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LORD Mark la miraba —sobre todo ahora, en particular— como queriendo arrancarle la confesión de que en un primer momento había sido injusta con él; y él podía atribuirse la ventaja o el mérito de que sus intenciones surtían dicho efecto. Lord Mark había resultado, después de todo, lo bastante poco indiferente como para hacerle sentir absurdamente que en realidad lo estaba confesando, aunque no habían puesto en tela de juicio ni lo justo ni lo injusto. Primero había ido al hotel por su cuenta y las había encontrado, a ella y a Susan, y había sido sobre todo «galante» con Susan —ésa era exactamente la palabra y ella había sabido captar y agradecer el matiz—; y después había regresado otro día y no las había encontrado y luego volvió y las halló una vez más. Por otra parte, les había hecho ver sobradamente que, de no haber sido la temporada final de todo — como ellas podían sentirlo en el aire exhausto de la estación agonizante—, les habría bastado con enumerar los lugares adonde querían ir para visitarlos en seguida. La impresión de ellas —o más bien su modesta excusa— consistía en que no había ningún sitio en especial adonde desearan ir, pero descubrían que les gustaba, al mismo tiempo, y dondequiera que estuviesen, el lugar adonde las habían llevado. Así por lo menos lo sentían aunque en un mismo grado no dejaba de ser algo del todo natural; y las impresiones, en aquella tarde, se habían reunido —por un feliz giro de la rueda del destino en un espléndido ramo, una ofrenda de las más extrañas flores. Estaban ahora delante de esa ofrenda; habían sido conducidas hasta allí; y de haber conservado el hábito de intercambiar entre ellas miradas a la distancia para acentuar sus impresiones, hubieran concordado silenciosamente en que era la mano de lord Mark la que había hecho girar la rueda. Él había dado el impulso que, en un primer análisis, hacía la diferencia, la diferencia que significaba no haber perdido — como Susie allí mismo y en ese momento repetía una y otra vez para sí y para cuantos quisieran escucharla— una experiencia tan interesante y hermosa. Él había dado el impulso para que, asimismo, Mrs. Lowder se encontrara allí, aunque superficialmente habían venido con ella y ella había acaparado a Milly durante la media hora, más o menos, en que ésta disfrutó agradable, interiormente de aquel escenario.

Esa gran casa histórica había tenido para Milly, aún más que la terraza y el jardín, como si fuera el centro de una enorme y extravagante composición de Watteau, un tono de viejo oro patinado por la atmósfera, empurpurado por la plena luz del verano, pero en armonía con el conjunto en un orden perfecto. Muchas otras cosas, según su sentir, le habían sucedido previamente, una hora antes, en conexión con esto: le habían presentado una multitud de gente encantadora, había atravesado galerías pobladas de armaduras, de cuadros, de vitrinas, de tapices, de mesas de té, todo un desfile de evocaciones que le confirmaban que aquella grandeza de estilo era el signo de una felicidad «heredada». Esa grandeza de estilo era la gran copa, mientras que el resto —la afluencia de gente agradable, los suaves y murmurados saludos, la honorable edad de los ilustres dueños de la casa, todo aquello a la vez tan distinguido y tan sencillo, tan público y tan íntimo— constituía solamente tal o cual ingrediente de la infusión. Esos elementos se fundían y sazonaban la esencia, el sabor, que la joven creía poder gustar destilado en la pequeña taza de café helado que distraídamente había recibido de alguien, mientras una oleada más poderosa parecía, de alguna manera, alzarla, con todo el ímpetu de su vida joven que respondía a la primera y única primavera. Lo que tal vez llevó la situación a su clímax fue que Milly comprendió, gracias a la tía Maud, a qué se debía todo aquello. Porque no podía menos que significar un clímax, para una pobre joven como ella, el enterarse de pronto de que ella misma era el motivo, ya que eso fue, en definitiva, lo que Mrs. Lowder le hizo comprender.

Todo resulta grandioso, por supuesto, en los grandes cuadros, y precisamente una parte indudable de la vida brillante —desde que toda vida brillante, como uno puede figurarse, no puede menos que vivirse humanamente— consiste en que todas las impresiones que uno recibe dentro de sus límites participan de ese brillo; pero aun así, dejando eso de lado, el ser tratada tan afablemente por su propia interlocutora era algo que marcaba casi con un sello oficial aquella hora en la vida de Milly.

—Usted debe quedarse entre nosotros, tiene que hacerlo, pues cualquier otra cosa resultaría ridícula e inaceptable. Todavía no sabe, no puede saber nada, claro está, pero ya llegará a darse cuenta. Puede quedarse aquí de cualquier manera.

Era como la susurrada consagración después de la susurrada bienvenida; y aunque aquello no se debiera sino a la ebriedad espiritual de la tía Maud —ya que la buena señora, por lo visto, aquel día oficiaba de madrina espiritual—, representó para Milly, en ese momento y también más tarde, el punto culminante de sus impresiones.

Ése debía de ser el final del corto paréntesis que pocos días atrás en Lancaster Gate había iniciado lord Mark al decirle que ella tenía «éxito»: la llave volvió a dar otro giro; y, aunque no habían abundado las revelaciones extraordinarias, los incidentes —como hemos referido— fueron bastantes, dados el tiempo y el lugar. Habían sido tres veces más numerosos —y completamente gratuitos y geniales—de lo que podía esperarse de tres semanas tomadas al azar, aunque ninguno fuese exactamente la revelación. Mrs. Lowder había improvisado un «batiburrillo» para ellas pero con elementos —como ahora Milly podía estimar más libremente— combinados un poco «al galope». Por lo que si ella tenía sus razones para pensar que en aquel preciso momento el paréntesis estaba por cerrarse —siendo sus razones enteramente personales—, en lo que respecta a la tía Maud no fue menos profundo su instinto de adivinación. El paréntesis habría de cerrarse con este magnífico cuadro, pero el magnífico cuadro mostraría a una Mrs. Lowder no muy segura de permanecer en él. Lo que la buena señora estaba haciendo, como Milly no pudo dejar de observar, era imponerse a sí misma una serenidad mayor mientras trataba de persuadir a Milly. Era admirable, sintió plenamente la joven, la manera en que trataba de persuadirla aunque ella en el fondo no necesitara de ello ni encontrara en falta a quienes lo hacían. En particular, fue durante los minutos que dedicó placenteramente a sorber aquel café helado —subrayados por un profundo temor de cometer alguna imprudencia— cuando percibió con nitidez la relación de lord Mark con su presencia allí o por lo menos con su diversión en aquel sitio. Al cabo de cinco minutos poco faltó para que hallara encantadora dicha relación. Debía de ser, simplemente —una vez más—, que todo puede resultar encantador cuando uno se encuentra tan completa, perfectamente encantado, pero, hablando con franqueza, ella nunca hubiera podido suponer que algo tan serenamente social llegaría a convertirse entre ellos en aquel amistoso entendimiento que de algún modo flotaba en el aire. Estaban todos, en grupos, cerca del toldo que había sido desplegado sobre el césped como un templo de frescura y que tenía la propiedad —positiva, por cierto— de hacer pensar a Milly en una recepción hindú: su café helado había sido una consecuencia de dicha asociación de ideas, con la cual, además, las personas dispersas a su alrededor se avenían perfectamente. Algunas podían representar a los contingentes de «príncipes nativos» —¡término familiar pero no el menos majestuosamente gregario!—, y lord Mark hubiese podido muy bien ser uno de éstos, aun cuando él se empeñara en presentarse como un amigo oficioso de la familia. La familia de Lancaster Gate, por supuesto, en la cual lord Mark incluía a las dos norteamericanas recientemente reclutadas y sobre todo a Kate Croy, a quien resultaba tan deliciosamente fácil atender. Kate conocía a todos, y todos la conocían a ella y ella era la persona más atractiva allí presente, según declaró Milly en un arranque de leve locura estival, en un repentino arrebato de generosidad, a la tía Maud.

Kate poseía, ante los ojos de su nueva amiga, la extraordinaria y cautivante cualidad de poder aparecer, en un momento dado, como una hermosa extranjera, sin identidad ni vinculaciones, que dejaba en libertad a la imaginación de los otros, lo que hacía de ella una persona sorprendente desde lejos, más agradable cuanto más se la observaba pero que constituía, sobre todo, un sujeto de curiosidad. Nada podía darle — en cuanto parte de una relación— más encanto que esa virtud de despertar la curiosidad de los demás como si no la conocieran. Esto había ocurrido con Milly tan pronto como Mrs. Stringham le contó que Kate conocía a Mr. Densher: había visto entonces a «otra», o, como diría un espíritu verdaderamente crítico, la había visto más «objetivamente», y la joven comprendió en ese mismo momento que seguiría viéndola así. Era exactamente lo que estaba haciendo esa tarde; y Milly, que se divertía con sus pensamientos como una muchacha que juega secretamente con muñecas a pesar de ser ya «demasiado mayor» para eso, se entregó al entretenimiento de pensar qué podría suponerse de Kate, en qué lugar se la situaría si uno no la conociera. Su amiga se transformó así, intermitentemente, en una imagen condicionada nada más que por su aspecto, una imagen determinada por lo que la circundaba, definida por ello y concordante con ello. Era, sin duda, una manera de comprobar que Kate representaba esencialmente lo que la ocasión exigía de ella, fuera lo que fuere siempre que se le exigiera lo más difícil. Había quizá muchas otras maneras similares de definirla: una de ellas, por ejemplo, consistía tal vez en decir que Kate estaba hecha para los grandes acontecimientos sociales. Milly no estaba completamente segura de saber lo que esto significaba, aunque probablemente desplegar el encanto en la forma en que ella lo hacía y en un marco semejante, era un buen ejemplo de acontecimiento social. Milly se refugió en la idea de que al menos, para su amiga, tales acontecimientos existían. Limitarse a decir, como prueba de la propia diversión, que Kate siempre era perfecta, no dejaba de ser afectado, ya que tal cosa implicaba que ellas mismas eran insoportables, aunque —como le confesó a la tía Maud— debían conformarse con eso, salvo por el flaco cumplido de que ella era «amorosa». De todos modos aquello sirvió para estrechar el lazo que unía a las dos mujeres, destilando una gota color de rosa en el punto de vista de Mrs. Lowder. Tal fue la opinión que durante el resto de la jornada Milly se propuso adoptar, lo que no le impidió seguir con esos «fuegos cruzados», esas curiosas distracciones de su espíritu, a las cuales ya nos hemos asomado.

Mrs. Lowder replicó simplemente respecto de Kate que en efecto ella era un lujo de este mundo, sin dejar entrever una mayor sorpresa por su «perfección» actual. ¿No había quedado suficientemente aclarado para ese entonces que era precisamente como objeto de lujo que se la había esperado y estimado desde mucho tiempo atrás? Dejando de lado toda fácil exaltación, las circunstancias demostraban no obstante que todos ellos flotaban juntos en el azul. Y lord Mark también parecía pasar despacio y volver a pasar y mantenerse agazapado cerca de ellas. Él personalmente formaba parte de ese azul, como una madeja de seda colgada al alcance de la mano del tejedor: la ágil lanzadera de la tía Maud devanaba cada vez un poco de él con rítmicos intervalos, y una de las confusas convicciones que aleteaban en torno a Milly era que él sabía, conscientemente, que lo estaban hilando. Esto representaba casi una connivencia con ella a expensas de la tía Maud, cosa que Milly no aceptaba. Por nada del mundo hubiera concebido que él las había precipitado allí en Matcham —o cualquier otra cosa que hubiese hecho— nada más que por les beaux yeux de la tía Maud. Lo que acababa de hacer, podía suponerse, era algo que durante mucho tiempo, aunque en vano, se había esperado de él, y lo que ahora ellas estaban disfrutando era más bien un cambio súbito, la realización de una esperanza hasta ese momento pospuesta. Milly comprendió fácilmente que los motivos de esa conducta no era asunto suyo, y pudo enterarse sin correr ningún riesgo de los mismos labios de lord Mark que su propio peso se había hecho sentir en la balanza. ¿Por qué, entonces, como un efecto de su intermitente y sumisa participación, Milly deducía que él podía estar diciéndole con claridad: «Sí, dejemos que nuestra querida Mrs. Lowder se exprese como mejor le plazca. Ya que está aquí —parecía continuar—, que se quede y haga lo que quiera de esta reunión. Pero tú y yo somos diferentes».

Milly sabía que ella era en verdad distinta; en cuanto a la diferencia de lord Mark, no era cosa suya. Pero también sabía, después de todo, que aun con esas diferencias, los «mensajes» de lord Mark al respecto eran solamente tácitos. Prácticamente —volvió a eso— él no le exigía absolutamente nada. De la misma manera, por otra parte, dejaba que Mrs. Lowder eligiera el tono que más le gustaba. Podría haber elegido veinte: eso en nada hubiera cambiado las cosas.

—Usted debe quedarse con nosotros. Puede hacerlo, ya sabe, la forma que quiera. No importa cuál, mi querida —y el énfasis se hizo más profundo—. Tiene que fijar su hogar entre nosotros y realmente tiene la posibilidad de formar el más hermoso del mundo. No debe equivocarse, ni cometer ninguna clase de equivocación, y debe permitirnos que pensemos un poco por usted, que la cuidemos y nos preocupemos por usted. Sobre todo debe ayudarme usted con Kate, y si se queda, debe hacerlo un poco por ella. Hacía mucho tiempo que no me pasaba algo tan bueno como que ustedes dos se hayan hecho amigas. Eso es hermoso. Es estupendo. Lo es todo para mí. Lo que lo hace perfecto es que todo haya sucedido gracias a nuestra deliciosa Susie, que me ha sido devuelta, después de tantos años, por un milagro semejante. No, eso me resulta más maravilloso que vuestro rápido entendimiento con Kate. Dios ha sido considerado conmigo, no cabe duda, porque a mi edad ya no estoy para hacer nuevos amigos, quiero decir, conseguir amigos de una pieza, verdaderos amigos. Es como cambiar de banquero después de cincuenta años: es algo que no puede hacerse. Por eso Susie se ha conservado para mí, como ustedes parecen conservar a la gente en este maravilloso país, en lavanda y con papel rosado, para resurgir ahora como quien sale de un cuento de hadas, con usted de doncella.

Milly respondió que esa descripción la hacía sentirse envuelta en papel rosado y perfumada con lavanda, pero la tía Maud no iba a detenerse por una débil broma de la joven, quien por otra parte sentía que la buena señora obraba con toda sinceridad. Era en ese momento una mujer completamente dichosa, y parte de esa felicidad provenía de que sus sentimientos y sus planes se movían al unísono como nunca había sucedido antes. Indudablemente Mrs. Lowder amaba a Susie, pero también a Kate y a lord Mark y asimismo a los viejos y simpáticos dueños de la casa; llamaba a cada uno en su nivel, abarcando hasta la criada que vino a retirar la taza de Milly, y por lo tanto también a Milly quien, mientras la tía hablaba, se sentía envuelta en un manto de seguridad, bajo la protección de un pesado tapiz oriental. Era preferible, para sus propios proyectos, estar «debajo» y no «sobre» un tapiz oriental, aunque si llegaba a faltarle el aire no sería, sintió Milly, por culpa de Mrs. Lowder. Una de las últimas cosas que Milly recordaría de esa tarde fue la insistencia de la tía en sugerirle que ella y Kate debían permanecer juntas porque juntas podían hacerlo todo. Por supuesto que ella proyectaba esencialmente para Kate, pero sus planes, ampliados y mejorados, de alguna manera también requerían para su perfecta realización la prosperidad de Milly, así como la prosperidad de Milly al mismo tiempo implicaba la de Kate. Era aún algo nebuloso, ligeramente confuso, pero sin error posible se trataba de un acto de generosidad y de carácter, y le hizo comprender a Milly cosas que Kate había dicho de su tía así como otras que Susie había aventurado también sobre ella. Una de las más frecuentes en labios de esta última había sido que la querida Maud «era una fuerza de la naturaleza».