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NO fue a su casa después de dejarla a ella; no quería hacerlo. Caminó, en cambio, a lo largo de las estrechas callejas y sus campi con arcos góticos hasta llegar a un pequeño y relativamente aislado café adonde más de una vez había ido a buscar paz y reposo al mismo tiempo que algunas soluciones, las que al final no eran en su mayoría —y agradablemente— más que nuevas indecisiones. Es cierto que las que lo esperaban aquella noche allí habrían de parecerle —mientras echado hacia atrás en su banqueta de terciopelo y apoyando la cabeza contra un espejo florido, miraba abstraído el humo de su cigarrillo—mucho menos imprecisas que de costumbre. Y esto no fue porque, antes de ponerse de pie, hubiera entrevisto lo que debía hacer sino simplemente porque su aceptación de las circunstancias se había hecho mucho más firme después de lo que acababa de conversar con Milly. Cuando media hora antes, en el palacio, había cambiado de opinión sobre un asunto que le parecía tan definitivamente imposible, cambiado de opinión allí mismo y ante los propios ojos de la joven, había obrado espontáneamente, movido por una fuerza que le hacía ver mucho más allá, que le demostraba que las imposibilidades tenían muy poco o nada que ver con ella. No era cuestión de pedantería: cuando alguien se encontraba en el trance de Milly todo le estaba permitido. Y su trance era ahora también, como por la simple acción de su resorte, enteramente el suyo, en cuanto la joven dependía tan profundamente de él según lo sentía. Todo lo que hiciera o dejara de hacer tendría una relación directa con su vida, que quedaba por lo tanto en absoluto en sus manos, y que ya nunca tendría que ver con nada más. Eran las cartas las que habían decidido que él podía matarla o, por lo menos, era así como él las leía mientras seguía sentado en su rincón de costumbre. El terror que este pensamiento le inspiraba lo hizo indiferente a todo y lo mantuvo allí, inmóvil, durante tres horas seguidas. Repitió su consumición y fumó más que nunca hasta entonces en el mismo tiempo. Lo primero que comprendía se le presentaba, con máxima intensidad, bajo la forma del terror, de manera que toda acción, de cualquier especie que fuera, la equivocada o la correcta —si alguna diferencia quedaba—, recibía desde ese momento un «¡chitón!» imperioso con orden de guardar la más completa inmovilidad. Pensó, durante aquel tiempo, en la mejor manera de lograrla; y las horas parecían indicarle la conveniencia de marchar de puntillas.
La conclusión que llevó a su casa, cuando finalmente abandonó aquel lugar, fue la certidumbre de que cualquier otra actitud lo llevaría en línea recta a la destrucción. Esa destrucción la consideraba inevitable si inducía a Milly a tomar una determinación, cualquiera que fuese ésta. Toda actitud de ella «inducida» no podía ser sino — de una forma u otra— una catástrofe. Él se hallaba mezclado con su destino o, mejor aún, su destino se había mezclado en él, por lo que un solo falso movimiento, en un sentido o en otro, era capaz de hacer saltar las ligaduras. En cierta medida estas consideraciones le procuraron una paz transitoria porque luminosamente lo incitaban a no hacer nada, lo que coincidía, al fin y al cabo, con las obligaciones que le había impuesto Kate. Lo único que debía hacer era no dar un solo paso sin la autorización de Milly; no moverse —lo que resultaba bastante extraño— sin su permiso o sin el de Kate. A eso se reducía su astucia: a la simple necesidad, otra vez, de ser generoso, lo que equivalía a estar inmóvil, a producir, aplicadamente, el mínimo de vibraciones. Se sentía, mientras fumaba, encerrado en una habitación en una de cuyas paredes algo precioso colgaba precariamente. Un movimiento en falso podía hacerlo caer cuando era necesario que permaneciese allí tanto como fuera posible. Tuvo conciencia, mientras volvía caminando, de que ni siquiera Fleet Street podría hacerlo variar. Podrían telegrafiarle diciéndole que lo necesitaban, pero él fácilmente podría hacer oídos sordos a sus llamadas. No contaba con mucho dinero para llevar una vida ociosa, pero Venecia no era cara, felizmente, y aunque parezca raro, Milly, de algún modo, subvenía a sus necesidades. El mayor de sus gastos, en realidad, consistía en caminar hasta el palacio para comer. No quería, en resumidas cuentas, renunciar a todo ello, y pensaba que era posible continuar sin agitarse mucho.
Lo intentó por consiguiente durante tres semanas y tuvo en seguida la impresión de salir airoso. Era preciso desplegar un delicado arte, pues no quería —sino todo lo contrario— parecer distante ni aburrido. Tal cosa hubiera sido faltar a la gentileza, lo que en el fondo era la única regla; hubiera dado lugar, justamente, a las vibraciones que trataba de eludir, por lo que mantuvo las cosas como estaban con sólo dejarse llevar, sin titubeos ni aprensiones, en la dirección de Milly. Todo dependía de la dirección hacia donde se dirigían y eso era lo que él designaba como «obrar con cautela». Cuando uno camina de puntillas puede dar media vuelta para emprender la retirada sin traicionar la maniobra. Un tacto perfecto —cuyas ventajas, como sabemos, Densher había reconocido desde el principio— consistía en mantener toda correspondencia entre ellos sobre una base absolutamente firme. Era cosa sentada, por ejemplo, que los unía una amistad indisoluble y también que el hecho de ser ella una joven norteamericana representaba un presente inestimable para ambos. O, por lo menos, si con el correr de los días ella no explotaba suficientemente las prerrogativas de la famosa idiosincrasia nacional y liberalidad juvenil, si ella, responsable, encantadoramente, no se esforzaba en mostrarse poseedora de tales ventajas, no era porque Densher no se lo recordara, por necesidad, en suma, de que él la exhortara a ello. Tal vez el joven no le hablara en términos precisos de la magnitud de dicho carácter como de algo que no debía perder; pero le hablaba libremente en un tono que él se complacía en hallar impersonal y de ese modo se lo mantenía presente, ya que se preocupaba también de hablar de forma agradable. Era a la vez, y a fin de cuentas, su idea y lo que más facilitaba su relación. Era un género tan elástico que podía extenderse hasta lo infinito y sin embargo, tal como estaba, permanecía normal, se conservaba dentro de los límites justos. Y al mismo tiempo Densher tenía, gracias a Dios, sin que esto lo desconcertara, el sentimiento de que la joven actuaba con la más extraña y consciente sumisión, de que hacía ciegamente lo que él quería, aun sin preguntarse por qué. En cierto momento Milly aludió a ello abiertamente.
—Oh, sí, a usted le gusta que seamos así porque es una especie de facilidad para usted que no midamos las consecuencias. ¡Supongo que tendría que ser inglesa para medirlas!
Y todo esto, bastante extrañamente, sin detrimento de su buen carácter. Ella parecía estar haciendo —es decir, siendo— lo que él quería, nada más que para ver adónde se dirigían. Cada uno, mientras tanto, veía en realidad el juego del otro: ella sabiendo que él se esforzaba en mantenerla a la altura de sus deseos y él sabiendo que ella lo sabía. Si agregamos que esto nada echaba a perder tendremos una idea bastante clara de la línea de conducta que ambos consideraban más apropiada. Lo más extraño de todo para nosotros es que el éxito obtenido por Densher era algo que él mismo se representaba, agradecido, como eso que por encima y más allá de él, por encima y más allá de Kate, contribuía al cotidiano decoro. Difícilmente hubieran podido llamar a esto felicidad —faltos, por cierto, de lubricante necesario— de no mediar el natural norteamericano, no menos inescrutable que íntegro, por parte de Milly, que era lo que daba unidad a la joven y lo único que Densher podía aceptar totalmente de ella.
Ésta fue la actitud de Densher, día tras día, durante casi tres semanas, sin que se agravara su temor de una excesiva vibración, temor este que lo inducía a ser cauto. Sabía, en su inquietud, que en el mejor de los casos estaba viviendo nada más que el minuto, pero pensaba haber evitado los errores. Toda mujer tiene sus cambios de humor, y Milly sin duda tenía también sus variaciones, pero el carácter nacional era firme en ella, ese carácter nacional que en una mujer joven hace que a su alrededor el aire se comporte virtualmente como elemento no conductor. No fue sino después de veinte días, en ocasión de llegar al palacio a la hora del té, cuando se encontró con la noticia de que la signorina padrona no «recibía».
La noticia se la dio en el vestíbulo uno de los gondoleros con un aire embarazado, pensó él, que el conocimiento de su libertad de acceso, hasta entonces oficial, no podía menos que provocar.
Densher no formaba parte, en el palacio Leporelli, del grupo de los recibirlos sino que había ocupado lugar de una vez por todas entre los incluidos e implicados, por lo que al encontrarse ante un rechazo tan flagrante pensó que debía insistir. Ninguna de las dos mujeres, por lo visto, recibía, aunque Pascuale estaba poco dispuesto a decir que no se encontraban muy bien. Tampoco estaba dispuesto a decir que se hallaban perfectamente y Densher habría asegurado que tenía un aire ausente, si hubiera sido posible aplicar esta expresión a los miembros de una raza en la cual la impasibilidad era sólo un pozo de arcanos y no una vana apariencia, como un nido oculto donde palpitara algo indefinido, oscuro y siniestro. Volvió a sentir en ese instante el poder del veto que flotaba en el palacio a toda mención, a todo reconocimiento de las aflicciones de su ama. Su mala o buena salud nunca debía usarse como una razón, aunque uno adivinara que el motivo era ése. Así lo comprendió plenamente Densher mientras seguía con sus preguntas. Hizo llamar a su amigo Eugenio, que se presentó en seguida y con quien, durante tres buenos minutos, estuvo frente a frente, protegido del mal tiempo, en la galería que llevaba desde la entrada, sobre el canal, hasta el patio; y a quien en sus cavilaciones siempre llamaba su amigo porque sin duda alguna era capaz de terminar gustosamente con él si se presentaba la ocasión. Esto estableció entre ellos un género de relación cuyo nombre sería difícil de precisar, una intimidad de conciencia, en realidad; una intimidad de mirada, de oído, de sensibilidad general, de todo menos de palabras. Para decirlo de otra manera: Densher, durante aquellas cinco semanas, estuvo muy lejos de ignorar que Eugenio se había hecho un vulgar concepto de él, concepto que por otra parte se sentía totalmente imposibilitado de desvirtuar. Era algo que ahora estaba nuevamente en el aire, como siempre, entre ellos, mientras hablaban en la galería.
El día había amanecido tormentoso —era la primera tempestad del otoño— y Densher hizo descender malignamente a Eugenio por la escalera exterior, el gran ornamento del patio que llevaba al piano nobile de Milly. Obró así para hacerle pagar — no tenía otra manera de hacerlo— su «vulgar concepto» de él; la idea de que el joven de Londres, inteligente y sin dinero, corría detrás de la fortuna de Miss Theale. Para hacerle pagar, también, la tácita sugestión de que debía tomar al más devoto servidor de la joven ama (apenas menos interesado en su atracción mayor) como una persona totalmente insignificante si esperaba de él, para tales fines, ayuda o impunidad. A Densher le parecía vulgar la idea que se había hecho de él porque era una idea que correspondía a otra clase de hombres y solamente tres factores le impedían darle su merecido. Uno de ellos era que tales censuras se expresaban bajo la forma de una cortesía impersonal, verdaderamente inhumana; el segundo, que dichos refinamientos expresivos emanados del servidor de una amiga no podían dar lugar a una acción del visitante; y el último era que los móviles particulares que se le atribuían no estaban, después de todo, lejos de la verdad. Él era el único culpable si ese vulgar concepto, que correspondía a otra clase de hombres, se aplicaba a su persona. Por lo visto, no era tan diferente de esa otra clase de hombres. Y si Densher, para terminar, lo llamaba «mi amigo» porque leía en él hasta ese punto, mucho más fue lo que Eugenio le hizo ver esa tarde mientras conversaban. Densher se daba cuenta, sin duda, de que al insistir y mostrarse disconforme con la respuesta del gondolero, justificaba esa imagen que le atribuían, lo que podía apreciar en la distancia desmesurada, exagerada que de pronto lo separaba de los demás. Eugenio, por supuesto, no ignoraba que una sola palabra de sus labios dicha a Miss Theale le haría perder el puesto, pero también tenía presente que mientras esa palabra no se pronunciara —y ya se ocuparía él de que así fuese—podría darse el gusto de pensar que protegía a la señorita. Nunca la había protegido tanto como durante esos minutos que pasaron en la húmeda loggia, donde las ráfagas soplaban con fuerza; y el joven tuvo de pronto, frente a él, el agudo presentimiento de que algo funesto lo había cambiado todo. Algo había ocurrido, no sabía qué, y no habría de ser Eugenio quien se lo diría. Lo que Eugenio le dijo fue que las señoras —como si sus padecimientos fuesen comunes— se hallaban un poco fatigadas, muy poquito, sin mencionar las causas. Uno de los signos satánicos que Densher encontraba en él era que gracias a su refinada habilidad siempre respondía a su italiano en inglés, y a su inglés, en italiano. Como era su costumbre sonreía ahora ligeramente mientras hablaban, aunque mucho más ligeramente esta vez; y toda su actitud parecía estar de acuerdo con el hecho —cualquiera que fuese éste— que acababa de romper la paz.
Esa actitud, mientras ambos permanecían enfrentados a lo que no podían decirse, contribuyó en gran parte a desmoronar la seguridad de Densher. Era una Venecia aciaga la que de improviso se le revelaba a ambos, por lo que estaban unidos en la ansiedad, si es que algo podía unirlos: una Venecia glacial, azotada por la lluvia que se precipitaba desde un cielo bajo y fúnebre, barrida por un viento perverso que gemía en las calles estrechas: una Venecia detenida, interrumpida de pronto, donde todos los que trabajaban en los canales se apretujaban, recalaban, sin clientela, a la vez aburridos y cínicos, debajo de los arcos y puentes. El mudo intercambio de nuestro joven con su amigo estaba tan cargado de alusiones que de haberse prolongado aquella tensión un poco más, los dos hubieran llegado al límite de sus fuerzas. Uno y otro sostenían un duelo de mutuas sospechas, lo que en el fondo debía unirlos más que distanciarlos, pero Densher tuvo que retirarse sin haber obtenido ningún aliciente, ni siquiera de la formal corrección con que su interlocutor, por último, lo acompañó hasta el portone y lo despidió con una ceremoniosa inclinación. Nada se había dicho sobre el regreso y el aire mismo parecía mostrarse refractario a esa clase de mensajes. Densher sabía, por supuesto, que no era justamente la invitación de Eugenio para que volviese lo que extrañaba, pero al mismo tiempo comprendía que lo sucedido formaba parte de la venganza del hombre. Una vez en la plaza, más allá de la fondamenta que daba acceso a la escalinata del palacio, allí donde el viento era más impetuoso, este pensamiento le hizo bajar aún más su paraguas. No era sólo por la conciencia humillante —que nadie más podía conocer, por otra parte— de tener que aceptar tales cosas por un encadenamiento de las circunstancias; cosas como el hecho de que un hombre malicioso, a quien no podía dejar de lado como a un canalla, se permitiera una opinión sobre él que estaba impedido de desaprobar, de rebatir y —lo que era aún peor— de admitir. Cuando la opinión de un sirviente tiene peso nos hallamos frente a una rara coyuntura. La opinión de Eugenio hubiese pesado aun cuando, fundada en una baja visión de las apariencias, fuera totalmente errónea. Y por consiguiente resultaba mucho más desagradable cuando siendo cierta no por eso era menos baja.
Sea como fuere, de todas maneras Densher trató de hacerlo a un lado con impaciencia, tanto más cuanto que tenía sus propias inquietudes de otro orden. Debió caminar a pesar del mal tiempo por tortuosas callejas hacia la plaza, donde encontraría el abrigo de las galerías. Allí, bajo las grandes arcadas, se apiñaba compactamente medio Venecia, y en el otro extremo, sobre el Molo, las columnas antiguas de San Marcos y del León formaban el marco de una puerta que se abría de par en par sobre la tempestad. Mientras caminaba le pareció extraño que todo estuviera tan cambiado... si la diferencia no se debía a que por primera vez le habían negado la entrada al palacio. No era eso solo, pero todo se debía a lo mismo: era lo que daba la nota discordante y terminaba con el encanto. La lluvia y el frío cobraban realidad como si precisamente Densher acabara de ver, de pronto, la abolición de ese margen de confianza en el cual todos vivimos, margen de seguridad que en él, aunque había resistido todo lo posible, no pudo soportar el golpe. El golpe, de alguna manera, había sobrevenido y el joven cavilaba sobre las posibles causas mientras, abriéndose paso entre otros errabundos tan indecisos como él, contemplaba con ojos distraídos las baratijas en exposición. Parte de la galería estaba pavimentada con mosaicos de mármol rojo, engrasados ahora por la espuma salada, y la plaza entera, con su sublime elegancia, la gracia de su concepción y la belleza de sus detalles, se parecía más que nunca a un enorme salón, el salón de Europa, profanado y sacudido al presente por un vuelco de la fortuna. Se rozaba con hombres oscuros a los que sus sombreros requintados y las flojas mangas de las chaquetas colgantes les daban un aire de melancólicas máscaras. Las mesas y sillas que desbordaban de los cafés habían sido reunidas, aún con pretensiones de utilidad, bajo las arcadas; y aquí y allá algún alemán de anteojos, con el cuello del abrigo levantado, consumía públicamente su porción de comida y de filosofía. Todas estas impresiones fueron también recogidas por Densher, quien había recorrido ya tres veces el circuito completo cuando se detuvo de pronto frente al Florian, petrificado porta intensidad de la más fuerte de todas ellas. Su mirada había advertido un rostro en el interior del café; había descubierto a un conocido detrás del cristal. Esta persona, ante la cual se detuvo todo el tiempo necesario para mirarla detenidamente, se hallaba sentada, muy cerca de él, ante una pequeña mesa en la que sólo se veía un vaso a medio llenar y evidentemente olvidado; y aunque tenía sobre sus rodillas un periódico francés —la cabecera de Le Figaro era visible—, su mirada estaba fija en algún punto de la pared rococó ubicada enfrente. Durante un minuto pudo observarlo de perfil y en ese breve lapso su identidad le produjo todos los efectos de las asociaciones que engendraba, asociaciones directas y chocantes; y luego, como si no faltara nada más, sus miradas se cruzaron cuando el otro volvió la cabeza en un movimiento rápido producto tal vez de la sensación de ser observado. Tuvo así una imagen completa de lord Mark, tal como lo había encontrado algunas semanas antes, el día de sus respectivas primeras visitas al palacio Leporelli. Porque había sido también un lord Mark completo quien había partido en aquella oportunidad, cuando él se presentó —o así lo había sentido Densher, en el vestíbulo esa vez— ; y esa potencial plenitud era lo que había reconocido al instante al encontrarse nuevamente.
Toda la escena —no pudo ser de otra manera— abarcó sólo unos pocos segundos, ya que no habría podido quedarse allí parado observando a lord Mark, y por otra parte estaba imposibilitado de acercarse a él, así que continuó su marcha, ahora con un paso distinto. Pero en aquella pausa, Dios santo, tuvo la impresión de haber hallado la respuesta al enigma de ese día, lord Mark había vuelto sencillamente la mirada hacia él —como él a su vez lo había mirado en un principio, antes de ubicarlo— como si fuera otro anónimo y empapado integrante de la multitud. El reconocimiento —aunque contenido— llegó al fin, pero ningún signo de salutación siguió a tal certeza. La relación entre ellos había sido lo suficientemente fugaz como para que ninguno de los dos quisiera hacerse cargo. Pero lo importante no era lo que ambos habían dejado de hacer, sino el hecho de que lord Mark se encontraba en Venecia. No podía estar allí desde hacía mucho tiempo. En tal caso, Densher, inevitable testigo en ese gran lugar de reunión, debería haberlo visto. Lord Mark hacía breves visitas. En ese mismo instante estaría pronto a reanudar el vuelo. Aun allí sentado debía de estar pensando en su tren o en su barco. Había regresado seguramente por algún motivo, como una consecuencia de su viaje anterior; y cualquiera que fuese el asunto que lo hubiera traído, ya habría tenido tiempo de llevarlo a buen término. Quizás había llegado esa noche o aquella misma mañana, pero había logrado su propósito. Para Densher fue estupendo llegar a esta conclusión. Se asió con fuerza a ella, la abrazó, casi se apoyó en ella cuando siguió caminando. Lo hizo andar y andar, sin disminuir su inquietud. Pero le dio alguna explicación y eso fue bastante, porque con las explicaciones podía debatirse. La fatalidad que se respiraba en el aire, además, parecía el hálito del destino. El tiempo había cambiado, la lluvia era atroz, el viento abominable, el mar horrendo, a causa de lord Mark. Por culpa suya, a fortiori, el palacio no le había abierto sus puertas. Densher dio otras dos vueltas en torno a la playa y encontró al visitante, en cada oportunidad, como lo había visto antes. Es decir, la primera vez seguía mirando hacia adelante; la segunda ojeaba su Figaro, que había desplegado. Densher no volvió a detenerse, y lo dejó sin que aparentemente se diese cuenta de su paso... pero al desfilar por tercera vez, lord Mark había desaparecido. Llego sólo por un día, partiría sin duda esa misma noche: ahora seguramente había ido al hotel a disponer todo lo necesario. Densher lo veía con tanta claridad como si se lo hubieran dicho. Las tinieblas, para él, se habían disipado, o por lo menos tenía esa impresión; quedaba un punto, el principal, sin resolver, pero se había acercado tanto que casi era lo mismo. Acababa de ver a un hombre que había llegado para hacer algo y que lo había hecho, y para quien, por el momento, aquello era suficiente. Había venido para hablar con Milly y Milly lo había recibido. La visita debió concretarse justamente antes o después del almuerzo, y ésa era la razón por la que él se había hallado con las puertas cerradas.
Densher se dijo esa misma tarde, y se lo repetía aún al día siguiente, que lo único que necesitaba era encontrar una razón y que cuando la hallara estaría en condiciones, para usar sus palabras, de seguir con lo suyo. Lo suyo, según había decidido, como ya sabemos, consistía en mantenerse lo más quieto posible: y se preguntaba qué impedimento podía significarle el hecho de sentirse, con respecto a la actual crisis, singularmente libre de culpa. Concedió generosamente a todas las apariencias en juego la calificación de críticas para no tener que recriminarse, si las complicaciones aumentaban, el haber tratado de eludirlas. Pero no había sido él quien, ese día, provocara la actitud de la joven, y si ella se mostraba herida no era en absoluto por su causa. Pensar esto lo regocijó durante algunas horas; y su regocijo todavía resultó acrecentado por las condiciones —evidentemente desconcertantes, desagradables, lastimosas, para él— del regreso de lord Mark. El hecho de que su sentimiento al respecto se mantuviera constante durante las muchas horas que siguieron constituyó un signo siniestro, a pesar de que ignoraba lo fundamental. Para verlo como una maldad, para verlo con toda certeza como algo, en grado sumo, «cochino», no necesitaba saber más de lo que con tanta facilidad, y tan admirablemente había adivinado. Uno no podía caer sobre la pobre muchacha de esa manera sin ser, por el hecho en sí, brutal. Una visita semejante representaba una bajeza, un desmán, una agresión, era precisamente uno de esos choques estúpidos que él tanto se había esmerado en evitarle. Densher hasta llegó a pensar, a la mañana siguiente —y por cierto que lo hubiera asegurado públicamente llegada la ocasión—, que la única manera delicada y honorable de tratar a una persona en la situación de Milly, era la suya, la de Merton Densher. Con el tiempo, en verdad, esta impresión —que no había hecho más que agudizarse— de contraste, y que favorecía al joven, se transformó en una sensación de alivio y ésta, a su vez, en un sentimiento de evasión. Era, Dios bendito —y exhaló aquí un profundo suspiro—, como si un peligro muy particular para él acabara de desaparecer. Lord Mark —sin proponérselo ni remotamente— se lo había quitado del camino. Era él la bestia, quien se había equivocado y brindado a la misma persona que deseaba perjudicar, una impunidad que era una relativa inocencia, casi como una purificación. La persona que quería perjudicar no podía ser sino aquella demorada tan misteriosamente cerca de Milly. Para esta persona, mientras tanto, mantenerse inmóvil significaba evidentemente dejar marchar las cosas, y para que las cosas marcharan lo mejor sería, durante un día o dos, no hacerse ver por el palacio.
Un día y dos pasaron, y llegaron a ser tres, con el extraordinario efecto de hacerlo sentirse más y más inocente . Si su presencia era deseada, se lo harían notar, y mientras tanto, ausente, no experimentaba ningún remordimiento. Ninguna de las dos mujeres podía esperar que volviese nada más que para enfrentarse nuevamente con Eugenio. Eso era imposible, no volverían a negarle la entrada, porque de esa manera aparecería, prácticamente, como aceptando su culpabilidad, y culpable era lo que menos se consideraba. Tampoco había negligencia en su actitud pues, desde el momento en que no iba por el palacio, el único mensaje que podría haberles enviado debería haber expresado sus esperanzas de que Milly se hallara mejor. Pero, puesto que ese tipo de alusiones le estaba decididamente prohibido, lo único que le quedaba por hacer era esperar, lo que cada día le resultaba más fácil porque con el tiempo se afirmaba su convicción de que no podía hacer otra cosa.
Los días en sí eran cualquier cosa menos apacibles: el viento y la tormenta continuaban, el frío presagiaba lo peor. El roto encanto del mundo se desplomaba en pequeños trozos. Densher se paseaba por su habitación mientras llegaba hasta él el bramido de la tempestad: prestaba atención al repiqueteo de la campanilla esperando también la llegada de algún servidor del palacio. Tal vez llegaría alguna nota, pero la nota nunca se hizo ver; eran horas enteras las que pasaba en su casa para recibirla personalmente. Cuando no estaba en su alojamiento salía a dar una vuelta como había hecho el día que encontró a lord Mark. Caminaba por la plaza entre la multitud de turistas que buscaban refugio en sus arcadas; registraba los alrededores y los cafés por si la bestia —como lo llamaba regularmente ahora— hubiera permanecido en la ciudad. Si no se había ido — pensaba— era porque seguía visitando el palacio, y eso —no podía dejar también de pensar— sería algo verdaderamente violento. Sin embargo, se había ido: era indudable. Pero su preocupación por esto, fuese una cosa o la otra, apenas si pesaba en su situación actual. Todos sus sentimientos se concentraban en lo que estaba haciendo por Milly: pasando aquellos días en una soledad que ningún alivio, ninguna evasión conseguían depurar de ese sabor abyecto. ¿No resultaba abyecto, para una persona como él, verse reducido a tales actividades? ¿No era ruin esa manera suya de arrastrarse bajo la lluvia, espiando en el interior de los negocios a la espera de posibles encuentros? ¿No era odioso tener que preguntarse lo que podría suceder entre él y el otro hombre en el caso de hallarlo? Había momentos, a pesar de todo, en que se creía tan indigno como lord Mark. Pero al tercer día, cuando aún nada había sucedido, estaba seguro como nunca de que por nada del mundo se habría movido de allí.
Pensó en las dos mujeres, en su silencio: pensó en todo caso en Milly, quien, por alguna razón, tal vez deseaba ahora fervientemente que se fuera. El frío hálito de sus razones se respiraba, con todo lo demás, en el aire, pero Densher no se preocupaba ni de los deseos de Milly ni de sus causas; se quedaría a pesar de ella, a pesar de su enojo; se quedaría a pesar aun quizá de una final experiencia que por lo dolorosa podría resultar insoportable. De esa manera dejaría probada su honestidad, purificada más allá de toda sospecha. Elegía lo desagradable porque lo desagradable era una prueba: la prueba de que si se quedaba no era con la finalidad —agradable, como era— que Kate había previsto. Lo que Kate había previsto no podía ser esa odiosa insistencia en permanecer allí pese a todas las alusiones en contrario. Y era odioso, también, que Kate, por comodidad, se encontrara tan lejos. Era la primera vez, desde su retirada, que el sentimiento del joven por lo que ella había hecho con él buscaba calificar su acto. Era extraño, tal vez bajo, pensar tan pronto de esa manera, pero una de las cosas que le dictaba su soledad era que ella había actuado ante todo considerando su propia conveniencia. Ella se había colocado fuera del asunto tanto como lo había complicado a él.
Y esta diferencia se hacía más evidente cuanto más aumentaba su ansiedad.
Kate le había dicho en su último y agudo jirón de diálogo—agudo pero tensamente contenido, con un tono profundo y terminante como nunca había usado hasta entonces:
—¿Cartas? Nunca... por ahora. Piénsalo bien. No es posible.
Por lo que, como él comprendió suficientemente —a pesar de que al mismo tiempo advertía su incoherencia—, su mutuo entendimiento quedaba en suspenso al mismo tiempo que sus cartas. Pero cuando ella hubo partido Densher debió hacer justicia a su imposición de silencio, pues sin duda alguna era mucho más delicado no escribirle que escribirle en los términos en que debería hacerlo si le hablaba de ellos mismos. Hubiera resultado un estilo retorcido, y ella quería que no dejara de ser noble, lo cual, hasta cierto punto, era una deferencia. Sólo que al mismo tiempo, para ella, significaba una ventaja, y para él, dadas las condiciones, nada más que la soledad. Y estaba solo, es decir, lo estuvo hasta la tarde de ese tercer día, cuando la lluvia recomenzaba y se espesaba la oscuridad y su cuarto vetusto daba la impresión de tener un aire mucho más lamentable que de costumbre, y la sonriente padrona abrió de pronto la puerta para introducir a Mrs. Stringham. Entonces todo cambió para él, especialmente al ver que su visitante venía desesperada. Parte de esa desesperación se leía en su impermeable mojado, en la forma en que permitió que la buena mujer le tomara el paraguas, sin advertirlo o sin darle importancia, y sobre todo en su rostro, que debajo del velo y enrojecido por el viento impetuoso, parecía —y el velo también— tan empapado como si la lluvia hubiera sido sus lágrimas.