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NUNCA hasta entonces, como aquella mañana, se había sumergido tanto en el placer de lo que poseía; contenta y agradecida de que el calor del verano meridional se demorara en las altas y ornadas habitaciones, en los salones grandiosos cuyos mosaicos frescos y duros reflejaban la luz en su brillo antiquísimo y donde el sol, con la vibración del mar, centelleaba a través de las ventanas abiertas y jugaba sobre las figuras pintadas en los cielos rasos espléndidos: medallones de púrpura y de oro, de color melancólico y envejecido, medallas de un dorado rojo y antiguo, cinceladas y encintadas, patinadas por los años, todo ello florido, festoneado y brillante, dispuesto en las grandes molduras y en las concavidades decoradas (nidos de blancos querubines, de amables criaturas aladas), y destacado por la ayuda de una segunda hilera de pequeñas ventanas que daban directamente hacia el frente y que hacía del lugar —pese a los Baedeke y las fotografías de los compañeros de Milly, que perturbaban la vista— un anfiteatro de gran pompa. Aunque había gozado del palacio durante tres semanas, sólo ahora tenía la sensación de ocuparlo realmente, quizá porque era la primera vez que se quedaba sola —lo que se llama verdaderamente sola— desde que había salido de Londres, y tuvo así la plena y libre impresión de lo que el gran Eugenio había podido hacer por ella.

El gran Eugenio, recomendado por nobles y norteamericanos, entró a su servicio en el último momento: había llegado desde París al cabo de incontables pourparleurs con Mrs. Stringham —a quien Milly había dado más que nunca carta blanca—, expresamente para escoltarla hasta el continente y rodearla allí con todos los tesoros de su experiencia, que puso a su servicio en realidad desde el primer encuentro. Lo juzgó por anticipado —políglota y ecuménico, astuto y simpático— como un pillo de pies a cabeza, pues siempre se estaba llevando una bien cuidada mano italiana al pecho mientras deslizaba la otra en el bolso de ella, el cual, como en seguida pudo darse cuenta, le caía tan bien como un guante. Lo extraordinario fue que estos detalles, de los que tenían mutua conciencia, establecieron en seguida entre ellos un vínculo indestructible y una relación armoniosa, pues de una manera extraña, grotesca y amable fueron los que cimentaron su confianza recíproca y los que mejor la expresaron.

Milly no había tardado mucho en comprender lo que sucedía: era lo de siempre, otra vez lo mismo. Eugenio, a los cinco minutos de estar con ella, la había captado, se había formado una idea, como todo el mundo, no tanto de la solicitud con que se la debía tratar como de la facilidad con que había que abandonarla a sí misma. Todo el mundo la comprendía, todo el mundo la captaba, pero con nadie, hasta ese momento, según sentía Milly, esa idea se había transformado en un lazo tan estrecho ni había dado lugar a una capitulación tan absoluta por parte de ella. Gracioso, respetuoso, con maestría consumada —sus manos siempre en posición, y su cabello blanco, estirado, cuidado, y su rostro adiposo y calmo, y sus ojos oscuros, profesionales, teatrales casi, como los de un célebre tenor demasiado envejecido para hacer el amor pero todavía con arte suficiente para hacer dinero—, le demostraba en ocasiones que de todas las clientas de su gloriosa carrera ella era la única en quien había depositado su más personal y paternal interés. Las demás se habían cruzado en su camino por razones profesionales, pero en ella depositaba un especial sentimiento. La confianza de Milly se apoyaba por lo tanto en esa convicción: de nada estaba tan segura como de aquello. Les sucedía cada vez que conversaban: él era insondable pero esta intimidad se expandía en la superficie. Había llegado a ocupar un lugar entre aquellos que debían acompañarla hasta el fin, y en esa constante perspectiva su pensamiento lo colocaba, para la función última, junto a la pobre Susie, a quien compadecía ahora más que nunca por lo mucho que tenía que lamentar y por lo poco que podía decir. Eugenio tenía el tacto general de un legatorio universal, carácter bien definido en él: pero en cambio no podía imaginar a Susie desempeñando papel alguno en oportunidad de su muerte. Susie sólo estaba ligada insistente, exclusivamente, con el mero hecho de su perseverancia en vivir. Milly, en un nuevo acceso de fantasía, sintió que a ella le hubiera agradado también creer en todo eso. Eugenio, en realidad, había hecho por ella mucho más de lo que probablemente creía —a fin de cuentas nada sabía—, habiéndola instalado tan admirablemente, tan perfectamente al declinar el otoño, obedeciendo a unas pocas indicaciones suyas. Estas someras indicaciones, a manera de sugerencia general, habían sido: «En Venecia, por favor, si es posible, nada de esos hoteles vulgares y odiosos, a menos que puedan conseguirse, usted ya me entiende, algunas habitaciones antiguas pero confortables, totalmente independientes, por algunos meses. Si son muchas mejor, y en algún lugar interesante: un palacio histórico y pintoresco, pero estrictamente inodoro, donde podamos sentirnos en casa, con una cocinera, ¿me entiende?, con servidumbre, frescos y tapices y antigüedades... todo lo que puede hacer creer en una verdadera instalación».

La prueba de que la había comprendido totalmente estaba en aquel mismo lugar y ella, desde un principio, no había objetado para nada su magnífica adquisición. Le había demostrado lo que pensaba al respecto y él se alegró de su manera de aceptarlo; no tardó en tener conocimiento de esa parte de la transacción que le concernía directamente y la relación de Eugenio con tales cifras no pudo dejar de hacerse, por así decirlo, más y más insignificante. Gente encantadora, declarados amantes de Venecia, evidentemente, le habían abandonado su casa, y habían partido de allí hacia otras regiones para ocultar su vergüenza a la vez por aquello que enajenaban, aunque fuese brevemente, y por aquello que recibían, por más durable que fuera. Ellos habían preservado y respetado, y ahora Milly —su participación en esto era descarada— iba a disfrutar y a apropiarse. El palacio Leporelli guardaba su propia historia en su vasto interior, como un ídolo pintado, un solemne títere cargado de condecoraciones. Ornado de cuadros y de reliquias, el rico pasado de Venecia, con su estilo imborrable, era allí la presencia reverenciada y servida: lo que nos lleva otra vez a nuestro asunto de hace un momento, al hecho de que más que nunca, en aquella mañana de octubre —por torpe que fuera como novicia—, Milly se desplazaba lentamente de un extremo al otro del palacio como la sacerdotisa de un culto. Esa sensación, por cierto, se la daba el dulce sabor de la soledad, añorada y recuperada. La soledad era una necesidad para su espíritu cuando las cosas le hablaban profundamente, y era en medio del sosiego cuando las oía mejor: las otras voces le hacían perder su sentido. Eran otras voces las que la habían rodeado durante semanas y ella se había esforzado por escucharlas, por cultivarlas y responderles. Aquéllas habían sido semanas en las que eran otras cosas las que habían podido muy bien evitarle oír. Se había visto —mucho más de lo que las perspectivas en un principio prometían o amenazaban— abriéndose paso entre una multitud con una múltiple escolta. Las cuatro mujeres que habían descrito a sir Luke Strett como una falange relativamente compacta y aislada habían resultado ser, en última instancia, una bola rodante de nieve condenada a ocupar cada día más espacio. Susan Shepherd había comparado esta parte del viaje de Milly a la famosa gira de la emperatriz Catalina a través de las estepas de Rusia: campamentos improvisados aparecían en cada recodo del camino; los lugareños aguardaban con sus discursos preparados en el lenguaje de Londres; viejos conocidos, por último, esperaban emboscados en cualquier parte: amigos de Mrs. Lowder, de Kate Croy, de ella misma. Y cuando los oradores no empleaban el lenguaje de Londres, utilizaban los idiomas más difundidos de las grandes ciudades norteamericanas. La corriente se veía aumentada aún por las relaciones sociales de Susie, de modo que algunos días, en un hotel, en un picnic sobre los Dolomitas, en un paseo por el lago, ella tenía el placer de retribuir, con intereses, a Kate y a la tía Maud, el «éxito» al cual ambas. en Londres, le habían dado acceso.

Ante la sorpresa de los compatriotas de Milly y de Mrs. Stringham, el éxito de Kate y de Mrs. Lowder llegó a alcanzar, casi, el diapasón del concierto: había marchado tan rápidamente como la difusión, allende el mar, de la última gran novela nativa. Aquellas mujeres eran «diferentes» —diferentes, como bien podía observarse, de las mujeres que así las calificaban—, porque casi siempre eran mujeres, una docena, a veces, las que en las reuniones que Milly organizaba en su departamento sostenían, al unísono, esa opinión, entre otras. Las compañeras de Milly eran aclamadas no sólo como perfectamente fascinantes en sí mismas, como las personas más encantadoras que sus entusiastas hubieran podido llegar a conocer alguna vez, sino también por ser las evidentes auxiliares, socialmente hablando, de la excéntrica joven, las que te abrían y allanaban el paso y posiblemente atenuaban su excentricidad. Cortos intervalos, según sentía Milly, daban lugar a grandes diferencias, y aquella renovada inhalación de la atmósfera natal de alguna manera le demostró que ella, ya, en gran medida, impresionaba a sus compatriotas como extraña y disasociada. Esta objeción, al parecer, hasta tomaba la forma de una rara sospecha, una indulgencia producida por una falta de verdadera confianza: todo lo cual la señalaba como una persona demasiado llana y demasiado mal vestida como para pasar un rato decididamente bueno, pero a la vez demasiado rica y demasiado acompañada —esto gracias a una intuitiva destreza de la joven— como para pasar uno absolutamente malo. Sus compatriotas, por lo que ella veía, aprobaban a sus amigos por la experta sabiduría con que la trataban, pero a pesar de su sagacidad crítica se proponían a sí mismos como candorosos. Milly vio en aquellos días cosas que nunca había visto antes, y no hubiera podido explicar por qué salvo por un motivo demasiado terrible para ser mencionado. Vio así que Lancaster Gate no era lo que Nueva York creía ni Nueva York lo que Lancaster Gate ingenuamente imaginaba cuando se hacía ilusiones acerca de una vasta gira por Estados Unidos. La gira tenía por finalidad, en lo que respecta a Mrs. Lowder —y no sin humor—, el promover su posición social y, en ese sentido, verdaderamente, no se anticipaba quizá sino medio siglo. Kate Croy asistía a todo esto con esa fría y controlada afabilidad que tanto armonizaba, según decían los demás, con su género peculiar de belleza, ese género de belleza que nos lleva a esperar de quienes lo disfrutan que sepan dominar las discusiones, especulaciones y aspiraciones con unas pocas palabras dichas con claridad y esplendor aunque tan simples, sin embargo, que parezcan, aun las más inocentes, un exagerado lunfardo. No se trataba de que Kate pretendiera que a ella no le agradaría viajar a Estados Unidos. Lo que sucedía era que Milly, con ella, había practicado constantemente, y más que nunca desde hacía algún tiempo, durante sus confesiones íntimas, una suerte de ironías francas y personales que sustituían a sus actitudes públicas y con las cuales, frente a frente, se quitaban cansadamente las máscaras.

Este dejar de lado las máscaras había llegado a ser, finalmente, la forma que tomaban sus momentos de mutua intimidad, momentos por cierto que no eran ni frecuentes ni prolongados debido al sentimiento de fatiga que invadía a Milly — según ella misma decía— apenas se quitaba los atavíos. Ambas, independientes, agitaban sus máscaras como si se tratara de abanicos españoles. Sonreían y suspiraban mientras las balanceaban, pero los gestos, las sonrisas, los suspiros, extrañamente, hubieran podido tomarse por lo más importante del asunto. Extrañamente, decimos, porque la amplitud de sus efusiones, en caso de que hubieran podido medirlas, apenas si guardaba proporción con sus expresiones de alivio. Cuando cada una de ellas llamaba la atención de la otra sobre su sinceridad era cuando más se sentía lo que disimulaban. Había una diferencia, sin duda, y en gran parte a favor de Kate: Milly no sospechaba lo que su amiga podía ocultar, lo que podía tener, en fin, que mereciera guardarse. En cambio era relativamente sencillo para Kate advertir que la pobre Milly tenía un tesoro que esconder. No era el tesoro de un amor tímido y lamentable (el disimulo, en tal caso, habría pertenecido a una categoría muy diferente); se trataba más bien de un principio de orgullo relativamente duro y atrevido, un principio que actuaba como un delicado resorte de acero a la menor presión de alguien que se acercara. Así custodiaba Milly, insuperablemente, la verdadera idea que tenía de sus propias fuerzas, mientras su sorprendida y atribulada amiga se veía condenada a contemplarla desde el otro lado del foso que ella había excavado alrededor de su torre. La penumbra suspendida en torno a estas dos jóvenes hacía que algunos aspectos de su relación se asemejaran a una oscura escena de una pieza de Maeterlinck. Teníamos, ciertamente, la imagen, en el delicado crepúsculo, de esos dos caracteres tan ligados entre sí y sin embargo tan opuestos, tan atentamente enfrentados: la delgada, pálida princesa, vestida de negro, tocada con plumas de avestruz, ornada con amuletos, relicarios y recuerdos, casi siempre sentada, casi siempre inmóvil, y la dama de su corte, de pie, inquieta, moviéndose a su alrededor e intercambiando con ella —por encima del agua oscura estriada por las fulguraciones del poniente— preguntas y respuestas inciertas. La dama, erguida, con sus oscuras y espesas trenzas que le caían sobre la espalda, arrastrando sobre el césped la cola aún más florida de su vestido, daba toda una vuelta a su alrededor y luego recomenzaba, y el diálogo roto, breve y apenas alusivo, parecía encubrir su sentido antes que ponerlo de manifiesto. Esto se debía a que, no teniendo otros a quienes considerar, se movían en una atmósfera que parecía esperar ansiosamente sus palabras. La impresión que daban era grave, y podía llegar a ser trágica, por lo que franca y sistemáticamente, por último, de decidían seriamente a tomar en cuenta lo que hablaban.

No era cuestión de decirle lisa y llanamente a Milly, en particular, que si hubiera sido menos orgullosa habría podido conmover más fácilmente a los espectadores. Aquella actitud reconcentrada y atenta era la prueba más patente, más efectiva que cualquier otra demostración verbal, de que su maravillosa mezcla de debilidad y de fuerza, su riesgo —si alguno corría— y su decisión la hacían, la conservaban irresistiblemente interesante. La situación de Kate en estas circunstancias no era, después de todo, muy diferente a la de Mrs. Stringham porque esta misma, en verdad, en nuestro cuadro a lo Maeterlinck, podría haber estado también dando vueltas junto al foso en el claroscuro crepuscular. Podemos afirmar de Kate, en todo caso, que su sinceridad hacia Milly, durante todo este tiempo, fue tan profunda como poderosa su compasiva imaginación, y que ambos rasgos le otorgaban un sentimiento de virtud, una buena conciencia, un crédito sobre sí misma, por así decirlo, que más tarde tendrían un valor inestimable para ella. Con su fina inteligencia había llegado a vislumbrar la lógica de su común duplicidad, soportando la misma prueba que la otra callada compañera de Milly, comprendiendo fácilmente que, para la joven, ser explícita significaba traicionar intuiciones, gratitudes, atisbos del contraste que debía percibir entre su suerte y su miedo, todo lo cual hubiera estado en contradicción con su sistemático desafío. Kate podía ver con asombro que de eso se trataba: reconocer significaba precipitar la avalancha, esa avalancha que ella presentía en todos los momentos de su vida y que podía ser desempeñada por el más leve soplo, no probablemente el soplo de su propia y amortiguada queja sino el de la vana simpatía, la simple impotencia, la anhelante deducción de los otros. Con tantas represiones entre ellas, entonces, debían buscar un pretexto nominal para esos encuentros a solas en que se quitaban las máscaras y cuando la alegría de escapar a la charla de los demás cumplía decentemente esa función. La charla de los otros era algo que siempre había seguido sus pasos pero ambas asumían una opinión desesperante al respecto nada más que para tener, cuando se quedaban a solas, una opinión cualquiera sobre alguna cosa. La finalidad de sus encuentros, por lo tanto, era el alivio que significaba librarse de los arreos, aunque esto, a su vez, les impedía preguntarse por qué los llevaban. Milly los usaba como una armadura general.

Ahora, por alguna razón, se sentía más libre de ellos que en las últimas semanas. Era en la soledad cuando gozaba de ello, y sus compañeros nunca le habían parecido tan lejanos y ausentes como ahora, como si Eugenio otra vez, pero de una manera mucho más tácita y maravillosa, la hubiera comprendido sin necesidad de palabras, brillante y audazmente, con el pretexto, por ejemplo, de que el día era hermoso: «Sí, procúreme una hora de soledad: lléveselos de aquí; no importa adónde: ocúpelos, diviértalos, reténgalos; si necesita ahogarlos o matarlos no vacile, pero haga que yo pueda estar, aunque sea un momento a solas conmigo, para saber dónde me hallo». Milly percibía la falta de escrúpulos de su impaciencia ya que le había encomendado también a Susie junto con todos, a Susie, que se hubiera hecho ahorcar por ella. La había arrojado en manos de un monstruo mercenario para que le consiguiera unos minutos de tregua. Eran extrañas las vueltas de la vida y las formas de la debilidad; extrañas las fluctuaciones de la fantasía y las astucias de la esperanza; y no obstante dichas experiencias eran lícitas, ¿no es verdad?, ya que se ejecutaban con esa sinceridad que consiste, en el peor de los casos, en practicarlas con nosotros mismos. Milly acariciaba ahora la idea de que Eugenio podía ayudarla en todo: él le había hecho entrever, tácitamente como siempre, una concepción, hasta ese momento insospechada, del uso que podía darle a su fortuna: el dinero podía emplearse para contrarrestar al destino. Quedó establecido entre ellos como algo absurdo que con tanto dinero tuviera, sin embargo, torpe y estúpidamente, alguna clase de necesidades; necesidad de vivir, de progresar, de sentir, tanto como de tener una casa, un carruaje, un cocinero. Era como si Eugenio le anticipara lo que en un apuro, como experto profesional, era capaz de hacer por ella, comparado con lo cual, la participación de sir Luke Strett parecía — por lo menos desde el palacio Leporelli, en una mañana como aquélla— algo así como la de un aficionado. Sir Luke no le había dicho: «Pague el dinero suficiente y deje el resto en mis manos», que era lo que claramente había expresado Eugenio, sir Luke había hablado también, por supuesto, de pagar y comprar, pero refiriéndose a otra clase muy distinta de valores. Valores que no podían calcularse ni mencionarse y que ella, sobre todo, no estaba segura de tener a su disposición. Eugenio —y en esto residía la diferencia— podía calcular y mencionar sus valores, y esa clase de precios nunca la habían asustado. Ella siempre había estado dispuesta —Dios lo sabía— a pagar lo bastante por cualquier cosa, por todas las cosas, y ahora se trataba simplemente de un nuevo concepto de la cantidad suficiente. Milly se divertía —pues de eso se trataba desde que Eugenio estaba allí para firmar el recibo— ante las posibilidades con que contaba para saldar esas cuentas. Estaba preparada más que nunca a pagar lo bastante y como siempre pagar demasiado. ¿Qué otra cosa podía hacer —si era algo de lo cual el servidor de más confianza no podía encargarse— en su carácter de princesa en un palacio, como todas las Susies del mundo se empeñaban en llamarla?

Ahora, sola, estaba dando una vuelta completa al solar, noble y tranquilo, mientras la brisa del mar estival, agitando aquí o allá una cortina o una persiana, soplaba en sus velados espacios. Tenía la impresión de atarse a aquello: tal vez Eugenio pudiera arreglarlo. Se sentía allí como en el arca de su diluvio y si la ternura que la embargaba era tanta, ¿por qué no podía servir de justificación suficiente? Ya nunca, nunca, se iría de allí. Tomaría esa decisión; no pedía nada más que aferrarse a ello y dejarse flotar indefinidamente. La hermosura, la intensidad, el fugaz pero verdadero alivio de esta idea llegó a su punto culminante con la definitiva determinación de plantearle las cosas a Eugenio como nunca lo había hecho hasta ese momento, aunque dicha intención, debemos reconocerlo, quedó relegada a un segundo plano cuando al volver al salón principal desde donde había iniciado su meditativo paseo, se encontró con lord Mark, de cuya llegada a Venecia nada sabía, y a quien le habían pedido, en su ausencia, que aguardara, mientras un criado la buscaba por las vacías habitaciones. Lord Mark había esperado, entonces, oh, sí, estaba esperando indiscutiblemente: era la primera vez que lo veía como el hombre capaz de esperar pacientemente, de esperar, por cierto, casi hasta con gratitud, pero al mismo tiempo con una especie de ostentosa firmeza, la oportunidad ofrecida. Lo extraño, como Milly más tarde recordaría, fue que ella no se preguntó el motivo de su visita sino al cabo de varios minutos y que también, incongruentemente, casi se alegró de verlo, casi le perdonó esa interrupción de su soledad, como si hubiera estado pensando en él o él hubiera llegado a instigación suya. Su presencia significaba, en el mejor de los casos, el fin de su tregua. Uno podía tenerle un gran aprecio y sin embargo sentir que su llegada atemperaba su preciosa soledad mucho más que la llegada de cualquier otro. A pesar de lo cual, como él no era ni la querida Susie, ni la estimada Kate, ni la buena tía Maud, ni siquiera el admirable Eugenio en persona, lord Mark no la privaba de su sentimiento de hallarse alejada de sus compañeros. No había estado a solas con él desde aquellos instantes en que le mostrara el gran cuadro de Matcham, instantes que habían sido exactamente la prueba de fuego de su seguridad, instantes durante los cuales sus propias lágrimas, esas de las que se avergonzaba, fueron la evidencia de que bordeaba conscientemente el promontorio protector, de que dejaba atrás las azules aguas del golfo de su relativa ignorancia y llegaba a la vista del borrascoso mar abierto. Su presencia de ahora la remitía directamente a su intervención en aquel entonces, haciéndole recordar qué delicado había sido allí, en Matcham, y demostrándole, inopinadamente —en un momento en que Milly podía sentirlo de una manera muy particular—, que gracias a esa delicadeza, al noble recuerdo que ambos conservaban, ella no lo había perdido sino todo lo contrario. Recibirlo allí, recibirlo amablemente, verlo interesado y encantado y también, como era evidente, contento de haberla hallado a solas, sin nadie que los interrumpiese... todo eso fue tan agradable, durante los primeros minutos, que pareció representar para ella un venturoso presagio.

La joven le informó acerca de sus compañeras mientras lord Mark, por su lado, no se mostraba muy interesado en ello, por más que justificó su visita, tan sorpresiva, atribuyéndola a un impulso irresistible. Había estado tiritando en Carlsbad, donde se había demorado melancólicamente, por lo cual, apenas supo de su presencia allí, tomó el primer tren. Le explicó cómo se había enterado de ello: sus amigos, y de Milly —¿qué podía haber de más natural?—, le habían comunicado la noticia. Él se apresuró a darle estas razones pero fue por dicha aclaración, extrañamente, que la joven comprendió que dudaba de sus palabras. Advirtió sus plurales, que incluían a Mrs. Lowder o a Kate, pero que tampoco parecían aclararle nada. La tía Maud le había escrito. Kate, aparentemente —y esto era interesante—, también le había escrito, pero por lo visto no con el deseo de que él viniese y se sentara allí como satisfecho—en lo que a ellas se refería— de no haberlas hallado.

Lord Mark se limitó a exclamar «¡Oh!» y otra vez «¡Oh!» —cuando la joven le hizo un resumen de su probable mañana en el palacio, bajo las directivas de Eugenio y de Mrs. Stringham—, como dando a entender por su tono que cualquier sugerencia de tener que encontrarlas en el Rialto o en el Puente de los Suspiros lo dejaría por el momento frío. Esto fue precisamente lo que, al cabo de un momento, produjo en Milly una oscura y sin embargo directa disminución de su confianza. Por intermedio de los otros se había enterado de dónde estaban, pero no era por ellos que había venido. Aunque pareciera raro, era una lástima, pues —lo que era todavía más raro— ella habría confiado mucho más en él de no haberlo visto tan reticente. Sus reticencias desanimaron a la joven desde el momento en que las advirtió y hasta el punto de impedirle que, sólo por el placer de tratarlo lealmente, por el placer de recordar juntos a Matcham y al Bronzino —esos momentos culminantes de su felicidad—, se explayara con él y discutiera y lo desengañara a tiempo. Durante diez minutos, a causa del cordial recibimiento que ella le brindó y el placer que él lógicamente pareció sentir, hubo una especie de reparación, aunque él no lo supiera, reparación por no haber estado segura, en un primer momento —por ejemplo, en ocasión de aquella comida en casa de la tía Maud—, de que él fuera verdaderamente humano. Aquella primera comida en casa de Mrs. Lowder se unió al encuentro de Matcham, se agregó a otros factores para consolidar, en favor de su actual benevolencia, la naturalidad de sus relaciones, haciendo de pronto delicioso que él hubiera reaparecido de aquella manera.

Lord Mark, mirando a su alrededor, apreciando el encanto del lugar, exclamó:

—¡Qué templo del buen gusto, qué espléndida expresión de la vida! Y a pesar de eso mismo, ¡qué hermoso hogar!

Por lo que ella para darle el gusto, le ofreció recorrerlo, aunque le advirtió que acababa de dar una vuelta por el palacio por un motivo personal, sintiéndose más susceptible a las cosas que antes.

Él aceptó su ofrecimiento sin ninguna clase de escrúpulos y contento, al parecer, de hallarla a ella más susceptible.