracias a eso puedo hablarle. Ella está mucho mejor.
—¿Mejor? Entonces ¿ha estado peor?
Mrs. Stringham esperó un segundo; luego dijo:
—Ha estado maravillosa, ella es maravillosa, pero ahora está realmente mejor.
—¡Oh, entonces, si está realmente mejor!... —Pero se detuvo, pues tan sólo quería mostrarse natural y sobre todo no comprometerse hasta la mistificación—. La extrañaremos más aún durante la comida.
Sin embargo, Susan Shepherd tenía lista su respuesta.
—Milly se está reservando, nada más. Ya verá. No tendrán nada que extrañar. Habrá una pequeña reunión.
—Ah, ya entiendo... toda esta magnificencia aumentada.
—Es hermoso, ¿no le parece? Me encanta todo esto. Es la primera vez que Milly cuenta con una casa como es debido, exactamente para ella. Y todo esto, quiero decir, el poder dar nueva vida al esplendor del lugar, la hace profundamente feliz. Es lo más parecido a un cuadro del Veronés que pueda pensarse, donde yo ocupo el sitio del infaltable enano, del negrito colocado en un ángulo para realzar el efecto. Si tuviera un halcón o un mastín o algo por el estilo, podría dar mucho más brillo a la escena. La vieja casera, que está a cargo del palacio, tiene un enorme papagayo rojo que pienso pedirle prestado para llevarlo esta noche prendido de la muñeca.
Estas explicaciones así como muchas otras que Mrs. Stringham le fue dando no consiguieron hacerle sentir, sin embargo, que él estuviera incluido de alguna manera en ese cuadro. ¿Qué sitio le estaba reservado, a él que carecía de todo gran estilo, en una composición donde cada cosa lo tenía?
—Las contadas personas que espera no vendrán sin embargo a comer. Llegarán más tarde de sus respectivos hoteles. Y sir Luke Strett y su sobrina, los más importantes, han llegado de Londres hace apenas una hora o dos. Es por él que ella ha querido organizar algo, empezando esta misma noche. Volveremos a verlo, sin duda, porque Milly le tiene un gran aprecio; y yo me alegro, ella también se alegrará, de que usted pueda conocerlo. —La buena mujer, a ese respecto, se mostraba ansiosa, hasta casi forzadamente explícita—: ¡Así que por lo tanto espero infinitamente!... —aunque su esperanza se perdió en la vasta luz de su afán.
Densher consideró unos instantes sus palabras con las cuales, le pareció sentir, ella le hacía saber mucho más de lo que expresaba realmente.
—¿Qué espera usted? —dijo.
—Que usted se quede.
—¿Se refiere a la reunión de esta noche? —Tenía la impresión de que ella quería referirse a tantas cosas, que apenas podía adivinar dónde empezaba o terminaba el sentido de las palabras.
—¡Oh, eso por supuesto! Habrá música, con hermosos instrumentos y canciones, y nada de recitar a Tasso como indican las guías de turismo. Milly lo ha dispuesto todo, o por lo menos yo lo he hecho. Lo que significa que Eugenio se ha ocupado.
Y además, usted forma parte del cuadro.
—¡Oh, yo! —dijo Densher casi con gravedad en una protesta auténtica.
—Usted será el joven alto que levanta su cabeza y su jarra de vino por encima de todos los demás. Lo que esperamos —y aquí Mrs. Stringham hizo una pausa— es que nos demuestre su fidelidad... que no haya venido solamente por unos pocos días insignificantes.
Ante esta observación las precarias realidades privadas de Densher se conmovieron dolorosamente —él así lo sentía— en el artificial reposo que sólo a medias había conseguido inculcarles. ¡Aquellas amables damas, que viajaban por placer y se alojaban en los cuadros del Veronés, se tomaban la libertad de hablarle así a simples y atribulados hombres de trabajo, puestos de una manera excepcional a sacrificar su tiempo y sus modestas oportunidades de ganar algo! ¡Cuántas cosas daban por sentadas y qué humillante era tener que explicarlas! Él no podía decirles los esfuerzos que había hecho para trabajar, cómo se había mudado en parte con ese fin sólo para encontrarse, casi por primera vez en su vida, impotente y estéril; porque eso les daría a ellas una falsa impresión del origen de su inquietud si no de la intensidad de la misma, aumentando tal vez indirectamente —pero de un modo infalible— la desazón de su turbada conciencia, que aquellos minutos con Mrs. Stringham no habían hecho más que agravar. Eran riesgos que él había aceptado. Ahora ya estaba hecho y de nada servía hablar. De nuevo, de nuevo su hálito glacial se sentía en el aire. En eso estaba y sólo conseguía debatirse.
—Me temo que usted no me comprende cuando le digo que hay asuntos fastidiosos que me reclaman. Exigencias, pequeñas obligaciones personales. La tiranía, los deberes de Londres.
Pero ella comprendía perfectamente. Se mostró a la altura de la tiranía, de los deberes de Londres y le explicó de qué modo había debido pasar también por eso.
—¡Oh, las tareas cotidianas y el salario de todos los días, las retribuciones metálicas! Nadie puede saber mejor que yo de qué manera nos acosan mientras huyen los días irrecuperables y vacíos. ¿No es justamente todo lo que ya he abandonado? Lo dejé todo para seguirla a ella. Me gustaría que usted sintiera lo mismo. Pero ¿por qué —inquirió— no escribe sobre Venecia?
Densher hubiera deseado también sentir como ella y se limitó a sonreír gentilmente.
—¿Acaso usted escribe sobre Venecia?
—No, pero podría hacerlo, ¡oh, cómo me gustaría!, si no lo hubiera abandonado todo por completo. Usted sabe que para mí ella es una princesa y a las princesas...
—¿Hay que sacrificarlo todo?
—Precisamente. ¡Usted lo ha dicho!
El joven tuvo la impresión de que ningún hombre había estado nunca en tantos sitios como él en aquel momento.
—Entiendo muy bien que sea su princesa. Pero no es la mía, como usted sabe.
Sentía que, de alguna manera, podía arriesgar honestamente ese comentario pues estaba seguro de que ella no lo repetiría, sobre todo a Mrs. Lowder, quien podría deducir de ello engorrosas implicaciones. Ésta era una de las razones por las que Mrs. Stringham le agradaba: la seguridad de que no iba a repetirlo, y la impresión que tímidamente trataba de darle de que deseaba que él lo supiese. Era, en sí mismo, el atisbo de ciertas posibilidades entre ellos, de una relación que a Densher le resultaba beneficiosa y elástica, que no podría comprometerlo más allá de lo que veía. Y al descubrirlo una vez más le pareció todo muy extraño. Susan Shepherd daba la impresión de querer lo mismo que Kate, salvo que ella, también según su impresión, lo quería de un modo distinto y por otros motivos, aunque apenas menos profundos. Y Mrs. Lowder por su lado también quería—por una singular evolución de su exuberancia— exactamente lo que cada una de las otras deseaba; y él se hallaba entre ellas, estaba en el medio.
Tales pensamientos lo llevaban a preguntarse... bien, a preguntarse si después de todo no sería mejor aceptar cómodamente que él era el único asno complicado en todo el asunto. Tratar de no serlo pero seguir implicado en ello era ser mucho más asno todavía. Se alegraba de no tener hombres por testigos; estaba en un círculo de faldas; no le hubiera gustado que algún hombre lo viese. Por un instante le asaltó el pensamiento de que vendría sir Luke Strett, el renombrado maestro del bisturí de quien le había hablado Kate en Londres, relacionándolo con Milly, y cuya reaparición, en aquel distante lugar, acababan de anunciarle. Él tenía la impresión de que los grandes cirujanos de Londres—si se trataba realmente de un cirujano— eran decididamente mordaces, por lo que tal vez al fin y al cabo no podría escapar del todo a la irónica atención de los de su propio sexo. Lo único que le quedaba por hacer era no preocuparse; mientras lo intentaba llegaría a aceptarlo. Por asociación recordó entonces a lord Mark. Lord Mark lo había sorprendido dos veces en la misma actitud, en su absurda postura, y con él ya eran dos los hombres. Pero resultaba relativamente mucho más fácil no prestarle ninguna atención a lord Mark.
Su interlocutora ya le había contestado en un tono que confirmaba su discreción, respecto del hecho de que Milly no era su princesa.
—Por supuesto que no lo es. Usted tiene que hacer algo antes.
Densher reflexionó.
—¿No es ella más bien quien debe hacerlo?
Esto hizo que Mrs. Stringham se detuviese, más de lo que él hubiera deseado.
—Ya entiendo. Claro que sí, si uno lo toma de esa manera. —Su entusiasmo decayó de pronto y miró en torno como preguntándose qué era lo que Milly debía hacer—. Sin embargo, ella ha querido ser amable.
Densher se sintió en ese instante como un bruto.
—Sin duda alguna lo ha sido. Nadie puede ser más encantadora. Me ha tratado como si yo fuera alguien. Coincido con usted en que me ha recibido como nunca nadie lo hizo ni hubiera yo podido imaginar que lo hiciera. Por supuesto —agregó, para rendirle justicia—, percibo que es exactamente como en la corte.
Ella le hizo ver en seguida que era casi todo lo que esperaba de él.
—Es lo que quise decir, si puede concebir una corte como nunca ha habido otra, una especie de corte celestial, o angelical. Con eso será bastante.
—¡Oh, estoy seguro de ello! Pero usted sabe que la vida de la corte, en general —observó—, según se cuenta, no es nada fácil.
—Sí, así dicen los libros, pero esto supera las lecturas. Es lo maravilloso de este lugar y por eso Milly es la única y verdadera princesa. Nuestra corte, con ella —dijo Mrs. Stringham—, no es nada difícil. —Y luego, como si lo hubiera arreglado todo para él, añadió—: Ya lo comprobará con sus propios ojos.
Densher hizo una pausa pero nada dijo que pudiera descorazonarla.
—Creo que tenía usted razón hace un instante. Hay que hacer algo.
—Usted ha empezado ya.
—No, no me lo parece. Puedo hacer mucho más.
¡Oh, muy bien, parecía decir ella, si se animara a hacerlo! Pero sólo agregó:
—Usted puede hacerlo todo, ya sabe.
—«Todo», en realidad, era demasiado para que él lo admitiese seriamente; y por modestia dejó pasar el asunto refiriéndose casi en seguida, para eludir toda fatuidad, a otro tema distinto aunque relacionado con el anterior.
—¿Por qué ha llamado a sir Luke Strett si como usted me ha comentado ella se encuentra mucho mejor?
—No ha sido Milly. Él ha viajado por su cuenta —aclaró Mrs. Stringham—. Es él quien ha querido venir.
—¿No es más grave, entonces, si eso indica que él está preocupado?
—Él pensaba venir de vacaciones desde mucho antes. Milly lo supo hace algunas semanas —a lo que Mrs. Stringham agregó—: Usted podrá tranquilizarlo.
—¿Yo? —preguntó cándidamente; no cabía duda de que era un círculo de faldas—. ¿Qué tengo que ver con un hombre de ese tipo?
—¿Cómo sabe usted —preguntó su amiga— cuál es su tipo? No se parece a nadie que usted haya podido conocer. Es un hombre extraordinario y benévolo.
—Ah, entonces puede prescindir de mí. Un profano como yo no tiene nada que hacer con él.
—Puede decirle, de todos modos —insistió Mrs. Stringham, lo que usted piensa.
—¿Lo que pienso de Miss Theale? — Densher la miró perplejo. Era, como se dice, pedirle demasiado. Pero halló una respuesta justa—: Eso no es asunto de él.
Por un momento pareció ser también, para Mrs. Stringham, la respuesta apropiada. Fijó en él, en todo caso, una mirada todavía radiante pero inquisitiva que mostraba bien a las claras que había comprendido, aunque Densher no captaría su significado hasta un segundo después.
—Dígale eso, entonces —continuó Mrs. Stringham—. Cualquier cosa le servirá para ponerse en contacto con usted.
—¿Y por qué querrá hacerlo?
—Déle la oportunidad. Permita que le hable. Después usted verá.
Todo lo cual le daba a él la impresión de hallarse sumergido en un elemento de una tibieza mucho más extraña que agradable, sensación esa que durante las dos o tres horas que siguieron iba a acumularse hasta la saciedad con muchas otras impresiones. Milly bajó después de la cena, cuando ya había llegado una media docena de amigos, relaciones en su mayor parte, al parecer, de las damas de Lancaster Gate. Y por la atención que ella les prestó, además de saludar personalmente, uno por uno, a los músicos introducidos por Eugenio, y por la ocasión única que ofreció la llegada del inminente facultativo, quien fue el último en hacerse presente. Densher pudo sentir que la joven irradiaba, en amplias ondas cálidas, el encanto de una beatífica y general dulzura. Era más profunda, sin duda, para unos que para otros, pero él, en particular, sabía que se hallaba hundido en ella hasta el cuello. La atravesaba sin hacer ruido, flotaba, nadaba en ella sin chapotear y todos ellos parecían, por lo tanto, peces en una nileta de cristal. La sugestión del lugar, la hermosura de la escena contribuían seguramente a crear ese efecto: la gracia dorada de los altos salones, verdaderos museos en sí mismos, influía en la atmósfera general y hacía que la gente fuese afable sin mostrarse solemne. Se trataba tan sólo de gente —como dijera Mrs. Stringham— que había venido por una o dos semanas y que paraba en hoteles, que durante el día hojeaba sus Baedekers, se extasiaba ante los frescos y discutía por algunos céntimos con sus gondoleros. Pero Milly, desplazándose entre todos con un admirable traje blanco, de alguna manera los ponía en relación con algo que los transformaba haciéndolos más finamente sociables; por lo que, si bien el cuadro del Veronés del cual había hablado con Mrs. Stringham no llegaba a materializarse del todo, por lo menos el carácter relativamente prosaico de las horas precedentes, los rastros de insensibilidad dejados por los regateos, quedaban al fin casi notablemente esfumados. Todo se debía, quizá, a que era la primera vez que la veía de blanco, pues nunca había tenido ocasión de sentirla tan dichosamente sugestiva, mientras circulaba en su intensificada transparencia. Se la notaba distinta, más joven, más bella, con su pelo trenzado que felizmente estaba menos que nunca llamado a atraer la atención: aunque Densher no quiso suponer que tales cambios se debían al hecho de que había abandonado por una vez —con motivo de alguna oscura pero indudablemente encantadora razón— su inveterado color negro, casi monástico. Y aunque el cambio realzara el valor de su presencia, Milly no lo había adoptado, a fin de cuentas, por él, a quien no dejaría de parecerle divertido que la causa determinante fuese la visita de sir Luke Strett. Si hubiera podido sentirse celoso, por dicha razón, del famoso facultativo —cuya enérgica y personal fisonomía, menos asimilada que las demás por el conjunto, podía contemplar de vez en cuando desde el otro extremo de la sala—, sin duda habría resultado mucho más divertido aún. Pero Densher no podía sentir envidia, ni siquiera de esa atmósfera que lo rodeaba, porque él también se veía envuelto en ella, como él mismo lo hubiese dicho. Y un instante de reflexión lo sumergió más aún. La forma en que Milly lo descuidaba para atender a otras cosas mientras Kate y Mrs. Lowder —sin el atenuante de una frase ingeniosa— lo presentaban a las damas inglesas, era una prueba más que suficiente. Porque nunca hasta ese momento habían estado unidos en una comunión tan estrecha como la que estableció entre ellos esa sola y radiante mirada y esas tres dichosas palabras —todas al parecer muy ligeras—, que ella clara y conscientemente le dedicó al pasar.
Densher podía ver que Milly desempeñaba esa noche su papel de anfitriona movida por alguna idea suprema, una inspiración que nacía de su nerviosismo tanto como de una inevitable armonía, pero lo que el joven reconocía especialmente era la personalidad que había observado en ella varias veces y que Milly daba la impresión de poder exhibir o disimular a voluntad o por un impulso intuitivo. Era la joven norteamericana como la había conocido en un comienzo, conocido en ciertos momentos, es verdad, en Nueva York, más que en algunos otros; era la joven norteamericana tal como la había visto, más aún que entonces, cuando volvió a encontrarla en Londres acompañada por Kate. Hubiera asegurado que se trataba de un rico aunque extraño recurso social de la joven, de esos que un hombre, por ejemplo, en su indigencia, nunca sería capaz de dominar, y él no sabía si tomarlo como una extensión o una limitación de su «personalidad», considerando ésta, como literalmente solía hacerlo, una confusa proyección exterior.
Aquella velada, desde todo punto de vista, resultaba un verdadero éxito. Así lo entendió a una palabra de Kate cuando ésta se acercó a él para asestarle una nueva serie de presentaciones. Densher, protegido por la música, había aprovechado para alejarse de la señora hacia la cual lo había empujado anteriormente; y algo en la joven parecía indicarle, evasivamente, que obraba movida por su conversación en la plaza. ¿A qué quería obligarlo como sanción por lo que le había hecho allí? Tenía la seguridad, frente a ella, de haber hecho algo: no solamente había conseguido que su lúcida inteligencia actuara en su interés sino que la había reducido a la imposibilidad de escapar, por más que se esforzara, de su lógica inobjetable. En presencia de él, o cerca de él —y esto había sido evidente sobre todo durante la cena—, no había huida posible para Kate, aún menos que en otros momentos; por lo cual sólo le quedaba tratar abiertamente la cuestión o darse francamente por vencida o luchar sin esperanza o discutir cínicamente o también aprovechar en todo lo posible las ventajas que aún poseía. Parte de sus ventajas en aquel instante —breve, falaz contrapeso de la presión ejercida por él— eran las muchas cosas en las cuales podía hacer valer todavía su voluntad. Estas impresiones le indicaban hasta qué punto, en aquella proximidad, Kate sentía su presencia, y de nuevo le bastaba que el mero cambio de su aspecto, su profunda modificación, a su manera, como en el caso de Milly, le mostrara los efectos de su influencia. Nunca hasta entonces había podido conocer, gozar casi físicamente, como le sucedía en aquellos instantes, la sensación de lo que vulgarmente se llama una conquista. Había vivido lo suficiente como para experimentar lo que significaba ser amado, pero nunca lo había sido en aquellos términos ni en un lugar como aquél. Era un sentimiento que superaba al de Milly, o que lo superaría: tal era la seguridad que se iba haciendo carne en Densher. Así en todo caso interpretaba los hechos al observar que Kate, de algún modo —y para ella misma—, había perdido mucho de su esplendor. Toda su espectacularidad había sido prácticamente anulada: de la dulzura que Milly difundía, Kate había asimilado su parte. Se hubiera dicho que llevaba puesto, esa noche, el insignificante vestido negro, superficialmente innocuo, que Milly había desechado. Pudo darse cuenta de que ello representaba el polo opuesto de la conmoción que había ocasionado su entrada, bajo los ojos de su tía —él nunca había podido olvidarlo—, la noche en que Milly no pudo hacerse presente en Lancaster Gate. Ahora, en su aceptada evanescencia —era en verdad esa aceptación la que la hacía hermosa, reparando el daño— Kate se hallaba todavía bajo los ojos de su tía; pero ¿qué ojos no estaban eficientemente atentos? Tenía la impresión, sin embargo, de que casi las primeras palabras que le dijo traslucían un exquisito intento de parecer si no escéptica por lo menos dueña de sí.
—¿La encuentras bastante bien, ahora?
Miraron a Milly desde allí. La veían en renovado diálogo con los integrantes de la orquesta, dándoles sus indicaciones, mientras ellos la rodeaban con vivas demostraciones de deferencia, todo en el libre estilo de las viejas comedias venecianas. La joven había estado acertada al pensar en la música, que disipaba realmente las reservas, aunque sin imponerse, gracias a las pausas, a cierta discreción, a un general hábito de gracia para reunir extranjeros que se reflejaba en los modales de los intérpretes, representantes tal vez sólo de una clase en la cual el buen gusto es natural y la melodía exuberante. Fue fácil, de todos modos, responderle.
—¡Ah, querida, ya sabes que siempre tuve una buena opinión de Milly!
—Pero ella es sumamente encantadora —replicó Kate, apreciándola—. Todo le cae bien, en especial las perlas, que hacen juego con el encaje antiguo. Me gustaría que te fijaras realmente.
Densher, seguro de haber visto ya las perlas, tal vez no las había mirado «realmente» y por lo tanto no había hecho justicia a la corporizada poesía —su espíritu, cuando se trataba de la elegancia de Milly, siempre volvía a eso— que les prestaba parte de su encanto. A Densher no dejó de llamarle la atención el rostro de Kate mientras contemplaba las perlas: ese largo collar de valor inestimable que daba dos vueltas alrededor de su cuello y que caía pesada y diáfanamente hasta mucho más abajo de su pecho, tan abajo que la costumbre de Milly, sin duda alguna inconsciente, de jugar con él y retorcerlo entre sus dedos, contribuía tal vez a una mayor comodidad.
—Es como una paloma —siguió Kate—, y no estamos acostumbrados a que las palomas lleven joyas. Pero lo mismo le sientan a las mil maravillas.
—Sí, ésa es la palabra —aceptó Densher—. A las mil maravillas.
Veía ahora lo bien que le quedaban pero mucho más veía probablemente la intensidad del sentimiento de Kate hacia aquellas perlas. Milly era indiscutiblemente una paloma; ése era su símbolo, sobre todo el de su espíritu. Pero en seguida advirtió que Kate se hallaba en aquellos instantes, por motivos que a él se le escapaban, bajo la impresión extraordinaria de ese signo de riqueza que en Milly representaba el poder, un inmenso poder, y que podía pensarse como propio de una paloma solamente si se tenía en cuenta que además de sus hermosos colores y sus suaves arrullos las palomas poseen alas y son capaces de volar maravillosamente. Densher comprendía, aunque confusamente, que esas alas, también en un momento dado, podían desplegarse —como lo habían hecho en su caso— para brindar protección. ¿No se habían abierto, acaso, últimamente, con una inusitada amplitud? ¿Y acaso Kate y Mrs. Lowder, acaso Susan Shepherd y él mismo —él, en particular— no se habían cobijado bajo ellas a su entera satisfacción? Aquello era un destello mucho más brillante que la claridad general, en la cual oyó que Kate añadía:
—Las perlas tienen tanto hechizo que le caen bien a todo el mundo.
—A ti sobre todo te irían admirablemente —contestó Densher con toda franqueza.
—¡Oh, sí, ya lo imagino!
Así como ella se veía, de improviso, la vio también él: hubiera quedado espléndida: y entonces comprendió mucho mejor lo que ella pensaba. La suntuosidad de Milly —bajo presiones ahora no del todo ocultas— había llegado a transformarse en un símbolo de ciertas diferencias, diferencias que podían leerse claramente en el rostro de Kate. Era justamente en su rostro donde se advertía que, por bien que le quedaran las perlas, eran esas perlas lo que Merton Densher nunca estaría en condiciones de darle. ¿No era ésta la gran diferencia que Milly simbolizaba aquella noche? Inconscientemente representaba para Kate —y ésta sí lo captaba con todo su ser— que no había nadie con quien pudiera tener menos en común que con una joven, extraordinariamente bella, cuyo marido era incapaz de hacerle el más pequeño regalo de ese tipo. No obstante, Densher no pensó por el momento en todas estas ridiculeces. Pensaba solamente en lo que Mrs. Stringham le había dicho antes de comer, y en la pregunta que Kate acababa de hacerle.
—Por cierto que está bien, como tú dices, y en ese sentido hasta me han dicho que está mejor. Mrs. Stringham, hará una o dos horas, se alegraba casualmente de eso. Ella da por sentado que Milly está mejor.
—¡Bien, si ella quiere llamarlo así!...
—¿Tú como lo expresarías, en oposición a ella?
—¡A ti solamente te lo digo, no en oposición a ella! —exclamó la joven con un renovado tono de impaciencia por todo lo que había que enseñarle.
—A eso precisamente me refería —asintió él—. ¿Cómo me lo dirías?
Kate se detuvo un segundo.
—Milly no está bien. Está peor. Pero eso no tiene nada que ver.
—¿Nada que ver? —Se sorprendió Densher.
Pero ella se explicó claramente.
—Nada que ver con nosotros. Salvo, por supuesto, que estamos haciendo por ella todo lo que está a nuestro alcance. Le estamos haciendo amar la vida —y Kate volvió a observarla—. Esta noche quiere vivir. —Hablaba con una ternura que a Densher no pudo menos que parecerle contradictoria, pues toda su lucidez había tenido, sin duda injustamente, una gran carga de dureza—. Es maravilloso. Es admirable.
—Sí que es maravilloso.
Le parecía odioso el tono desesperanzado de su propia voz, pero Kate parecía no haberle prestado atención.
—Está haciendo todo esto por él —y señaló hacia donde estaba el médico—. Quiere aparecer radiante ante él. Pero no podrá engañarlo.
Densher había mirado también, lo que le hizo decir en seguida:
—¿Y crees que tú podrás? Quiero decir, sobre tus sentimientos, si tiene que estar con nosotros... ¡Si es tan íntimo de la tía Maud!
La tía Maud se hallaba efectivamente a su lado haciendo lo imposible para agasajarlo, lo que no pudo impedir que su mirada se fijase —tal como ocurrían las cosas, precisamente por la atención de los otros— en la joven pareja, lo que ambos notaron.
—Te está mirando. Sin duda quiere hablarte.
—Es lo que Mrs. Stringham —dijo Densher riendo— me avisó que haría.
—Entonces déjalo. Sé franco con él. Yo no preciso —continuó ella respondiendo a su anterior pregunta— engañarlo. Si es necesario, tía Maud se encargará de hacerlo. Como él no sabe nada respecto de mí, me verá solamente a través de sus ojos, y ella me ve muy bien ahora. En otras palabras, él no tiene nada que hacer conmigo.
—Salvo recriminarte —sugirió Densher.
—¿Por no hacerte caso? Perfectamente. Así procuraré que te conozca: como un joven brillante empujado por mi indiferencia hacia Milly.
—Bien —replicó Densher con bastante sinceridad—, creo que debo agradecerte que me confíes a alguien que tendrá conmigo más consideración que tú misma.
Kate buscaba nuevamente con la mirada a la amiga de Mrs. Lowder a quien deseaba presentarle y que se había alejado de allí.
—Razón de más, entonces, para que te presente a lady Mills.
—¡Oh, espera!
Se trataba no sólo de que habiendo distinguido a lady Mills desde lejos, no tenía ninguna premura en conocerla, sino de que oscuramente, en alguna parte de su espíritu, había empezado a preguntarse si no sería ésa la clase de personas con las cuales deberían alternar una vez casados. Se trataba además de que la conciencia de algo que aquella mañana no había conseguido obtener de Kate — y que lógicamente le interesaba sobremanera— se había agudizado en aquellos momentos, por no decir nada de su deseo de aprovechar al máximo cada oportunidad fortuita, dado el reducido número de éstas. Si la tía Maud, allá junto a sir Luke, lo notaba un poco en actitud «mirona», eso podía resultar una demostración demasiado fútil por parte de un joven que no tenía más remedio que aceptar, no muy airadamente, que había cambiado de preferencia. Pero, aquella noche, no se preocupó de Mrs. Lowder sino para preguntar:
—¿Cómo Mrs. Lowder puede trazar planes acerca de mí, con cualquier finalidad que sea, si yo estoy ligado solamente a una muchacha que agoniza? Si tú estás en lo cierto en lo que concierne a la gravedad de su estado, entonces estás equivocada sobre Mrs. Lowder. Si Milly, como dices —continuó lúcidamente—, no puede engañar a un eminente cirujano, o lo que sea, el eminente cirujano no podrá engañar tampoco a los demás, es decir, no a los que estén estrechamente vinculados a ella. No podrá engañar, de ningún modo, a Mrs. Stringham, que es la amiga más íntima de Milly, y es improbable que Mrs. Stringham pueda engañar a su vez a la tía Maud, que es la suya.
Kate le hizo vislumbrar entonces el glacial resplandor de una idea que justificaba plenamente que la hubiese demorado.
—¿Qué tiene de extraño? Me asombra que no te des cuenta.
Sintió de nuevo el agudo, el ligero estremecimiento de curiosidad que le suscitaba su amiga. Ya una vez la había comparado, como sabemos, a un libro nuevo, a un volumen de la más extraña y excepcional calidad; y su emoción, por consiguiente, se parecía una y otra vez a la ansiedad de pasar página.
—Bien —dijo—. A mí en cambio me sorprende enormemente la forma en que tú ves las cosas.
—No tiene por qué extrañarte —siguió Kate— que Mrs. Stringham prefiera engañarla, como tú dices. ¿Por qué no habría de disimular la verdad?
—¿Por qué habría de hacerlo? —Densher estaba perplejo—. ¿Por qué a Mrs. Lowder?
—Para complacerte.
—¿Y cómo diablos puede eso complacerme?
Kate giró la cabeza como si estuviera ya cansada de su estupidez, pero volvió a mirarle al contestar.
—Bien, entonces para complacer a Milly. —Y prosiguió antes de que él pudiese replicar—: ¿No comprendes todavía que Susan Shepherd está dispuesta ahora a hacer cualquier cosa por ti?
Densher no pudo dejar de admitirlo, al cabo de un instante, ya que tan exactamente se correspondía con el recibimiento que la buena amiga de Milly acababa de brindarle, pero era verdaderamente extraña la forma en que ellas lo envolvían. Aunque todo eso era historia antigua y las muchas pistas que Kate le daba lo conducían más y más allá. Fue con alguna reserva, sin embargo, que se lo hizo saber.
—Es por cierto muy amable conmigo. Sólo que tal vez su punto de vista no es el mismo que el tuyo.
—¿Cómo puede ser diferente si las dos tratamos de ayudarte?
Densher hizo una pausa, pero sólo por un instante.
—¡Oh, el problema es que todavía no sé, te lo juro, en qué quieren ayudarme!
—La ayuda consiste, digámoslo así — contestó Kate muy simplemente—, en que me facilitas las cosas. En que ganamos tiempo.
—¿Tiempo para qué?
—¡Para todo! —Una vez más se expresó con impaciencia pero en seguida, como siempre, se contuvo—: Para todo lo que pudiera suceder.
Densher sonrió, pero se daba cuenta de que lo hacía forzadamente.
—¡Eres hermética, querida!
Esto hizo que Kate mantuviese sus ojos fijos en él y Densher pudo ver que, gracias a uno de esos imprevisibles impulsos sin los cuales hubiera estado muy lejos de ser tan interesante como en realidad lo era, sus ojos se habían llenado virtualmente de lágrimas, brotadas de alguna recóndita fuente que con toda torpeza él parecía haber tocado.
—Estoy haciendo por ti lo que nunca hubiera pensado que podía hacer por nadie en el mundo.
Oh, esto surtió su efecto haciéndolo sonrojar, aunque la respuesta estaba ya en sus labios.
—Por eso mismo. ¿No he insistido hasta el cansancio para que dejes de preocuparte? —Y entonces dio otra vez libre curso a su insistencia—. Es necesario que no nos separe ninguna preocupación. Entre nosotros no tiene que haber nada más que el sentimiento del uno por el otro.
El único efecto de estas palabras fue que sus ojos se secaron mientras ella volvía a asirse a uno de los numerosos eslabones de la ajustada cadena.
—Puedes decirle lo que quieras, lo que se te ocurra.
—¿A Mrs. Stringham? No tengo nada que decirle.
—Puedes hablarle de nosotros. Quiero decir —corrigió ella pasmosamente— hacerle ver que todavía me quieres.
Era por cierto algo tan pasmoso que le resultaba divertido.
—Pero no que tú me quieres a mí.
Kate no prestó atención a su buen humor.
—Estoy absolutamente segura de que no lo repetirá.
—Ya me doy cuenta. A la tía Maud.
—No, no te das cuenta. Ni a la tía Maud ni a ningún otro. —Kate, entonces, estaba siempre mucho más adelantada que él en su relación con Milly, y lo demostró una vez más al añadir—: Por lo tanto, allí estaba su oportunidad.
Ella lo había obligado a pensar y fue como si en él se hiciera la luz, aunque no de golpe.
—Permíteme decirte que ya entiendo. La oportunidad para algo en particular que según veo te parece posible. Una oportunidad que según me parece, además, es también la tuya.
—Una oportunidad que es también la mía. —Y visiblemente animada por su voluntad de concentración, lo miró a través de la atmósfera que tan penosamente había conseguido despejar. Pero no por eso dejó de estar en guardia—. No pienses, sin embargo, que yo voy a hacer todo el trabajo. Si quieres precisar las cosas tú mismo debes nombrarlas.
Él buscó las palabras durante un minuto y las únicas apropiadas aparecieron definitiva, terriblemente ante él.
—¿Tengo que casarme con ella porque va a morir?
Él se sorprendió de que Kate lo escuchara sin pestañear, sin hacer un gesto. La joven hubiese podido responder en silencio, sólo con la mirada, dadas las condiciones, pero sus labios se movieron valerosamente.
—Casarte con ella.
—¿Para que después de su muerte, a su debido tiempo, yo herede su fortuna?
Lo veía ahora perfectamente y no tenía ya nada que preguntar. Sólo que debía quedarse bastante alelado al comprender que durante todo aquel tiempo —por su estupidez, su timidez— había sido eso y nada más que eso lo que ella había querido decirle.
Ahora que él había comprendido, Kate ya no podía, por otra parte, abstenerse —cosa extraña— de pronunciar las palabras que hasta entonces había callado, y las pronunció con una voz contenida y sin matices como si considerara una definitiva vergüenza el amedrentarse ante ellas.
—A su debido tiempo tendrás su dinero. Y nosotros, a su debido tiempo, seremos libres.
—Oh, oh, oh —murmuró Densher, casi dulcemente.
—Sí, sí —pero ella se interrumpió de pronto—. Ven a saludar a lady Mills.
El joven no se movió. Había mucho más que quería saber.
—¿Se trata de que le proponga matrimonio, sin más tardanza?
No necesitaba dar a sus palabras un énfasis irónico. Cuanto más sencillamente las decía más irónicas resultaban. Pero Kate permaneció impasible.
—Oh, yo no puedo entrar en esos detalles y ya que no te desentiendes de mí, no tienes que preguntarme nada. Haz todo lo que gustes y lo que puedas.
Él reflexionó.
—Estoy muy lejos, como te he demostrado esta mañana, de desentenderme de ti.
—Entonces —dijo Kate—, todo es perfecto.
—¿Perfecto? —Sus ansias se enardecieron—. ¿Vendrás?
Pero él debió de advertir en seguida que no era eso lo que ella había querido decir.
—Tendrás libertad de acción, y el campo despejado... en fin, la ocasión ideal.
—¡Tus descripciones —dijo él (su «ideal» era todo un ejemplo)—, son estupendas! Pero no entiendo cómo, si me quieres, te puede resultar agradable.
—No me resulta nada agradable pero gracias a Dios soy una persona capaz de hacer lo que no me gusta.
Debería transcurrir mucho tiempo antes de que él descubriera en estas palabras, al recordarlas, una especie de acento heroico, una muestra de carácter que hacía aparecer mezquina su propia incapacidad de acción, aunque en aquel momento comprendió la grandeza que implicaba saber hasta ese punto lo que uno quería. Y en aquel momento, también, comprendió que después de todo sabía lo que él estaba haciendo. Pero algo más importante vino a sus labios.
—Lo que no entiendo entonces, es cómo puedes soportarlo.
—Bien, cuando me conozcas mejor comprenderás todo lo que soy capaz de soportar.
Y prosiguió, antes de que él pudiese captar, por así decirlo, sus numerosas implicaciones. El que debiera llegar aún a conocerla «mejor» espiritualmente, después de todos los sacrificios que había hecho al respecto, era, por ejemplo, una verdad que no esperaba recibir así en pleno rostro. Él se había sentido turbado muchas veces, pero más por su propia generosidad, que por la de ella.
Y además, ¿qué quería sugerirle con eso? A pesar de tales incógnitas, Kate lo condujo todavía más lejos.
—Todo lo que tienes que hacer es quedarte.
—¿Y obrar ante tus propios ojos?
—Oh, no, querido. Nosotras nos iremos.
—¿Se irán? —Densher se sorprendió—. ¿Cuándo? ¿Adónde?
—Dentro de un día, o dos. Volvemos a casa. Tía Maud lo decidió.
Densher pareció reflexionar con todo su ser.
—¿Y qué será de Miss Theale?
—Ya te lo dije: se quedará aquí, y tú con ella.
Él la miró atónito.
—¿Completamente solos?
Kate sonrió, quizá por el tono con que lo dijo.
—Ya eres suficientemente mayor. Tendrán bastante con Mrs. Stringham.
Nada podría haberle parecido más extraño, si lo hubiera podido apreciar, que su capacidad de sentir —mientras le sonsacaba estas sucesivas aclaraciones— que sabía esencialmente «lo que ella iba a decir», instinto este compatible con su falta absoluta de necesidad de conocerla mejor a la cual unos momentos antes Kate no había hecho justicia. Pero no hubiera seguido adelante de no creer que en cualquier momento ella se quebraría. De todas maneras, mientras eso no sucediese, no le quedaba otro recurso que continuar.
—¿Fue en realidad una idea de Mrs. Lowder?
—Por supuesto que sí. De nuevo podrás ver todo lo que hace por nosotros. Y no me refiero —prosiguió—solamente a nuestra partida sino a la opinión de tía Maud sobre la conveniencia de hacerlo.
—Ahora veo, como tú dices —dijo Densher al cabo de una pausa—. Eso lo arregla todo.
—Absolutamente todo.
Las palabras, por un momento, quedaron suspendidas en el aire y se hubiera dicho que Densher las veía, sin ninguna imprecisión ahora, con todo su significado. Pero en realidad pensaba en otra cosa.
—¿La dejan entonces para que muera?
—Ah, ella piensa, es decir, tía Maud piensa que no morirá—explicó Kate—. No morirá si tú te quedas.
—¿Eso es lo único que se necesita?
Kate no cedía aún.
—¿No hemos acordado ya hace mucho que lo único importante para nosotros es lo que tía Maud piensa?
Él lo recordaba, sí, porque ella se lo decía, pero como algo muy antiguo.
—Oh, sí. No puedo negarlo. —Y luego agregó—: Así que si yo me quedo...
—No será —le interrumpió ella— por culpa nuestra.
—¿En caso de que Mrs. Lowder sospeche de nosotros?
—En caso de que sospeche. Pero no lo hará.
Kate dijo esto con un acento que parecía indicar que ya nada quedaba por agregar, mas Densher halló todavía algo.
—Pero ¿qué pasa si ella no me acepta?
Kate lo miró con tal cansancio que el joven se sintió tocado por lo paciente de su tono.
—Lo único que puedes hacer es intentarlo.
—Claro que no puedo hacer otra cosa; solamente que ¿sabes? que hay que hacer un gran esfuerzo para tratar de conquistar a una muchacha agonizante.
—Tú no tienes por qué saberlo —dijo Kate, con ese destello de justesse que él, mientras reflexionaba, no pudo menos que admirar porque ella estaba en lo cierto.
Allí estaba el hecho de cómo Milly los había impresionado esa noche a él y a su compañera, con la mirada fija en sus ojos y persiguiendo esta impresión hasta lo más hondo, literalmente erguida en actitud triunfal. Ella volvió su cabeza hacia donde estaba su amiga, otra vez a la vista, y esto hizo que él se volviese también y durante un minuto sus miradas coincidieron. Milly, por su parte, los descubrió en ese momento y les envió como respuesta, a través de la sala, todo el candor de su sonrisa, el brillo de sus perlas, la dignidad de su vida, la esencia de su fortuna. Esto les acercó aún más y sus rostros se ensombrecieron con la realidad que Milly acababa de prestar a sus planes. Kate palideció y durante algunos instantes permanecieron callados. La música, sin embargo, alegre y estrepitosa, recomenzó, y en lugar de interrumpirlos les sirvió de protección. Cuando Densher habló otra vez estaba a cubierto.
—¿Sabes? Podría quedarme sin intentar nada.
—Oh, quedarte ya es intentarlo.
—¿Quieres decir que a ella le causaré esa impresión?
—No sé de qué otra manera puedes darla mejor.
Densher hizo una pausa.
—¿Crees entonces que ella es capaz de proponerme matrimonio?
—¡Lo que no me imagino es de qué no es capaz, si realmente quieres saberlo!
—¿A la manera de las princesas, que hacen esas cosas?
—Del modo que quieras. Así que prepárate.
Y bien, Densher parecía estar ya listo.
—Entonces seré yo quien deba aceptar. Pero ella tendrá que tomar la iniciativa.
Milly no contestó, pero después dijo:
—¿Te quedarás, me lo prometes?
Su respuesta se hizo esperar pero cuando habló lo hizo claramente:
—¿Sin ti, quieres decir?
—Sin nosotras.
—¿Y os iréis, a más tardar?...
—A más tardar el jueves.
Le quedaban tres días.
—Bien —dijo él—. Me quedaré, te doy mi palabra, si me juras que vendrás a mi casa.
Ella volvió a ponerse rígida, como un momento antes, mientras miraba vagamente a su alrededor, turbada. Esa rigidez, sin embargo, significaba para él más que su espontaneidad, porque ésta era su naturaleza misma y lo otro era una máscara, una «trampa». Kate, no obstante, no miró en vano a su alrededor. Sus ojos hallaron un pretexto.
—Lady Mills se ha cansado de esperar. Mira, viene hacia nosotros.
Densher la vio venir pero aún estaba lejos y tenían tiempo suficiente.
—Si te niegas a comprenderme yo dejaré de comprenderte a ti. No haré nada.
—¿Nada? —Por un instante pareció que ella iba a rogarle.
—Absolutamente nada. Me iré antes que vosotras. Partiré mañana mismo.
Más tarde él descubriría que Kate había comprendido —como dice la frase, también para los triunfos vulgares— que él hablaba en serio. Miró de nuevo a lady Mills, que ya se había acercado, y en seguida se volvió hacia Densher.
—¿Y si yo comprendo?
—Haré todo lo que quieras.
Kate halló un nuevo pretexto con la proximidad de su amiga. Densher evidentemente jugaba con su orgullo. El joven nunca había podido disfrutar, en su relación con ella, nada tan penetrante —penetrante por ser simplemente delicioso— como aquella sensación de saberse vencedor.
—Bien. Entonces comprendo.
—¿Palabra de honor?
—Palabra.
—¿Vendrás?
—Iré.