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ELLA —Kate Croy— esperaba que su padre bajase, pero él se demoraba allá arriba desconsideradamente, y había momentos en los que se mostraba a sí misma, en el espejo de la chimenea, un rostro decididamente pálido por esa irritación que la había llevado hasta el punto, casi, de retirarse sin verlo. Pero era en ese punto, precisamente, cuando decidía quedarse, cambiando de lugar, yendo desde el raído sofá hasta el sillón tapizado con una tela brillante que daba a la vez —ella lo había probado— la sensación de lo resbaladizo y lo pegajoso. Había estado mirando las desvaídas imágenes de las paredes y la revista solitaria, de un año atrás, que junto a una pequeña lámpara de cristal coloreado y a un blanco centro de mesa tejido, que clamaba frescura, servía para enaltecer el efecto del tapete púrpura de la mesa principal. Sobre todo, de cuando en cuando, se había detenido brevemente en el estrecho balcón al cual daban acceso las dos altas ventanas. Desde esa perspectiva, la calle vulgar y estrecha ofrecía escaso alivio a la vulgaridad de la habitación: su principal función era sugerirle que aquellos frentes renegridos y apretados, diseñados con un criterio que hubiera sido objetable aun para fondos, constituían en verdad la faz pública presagiada por semejantes intimidades. Se los sentía en la habitación exactamente como se sentía la habitación —las cien como ella, o todavía peores— en la calle. Y cuando volvía a entrar, cada vez que en su impaciencia estaba a punto de retirarse, tenía la impresión de caer en un abismo más profundo al sentir en la insulsa, indefinida emanación de las cosas, el fracaso de la fortuna y del honor. Y si continuaba esperando era solamente, de alguna manera, para no añadir a todas las otras vergüenzas, la vergüenza del temor al fracaso personal o individual. Sentir aquella calle, sentir la habitación, sentir ese tapete y ese centro de mesa y la lámpara, le daba, al menos, la impresión leve pero saludable de no estar trampeando ni mintiendo. Aquella deprimente visión era lo peor de todo, incluyendo en particular la entrevista para la cual se había preparado, pero ¿para qué había venido sino para lo peor? Procuró estar triste para no indignarse, pero se indignaba de no poder estar triste. Y sin embargo, ¿dónde estaba la miseria, una miseria demasiado vapuleada para merecer reproches, demasiado marcada por el destino, como un lote numerado para el remate, sino en esos despiadados símbolos de sentimientos mezquinos y degradantes?

La vida de su padre, la de su hermana, la suya propia, la vida de sus dos hermanos perdidos, la historia de toda su familia le causaban la impresión de una hermosa frase, florida y enjundiosa, y aun musical, que se traducía primero en palabras, en notas, sin sentido preciso, y después de pronto se interrumpía, quedaba inconclusa, ya sin palabras ni notas. ¿Por qué se había puesto en movimiento a todo aquel conjunto de gente, en tal escala y con semejante aire de hallarse equipado para un provechoso viaje, nada más que para paralizarse sin haber sufrido un accidente, para repantigarse sobre el polvo de la banquina sin razón alguna? La respuesta a tales preguntas no estaba en Chirk Street, pero las preguntas mismas se erizaban allí, y las repetidas pausas de la muchacha frente al espejo y la chimenea representaban su mayor acercamiento a una huida de todas ellas. ¿Porque no era acaso, en realidad, una huida parcial de todo aquello «peor» que la impregnaba el poder demostrarse a sí misma, una y otra vez, que era decididamente atractiva? Kate se contemplaba en el empañado espejo con demasiada insistencia como para estar observando sólo su belleza. Corrigió la inclinación de su sombrero negro, de plumas apelmazadas, retocó debajo de él una onda rebelde de su pelo oscuro, y examinó, de soslayo, el hermoso óvalo de su rostro, primero desde muy cerca y después desde lejos. Estaba vestida completamente de negro, lo que daba una suave tonalidad, por contraste, a su piel clara y hacía más armoniosamente negro su cabello. Afuera, en el balcón, sus ojos parecían azules; adentro, ante el espejo, resultaban casi negros. Era hermosa, en efecto, pero con esa belleza que no depende ni de adornos ni de cosméticos; circunstancia esta, además, que influía en todo momento en la impresión que ella causaba. Ésta era una impresión perdurable, pero en cuanto a las causas no bastaba su suma para lograr ese total. Tenía estatura sin ser alta, gracia sin necesidad de moverse, presencia sin volumen. Simple y delgada, frecuentemente silenciosa, ella, de alguna manera, permanecía siempre en el ámbito de la mirada, pues contaba especialmente para su deleite. Más «vestida», muchas veces, con menos aderezos que las demás mujeres, o menos vestida con más, si la ocasión lo requería, ella tal vez no hubiera podido explicar el secreto de esas cualidades. Eran simplemente misterios de los cuales sus amigos tenían conciencia, aquellos amigos que se limitaban a decir como única justificación que ella era «lista», sin que se supiese si el mundo tomaba esto como una causa o un efecto de su encanto. Si ella veía algo más que su delicado rostro en el deslucido espejo de la sala debía de advertir que, después de todo, su persona no participaba de aquel derrumbe. Ella no se consideraba vulgar, no armonizaba con la desdicha. No se había rendido todavía y la frase inconclusa, si ella debía ser la última palabra, terminaría con una especie de sentido. Hubo un momento durante el cual, a pesar de que sus ojos permanecían fijos en su imagen, ella se dejó llevar por el pensamiento de lo que hubiera podido hacer con sólo ser hombre. Era el apellido, sobre todo, lo que hubiera tomado a su cargo, aquel querido nombre que ella tenía en tanto y que a pesar de todo el mal que su desdichado padre le había infligido, aún se podía pronunciar con dignidad. Lo amaba con más ternura, precisamente, por esa dolorosa herida. Pero ¿qué podía hacer por él una muchacha sin fortuna sino dejarlo estar?

Cuando su padre por fin apareció, ella captó al instante, como siempre, hasta qué punto era inútil todo intento de que se implicase en algo. Le había escrito diciéndole que estaba enfermo, demasiado enfermo como para salir de su habitación, y que deseaba verla sin tardanza; y si esto había sido, como probablemente lo era, nada más que una treta, él era indiferente aun a las razonables simulaciones que requiere toda impostura. Lo que quería era —por pequeñas perversidades que él llamaba razones— solamente verla, así como ella se había preparado a su vez para una conversación. Pero ahora ella volvía a percibir en la inevitabilidad de la soltura con que la trataba, todo el viejo dolor, aun el mismo dolor de su pobre madre, que él avivaba apenas lo rozara a uno aunque fuese levemente. Ninguna relación con él podía ser tan breve o tan superficial que de alguna manera no resultara agraviante, y esto, en la forma más extraña del mundo, no porque él se lo propusiese —pues seguramente debía de intuir muchas veces las ventajas que le reportaría el hecho de que no fuera así— sino simplemente porque no había ningún error para con uno que él pudiera dejar de cometer ni ninguna convicción acerca de sus limitaciones que él no corroborara con su sola proximidad. Él hubiera podido esperarla sentado en el sofá de la sala, o haber permanecido en su cama para recibirla en una situación adecuada. Ella le agradecía que le hubiese ahorrado la contemplación de semejantes intimidades, aunque de esa manera le habría traído menos recuerdos de su falsía. Ése era el fastidio de cada nuevo encuentro: él repartía mentiras como si fuesen las cartas de un grasiento mazo para el juego de diplomacia que uno debía disputar necesariamente con él. El inconveniente —como sucede siempre en estos casos— residía, no en que uno advirtiese lo que era falso, sino en que echaba de menos lo que era cierto. Él podía estar realmente enfermo, y uno públicamente enterado, pero no por eso el trato con él llegaría a ser lo suficientemente recto. Aun podía morir, pero Kate se preguntaba en qué evidencias habría de basarse ese día para creerle.

Ahora no había bajado desde su habitación, que tal como ella sabía estaba ubicada exactamente encima de aquel saloncito en que se hallaban: ya había estado en la calle y si se lo hubiese hecho notar seguramente lo habría negado o lo habría presentado como una prueba de su desdicha. Ella había dejado, sin embargo, por aquel tiempo, de recriminarle nada, no solamente porque frente a él toda vana irritación se evaporaba sino porque él mismo soplaba de tal manera sobre toda conciencia trágica que al cabo de un momento ya nada quedaba de ella. La dificultad consistía en que soplaba del mismo modo sobre lo cómico: ella casi había llegado a creer que en esto último podía hallar todavía un punto de apoyo para adherirse a él. Pero su padre había dejado de ser divertido; era realmente demasiado inhumano. Su buena presencia, que lo había mantenido a flote durante tanto tiempo, era aún prácticamente irreprochable, aunque siempre había sido algo en él que se daba por supuesto. Nada probaba mejor que su apariencia actual que hablan tenido razón. Se le veía exactamente como siempre —todo rosado y plateado en lo que a piel y pelo se refiere—, el hombre menos conectado en el mundo con cualquier cosa desagradable. Era particularmente el perfecto caballero inglés, el hombre afortunado, normal, establecido. Visto en un hotel extranjero sugería sólo una cosa: ¡Con qué perfección los produce Inglaterra! Tenía ojos confiados y benévolos y una voz que, gracias a su limpia plenitud, narraba, de alguna manera, la feliz historia de no haber tenido jamás que elevarse de tono. La vida lo había encontrado así, a mitad de camino, había girado en redondo para marchar junto a él, le había puesto una mano sobre el hombro y cariñosamente le había dejado que llevara el paso. Los que lo conocían un poco exclamaban: «¡Cómo se viste!», pero aquellos que lo conocían mejor preguntaban: «¿Cómo hace para vestirse?». El errante chispazo de burla que se observaba ahora en los ojos de la hija respondía a la irónica impresión de que su padre la miraba con suficiencia en aquella sórdida pensión. Durante todo el minuto que siguió a su entrada fue como si ella misma viviera allí y él fuese sólo el visitante susceptible. Él sabía provocar sentimientos divertidos (tenía para eso un arte inefable) que invertían las cosas por completo: así había venido siempre a ver a su madre mientras ésta aceptaba recibirlo. Llegaba de lugares de los cuales ellas muchas veces ni siquiera habían oído hablar, pero él reinaba sobre Lexham Gardens.

Sin embargo, ahora la única impresión de impaciencia de Kate fue:

—¡Me alegro de que hayas mejorado tanto!

—Yo no he mejorado en absoluto, querida. Estoy terriblemente mal. La prueba es que, precisamente, he tenido que salir para ir a la farmacia, a la de ese cuadrúpedo de la esquina. —De esta manera Mr. Croy demostraba que él podía calificar a la humilde mano que lo beneficiaba—. Estoy tomando algo que me ha preparado. Es por eso que te he mandado llamar, para que veas realmente cómo estoy.

—Oh, papá. ¡Hace mucho tiempo que he dejado de verte de otra manera que como realmente estás! Creo que ya todos sabemos las palabras exactas: ¡estás espléndido!... n’en parlons plus. Estás tan espléndido como siempre. ¡Se te ve adorable!

Él juzgaba mientras tanto el aspecto de su hija, como ella podía confiar siempre que él lo haría: reconociendo, estimando, algunas veces desaprobando, lo que llevaba puesto, demostrándole así el interés que continuaba prestándole. Él tal vez no se interesaba en absoluto, pero Kate sabía virtualmente que ella era la persona que le resultaba menos indiferente en el mundo. Con bastante frecuencia se había preguntado qué era lo que podía brindarle a su padre algún placer en el mundo y siempre había llegado, en esas ocasiones, a la misma conclusión. Le complacía que ella fuera hermosa, que significara, a su manera, un valor cotizable. Era singular, a pesar de eso, que no otorgara ningún valor a condiciones similares, en tanto fueran similares, de su otra hija. La pobre Marian podía ser hermosa, pero él en verdad no lo tenía en cuenta. El inconveniente era, por supuesto, que su hermana, cualquiera que fuese el grado de su belleza —viuda, y casi en la indigencia, con cuatro robustos hijos—, no representaba un valor cotizable. Kate le preguntó después desde cuándo vivía en aquella casa, aunque tenía conciencia de lo poco que esto importaba, de la escasa relación que probablemente habría entre cualquier respuesta que él le diera y la verdad. No alcanzó a oír la respuesta, cierta o falsa, ocupada como se hallaba en lo que por su lado quería decir. Eso era lo que realmente la había inducido a esperar, lo que invalidaba ahora los pequeños residuos de resentimiento por su constante, formal impertinencia, como resultado de lo cual, antes de un minuto, se encontró diciéndole a boca de jarro:

—Sí, aun así quiero ir contigo. No sé lo que pensabas decirme, pero aunque no me hubieras escrito hoy o mañana habrías tenido noticias mías. Han sucedido muchas cosas, y sólo esperaba, para verte, sentirme segura. Ahora estoy completamente segura. Me iré contigo.

Esto produjo su efecto.

—¿Ir conmigo? ¿Adónde?

—Adonde sea. Me quedaré contigo. Incluso aquí.

Ella se quitó los guantes y, como si hubiese logrado su propósito, se sentó.

Lionel Croy quedó en suspenso con su soltura habitual, en acecho como si buscara, a causa de sus palabras, un pretexto para salir del paso con facilidad: por lo cual ella comprendió inmediatamente que había subestimado—ésa era la palabra—lo que él mismo había estado planeando. Él no quería que se fuera con él, menos aún que se instalase allí, y la había mandado llamar nada más que para renunciar a ella con toda pompa y esplendor, parte de la belleza de lo cual iba a consistir, no obstante, en el sacrificio que hacía al desprenderse de ella. No habría pompa, ni esplendor, si ella no deseaba esa separación. Su idea, por lo tanto, era dejarla libre a su arbitrio, con toda nobleza, y de ninguna manera alejarla definitivamente. Kate no se preocupaba en lo más mínimo, sin embargo, por su turbación, sintiendo en qué pequeña medida, por su parte, obraba ella por caridad. Lo había visto tantas veces, en tantas actitudes, que ahora bien podía privarlo del placer de una nueva sin remordimiento alguno. Aunque advirtió un leve tono de desconcierto en su voz cuando él respondió:

—¡Oh, hijita! ¡No puedo permitir eso!

—¿Qué vas a hacer, entonces?

—Es lo que me estoy preguntando —dijo Lionel Croy—. Comprenderás que debo analizarlo.

—¿No has pensado, entonces —preguntó su hija—, en lo que te he propuesto? ¿En que yo estoy dispuesta?

De pie frente a Kate, con las manos a la espalda y las piernas ligeramente separadas, él se balanceaba con suavidad adelante y atrás, inclinándose de tanto en tanto hacia ella de puntillas. Daba así un efecto de concentrada cavilación.

—No, no lo he pensado. No pude. No podría —dijo.

Era tan evidente que estaba actuando que ella volvió a sentir, con todo el peso de la vieja desesperación, la de su hogar, qué poco revelaban las apariencias sobre su padre. Su plausibilidad había sido la cruz más pesada que debió soportar su madre, por fuerza mucho más presente para los otros que el acto abominable, cualquiera que éste fuese — y gracias a Dios sus hijas lo ignoraban—, que él pudiera haber cometido. Había sido por lo tanto, por efecto de su particular carácter, un pésimo marido para no vivir con él, ya que hacía parecer odiosa a la mujer que lo encontrara desagradable. ¿No le demostraba esto acaso, a ella misma, que no le resultaría fácil dejar solo a un padre con semejantes modales y atractivos? Y aunque había muchas cosas que Kate ignoraba, o en las que ni siquiera había soñado, pudo comprender en ese preciso instante que a él le resultaba habitual sentirse preso de tales incertidumbres. Y si él reconocía el aspecto agradable de su hija menor como un valor cotizable, desde un principio había apreciado con mucha más exactitud el suyo propio. Lo admirable no era que su prestancia lo hubiese ayudado, a pesar de todo: lo que sorprendía era que no lo hubiese ayudado más. Ahora mismo, en su consabido, eterno, recurrente estilo, lo había estado ayudando todo el tiempo; la disipación de su impaciencia para con él era una prueba. Ella vio en seguida con toda claridad su próxima estrategia.

—¿Realmente quieres hacerme creer que has tomado esa decisión?

Kate debía considerar ahora su propia táctica.

—No creo que me preocupe, papá, lo que tú puedas creer. Nunca, en cuanto a eso, te puedo imaginar creyendo en algo, así como tampoco —se permitió ella añadir— puedo pensar que alguien te crea. Por lo que ves, padre, no te conozco.

—¿Y crees que es algo que puedes solucionar?

—Oh, papá, no. De ninguna manera. Ése es otro problema. Si no te he comprendido hasta ahora, ya nunca podré hacerlo, pero eso no importa. Lo que me parece es que se puede vivir contigo aunque no se te comprenda. Claro que no tengo la menor idea de cómo te las arreglas.

—No me las arreglo en absoluto —replicó Mr. Croy, casi alegremente.

Su hija estudió nuevamente con una mirada el cuarto, y fue extraño que un lugar donde había tan poco que ver, tuviera tanto para mostrar. Lo que mostraba era la fealdad, una fealdad tan real y palpable que parecía una sustancia más. Era un medio, un marco, y en ese sentido, un espantoso signo de vida. Esto dio un tono ligeramente intencionado a su respuesta.

—Oh, cierto, perdóname. ¡Estás en plena prosperidad!

—¿Me estás echando en cara otra vez — preguntó él con satisfacción— que no haya terminado conmigo mismo?

Ella no creyó necesario responder: estaba allí para cosas concretas.

—Ya sabes —dijo— en qué han terminado nuestras ansiedades con respecto a la herencia de mamá. Tenía mucho menos para dejar de lo que se temía. En total son unas doscientas libras al año para Marian, y otras doscientas para mí, pero yo le cedí cien a ella.

—¡Oh, qué corazón generoso! —suspiró su padre, afablemente.

—Para nosotros dos solos —siguió ella—, las otras cien pueden ser de ayuda.

—¿Y de dónde saldrá el resto?

—¿No puedes tú mismo hacer algo?

Su padre la miró; después, metiendo las manos en los bolsillos, se volvió y se detuvo frente a la ventana que ella había dejado abierta. Kate no dijo nada más: lo había plantado allí con esa pregunta y el silencio se prolongó durante un minuto, interrumpido sólo por el pregón de un vendedor ambulante que llegaba desde afuera con el suave fresco de marzo, con el sucio reflejo del sol, tímido intruso en aquella sala, y el lejano y vulgar bullicio de Chirk Street. Luego él se acercó a su hija, pero como si su pregunta se hubiese desvanecido.

—No veo qué es lo que de pronto te ha movido a esto.

—Pensé que tal vez lo ibas a adivinar. De todas maneras te lo diré. Tía Maud me ha hecho una proposición. Pero también me ha puesto una condición. Quiere que me quede a vivir con ella.

—¿Y qué otra cosa podría querer?

—Oh, no sé. Muchas cosas. No soy una presa tan codiciada —explicó la muchacha un poco secamente—. Nadie me lo ha pedido antes.

Tratando siempre de parecer correcto, su padre se mostraba ahora más sorprendido que interesado.

—¿No has tenido proposiciones? —Hablaba como si eso fuese algo increíble tratándose de la hija de Lionel Croy, como si semejante posibilidad a duras penas se aviniese, aun en la más filial intimidad, con su elevación de espíritu y su actitud general.

—No de parientes ricos. Ella es muy amable conmigo, pero ha llegado el momento, según dice, de que las dos nos entendamos.

Mr. Croy asintió por completo.

—Claro que lo es, un magnífico momento.

Y me imagino perfectamente lo que quiere decir con eso.

—¿Estás seguro?

—Oh, sin duda. Ella quiere decir que hará generosamente por ti todo lo que sea necesario, siempre que rompas toda relación conmigo. Hablaste de una condición. Su condición, por supuesto, es ésa.

—Bien, entonces —dijo Kate—, eso es lo que me ha movido. Aquí estoy.

Él dejó ver con un gesto que había comprendido la cuestión perfectamente, después de lo cual, al cabo de pocos segundos, dio —con toda congruencia— un giro a la situación.

—¿Realmente crees que estoy en condiciones de aceptar que vivas conmigo.

Ella esperó unos instantes, pero cuando habló lo hizo claramente.

—Sí.

—Entonces eres mucho más tonta de lo que me hubiese atrevido a suponer.

—¿Por qué? Estás vivo, próspero, floreciente.

—¡Ah, cómo me habéis odiado siempre todos vosotros! —murmuró, echando otra mirada pensativa por la ventana.

—Nadie podía ser en menor medida un simple recuerdo añorado —dijo ella como si no hubiese oído—. Tú eres un hombre práctico, si alguno lo es. Hemos acordado que eres atractivo. Siempre me has dado la impresión, tú lo sabes, de estar, a tu manera, mucho más seguro sobre tus pies que yo misma. No me presentes, entonces, como monstruoso el hecho de que, después de todo, ser padre e hija deba contar ahora de alguna manera para nosotros. Mi idea es que eso debe tener algún efecto sobre los dos. Como te acabo de decir—siguió ella—, no entiendo tu manera de vivir, pero de todos modos te prometo aceptarla. Y por mi parte haré todo lo que pueda por ti.

—Ya veo —dijo Lionel Croy, y después agregó—: ¿Y qué podrás hacer tú? —Kate titubeó un instante y él aprovechó su silencio—: Tú puedes mostrarte, ante ti misma, como renunciando a tu tía por mí, en un sublime arrebato; pero ¿qué beneficio, me gustaría saber, me puede producir tu sublime arrebato? —Como Kate tampoco respondió a esto, Mr. Croy se extendió aún más—: No es tanto lo que tenemos en esta hermosa situación, no te olvides, como para que podamos darnos el lujo de no aceptar cualquier ayuda que nos ofrezcan. ¡Me gusta tu manera de hablar, querida, sobre «renunciamientos»! Uno no debe renunciar al uso de la cuchara porque se vea reducido a tomar nada más que caldo. Y tu tía es ahora tu cuchara, recuérdalo, y en parte es también la mía.

Ella se levantó ahora como si tuviese ya a la vista el fin de sus esfuerzos, a la vista la futilidad y el fastidio de tantas cosas, y volvió ante el pequeño y mísero espejo con el que había hablado antes. Acomodó nuevamente la inclinación de su sombrero y esto le suscitó a su padre una nueva observación en la cual la impaciencia, sin embargo, había sido reemplazada por un burlón destello de admiración.

—¡Oh, estás muy bella! ¡No te eches a perder conmigo!

Kate se volvió hacia él.

—La condición que tía Maud me impone es que no tenga ya nada que ver, nunca más, contigo: que no te vea más, que no te hable, que ni siquiera te escriba, que no me acerque jamás a ti, ni te haga ninguna seña, que no mantenga ninguna clase de comunicación contigo. Lo que ella quiere, simplemente, es que tú dejes de existir para mí.

Él siempre había dado la impresión —era una de las características de lo que ellos llamaban «lo inefable» en él— de empinarse un poco sobre las puntas de los pies, como por gentileza, en presencia de un insulto. Nada, sin embargo, era más asombroso que lo que él, a veces, tomaba como un insulto, a no ser lo que otras veces no tomaba como tal. De todas maneras, ahora caminaba de puntillas.

—¡Es una exigencia muy justa de tu tía Maud, querida, no vacilo en afirmarlo! —dijo. Y como esto, a pesar de que lo conocía, la dejó sin respuesta inmediata tal vez por un sentimiento de náusea, él pudo continuar—: Entonces ésa es su condición. Pero ¿qué promete a cambio? ¿Qué se compromete a hacer? Es algo que debes analizar, ¿te das cuenta?

—¿Sugieres que debo hacerle sentir —preguntó Kate después de un momento— hasta qué punto me siento ligada a ti?

—Bueno, el contrato que debes firmar es cruel y abominable. Soy un pobre padre demasiado viejo como para oponerme a esa separación, lo entiendo perfectamente. Pero no soy, al fin y al cabo, tan viejo ni tan pobre como para no pretender ganar algo con ella.

—Oh, creo que tía Maud piensa —dijo Kate casi alegremente, ahora— que saldré muy beneficiada.

Él la enfrentó con su inimitable amenidad.

—Pero ¿no te aclaró las cláusulas?

La muchacha aceptó la comedia.

—Más o menos, creo. Pero son cosas, casi todas, que me atrevería a decir que deberían darse por supuestas. Cosas que las mujeres pueden hacer, unas con las otras, y que tú no entenderías.

—¡No hay nada que yo entienda tan bien como las cosas que no necesito! Pero lo que quiero hacer, ¿entiendes? —continuó él—, es poner bien claro en tu conciencia que tienes ahora una admirable oportunidad y que es algo, sobre todo, que realmente debes agradecerme.

—Te confieso —observó Kate— que no veo qué tiene que ver mi «conciencia» en todo esto.

—Entonces, querida mía, lo que debes hacer, simplemente, es avergonzarte de ti misma. ¿Sabes de qué sois una prueba todos vosotros juntos, toda la gente hueca y testaruda como tú? —Hizo la pregunta con un subyugante aire de repentino ardor espiritual—. De la deplorable y superficial moralidad de nuestra época. El sentimiento familiar, en estos tiempos vulgarizados y brutalizados, se halla totalmente en bancarrota. Hubo días en que un hombre como yo, y con esto quiero significar un padre como yo, hubiera representado para una hija como tú un valor muy distinto, lo que en el mundo de los negocios se denomina un crédito a favor. — Él continuó mundanamente su alegato—. No te estoy hablando sólo de lo que deberías haber hecho normalmente por mí sino de lo que deberías, y en lo que yo llamo tu oportunidad, haber hecho conmigo. Si ambas cosas —agregó después, imperturbable— no son en gran parte lo mismo. Tu deber, tanto como tu ocasión, si eres capaz de verlo, consiste en usarme. Demuestra tu sentimiento familiar comprendiendo para qué sirvo. Si lo tuvieras como yo lo tengo, verías que aún soy útil para... bien, para una infinidad de cosas. En verdad, querida —Mr. Croy aumentó el énfasis—, podrías obtener de mí una carroza con cuatro caballos. —Su remate, o más bien su clímax, perdió un poco de su efecto a causa de una indebida precipitación de la memoria: algo que su hija había dicho volvió a él—. ¿Te has comprometido ya a ceder la mitad de tu pequeña herencia?

La vacilación de Kate se definió en risa.

—¡No!... Yo no me he comprometido a nada.

—¿Quieres decir que prácticamente vas a dejar que Marian se apodere de eso? —Permanecieron ambos cara a cara durante un segundo, pero ella declinó su desafío y su padre tuvo que continuar—. ¿Recibirá trescientas libras por año además de lo que su marido le ha dejado? ¿Es ésa —preguntó el remoto progenitor de semejante impudicia— tu moralidad?

Kate halló su respuesta en seguida.

—¿Y tu idea es que debería dártelo todo a ti?

Ese «todo» evidentemente lo sacudió hasta el punto de decidir el tono de la respuesta.

—Ni remotamente. ¿Cómo puedes preguntar eso cuando he rechazado lo que dices viniste a ofrecerme? Toma mi idea como quieras, creo que ya la he aclarado suficientemente. Puedes aceptarla o no. Es lo único que tengo que agregar: mis cartas están a la vista. Es mi concepción, en resumen, de lo que debes hacer.

La sonrisa fatigada de Kate observaba las palabras como si éstas hubiesen alcanzado una grotesca visibilidad.

—¡Eres admirable en estas cosas! Pero creo que debo dejarte sin ninguna duda —siguió ella— de que si acepto la proposición de mi tía la he de cumplir, palabra de honor, al pie de la letra.

—¡Por supuesto, querida! Es a tu honor al que yo me dirigía. La única manera de jugar una partida es jugarla. Es ilimitado lo que tu tía puede hacer por ti.

—¿Lo dices en el sentido de hacerme casar?

—¿Qué otra cosa puede ser? Un marido conveniente.

—¿Y después? —preguntó Kate, cuando él cesó el fuego.

—Después..., bien, hablaré contigo. Restableceré las relaciones.

Ella miró a su alrededor y levantó su sombrilla.

—¿Por qué a nadie le temes en el mundo como le temes a ella? ¿Mi marido, si llegara a casarme, aun en el peor de los casos, sería menos digno de terror que ella? Si eso es lo que pretendes significar, quizás tengas un poco de razón, pero ¿no depende también un poco de lo que tú defines como un «marido conveniente»? Aunque supongo —agregó Kate jugando con el cierre de su pequeña sombrilla— que no pensarás que él deberá persuadirte de que vivas con nosotros.

—Querida, no, en lo más mínimo. —Hablaba como si no le afectasen ni el miedo ni la esperanza que ella le imputaba: al contrario, recibió ambas imputaciones con una especie de alivio intelectual—. Dejo el caso enteramente en manos de tu tía. Acepto sus puntos de vista con los ojos cerrados. Admito con toda confianza cualquier hombre que ella elija. Si es suficientemente bueno para ella, tremenda esnob como es, lo será también para mí. Y eso a pesar de que, con toda seguridad, buscará a alguien en quien pueda confiar que sea un puerco conmigo... Mi único interés es que tú hagas lo que ella quiere. Tú no pasarás necesidades, querida —declaró Mr. Croy—, mientras yo pueda evitarlo.

—Bien, entonces adiós, papá —dijo la joven después de un instante de reflexión sobre el asunto que obviamente concluyó con su renuncia a seguir discutiendo—. Te das cuenta por supuesto que será por mucho tiempo.

Su interlocutor, al respecto, tuvo una de sus más sublimes inspiraciones.

—¿Y por qué no, francamente, para siempre? Debes hacerme justicia reconociendo que yo no hago las cosas, que nunca las he hecho, sólo a medias; y que si te propongo borrarme de tu vida es con la esponja definitiva y última, bien humedecida y mejor aplicada.

Ella volvió su hermoso y sereno rostro hacia él durante tanto tiempo que bien podía haber sido por última vez.

—No sé a qué te pareces —dijo.

—Ni yo tampoco, querida. Me he pasado la vida tratando, vanamente, de descubrirlo. A nada, lo que es más lamentable. Si hubiera muchos como yo y nos hubiésemos encontrado alguna vez, nadie sabe lo que habríamos podido hacer. Pero eso no importa ahora. Adiós, mi amor. —Se le veía no muy seguro de saber qué actitud esperaba de él su hija con respecto a un beso, aunque de ninguna manera turbado por esta incertidumbre.

Ella tardó un poco más en aclararlo.

—Me gustaría que estuviese presente alguien que pudiera servir, por cualquier contingencia, como testigo de que te he dicho que estaba dispuesta a vivir aquí.

—¿Quieres —preguntó su padre— que llame a la casera?

—No me creerás —siguió Kate—, pero vine realmente con la esperanza de que encontraras una solución. Lamento, de todas maneras, dejarte así enfermo como estás.

Al oír esto él se apartó de su hija y buscó refugio, como había hecho antes, junto a la ventana, contemplando la calle.

—Permíteme agregar, desgraciadamente sin testigos —continuó ella al cabo de un momento—, que bastaría con que dijeses una sola palabra.

Cuando él respondió estaba aún de espaldas a ella.

—Si todavía no te he dado la impresión de haberla dicho, hemos estado gastando penosamente el tiempo.

—Me comprometería a adoptar respecto de tía Maud exactamente la misma actitud que ella me exige respecto de ti. Ella me impone una elección. Y bien, elegiré. Me alejaré de ella por ti, en las mismas condiciones.

Él al fin se dio la vuelta.

—¿Sabes, querida, que me crispas los nervios? He estado tratando de ser claro, pero tú no eres franca.

Kate dejó pasar esto; era visiblemente demasiado sincera.

—¡Padre! —dijo.

—No puedo entender lo que te sucede — siguió él—, y si no te pones de acuerdo contigo misma te juro que yo me haré cargo. Te meteré en un coche y te dejaré otra vez a salvo en Lancaster Gate.

Se la veía realmente distante, ausente.

—¡Padre! —repitió.

Era demasiado y él la encaró con severidad.

—¿Y bien? —dijo.

—A pesar de que quizás te parezca raro oírme decir esto, hay un bien que puedes hacerme y una ayuda que está a tu alcance prestarme.

—¿No es eso, acaso, exactamente lo que he estado tratando de hacerte sentir?

—Sí —replicó ella con calma—. Pero de una manera equivocada. Te hablo con toda honestidad y sé muy bien lo que te estoy diciendo. No es que yo pretenda que un mes atrás podía creer en cualquier clase de ayuda o de auxilio que viniera de ti. Pero las cosas han cambiado: eso es lo que sucede. Mi problema es una dificultad nueva. Pero aun ahora no se trata de nada que yo pueda pedirte de alguna manera que tú «hagas». Es cuestión simplemente de que no te deshagas de mí, que no te apartes de mi vida. Es cuestión simplemente de que digas: «Bueno, sí, ya que lo quieres, nos quedaremos juntos. No nos preocupemos por adelantado por «cómo» o «dónde»; tendremos fe y encontraremos una manera». Eso es todo, ése sería el gran bien que puedes hacerme. Te tendría a ti, y ése sería mi beneficio. ¿Ves?

Si él no veía no era porque no la mirase lo suficiente.

—Lo que ocurre es que estás enamorada y tu tía lo sabe y, por razones seguramente legítimas, lo rechaza o se opone. Ella puede hacerlo perfectamente. En tales asuntos yo confío en ella con los ojos cerrados. Vete, por favor.

Aunque no hablaba enojado —sino más bien con infinita tristeza—, cabalmente la despedía. Antes de que ella se diese cuenta, de lo que él hacía, su padre expresó perfectamente sus sentimientos abriendo la puerta. Pero aún tenía. en su profundo disgusto, una generosa compasión para compartir.

—Lo siento por tu tía, pobre ilusa, si espera algo de ti.

Kate permaneció un momento ante la puerta. Luego dijo:

—Ella no es la persona a quien más compadezco, porque a pesar de ser tan ilusa como en realidad debe de serlo, hay otros que todavía lo son mucho más. Quiero decir —explicó—, si hablamos de lo que tú llamas «esperar algo de mí».

—¿Estás defraudando entonces a dos personas, a Mrs. Lowder y a alguien más?

Ella sacudió la cabeza con abandono.

—No tengo en este momento la intención de defraudar a nadie, y menos aún a Mrs. Lowder. Si tú me dejas sola —y pareció decírselo a sí misma—, eso tiene por lo menos el mérito de simplificar las cosas. Seguiré mi camino tal como lo veo.

—¿Tu camino significa, entonces, casarte con un pelagatos sin un céntimo?

—Pides demasiada satisfacción —observó Kate— por lo poco que das.

Él volvió a enfrentarla y aunque la miró durante un momento con indignación, éste era desde hacía mucho, en la práctica, el límite de su poder general de objeción.

—Si eres motivo suficiente para causar el disgusto de tu tía, también eres motivo suficiente para mi hipótesis. Si no estás pensando en alguien totalmente inadecuado, ¿qué pueden significarme todos tus discursos? ¿Quién es el miserable oportunista? —preguntó él al no obtener respuesta.

Su contestación, cuando vino, fue fría pero precisa.

—Él tiene la mejor disposición del mundo hacia ti. Lo único que quiere es ser considerado contigo.

—¡Entonces debe de ser un asno! ¿Y cómo piensas que puede convencerme —prosiguió su padre— el hecho de que también sea un inferior y un mentecato?

Hay asnos y asnos, además; los acertados y los equivocados, y tú pareces haber elegido cuidadosamente uno de los equivocados. Tu tía los conoce muy bien, por suerte. Yo confío a pies juntillas, como te dije, en su juicio sobre todos ellos, y debes convencerte de una vez por todas de que no escucharé a nadie que ella no haya querido escuchar. — Lo que lo llevó a sus últimas palabras—: ¡Ahora si quieres realmente desafiarnos a nosotros dos!...

—¿Qué, papá?

—Bien, mi querida hija, pienso que aun reducido a la insignificancia que tú cariñosamente puedes creer que soy, no me faltaría alguna manera de hacer que lo lamentes.

Ella hizo una pausa, una grave pausa, pero no, como parecía, para medir la magnitud de esa amenaza.

—Si no llego a hacerlo, ¿sabes? no ha de ser porque te tengo miedo.

—¡Oh, si no lo haces —replicó su padre—, puedes ser todo lo audaz que quieras!

—Entonces ¿no harás nada por mí?

Su padre le hizo ver, esta vez inequívocamente —fue allí, en el rellano, en lo alto de la tortuosa escalera y en el vaho de extraños aromas que parecía adherirse a ellos—, cuán vanamente había apelado a él.

—Lo único que pretendo hacer es cumplir con mi deber. Te he dado el mejor y el más claro de los consejos. —Y después surgió el resorte que lo movía—: Si te he disgustado puedes ir a casa de Marian, para que te consuele.

Lo que Mr. Croy no podía perdonar era que hubiese dividido con Marian la reducida renta que su madre había podido dejarles.

Debería haberla dividido con él.