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LE había contestado, en el parque, cuando ella lo interpeló sobre eso, que nada le había «sucedido» para motivar la petición apremiante que entonces le había hecho, o sea que nada le había sucedido tras el relato que hiciera, después de su regreso, acerca de sus recientes experiencias. Pero algunos días después —es decir en la mañana de Navidad— sintió, mientras se preparaba nuevamente para verla, una diferencia sobre este punto. Algo le había sucedido, y después de reflexionar sobre ello durante una noche, sintió que ese algo exigía sobre todo, si no ante todo, que se pusiera de nuevo inmediatamente en contacto con ella. El hecho mismo había sobrevenido en su casa—en su pequeño departamento— en la víspera de Navidad, y en un principio no le había parecido que implicara esa consecuencia. En la medida en que lo profundizó en seguida y en las horas siguientes —actitud esta que ocasionó despiadadamente su insomnio—, las consecuencias emergentes fueron tan numerosas como para hacerle perder la cabeza. Su espíritu luchó con ellas, en las tinieblas, mientras las horas transcurrían lentamente. Su inteligencia, su imaginación, su alma y su razón, no habían llegado nunca a una tensión tan grande.

La dificultad con la que luchaba en ese momento consistía en que tenía frente a sí diferentes soluciones, y no se trataba de preferir una a otra. No se hallaban en una perspectiva que permitiera estudiarlas y compararlas; estaban por un extraño efecto, tan cercanas a él como una pareja de monstruos cuyo aliento abrasador y ojos enormes hubiera sentido sobre cada mejilla. Las veía instantáneamente, apenas abría los ojos. Por otra parte, en su frío terror de ninguna manera se hubiera atrevido a volver la cabeza, por poco que fuera. De modo que su agitación fue estática y durante esa larga noche, no fue una cuestión de movimiento febril. Permaneció largo rato, después del incidente, sobre el diván en el que, apagando con una ligera presión la luz pálida y cómoda que odiaba, se había tendido completamente vestido. Fijaba el día que había transcurrido esperando que pasara el tiempo, pero cuando la aurora gris y tardía de Navidad comenzó a acentuarse, se sintió casi resuelto. El simple buen sentido le había revelado que la prudencia, en la duda, aconsejaba no actuar y lo que más le ayudó fue quizás esta misma simplicidad. No existía tal cosa en su situación, menos todavía de lo que había existido en ningún acontecimiento de su vida; y esta asociación le hizo el efecto de una opción.

Su conducta, después del baño y el desayuno, estuvo dominada por lo excepcional que caracterizaba a esta crisis. Por eso, vestido con más rebuscamiento que de costumbre, como para ir a la iglesia, salió al encuentro de la apacible atmósfera navideña.

Cuando llegó el momento de actuar, le pareció que la acción era compleja. Habríamos adivinado, caminando a su lado, que su primera decisión definitiva no había consistido en acudir a casa de sir Luke Strett, y sin embargo sus pasos, por obedientes que fueran, lo llevaban allí de manera urgente. Su primera decisión concernía a otra cosa a la cual se agregó cuando estaba en camino, la impaciencia, no obstante lo cual tuvo la suficiente conciencia de la necesidad de adecuarse a lo temprano de la hora. Esta razón, y su efervescencia interior, se oponían a que tomara un coche aunque por otra parte no los había en la ciudad, que la hora y la fiesta habían dejado desierta. Recorrió, sin ver un solo coche, la considerable distancia que lo separaba del jardín de sir Luke. Tuvo así tiempo para reflexionar sobre su decisión, que no era solamente resultado de lo que había sucedido la víspera por la noche. Esta complejidad debería asimilar en los minutos siguientes, un nuevo hecho. Ante la casa de sir Luke, cuando llegó se hallaba estacionado un cupé a la vista del cual su corazón experimentó un vuelco que lo obligó a detenerse un instante. Esta pausa, que fue breve, bastó para revelarle de pronto un hecho frente al cual retuvo la respiración. Creyó que ese cupé, que posiblemente era de sir Luke si se tenía en cuenta la hora y el lugar, debía de significar que el gran médico había vuelto. Ese retorno probaría también, con más seguridad, otra cosa, y Densher se sintió palidecer frente a este doble temor. Su espíritu rebotó como un proyectil que ha chocado de pronto con otro, y se encontró frente a frente con una extraña verdad: mucho más que ver a Kate Croy, deseaba ver al testigo que acababa de llegar de Venecia. Deseaba formalmente encontrarse en su presencia y escuchar su voz, relámpago éste de lucidez que produjo un resplandor súbito. Sobrevino un hecho, felizmente para él, que apagó este resplandor. Había advertido que la cara del cochero sentado sobre el asiento del cupé no le resultaba desconocida, mientras que nunca había visto al conductor del gran médico. Al aproximarse, reconoció que el vehículo era simplemente el de Mrs. Lowder y la cara familiar era la que había debido de entrever vagamente en el curso de sus idas y venidas, esperando delante de Lancaster Gate. Comprendió entonces la relación: la dama de Lancaster Gate, movida por un impulso análogo al suyo, se había presentado para tener noticias, y era eso lo que evidentemente estaba recibiendo ya que su cupé la esperaba. Sir Luke había, pues, vuelto, pero Mrs. Lowder estaba con él.

Fue esta última reflexión la que incitó a Densher a esperar y mientras se demoraba ocurrió algo más. Se trataba claramente —a la luz de su propia explicación— de un caso urgente y, siendo un caso urgente, Kate, para tener novedades cuanto antes, quizás había acompañado a su tía. La posibilidad de que ella estuviera, en ese caso, sentada en el coche — eventualidad más que probable— lo impulsó, antes de que pudiera contenerse, a aproximarse a la ventanilla. No era en ese lugar donde él hubiera querido verla, pero si estaba allí no podía pretender no reconocerla. Por otra parte descubrió rápidamente que si alguien estaba en el coche no era Kate Croy. Distinguió con visible sorpresa la última cara conocida vislumbrada detrás de un ventanal de un café de Venecia. La inmensa fachada del Florian era un poco menos sombría, aun cuando las persianas estuvieran bajas, que el aire de Londres en un día de Navidad. Sin embargo, los dos hombres tuvieron al menos la posibilidad de reconocerse. Densher se sintió como poseído por una inmovilidad atontada que parecía, se acordó con disgusto, repetirse cual si fuera un privilegio que le estuviera reservado. Subió la escalera y oprimió el botón del timbre con la aguda impresión de que el amigo de Kate tenía la costumbre de examinarlo desde posiciones insolentemente ventajosas. Olvidó por el momento el día en que, en Venecia, en el palacio, el joven favorecido había, por así decir, asistido a la partida del aturdido, pues lord Mark no tenía el aire más aturdido ahora que en la silla del café. Densher se dijo que era él quien parecía errante y el otro al abrigo. Encontraba al otro —a pesar de la diferencia de situación— más al abrigo que nunca; pensaba en él sobre todo en su calidad de amigo de la persona con la cual su recuerdo lo había asociado un minuto antes. El hombre estaba sentado en el sitio mismo en el que, junto a Mrs. Lowder, él había buscado a Kate, y eso le bastaba para identificarlo. Durante ese lapso la puerta de la casa se había abierto y Mrs. Lowder se alzó frente a él. ¡Por lo menos no era Kate! Era ella, por cierto, en persona, con toda su opulencia, con la fuerza de espíritu necesaria para decidir que la presencia de lord Mark en el cupé no tenía ninguna importancia y, para impedir al mismo tiempo, por medio de algunas palabras enérgicas que lanzó por encima del hombro, que el mayordomo de sir Luke escuchara la conversación que sostenía con el visitante que acababa de llamar.

—Yo avisaré a Mr. Densher, es inútil esperar. —Y la conversación, inmediata y generosa, se desarrolló en la escalera.

—Él llegará directamente, mañana por la mañana temprano. No he podido dejar de venir a informarme.

—Yo tampoco —dijo Densher simplemente—. En el trayecto —agregó— hacia Lancaster Gate.

—Es usted muy gentil. —Ella le sonrió débilmente y Densher captó que su rostro armonizaba con su sonrisa lo cual, dadas las palabras que acababa de pronunciar, le hizo comprenderlo todo, mientras entendía que el aire de simpatía prodigiosa, casi solemne, que presidía sus relaciones con él, había tomado ahora una nueva fuerza—. ¿Ha recibido usted pues su mensaje?

Él comprendió tan bien la alusión, sintió de tal modo lo que él «había recibido» no menos que lo que él no había recibido, que vaciló muy poco antes de insistir.

—Sí... mi mensaje.

—Nuestra querida paloma, como la llama Kate, ha plegado sus maravillosas alas.

—Sí... las ha plegado.

Aun cuando estuviera atormentado, trató de asimilarlo como lo quería ella y ella interpretó esta aquiescencia de pura forma como una prueba de autocontrol.

—A menos que sea más correcto decir — agregó entonces— que las ha desplegado aún más ampliamente.

No pudo menos que volver a asentir formalmente, aunque esas palabras correspondieran extrañamente a una imagen anclada en su imaginación.

—Sí... las ha desplegado más ampliamente.

—Para volar, tengo la esperanza, hacia una mayor felicidad.

—Sí. Mayor —interrumpió Densher, acompañando esas palabras con una mirada que, lo temía, la invitaba a mantenerse a distancia.

—Usted tiene derecho, por cierto—continuó con más reserva—, a recibir noticias más directas. Las nuestras han llegado ayer a la noche, tarde; si no hubiera sido por eso creo que lo habría ido a ver a usted. Pero — preguntó— ¿viene usted a mi casa?

Él había tenido un minuto para reflexionar y la ventanilla del cupé seguía estando muy próxima. Su mi brillante, alcanzándolo, por añadidura, a través de la atmósfera apaciblemente húmeda, le hizo el efecto de un golpe en pleno pecho. ¿«Convencida», tía Maud? Sí, ella estaba convencida hasta tal punto que, de manera bastante perversa, le cortó la respiración. Su mirada, desde donde estaban, abarcaba la abertura por la cual habría podido mostrarse la persona que esperaba en el coche, y él vio que su interlocutora comprendía la pregunta implícita en esa mirada, mientras indagaba.

—¿Está usted sola?

Era una manera inmediata e instintiva, casi hipócrita, de asimilarse a la imagen que ahora ella tenía de él. Tenía el aire de querer ir a desahogarse a la casa de ella, lo cual era exactamente lo contrario de lo que deseaba. Desde la víspera, la necesidad de desahogarse se había súbitamente agotado en él, y nunca había experimentado un deseo más profundo de ser reservado.

Pero durante ese lapso ella había respondido con amplitud.

—Completamente sola. No se me habría ocurrido invitarlo en otras condiciones, sintiendo, querido amigo, que demasiado... —Las palabras le faltaban y ella completó su pensamiento apretando las manos de Densher para expresarle sus condolencias—. ¡Querido amigo... querido amigo! —Ella estaba «con» él de todo corazón, y quería estarlo más todavía, lo cual la hizo continuar enseguida—: ¿No quisiera usted esta noche, vista la triste Navidad que estamos pasando, comer conmigo tête-à-tête?

Eso retrasaba la conversación que debería tener con ella y la alejaba, con gran alivio de su parte, algunas horas, pero esta invitación, que lo turbaba un poco no hizo más que aumentar su deseo de mostrarse prudente.

—¿Le molestaría que no le conteste ahora mismo?

—De ningún modo. Dejémoslo en suspenso. Haga su comodidad. Ni siquiera necesita enviarme un mensaje. Tan sólo le quiero confiar que en este día único yo estaré sin usted, enteramente sola.

Ahora podía hablar.

—¿Sin Miss Croy?

—Sin Miss Croy. Miss Croy —explicó Mrs. Lowder— festeja la Navidad con sus parientes más cercanos.

Mientras hablaba, temía que se le pudiera adivinar algo en el rostro.

—¿Quiere usted decir que ella la ha abandonado?

Las facciones de la tía Maud, por su parte, reaccionaron ante esta pregunta con una expresión en la cual él creyó ver el reflejo de los sucesos. Densher tuvo entonces la certidumbre como nunca todavía, de que desde que conocía a esas dos mujeres nunca había habido entre ellas ninguna tensión ni confesada ni discutida, ni una crisis más brutal, lo cual era una prueba magnífica de la manera en que Kate había gobernado su barca. La situación que revelaba la actual expresión de Mrs. Lowder iluminaba, por contraste, esta armonía superficial que, a continuación, cuando tuvo tiempo para pensar en eso, volvió a poner ante sus ojos ese talento, ese don especial de la joven que se le había tornado tan íntimamente familiar y que él había denominado su arte de vivir.

Desde hacía un día o dos, desde que la había visto por última vez. la paz había sido claramente perturbada. Profundas divergencias, disimuladas en su profundidad por la diplomacia de Kate, habían sido sacudidas hasta la superficie por algún choque excepcional, con el cual, además —así lo sentía—, tenía alguna relación la presencia de lord Mark, insólita a esa hora y en esa estación. Se dijo al mismo tiempo que el arte de vivir había debido obrar igualmente en ocasión de la ruptura, o de cualquier otro hecho que se hubiera producido, por lo que la tía Maud había debido de soportar— juzgó— una tensión más que un choque.

La dama, en todo caso, se adelantó a esos rápidos pensamientos.

—Kate se fue ayer por la mañana, contra mi voluntad, se lo puedo reconocer, a casa de su hermana, Mrs. Condrip, ¿sabe usted a quién me refiero?, que vive por el lado de Chelsea. Mi otra sobrina y sus asuntos, ¡cuando pienso que estoy obligada a hablar de eso en un día como éste!, son para nosotros una preocupación permanente, tanto que Kate, dadas... eh... ciertas circunstancias, ha sido llamada allí. Debo decir que desde mi punto de vista ella no estaba absolutamente obligada en su situación, a concurrir.

—Pero Kate discrepó con usted?

—Sí. ¡Y cuando Kate discrepa con alguien!...

—¡Oh! Puedo imaginar lo que sucede.

Había llegado a un punto tal en la escala de las hipocresías en el que era lícito preguntarse qué importancia podía tener una hipocresía más o menos. Por otra parte, dada la intención que había tenido, era necesario que se informara, pues si no lo hacía la maniobra de Kate podría desconcertarlo, y el desconcierto ya le inspiraba un temor casi supersticioso.

—¿Supongo que usted no alude a sucesos ni remotamente desastrosos?

—No. Solamente horribles y vulgares.

—¡Oh! —exclamó Merton Densher.

Estaba claro que el hablar libremente constituía un alivio temporal para la irritación de Mrs. Lowder.

—Supongo que usted sabe que ellas tienen la desgracia de tener un padre horroroso, espantoso.

—¡Oh! —repitió Densher.

—Es casi indigno que se hable de él, pero ha caído sobre Marian y ella ha pedido auxilio.

Densher estaba profundamente intrigado y su curiosidad venció por un instante a su discreción.

—¿Ha caído sobre ella por dinero?

—¡Oh!, por eso, siempre, naturalmente, pero también, en esa bendita temporada, para refugiarse, para ocultarse en un lugar seguro por sabe Dios qué razón. Él está allí, ese bruto. Y Kate se ha reunido con ellos. He aquí —concluyó Mrs. Lowder, bajando las escaleras— su Navidad.

La dama se detuvo de nuevo, al pie de la escalera, mientras él buscaba una respuesta.

—La suya es, después de todo, mejor.

—O, al menos, más decente. —Ella le tendió otra vez la mano—. ¿Por qué contarle nuestras preocupaciones? Venga si puede.

Él sonrió ligeramente.

—Gracias. Si puedo.

—¿Y ahora, supongo que usted irá a la iglesia?

Ella se lo preguntó de buena fe con el aire y el deseo de proponerle, para reconfortarlo, algo más eficaz de lo que había hecho por él.

—Sí, creo que voy a ir —dijo, después de lo cual, cuando la puerta del cupé se abrió desde dentro al aproximarse Mrs. Lowder, quedó en libertad para alejarse.

Escuchó, detrás de él, que la puerta se volvía a cerrar bruscamente y que el vehículo se alejaba en dirección opuesta.

Él no iba, por su lado, en ninguna dirección, pero al cabo de diez minutos descubrió que marchaba derecho hacia el sur. Sin duda —lo admitió más tarde— porque había reconocido inmediatamente aun antes de que la tía Maud hubiera terminado de hablar, la dirección necesaria. No podía sino seguir a Kate, y la influencia que el paso que ella había dado ejerció sobre la emoción que lo oprimía fue notable. Sus complicaciones, que le parecían actualmente casi terribles, ¿qué eran si no, mil veces, las suyas? Ahora iba a asegurarse que no transcurriría una hora más sin que ocuparan el lugar apropiado en su vida. Habría continuado, pues, su camino, si no se le hubiera ocurrido que había mentido —palabra cuyo frecuente empleo lo aliviaba de una manera perversa— a Mrs. Lowder más de lo necesario. ¿A qué iglesia iría, a qué iglesia, en tal estado de nerviosismo, podría ir? Se paró en seco una vez más como se había detenido a la vista del cupé de Mrs. Lowder, para reflexionar allí. Y sin embargo el deseo de no haber hablado inútilmente se agitaba en él. Se encontraba, por una feliz casualidad, en Brompton Road, y recordó de pronto que el oratorio estaba cerca. No tenía más que volver sobre sus pasos para estar allí. En la puerta de la iglesia, algunos minutos más tarde, su idea resultó verdaderamente —a lo menos lo pensó— bendita. Se encontró, abriéndose paso, al borde de un servicio espléndido —la muchedumbre compacta así lo testimoniaba— que resplandecía y resonaba a lo lejos, en el brillo de las luces del altar y los acentos majestuosos del órgano y del coro. Aunque no armonizara con su propia disposición, esto era mucho menos discordante que otras cosas actuales y posibles. En síntesis el oratorio le convenía para devolverle su equilibrio.