26
DENSHER sintió, de nuevo, que su hotel no le gustaba, tanto más rápidamente cuanto que en ocasiones anteriores había debido llegar a la misma conclusión. El establecimiento, colmado a esa altura del año por una muchedumbre políglota —especímenes de todos los climas, pero sobre todo alemanes, norteamericanos e ingleses—, parecía, según se tocara la cuerda correspondiente, sonar, desafinado y ruidoso, a todas las lenguas, a cualquiera, menos a italiano o veneciano. El veneciano, Densher lo sabía, no era más que un dialecto pero daba la impresión de ser ático puro junto a los otros dialectos que se oían en el bullicioso edificio. En el extranjero era para él un placer y una incomodidad el experimentar casi en todas partes la sensación de haberlo visto todo. En tres o cuatro ocasiones, en Venecia, años atrás, había sentido esa misma placentera irritación al alejarse de esa algarabía de notas falsas en el vestíbulo ordinario, al huir de las amables familias norteamericanas y los ventrudos porteros alemanes. En todas esas oportunidades había terminado por buscar un alojamiento más íntimo y no por eso más caro, y recordó con nostalgia esos refugios humildes pero cordiales cuyas ventanas podía reconocer fácilmente al surcar el canal. Lo humilde no le atraía ahora pero al cabo de cuarenta y ocho horas se halló haciendo proyectos con respecto a un pequeño quartiere independiente, al extremo del Gran Canal, que había ocupado alguna vez con una sensación de pompa y de fausto, y aun con el sentimiento de iniciarse en los domésticos misterios venecianos. Recuperó fugazmente su estado de ánimo de aquellos días y sucedió también, para ser breves, que al encontrarse en un traghetto a la vista de la casa en cuestión pudo reconocer colgando de las verdes persianas de sus viejas, jóvenes ventanas, las cintas de papel blanco que sirven, en Venecia, como anuncio a los posibles arrendatarios. Esto ocurrió en el transcurso de su primer paseo totalmente solitario, un paseo lleno de impresiones que afectaron profundamente a su sensibilidad.
Había estado desde su llegada, casi sin interrupción, en el palacio Leporelli, donde al segundo día el mal tiempo había obligado a los invitados a permanecer continuamente en la casa. El episodio le había dado la sensación de una visita de varias horas a un museo, aunque sin las fatigas del caso y le había recordado algo, también, que su imaginación exaltada no conseguía definir. Seguramente todavía se estaba esforzando por descubrir qué era, cuando empezó —comprobando que después de tantos años todavía podía orientarse— aquel paseo que habría de terminar con el descubrimiento, a través del agua, de esos pequeños papeles blancos.
Dentro de una hora o dos debería cenar en el palacio, y esa mañana, temprano, había almorzado allí. Después había salido con las tres mujeres —Mrs. Lowder, Mrs. Stringham y Kate— y todo había marchado perfectamente, con la ayuda del hechizo veneciano, hasta que la tía Maud le sugirió que volviese para acompañar a Miss Theale. Tenía presentes dos circunstancias relacionadas con esta manera de disponer de su persona: una de ellas consistía en que la dueña y señora de Lancaster Gate se había dirigido a él públicamente como expresando al mismo tiempo la voluntad de sus acompañantes, que no dijeron esta boca es mía pero que podían muy bien ser consideradas —sí, Susan Shepherd también tanto como Kate— partes inescrutables del plan. No podía olvidar que delante de estas dos—es decir, especialmente delante de Kate— había hecho exactamente lo que se le pedía: las había dejado sin protestar y había vuelto sobre sus pasos hasta el palacio. La otra circunstancia consistía en que creía haber representado un papel ridículo y se preguntaba si la torpeza con que había hecho oscilar la góndola al descender —el desembarcadero que debió elegir no era de los mejores— no habría originado un intercambio de sonrisas irónicas entre sus amigas y a sus espaldas. Veinte minutos después se había encontrado con Milly, a solas, y la había acompañado hasta que regresaron las otras, a la hora del té. Lo raro fue que todo había sido muy fácil, extraordinariamente fácil. Le parecía raro solamente cuando estaba lejos de ella porque entonces entraba en contacto con una serie de factores muy particulares que le producían esa impresión. Pero ahora, en su presencia, todo era tan simple como sentarse para hacerle compañía a una hermana y, en el fondo, no mucho más emocionante. Seguía viéndola como la había visto la primera vez: ésa era una parte indeleble del pasado. Mrs. Lowder, Susan Shepherd, su propia Kate podían, cada una a su modo, verla como una princesa, o un ángel, o una estrella, pero para él nada complicado había en Milly que pudiera molestarle: la princesa, el ángel, la estrella se veían eclipsados, de una manera simple y radiante, por la pequeña joven norteamericana que había sido tan atenta con él en Nueva York y con la cual, es cierto —aunque sin exagerar por parte de ninguno de los dos—, él quería también ser perfectamente amable a modo de retribución. Ella le agradeció que hubiera regresado aunque eso no significaba para ambos — pues Milly estaba siempre en casa— nada que fuese dificultoso. La única nota un poco intensa que resonó entre ellos fue esta afirmación de la joven en el sentido de que se hallaba mucho mejor en el palacio. No permitió que él catalogara esta reclusión como quedarse quieta pues según insistió, aquel lugar—con todos sus tesoros románticos, artísticos e históricos— levantaba a su alrededor un torbellino de sugestiones que nuca decaía. No podía hablarse, por lo tanto, entre aquellas paredes, de confinamiento: era más bien toda la libertad de siglos y siglos. Densher le aseguró, entonces, con buen humor, que ambos — ella y él — serían lanzados juntos al espacio tan lejos como ella quisiera.
Kate había encontrado aquel mismo día una oportunidad para decirle que él daba la impresión de ser un primo atento que acudía a visitar a una prima afligida, cuyos sufrimientos le fastidiaban, y aunque él negó inmediatamente lo del «fastidio» no pudo menos que preguntarse si ésa no sería también la imagen que se le podía ocurrir a Milly. Tan pronto como Kate reapareció, la diferencia se impuso otra vez: la extrañeza, como en ese momento sintió, de haber ido tan lejos. Lejos, porque lo único que había hecho era obedecer a Kate al pie de la letra: de ningún modo estaba haciendo —lo que hubiera sido el ideal de su vida— lo que él mismo quería. La diferencia, por lo tanto, renovada, agudizada, urticante, consistía en esa irritación con la que había dejado el palacio y a pesar de la cual volvería esa noche a cenar allí. Se dijo a sí mismo, entonces, que debía tornar partido. En eso cavilaba en el traghetto mientras, movido por su deseo de buscar otro alojamiento, contemplaba, a través del canal, el aspecto de su antigua morada. Le había servido en el pasado. ¿Le convendría ahora? ¿Se adaptaría de alguna manera a las necesidades generales que vislumbraba actualmente? La necesidad de tomar partido era el impulso —como él mismo lo comprendía— de todo hombre que si se deja arrastrar a un sitio sabe que se dejará arrastrar a donde sea. Si él retiraba su mano, la mano que contribuía a mantener en pie todo aquello, la extravagante estructura que lo rodeaba se derrumbaría en un segundo y se haría la luz. Era nada más que un asunto de nervios: era porque estaba nervioso que podía marchar rectamente, pero si su estado se agravaba con seguridad terminaría extraviado. Caminaba, en resumen, por una cresta elevada, flanqueada por profundos precipicios, donde todo se reducía —si soportaba permanecer allí— a no perder la cabeza. Era Kate quien lo había encaramado allí y por momentos experimentaba, al verse colocar obedientemente un pie delante del otro. un sentimiento de ironía por la forma en que Kate lo manejaba a su antojo. No era que lo hubiera puesto en una situación peligrosa. Estar realmente en peligro con ella hubiera sido algo muy distinto. Lo que sentía era rabia por lo que le faltaba: una exasperación, un resentimiento que nacía de la gran impaciencia de su deseo, motivado por su situación relegada, pospuesta y tan extremadamente manipulada por Kate. Era maravilloso en ella, pero ¿qué significaba en el fondo sino que él debía doblegarse constantemente ante su voluntad'? Su intención desde un comienzo, apenas la hubo conocido, había sido la de ser bon prince con Kate, como dicen los franceses, rebosante de buen humor y de generosidad, con ese desprecio, en materia de confianza, por los pequeños gastos y economías mezquinas que caracterizan al hombre sin temores. Había bastantes cosas, Dios lo sabía —y ése era el fundamento de su trato con ella—, que él no podía ofrecerle, y su única ilusión no podía ser sino vivir de un modo caballeresco que le sirviera de compensación y no lo obligara a leer la novela de su existencia en una edición barata. Todo lo que originalmente había sentido por ella volvió a él. Todo estaba en realidad tan presente como siempre: cómo la había admirado y envidiado por eso que él llamaba su inmediato talento para la vida, tan diferente al suyo, ocasional, inseguro, inhábil. Lo que más le irritaba era que todo eso, significativamente, podía apreciarse ahora más que nunca en Kate.
Era gracias a su talento directo para la vida que él se hallaba precisamente en tal situación y que era sobre todo tal como era. La prueba de su noble reacción contra tanta pasividad residía en que al menos —no con mucha amplitud— ahora sabía, es decir, sabía lo que era y lo poco que le agradaba esa aceptación impotente de su parte. Por el momento, estaba alerta, eso sobre todo lo definía, y era parte de la fuerza que lo mantenía allí en el traghetto, literalmente tenso por la cuestión, mientras decaía la tarde otoñal. El problema se complicaba, aun mientras permanecía allí inmóvil, en esa especial y amortiguada congoja, con un sentimiento de vergüenza; y la vergüenza y la congoja se atenuaban cuando, ayudado por las condiciones presentes, decidía considerar la situación con seriedad. Eran esas condiciones que Kate había creado casi con insolente osadía, aceptando verlo, sin ninguna clase de remordimientos, expuesto al ridículo, ridículo en la medida en que él era complaciente. Pero antes de abandonar su situación ventajosa iba a tener una cabal idea de cuán poca complacencia podía haber en todo aquello. Su cuestión, como la hemos llamado, era la candente cuestión de si le quedaba todavía realmente algo de voluntad. ¿Cómo podría saberlo—ése era el problema—si no se ponía a prueba? Había actuado correctamente al desear ser bon prince, y la satisfacción, el orgullo de haber procedido, en espíritu, caballerosamente, era todavía compatible con el impulso que lo llevaba a considerar su situación, aunque debió retener el aliento al darse cuenta con extrema nitidez de que, si bien él había hecho absolutamente todo lo que Kate quería, ésta no había hecho nada de lo que él deseaba. Por lo que, en definitiva, la idea de ponerse a prueba se mantuvo en su espíritu mientras a lo lejos, en el cálido, temprano crepúsculo, preludio de la noche austral —que creaba las «condiciones» de que hablábamos—, se agitaban más y más espectrales a medida que la luz desfallecía, los delgados y blancos papeles de las viejas persianas verdes. Cuando miró su reloj llevaba ya un cuarto de hora en aquel puesto de observación y de reflexión, pero cuando lo abandonó había hallado la respuesta al problema que lo había preocupado tanto. Ya que debía poner su voluntad a prueba, ésta lo estaba esperando justamente, acechando desde el otro lado del Canal. Un barquero, en el pequeño muelle, le había ofrecido repetidamente sus servicios, pero los nervios le hicieron rechazar esa facilidad. Atravesaría el Canal, pero a pie y rápidamente. Después de dar numerosas vueltas, cruzó al fin por el Rialto. Las dependencias, a la sazón, estaban desocupadas. La antigua padrona estaba allí, con su sonrisa resplandeciente que simuló reconocerlo, y también estaban los viejos y desvencijados muebles, refinados en su decadencia, agradables en su vetustez, hacia los cuales su reconocimiento fue tiernamente veraz. Por todo lo cual antes de seguir su camino dejó convenido que se mudaría al día siguiente.
Aquella noche Merton Densher habló animadamente sobre el caso durante la comida, a pesar de que su primer impulso — olvidado apenas llegó al palacio— había consistido en guardar el asunto para su propia satisfacción. Esta necesidad le pareció muy natural hasta el momento en que, en el curso de la conversación, comprendió que el hecho podría contribuir a la alegría general. Ése fue, por cierto, el efecto producido, gracias a la descripción que les ofreció: la evocación del singular y humilde rococó de un interior veneciano en el auténtico y viejo estilo. Le demostró a Milly que sus propios salones inmensos, aunque contenían espléndidas riquezas no podían compararse con aquello, y lo hizo con tanta eficacia que la joven le exigió, como si fuera un deber, que la invitara a tomar el té uno de esos días. Densher pudo sentir —como también todos los presentes— que ella nunca había expresado antes con tanta firmeza un deseo de ir a cualquier otra parte. Ni siquiera había hecho el menor esfuerzo para concurrir a una fiesta de beneficencia, ni a contemplar una puesta de sol ese otoño, y ni el Ticiano ni Gianbellini habían conseguido hacerle descender sus escaleras. El joven sabía desde un principio que entre él y Kate las cosas se sobrentendían sin necesidad de hablar, pudiendo adivinar en ella, tanto como ella en él, innumerables signos de esa callada comprensión en que el tenue hálito de la conciencia de uno encontraba y estimulaba a la otra. Esa convicción se vio confirmada aquella noche cuando el ofrecimiento que Milly le hacía de acompañarlo fue aceptado —según le pareció a él— por Kate, aunque ningún gesto suyo dio a entender esa aceptación. Todo se avenía tan perfectamente a lo que ella había previsto y deseado que se sentía —y esto fue lo que más le llamó la atención a él—suficientemente gratificada, hasta el punto de no darse cuenta —por su respuesta, que sonaba a falsa, por su tono y aun por su mirada, que buscó instintivamente la suya por un momento— que él había contestado, sin poder hacer otra cosa, casi cínicamente, nada más que tratando de ganar tiempo. Esta inadvertencia de Kate le dio a él en seguida algo de la ventaja que estaba buscando, es decir, si ella al menos no era tan deshonesta como él. Densher no ignoraba que la joven podía haber comprendido, desde alguna recóndita parte de su ser, la importancia que tenía para ella el hecho menudo que él acababa de relatar, porque era muy capaz de ello, capaz de comprender y de disimular al mismo tiempo que comprendía, aunque a pesar de todo no dejó de imputarle una probable debilidad que lo hacía sentirse el más fuerte de los dos. Aunque alguna sospecha de sus motivos para cambiar de residencia podía haber rozado a Kate con sus alas, no llegó de todos modos a adivinar que la promesa que le hacía a Milly era simplemente formal. Era algo que ella misma le había impuesto: desde el principio se había anunciado en el horizonte un punto particular y preciso después del cual la simulación —por llamarla con su nombre menos comprometedor— iba a empezar a intervenir. Y esa hora, armoniosamente, acababa de sonar.
Cualquiera que fuese la razón por la que había vuelto a su antiguo alojamiento, no lo había hecho, por cierto, para recibir a Milly Theale. Lo que en el fondo no modificó su feliz expresión de aquiescencia, la misma que habría adoptado de haber sido —aunque trataba justamente de no serlo— un individuo inescrupuloso y ruin. Tan rápido era el ritmo de su drama interior que esa súbita visión de impotencia que le produjo la directa e inesperada proposición de su amiga obtuvo el efecto —ligeramente siniestro— de asustarlo realmente, dándole la medida de la intensidad, de la realidad de sus proyectos ahora maduros. Esto no hizo que Densher los rechazara sino que se los mostró tan vívidamente como si el éxito los hubiera coronado ya. Fue ante esta perspectiva del éxito que su corazón se sobrecogió de miedo, miedo solamente por la felicidad que vislumbraba, pero que era un síntoma en sí mismo. Que la visita de Milly debiera parecerle, en esta cadena de inevitabilidades, una absoluta incongruencia, una idea abominable, y, sobre todo, algo que echaba a perder su juego —por decirlo rudamente— era algo que podía incluirse entre sus muchas maneras de hacer el tonto, con las que contaba en abundancia últimamente. Sin embargo, era de todas a la que más debía resignarse, por anticipado. Sus proyectos, respecto de los cuales no se permitía la menor ilusión, habían tomado así, en una hora, posesión del lugar. Precisamente los veía de esa manera, instalados allí, todavía sin desembalar, cohabitando con la inocencia, con la belleza de Milly, no importaba por cuánto tiempo. Había cosas que ella nunca reconocería, ni sentiría ni sorprendería jamás en el aire, pero esto no modificaba el hecho de que al rozarlas no haría bien a nadie. Los escrúpulos y las discriminaciones le correspondían a él. Así veía Densher el conjunto de las circunstancias mientras Kate, por su lado, admirablemente, parecía no ver nada. Claro que, sin embargo —¿cuándo no iba a ser ésa su última palabra?—, Kate era siempre sublime.
Esto fue lo que predominó durante el resto de aquellos primeros días, especialmente por el hecho de que cada vez que nuestra atribulada pareja lograba apresar, al paso, la feliz ocasión de pasar una media hora juntos, se veían condenados —por más que Densher se atribuía toda la culpa— a dedicar parte de ese precioso tiempo a maravillarse de su fortuna y a considerar sus extraños designios. Y ello sucedía a pesar de que se les hubiera podido suponer, de algún modo, habituados a su suerte, y continuó aun cuando Kate — pronta siempre a decir, como hemos sugerido, la última palabra— lo tranquilizó respecto de todos sus posibles errores, consuelo este familiar para él en situaciones ya pasadas. Continuó también después de que él, con un poco de imaginación, como Kate lo declaró abiertamente, hubo comprendido, por acción evidente de la crisis, qué idea de Mrs. Lowder la había originado. Tal como era esta idea —a la que Kate no escatimaba su franca aprobación— Densher no tenía más que ver de qué manera se desarrollaban las cosas para considerarla plenamente justificada. La réplica del joven a todos estos vivos argumentos era que la intervención de la tía Maud, por supuesto, no había permanecido oculta, ni siquiera para él, desde el momento que le había escrito, con su característica concisión, diciéndole que si se disponía a venir a Venecia unos quince días ella le aseguraba que no habría de arrepentirse. Solamente la tía Maud, en verdad, podía hacer tales cosas de semejante manera, así como él tan sólo —no dejaba de reconocerlo— era capaz de hacer otras a las cuales todos los demás — ¿no es así?— debían considerarlo obligado. La breve invitación de Mrs. Lowder había sido, claro está, una directa referencia a lo que le dijera en Lancaster Gate, cuando se retiraba, aquella noche que Milly no había podido concurrir por sentirse indispuesta, y por lo menos había igualado esa notable declaración en cuanto a la medida de buena disposición que le atribuía. Las discusiones de Densher sobre su caso —las cuales se limitaron siempre a Kate, pues no tuvo ninguna con Mrs. Lowder— se veían dificultadas, como podrá adivinarse, por el hecho de que le resultaba imposible —como él mismo lo expresó secretamente— descargarlo todo sobre las espaldas de otros. Cuando se quedaba solo las orejas le ardían al pensar que Mrs. Lowder se había limitado a auscultarlo, a verlo tal como era y a comprender lo que podía hacerse con él. Le había bastado emitir un silbido y él había respondido inmediatamente. Si había dado por sentada su buena predisposición, los hechos —como afirmaba Kate— le daban ahora la razón. Sus remordimientos de conciencia, tanto por su general ductilidad como por sentir que la ductilidad, dentro de ciertos límites, era un modo de vida como cualquier otro —seguramente mucho mejor que otros, en particular con respecto al desconcierto que podrían originar sus verdaderas razones para encontrarse allí—, su íntimo sufrimiento no llegaba a ser disipado del todo por el poético estilo de las interpretaciones de Kate, por encantadoras que éstas fuesen. La admirable gracia de Kate no conseguía tranquilizarlo desde que algo muy diferente a todas estas cosas lo mantenía en el error.
Carecía de tranquilidad de espíritu pero en cambio podía indagar con interés —por primera vez en su vida— si en ciertas circunstancias la tranquilidad era tan necesaria para la felicidad como en general se piensa y como él, hasta entonces, lo había creído a pie juntillas. Se hallaba incontestablemente embarcado en una aventura, él que hubiera jurado que no estaba hecho para eso, y en verdad le servía de aliciente el poder pensar en ciertos momentos que no debía mostrarse inferior a la situación. En su hotel, solo, por las noches, o en el transcurso de las contadas caminatas tardías que a veces hallaba tiempo para realizar por sombríos y laberínticos callejones o desiertos campi circundados de vetustos palacios, donde se detenía contrariado por sus propios deseos de paz y donde el eco de algún paso extraño sobre el pavimento le recordaba el de un bailarín rezagado en un salón vacío, en todos estos interludios Merton Densher se entregaba a frías cavilaciones hasta el punto de pensar, a veces, siguiendo el principio de que las mejores locuras son las más cortas, que su inmediata partida no sólo era posible sino recomendable. Sin embargo, le bastaba con trasponer de nuevo los umbrales del palacio Leporelli para ver a todos los elementos, como dicen los pintores, componerse de otra manera. Empezaba a pensar que su alejamiento en lugar de poner un punto final a su locura la haría burdamente manifiesta, y como, sobre todo, él realmente no había iniciado nada sino que se había limitado a aceptar, a consentir, a someterse indulgentemente a lo que los otros iniciaban, no tenía por qué tratarse a sí mismo con un rigor supersticioso. Lo único claro, en el momento de las complicaciones, es que uno siempre debe comportarse —suceda lo que suceda— como un caballero, a lo que debe agregarse la verdad tal vez menos brillante de que el tedio de las complicaciones puede en general atenuarse cavilando sobre lo que se debe hacer para proceder como un caballero. Esta cuestión, nos apresuramos a agregar, no era la que más inquietaba a Densher. Tres mujeres tenían puesta su atención en él y aunque esto no es lo ideal desde el punto de vista de la facilidad, tenía, gracias a Dios, sus leyes inmediatas y viables. La regla general declaraba que no debía ser torpe con las personas amables. No había recorrido todo el trayecto desde Inglaterra para conducirse como un bruto. No había planeado pasar esos quince días, por más obstáculos que hallara, con Kate en Venecia para ver un barrio. No le había contestado a Mrs. Lowder como si la hubiese comprendido... no lo había hecho tampoco para ser un bruto. Y menos aún, para semejante desenlace, se había rendido rápida, ineluctable, completamente —como un caballero, oh, sin duda alguna— a la inesperada impresión que le había causado la exquisita, pálida y pobre Milly, como poseedora de ese palacio enorme y antiguo, dispensando en él una hospitalidad mucho más irresistible, dadas las condiciones, que todas las que podía recordar.
Este panorama tenía para él una elocuencia, una sugestión, una autoridad —apenas sabía qué extraño nombre darle—que conscientemente, según se decía a sí mismo, no había podido prever. Su acogida, su franqueza, su dulzura y su melancolía, su brillo y su desconcertante poesía —como él a veces atinaba a llamarla— se realzaban en contacto con la belleza del marco y al mismo tiempo por la percepción, por parte del observador, de que el marco, de alguna manera, ganaba con ella, por un armónico efecto, mucho más de lo que le otorgaba. Toda su actitud tenía, para la imaginación de Densher, significados que se cernían sobre ella, la esperaban, quedaban en suspenso y se precipitaban más allá de nuevo, vibrando como vagos, tenues jirones, meros fantasmas sonoros de una antigua y triste cadencia. Densher pensaba a veces que era una suerte para él que no pudiera acusar a Kate ni a Mrs. Lowder —como un caballero dignamente no podía hacerlo— de que... ¡y bien, de que lo hubieran engañado sin avisarle! Habían transcurrido ya cinco días sin que él se atreviera a hacer la menor alusión, ni siquiera cuando estaba a solas con Kate, sobre lo que debería haber sabido y en particular, por lo tanto, sobre aquello que lo había cautivado. La verdad era que los cinco vivían en una atmósfera en la que todo podía parecer un feo exabrupto una vez puestos a hablar y a tratar libremente de ciertas cosas. Densher volvía, una y otra vez, en sus entrevistas con Kate, sobre el bendito milagro de su renovada propincuidad, cuyos beneficios eran dobles en aquel aire favorable. Suspiraba como si apenas pudiera creerlo y sin embargo pasó el tiempo sin que hiciese ningún comentario sobre la grandeza y prestancia de la joven, como hubiera sido lógico teniendo en cuenta la impresión que le habían causado. Densher recordaba siempre, y casi se había convertido en hábito, que él había sido el primero en conocer a Milly. En esto habían insistido todos, aquella noche en casa de Mrs. Lowder cuando la joven no estuvo presente; y eso fue también lo que lo indujo a hacerle en seguida una segunda visita. Su influencia los había seguido también después, en el alto y ruidoso carruaje —cuando ella le pidió que la acompañara— como un palio de la más fina seda que los ocultara a ambos. Era algo que los unía al pasado, algo que les pertenecía exclusivamente. Él iba a recordar más de una vez cómo se había dicho a sí mismo, aun en aquel momento, en cierto punto del paseo, que él estaba allí no por voluntad y decisión de Kate sino por deseo de Milly, y nada más que de ella, y por sí mismo y su propio deseo, sin duda alguna... a lo que habría que agregar los pequeños hechos, importantes o no, de sus días en Nueva York.