31

LLEGARON al tema casi en seguida. Él se iba a sorprender más tarde de la rapidez con que lo hicieron.

—Ella se ha vuelto contra la pared.

—¿Quiere decir que está peor?

La atribulada mujer se había quedado allí donde se había detenido. Densher, con la súbita ansiedad y curiosidad que se habían despertado en él al ver a Mrs. Stringham, despidió a la casera que esperaba el impermeable de la recién llegada. Ésta miraba vagamente a su alrededor, a través del velo mojado, como tomando conciencia del paso que acababa de dar, tratando de comprender aunque hasta ese momento todo permanecía en la oscuridad.

—No sé cómo está. Es por eso que he venido a verlo.

—Me alegro de que se haya decidido — dijo él—. Y ahora siento que no he hecho otra cosa más que esperarla angustiosamente.

Ella levantó hacia él sus ojos humedecidos; y se asió a esta palabra.

—¿Ha estado angustiado?

Ahora, no obstante, Densher calló. Hubiera parecido una queja, y ante lo que adivinaba en su amiga sus propias dificultades no tenían importancia. Las de ella, en cambio, bajo sus ropas empapadas—que le hicieron sentirse abochornado por su falta de una chimenea—, debían de ser inmensas, y Densher presintió que las había traído a todas consigo. Contestó por lo tanto que había esperado sobre todo con tranquilidad, que había sido paciente.

—He estado quieto como un ratón, usted misma lo habrá visto. Mucho más quieto, durante tres días seguidos, de lo que he logrado estar en toda mi vida. Me pareció que era lo único que podía hacer.

Esta calificación de su actitud como una medida de prudencia o un remedio le pareció bien a ella, que a su vez aclaró:

—Ha sido lo mejor. Yo me he preguntado por usted, mas ha sido lo mejor que se podía hacer —dijo de nuevo.

—Pero ¿ha servido de algo?

—Lo ignoro. Temí que se hubiese marchado de Venecia. —Y como él sacudiera la cabeza lentamente pero con decisión, preguntó—: ¿No se irá?

—¿Irse —inquirió él a su vez— es seguir estando quieto?

—¿Oh, se quedará usted por mí, quiero decir?

—Por usted haré cualquier cosa. ¿No es ahora solamente por usted que puedo hacer algo?

Susan reflexionó en sus palabras y él pudo ver que le servían de alivio: su presencia, sus ojos, su voz, la vieja habitación misma, tan pobre pero a la vez tan llena de cosas (donde Kate había sido tan maravillosamente suya)... todas estas cosas significaban para ella la ayuda que había estado esperando, por lo que no se cansaba de contemplarlas. Tuvo sin embargo un amago de remordimiento: lo que gozaba era una alegría personal. Y esto le hablaba a Densher de los tres días que ella por su parte había debido de pasar.

—Bien —exclamó Mrs. Stringham—. Todo lo que haga por mí será también por ella. ¡Sólo que...!

—¿Sólo que ahora ya nada importa?

Ella lo miró como si él fuese la personificación de lo que acababa de decir.

—¿Lo sabe, entonces?

—¿Está cerca de la muerte? —preguntó él por toda respuesta.

Mrs. Stringham permaneció en silencio. Parecía querer leer en su alma. Luego contestó extrañamente:

—Ella no lo ha mencionado a usted para nada. No hemos hablado.

—¿Desde hace tres días?

—Ni una sola palabra —continuó ella simplemente—, como si todo hubiera terminado. Ni siquiera la menor alusión.

—Oh —exclamó Densher, comprendiendo de pronto—. Usted quiere decir que no han hablado de mí.

—¿De quién otro podía ser? Exactamente como si usted hubiera muerto.

—Y bien —respondió Densher al cabo de un instante—. Es que estoy muerto.

—Entonces yo también —dijo Susan Shepherd dejando caer sus brazos con desaliento.

Había hablado en un tono que se imponía por su cruda desesperación; significaba, en aquel cuarto desolado que no tenía más vida que la que Kate le había dejado —y cuya esencia, por vías misteriosas, tal vez alcanzaba a la visitante—, significaba toda la impotencia de la muerte. Y Densher nada tenía para oponerle, salvo, otra vez, la misma pregunta.

—¿Está cerca de la muerte?

Y ella respondió de nuevo, como si se tratara de algo brutal casi de un sufrimiento físico:

—Entonces, ¿lo sabe?

—Sí —replicó Densher—. Lo sé. Pero lo que me sorprende es que usted lo sepa. No hubiera imaginado o presumido que lo sabía.

—Lo sé, de todas maneras —dijo Susan Shepherd.

—¿Todo?

Sus ojos, a través del velo, apelaron a él.

—No, no todo. Es por eso que he venido.

—¿Para que yo se lo diga? —Después de lo cual, como ella vacilara y él fuese tocado por su vacilación, exclamó, con un gemido de incertidumbre—: ¡Oh, oh!

Él se volvió contemplando el lugar, ese sitio que ahora era como una parte de él mismo, que era la residencia, el santuario del hecho único, del hecho—ahora un recuerdo viviente—por el cual lo había alquilado. No era algo para decirle a ella, pero Susan Shepherd era, no obstante, tan decididamente maravillosa que seguramente la intuición de aquello ya habría empezado a formar parte de su conocimiento. Comprendió, y esto lo conmovió, que ella no había venido a juzgarlo: había venido más bien, en la medida en que se atreviera a ello, a consolarlo. Vio así su abatimiento, el de su dolor, en todo caso: y en un arrebato de amistad sintió que su presencia le hacía bien. El arrebato se había intensificado cuando ella respondió a su quejido con un consuelo.

—Sea como fuere, y si eso sirve de algo, estaremos juntos.

Densher reconoció en ella su propio impulso: «Es lo que yo he sentido también. Y es mucho». Ella contestó, en electo, silenciosamente, que sería todo lo que él quisiese; después de lo cual su miedo, si miedo había sido, se disipó. El alivio fue enorme pues recuperaba algo precioso sobre lo cual su mano, al intentar apresarlo, se había cerrado imperfectamente. Kate, recordaba ahora, le había dicho con su sin igual intrepidez —y a propósito de algo cuyos alcances en ese momento no previó— que Mrs. Stringham era una persona que no retrocedería ante una dificultad. Era otra demostración de la clarividencia de Kate.

—¿No piensa entonces que he estado horriblemente mal?

Y Densher valoró tanto más su respuesta cuanto que ésta fue expresada sin ninguna clase de efusiones temperamentales, como si ella hubiese adivinado lo que él podía creer al respecto. Ella dijo lo que pensaba y esto fue lo que lo animó.

—¡Oh, ha estado extraordinariamente bien!

Densher tuvo conciencia en ese instante del tiempo que habían permanecido de pie y la ayudo a quitarse el impermeable; y cuando, después de aceptar un asiento, Mrs. Stringham se levantó también el velo, él pudo ver en la devastación de su rostro que esas palabras que acababa de pronunciar eran las únicas flores que tenía para darle. Eran el único consuelo que podía traerle y tal consuelo, por otra parte, dependía aun de los acontecimientos. Se sentaron juntos, de todos mudos, en la penumbra gris, triste como un amanecer de invierno, que el encuentro de ambos había precipitado. Y la imagen que ella evocó nuevamente fue aun más sombría.

—Ella se ha vuelto contra la pared.

Él la vio con toda claridad y fue como si ambos callaran simplemente para dejar que él la viese.

—¿No habla de nada en absoluto? No me refiero a mí.

—De nada, de ninguno. —Y ella, Susan Shepherd, continuó dándole las cosas tal como las había debido tomar—. Ella no quiere morir. Piense en su juventud, en su bondad. Piense en su belleza, en todo lo que ella es. En todo lo que tiene. Allí está, crispada, tratando de asirse a todo eso. Yo le agradezco a Dios... —Y la buena mujer se detuvo con una especie de pálida inconsecuencia.

Densher se sorprendió.

—¿Qué le agradece a Dios?

—Que ella esté tan tranquila.

Él se sorprendió aún más.

—¿Tan tranquila está?

—Está más que tranquila. Está enojada, y ella nunca lo ha estado. Así que ya ve, después de tantos días. No puedo decirle más, pero es mejor así. Si ella me lo dijera me moriría.

—¿Si le dijera qué? —Aún no podía entender.

—Cómo se siente, cómo se aferra a la vida, cómo no lo acepta.

—¿Cómo no acepta morir? Por supuesto que no lo acepta.

Hubo un prolongado silencio durante el cual ambos debieron de haber pensado en lo que podían hacer para evitar el mal. Aunque esto no fue lo que dijeron; el «enojo» de Milly y el enorme palacio silencioso se hallaban fijos en la mente de Densher, con la pequeña mujer que estaba ahora frente a él, esperando allí y escuchando.

—Pero ¿qué mal puede haberle hecho usted? —dijo.

Mrs. Stringham miró a su alrededor, confundida.

—No lo sé. He venido para hablar de Milly y con usted.

Esto volvió a desconcertarlo.

—¿Me odia ella abiertamente?

—No lo sé tampoco. ¿Cómo puedo saberlo? Nadie lo sabrá nunca.

—¿Es que ella no lo dirá jamás?

—Jamás lo dirá.

Densher recapacitó.

—Debe de ser una muchacha extraordinaria.

—Es extraordinaria.

Aquella mujer, a fin de cuentas, trataba de ayudarlo, y él analizó los hechos en la medida de su capacidad.

—¿Me vería ella de nuevo?

Mrs. Stringham lo miró sin parpadear.

—¿Y usted querría verla?

—¿Así como usted la describe? —Comprendió la ansiedad de la mujer y vaciló un momento—. No.

—¡Ah, entonces! —suspiró ella.

—Pero si ella puede soportarlo yo haré lo que sea necesario.

Mrs. Stringham estuvo a punto de hallar algo, pero en seguida desistió.

—No veo qué podrá hacer usted.

—Tampoco yo. Pero Milly tal vez pueda.

Mrs. Stringham meditó sobre ello.

—Es demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para que ella vea?...

—Demasiado tarde.

Esa terminante y desesperada conclusión —después de todo tan lúcida— excitó su impaciencia.

—¿Y el médico qué hace, mientras tanto?

—¿Tacchini? Oh, es muy bueno. Viene a verla. Está orgulloso de haber sido elegido y aleccionado por un gran especialista de Londres. Apenas si deja el palacio, así que no sé qué será de sus otros pacientes. La considera, con razón, un gran personaje, la trata como a un miembro de la familia real. Está a la espera de los acontecimientos. Pero ella muy rara vez consiente que la vea, y aunque le ha dicho generosamente, porque ella piensa en mí, la pobre niña, que puede venir cuando lo desee y quedarse en la casa, Dios mío, pasa la mayor parte del tiempo dando vueltas cerca de sus habitaciones, vagando por los pasillos, tratando de entretenerse en ese salón tétrico con los chismes de Venecia o enfrentándome en las puertas, en la sala, en las escaleras, con su sonrisa simpática e intolerable. Hasta ahora —dijo Susan Shepherd— no hemos hablado de ella.

—¿Ella misma lo exigió?

—Sí. No hago nada si ella no lo quiere. Hablamos del precio de las provisiones.

—¿Ella lo pidió, también?

—También. Me lo sugirió cuando me dijo, la primera vez, que él podía venir y quedarse todo lo que quisiera si eso me servía de algo.

Densher la escuchaba absorto.

—Pero él no le da ninguna clase de apoyo.

—En absoluto. Aunque eso —añadió— no es culpa de él. Nada puede servirme de apoyo.

—Yo también siento, por cierto —observó Densher—, horriblemente, que no puedo prestarle ninguno.

—No. Pero no vine por eso.

—Vino por mí.

—Bien, digámoslo así, si le parece. — Susan lo miró con los ojos llenos de lágrimas y algo mucho más profundo asomó en seguida en ella—. En el fondo, he venido, naturalmente...

—Naturalmente, en el fondo, usted ha venido por ella. Pero ¿es en realidad demasiado tarde, como usted dice, para que yo haga algo?

Ella seguía mirándolo, con una impaciencia que nacía, según Densher pudo presentir, de la verdad misma.

—Eso dije, en efecto. Pero ahora, con usted aquí —y ella, extrañamente, recorrió el lugar con la vista—, con usted aquí, y todo lo demás, siento que no debemos abandonarla.

—Dios no permitirá que la abandonemos.

—Entonces ¿no se irá usted’’ —El tono de Densher le había devuelto los colores.

—¿Y eso qué importa si es ella la que me abandona? ¿Qué puedo hacer si no quiere recibirme?

—Usted acaba de decir que no le gustaría verla.

—No me gustaría, por lo que me ha dicho de ella; no me gustaría verla como usted la describe; pero sí querría verla si pudiera ayudarla. Pero aun así — prosiguió Densher, descorazonado—, primero sería necesario que ella lo quisiera. Y ahí está el asunto: ella no lo querrá, no puede quererlo.

Densher se puso de pie en su vehemencia y Mrs. Stringham lo siguió con la mirada cuando él, impotente, empezó a caminar de un extremo a otro de la habitación.

—Hay una sola cosa que usted puede hacer —dijo ella—. Aunque tiene también sus dificultades. Pero es lo único posible.

Densher permaneció frente a Susan, con las manos en los bolsillos, y en seguida comprendió, por su mirada, lo que se aproximaba. Ella hizo una pausa como requiriendo su autorización para decirlo, y puesto que él sólo la dejó esperando, resonó, en el silencio, la renovada precipitación de la lluvia sobre el canal. Cuando ella habló lo hizo a medias, como temiendo algo.

—Creo que en realidad usted sabe de qué se trata.

Él lo sabía y aun así, como Mrs. Stringham había dicho, Dios era testigo, ¡tendría sus dificultades! Se apartó de ellas, de todo, durante un momento: fue hasta la ventana opuesta y contempló el canal ancho ahora como un río, donde las casas de enfrente, borrosas y reducidas, parecían estar mucho más lejos que de costumbre. Mrs. Stringham nada dijo, tan muda, en realidad, en aquellos instantes, como si ya lo hubiera convencido; y él fue el primero en hablar. Cuando lo hizo, sin embargo, no fue respondiendo directamente a sus últimas palabras, sino partiendo simplemente de ellas. Dijo, cuando volvió a su lado:

—Déjeme ver, ¿entiende? Necesito comprender —dijo casi como si hubiera aceptado su proposición.

Y lo que él quería ver era, en definitiva, lo que decía sir Luke Strett de todo aquello. Si ellos hablaban de no abandonar a Milly, ¿no debería ser él quien menos lo hiciera?

—Y en ese caso, ¿no estamos obrando a ciegas sin él?

—Oh —dijo Mrs. Stringham—, es él quien me da ánimos. Le telegrafié la primera noche y me contestó sin perder un minuto. Vendrá inmediatamente, sólo que no puede llegar, cuando mucho, hasta el jueves por la tarde.

—Eso ya es algo, entonces.

Ella titubeó.

—Sí, es algo. Milly lo aprecia.

—¡Ya lo creo! Todavía me parece ver su expresión, cuando él estuvo aquí en octubre... esa noche que ella se vistió de blanco y vinieron algunos amigos con esos músicos. Me obligó a conversar con él; fue maravilloso para los dos. Milly me pidió que le mostrara el palacio y yo lo hice. Nos entendimos perfectamente. Eso me demostró —dijo Densher con una breve y amarga sonrisa— que ella lo estimaba mucho.

—Y él le tomó aprecio a usted.

—Ah, eso no lo sé.

—Ahora lo sabe. Usted lo acompañó a las galerías y a las iglesias, le ahorró tiempo al mostrarle lo más interesante y usted debe recordar que me dijo que de no ser un gran cirujano hubiera sido sin duda un excelente juez, de las cosas bellas, quiero decir.

—Bien —admitió el joven—, eso lo es, desde ahora por haber juzgado a Milly. Y su juicio—continuó—no debe ser inútil. Su interés por ella, que debemos aprovechar al máximo, tiene que resultarle altamente beneficioso.

Densher, mientras hablaba, continuaba recorriendo la habitación con las manos en los bolsillos, y Mrs. Stringham pudo ver que intentaba tomar distancia del reconocimiento que pocos segundos antes acababa de confesar parcialmente.

—Me alegro —exclamó entonces— de que le haya tomado simpatía.

Algo en el tono con que ella habló lo puso en guardia.

—Bien, no más, querida señora, que la que le inspiró a usted. Seguramente usted simpatiza con él. Cuando estuvo aquí, seguramente todos le tomamos simpatía.

—Sí, pero yo creo saber que él piensa. E imaginé que usted también lo había adivinado —comentó Susan—, con todo el tiempo que pasaron juntos.

Densher se detuvo en seco, aunque sin decir ni una palabra. Luego aclaró:

—Nunca hablamos de Milly. Ninguno de los dos la mencionó ni nada se dijo entre nosotros con referencia a ella.

Su amiga lo miró sorprendida por ese cuadro, pero ella tenía una idea que se impuso.

—Ése es su tacto profesional.

—Precisamente. Es la impresión que yo tenía, pero hay algo más. —

Y entonces exclamó con repentina emoción—: ¡Yo no podría hablar con él sobre Milly!

—Oh —dijo Susan Shepherd.

—No puedo hablar con nadie sobre ella.

—Excepto conmigo —observó su amiga.

—Sí, excepto con usted.

La sombra de una sonrisa, un atisbo de entendimiento había acompañado las palabras de ella, y esto hizo que, honestamente, la mirara a los ojos. Por honestidad, también — por sus propias palabras, ahora—, se sonrojó en el acto: había escondido, de golpe, el bulto de su conversación con Kate. Su visitante, cuando sus miradas se cruzaron, parecía observar cómo lo escabullía. Y él debía escabullirlo: el esfuerzo, precisamente, era lo que lo había hecho enrojecer. No debía traicionarse, al menos no en aquel momento. Ella podía aprovecharse. Trató de repetir su afirmación pero en realidad la modificó.

—De todos modos, ni él ni yo tenemos nada que decirnos. Todo disimulo entre nosotros es imposible y...

—Y la realidad —interrumpió ella enfáticamente— es más imposible todavía. —Era cierto: él no lo negaba; y Mrs. Stringham sacó rápidamente su conclusión—. Eso prueba lo que yo afirmaba, que entre ustedes media un abismo. De otra manera hubieran conversado.

—Yo diría —admitió Densher— que los dos pensábamos en ella.

—Ninguno de ustedes pensaba en otra cosa. Y eso los mantenía juntos.

Bien, eso también lo admitía él, si ella lo deseaba; pero volvió a lo que había dicho en un principio.

—Sea como fuere, no tengo la menor idea de lo que él piensa.

Y Susan le formuló una de esas preguntas en la que se trasuntaba toda su buena fe.

—¿Está usted completamente seguro?

Él sólo pudo ver qué diferentes parecían ambos.

—¿Usted cree, supongo, que él la considera desahuciada?

Ella le oyó sin pestañear.

—No importa lo que yo crea.

—Bien, ya veremos —dijo él, sintiéndose superficial hasta la ruindad.

Desde hacía cinco minutos le parecía cada vez más patente que la compañera de Milly había venido a decirle algo en particular, algo que él se esforzaba en posponer. Le hubiera gustado aplazarlo todo para el jueves y lamentaba que sólo fuera martes: se preguntó si tenía miedo. Sin embargo, no podía ser de sir Luke, que estaba por llegar; ni de Milly, que estaba por morir; ni de Mrs. Stringham, que estaba allí sentada. No era tampoco, aunque parezca extraño, miedo de Kate, cuya presencia de pronto parecía haberse desvanecido en el aire. Era como si la de Susan Shepherd, al prolongarse, hubiera influido sobre ella hasta volverla inocua. Estaba ahora tan ausente de su sensibilidad como lo había estado desde su partida —como un eco o una referencia— del palacio; y Densher, por primera vez, se daba cuenta de ello. Comprendió por lo tanto que tenía miedo de sí mismo y que si no tomaba sus precauciones el miedo no haría sino acrecentarse.

—Mientras tanto —agregó en voz alta—, verla a usted me ha hecho muchísimo bien.

Mrs. Stringham se puso lentamente de pie al escuchar estas palabras, como si hubiera descubierto en ellas sus intenciones de proceder con cautela. Se quedó allí parada como si él hubiera tenido que despedirla súbitamente y su brusquedad fuera tan notoria que la autorizaba a insistir. No necesitaba para ello más de dos o tres minutos, como claramente le hizo ver que pensaba. Aunque por otra parte, ya había hablado.

—¿Lo hará si él se lo pide? Quiero decir, ¿si el mismo sir Luke se lo propone?

¿Y le dará usted —oh, su acento era ahora de ruego— la oportunidad de que se lo pida?

—¿La oportunidad de pedirme qué?

—Que la ayude negando todo delante de ella.

Densher sintió —como le había pasado ya una vez en esos quince minutos— que enrojecía hasta la punta de los cabellos, pero no ya como un signo de vergüenza sino de temor. Y le reveló con claridad qué era lo que temía.

—¿Qué es lo que debo negar? — preguntó.

Susan vaciló porque, ¿no le había estado demostrando él, desde un principio, que lo sabía?

—¡Cómo! ¡Lo que lord Mark vino a decirle!

—¿Y qué le dijo lord Mark?

Mrs. Stringham pareció confundida, tal vez de verlo a él tan súbitamente perverso.

—Estaba segura de que usted lo sabía. —Y fue ella ahora quien se sonrojó.

Densher sintió piedad por aquella mujer, pero otras cosas lo inquietaban.

—Entonces ¿usted estaba al tanto?...

—¿De su nefasta visita? —Le miró atónita—. ¡Si es lo que ha desencadenado todo el mal!

—Sí, comprendo. Pero usted también sabía...

El joven vaciló otra vez pero ella quería decirlo todo.

—Me refería —prosiguió con suavidad— a lo que lord Mark le dijo. Es eso lo que creí que usted sabía.

—¡Oh! —exclamó Densher a su pesar.

Y dio la impresión, él pudo darse cuenta, de sentirse aliviado, como si hubiera esperado que ella dijese algo muy diferente. Y entonces comprendió.

—¡Oh, usted pensó que yo lo daba por cierto!

Esto aumentó la confusión de su amiga y Densher vio que nuevamente se había traicionado, aunque en realidad ya no importaba, como en seguida pudo comprobar. Se había dicho todo por fin, o al menos, no restaba nada por aplazar. Se habían quedado solos con su idea, la que Susan deseaba hacerle comprender. Diez minutos antes él había dicho que necesitaba entender y eso era, después de todo, lo único que ella buscaba. Pero lo que debía comprender no era algo insignificante; sería, tal vez, mucho más grave de lo que parecía.

Densher volvió a pasearse por el cuarto sin pronunciar palabra; durante un minuto, se ensimismó —como él hubiera dicho— frente a la ventana, y ella pudo ver que lo había colocado contra el muro. La impresión de haberlo «apresado» se transformó en escrúpulos, y habló como para no ensañarse.

—Lo que quise decir es que lord Mark afirmó que usted y Kate Croy han estado comprometidos mientras tanto.

Densher giró bruscamente, como si hubiera recibido un latigazo, y replicó —tontamente, como más tarde comprendería—lo primero que se le cruzó por la cabeza.

—¿Mientras qué? —preguntó.

—Oh, no soy yo quien lo ha dicho. —Mrs. Stringham se mantenía amable—. Sólo repito lo que lord Mark le comentó a ella.

Densher, que no había podido reprimir su impaciencia, se contuvo en seguida.

—Disculpe mi brusquedad. Por supuesto que sé de qué me estaba hablando. Me encontré con él, por la tarde—explicó todavía—, en la plaza; lo vi de refilón, a través de la vidriera del Florian; no cambiamos ni una palabra. En realidad, apenas lo conozco, y la ocasión no se prestaba. Lo vi una sola vez, además. Debió de partir ese mismo día. Me imaginé que había venido por algún motivo especial y traté de adivinar la razón.

Oh, también lo había hecho Mrs. Stringham.

—Vino por despecho.

Densher asintió.

—Vino para hacerle saber que conocía mejor que ella al hombre por quien, dos meses antes, en su dicha ilusoria, lo había rechazado a él.

—¡Lo conoce muy bien! —dijo Mrs. Stringham casi con una sonrisa.

—Lo conozco... , pero no sé qué ventajas puede obtener.

—Las ventajas, piensa él, si tiene paciencia, no demasiada, pueden venir más tarde. Él no tiene idea del mal que le ha hecho. Solamente nosotros lo sabemos, ¿se da cuenta?

Densher se daba cuenta, pero se sorprendió.

—¿Ella le ocultó lo que sentía?

—Ha sido capaz, estoy segura, de no dejar traslucir nada. Él le asestó su golpe y ella lo recibió sin pestañear; Mrs. Stringham exponía claramente los hechos y esto la llevó a comentar lo que relataba.

—Oh, ella es extraordinaria.

Densher volvió a asentir gravemente.

—Es magnífica.

—Y él —prosiguió la mujer— es el último de los idiotas.

—¡El último de los idiotas! —Durante algunos instantes, ante la estupidez de todo aquello, ambos se miraron—. Y sin embargo hay quienes lo consideran extremadamente inteligente.

—Ésa es la opinión de Maud Lowder.

Y conmigo en Londres —siguió Mrs. Stringham—, fue muy gentil. Parecía tan bueno que hasta se podía sentir compasión por él.

—Exactamente como sucede con todos los imbéciles.

—Sí, pero él no tenía la intención de hacerle ni el menor daño. Me bastaron las pocas cosas que ella me dijo para darme cuenta. No tenía ese propósito.

—Así proceden siempre los imbéciles — insistió Densher—. Solamente quería perjudicarme a mí.

—Y beneficiarse él, más adelante. No ha podido aceptar lo que sucedió durante su primera visita—. Se sintió profundamente humillado.

—Oh, ya lo vi.

—Y él lo vio a usted. Vio cómo lo recibían mientras él era rechazado.

—Perfectamente—asintió Densher—. Yo colmé la medida. Sobre todo porque pudo ver que me recibían para una estancia de varias semanas. Con eso tenía para preocuparse.

—Precisamente, era más de lo que podía soportar. Pero todavía tiene que pensar en eso —manifestó Mrs. Stringham.

—Me pregunto —dijo Densher, quien, a todo esto, también tenía para pensar mucho más de lo que ya había pensado— cómo pudo saberlo. Es decir, saber lo suficiente.

—¿Qué es suficiente para usted? —inquirió Mrs. Stringham.

—Sólo podía actuar, para sentirse seguro, con pleno conocimiento.

No había respondido a su pregunta pero de todos modos, estando frente a frente, algo circuló entre ellos. Esto hizo que ella insistiera, unos segundos después.

—¿A qué llama usted suficiente?

Densher contestó de forma indirecta.

—¿Dónde ha estado lord Mark desde octubre?

—En Inglaterra, según me parece. Por lo que yo escuché, vino directamente desde allí.

—¿Directamente para cumplir su cometido? ¿Todo ese viaje para estar aquí media hora?

—Bien, quizá para hacer otro ensayo, con la ayuda de un nuevo elemento. Para quedar bien con ella, posiblemente; una tentativa distinta de la anterior. Tenía algo para contarle y en el fondo no sabía si su oportunidad se reduciría a media hora. O tal vez pensaba que esa media hora sería mucho más eficaz. ¡Y lo fue! —dijo Susan Stringham.

Densher la escuchaba, comprendiendo casi demasiado bien, aunque —mientras ella explicaba las cosas con más atrevimiento del que él hubiera sido capaz de reunir (poniendo los puntos que aún faltaban sobre algunas íes)— nuevos interrogantes se le imponían. Hasta ahora habían permanecido agrupados, mezclados y confusos, pero al presente se separaban, se perfilaban uno por uno. El primero que se le ocurrió, en todo caso, fue tajante.

—Últimamente, ¿ha tenido noticias de Mrs. Lowder?

—Oh, sí, dos o tres veces. Está ansiosa, como es natural, por saber de Milly.

Densher titubeó.

—¿Y también, como es natural, estará ansiosa por saber de mí?

Mrs. Stringham, por un instante, igualó su cautela.

—Hasta ahora le he dado solamente buenas noticias. Ésta será la primera mala.

—¿Ésta? —Densher parecía reflexionar.

—Que lord Mark estuvo aquí y la situación en que ella se encuentra.

Él pensó todavía un momento.

—¿Y qué le dijo Mrs. Lowder sobre lord Mark? ¿Le escribió que estuvo con él?

—Lo mencionó una sola vez, en su penúltima carta. Dijo algo más también.

—¿Qué?

Mrs. Stringham pareció hacer un esfuerzo para explicarlo.

—Bien, es algo referente a Miss Croy. Ella cree que Kate se ha fijado en lord Mark. O, mejor aún, yo diría que él se ha fijado en ella y a Mrs. Lowder le ha parecido que esta vez se encuentra mucho más despejado el camino.

Densher escuchaba con los ojos bajos pero cuando levantó la mirada para hablar fue evidente que tenía en cuenta lo extraño de ese comentario.

—¿Eso significa que Mrs. Lowder lo ha alentado para que le proponga matrimonio a su sobrina?

—No sé lo que ella quiso decir.

—Claro que no —reaccionó Densher—. No voy a pedirle que junte las piezas de este rompecabezas cuando no puedo armarlo yo mismo. Aunque creo — agregó— que yo podré hacerlo.

Ella replicó tímidamente, pero arriesgándose:

—Me atrevería a decir que yo también puedo armarlo.

Era otra de las cosas que, desde que Susan había entrado en su habitación, parecía revelarle la intuición profunda de aquella mujer sobre todo lo que le concernía. Se habían separado cuatro días antes con muchos sobrentendidos entre ambos, pero ahora las cosas aparecían en la superficie agitada y no había sido precisamente él quien las había hecho subir. Las mujeres eran extraordinarias, o por lo menos aquélla lo era. Pero también lo eran Milly y la tía Maud, y, sobre todo, su propia Kate. Bien, ya sabía a qué atenerse con su círculo de faldas; ¡qué mujeres habían resultado! Eran lo mejor de toda aquella confusión. Esta impresión, a su vez —podemos pensar nosotros—, no estuvo del todo desvinculada de la pregunta que formuló inmediatamente a su visitante y que dejó de lado la última observación de ésta.

—Y Miss Croy, en todo este tiempo, ¿le ha escrito a nuestra amiga?

—Oh —rectificó Mrs. Stringham—, también es amiga de ella. No, ni una palabra, que yo sepa.

Densher estaba seguro de que no le había escrito, aunque esto apenas resultaba más extraño que el hecho de que durante seis semanas él no le hubiera hablado a Milly de la joven. Y también, por lo mismo, era apenas más extraño que el propio silencio de Milly respecto de Kate. A pesar de lo cual, y un poco ilógicamente, él se sonrojó una vez más por el silencio de Kate. Trató de olvidarlo en seguida y lo que halló más a mano fue insistir en el hombre que acababan de juzgar.

—¿Cómo consiguió verla? Después de lo sucedido entre ellos, a Milly le bastaba con decir que no podía recibirlo.

—Oh, quería ser amable. Estaba mejor dispuesta —explicó Mrs. Stringham, levemente azorada— que la vez anterior.

—¿Mejor dispuesta?

—No estaba en guardia. Había una diferencia.

—Sí, pero no una gran diferencia.

—Notan grande como para tener que mostrarse dura. Es verdad. Pero sí para permitirse todo lo contrario. —Después de lo cual, como él no contestara, ella completó su pensamiento—. Lo había tenido a usted durante seis semanas.

—Oh —se quejó Densher débilmente.

—Por otra parte, creo que le escribió previamente, en un tono que le facilitó el camino, pidiéndole que fuese considerado con él, y una vez en su presencia...

—Una vez allí —interrumpió Densher—, se quitó la máscara. ¡Qué tremendo animal!

Susan Shepherd palideció levemente al oír esto y fijó sus ojos en él como esperanzada en algo.

—Oh, después se fue sin ningún remordimiento.

—También debe de haberse ido sin ninguna esperanza.

—Ah, por cierto.

—Fue una simple y baja venganza. ¿Es que no la conocía? —preguntó el joven—. ¿No había visto unas semanas antes, no se había dado cuenta, no había sentido, que ella no tenía, tal vez, para una proposición semejante, más que unos pocos meses de vida?

Como única respuesta Mrs. Stringham lo miró en silencio y esto dio más fuerza a sus palabras cuando después agregó:

—Sin duda alguna estaba al tanto de lo que usted dice, así como usted también lo sabía.

—¿Quiere decir que justamente la quería porque?...

—Justamente por eso —asintió Susan Shepherd.

—¡Cretino! —exclamó Merton Densher.

Se alejó, sin embargo, con el rostro arrebatado apenas hubo dicho esto, sintiendo que en la reserva de su amiga se ocultaba una segunda intención. La penumbra no era muy densa y después de contemplar la melancolía exterior se volvió hacia ella.

—¿Quiere usted luz? ¿Una lámpara? ¿O velas?

—Por mí no se moleste.

—¿Nada en absoluto?

—En absoluto.

Permaneció ante la ventana unos instantes todavía, y luego encaró a su visitante con una nueva idea.

—Probablemente le pidió a Miss Croy que se casara con él. Eso es lo que debe de haber sucedido.

La reserva de Mrs. Stringham continuaba.

—Sólo usted puede decirlo.

—Y bien, creo que sí. Mrs. Lowder habrá dado su consentimiento, aunque claro que ella, pobre mujer, estaba equivocada. El rechazo de Kate lo desconcertó —siguió analizando el joven—, y trató de hallarle una explicación.

—¿Y pensó que usted, evidentemente, era esa explicación?

—No tan evidentemente, porque me he quedado aquí y él ha creído necesario hacerle una visita a Miss Theale. Pero le pareció probable. Sospechó —declaró Densher con arrojo— que yo podía ser el motivo del rechazo en Lancaster Gate y que andaba, al mismo tiempo, detrás de algo, en Venecia.

Mrs. Stringham se contagió de su coraje.

—¿Detrás de algo? ¿De qué?

—¡Quién sabe! De alguna «presa», como ellos dicen. Alguna maldad. Alguna hipocresía.

—Lo cual —observó Mrs. Stringham— es una suposición monstruosa.

Densher, al cabo de un tenso minuto — sensiblemente largo para ambos—, se alejó nuevamente de ella y permaneció otro tanto frente a la ventana, mirando hacia afuera con las manos en los bolsillos. Sabía perfectamente que ésta no era una respuesta a lo que acababa de decir su visitante, pero también comprendía que no había respuesta posible. Ella lo dejó librado a sí mismo y él se alegró de que hubiese declinado el ofrecimiento de una luz para proseguir hablando. Hubiera sido una ventaja sobre todo para ella, aunque obtuvo beneficios aun de su ausencia. Esto se reflejó en el acento con que se dirigió a él—diferente ahora por la confianza—, utilizando palabras que ya había empleado.

—¿Si el propio sir Luke se lo pide, como un favor personal, sería usted capaz de desmentir, delante de Milly, lo que tan pérfidamente él le ha hecho creer?

Oh, cómo se sentía retroceder, pero por fin preguntó:

—¿Está usted, entonces, absolutamente segura de que ella lo ha creído?

—¿Segura? —Mrs. Stringham apeló al conjunto de las circunstancias—. ¡Juzgue; usted mismo!

Densher tomó su tiempo para hacerlo.

—Y usted, ¿lo cree?

Él sintió que su pregunta la abrumaba, pero ella respondió, de todas maneras, abrumándolo mucho más a su vez.

—Lo que yo crea dependerá en gran medida de lo que usted haga. Usted puede solucionarlo todo perfectamente... con sólo quererlo. Prometo creerle con los ojos cerrados si usted, para salvarle la vida, consiente en negarlo.

—Pero ¿negar, maldita sea toda esta historia, negar exactamente qué?

Era como si él esperara que su visitante le simplificara las cosas; pero ella las complicó.

—Negarlo todo.

Nunca hubiera creído que «todo» podía llegar a ser tanto.

—Oh —exclamó simplemente desde la penumbra.