37
KATE se levantó lentamente. Desde que se había sentado después de haber encendido las velas, era el primer movimiento que hacía.
—¿Intentas acusarme de haberlo dicho?
Estas palabras expresaban menos resentimiento que una sombría resignación, que él demostró haber captado inmediatamente.
—Mi querida niña, yo no acuso a nadie de nada, pero estoy espantosamente atormentado y no llego a comprender. Por otra parte, ¿qué tiene que ver ese bruto con nosotros?
—Sí, verdaderamente —asintió Kate.
Meneó la cabeza como si hubiera encontrado un poco de indulgencia para su locura. Había en ese ademán —que se dirigía en realidad al buen sentido de Densher— una de esas dulzuras semilógicas que frecuentemente la habían ayudado a imponerle, en caso de divergencia, sus propias condiciones.
Ahora, virtualmente se las estaba imponiendo, y en el fondo él lo sabía. Sin embargo, inevitablemente, las aceptaba. Ella estaba allí, cerca de él y algo, en lo paciente de la actitud, sugería que había creído, cuando Densher le había hablado con un tono más suplicante, que él iba a besarla. Kate se dio cuenta de que él no haría nada, pero el ruego que él volvió a formular siguió siendo igualmente calmo.
—¿Qué hacía, desde las diez de la mañana, en el día de Navidad, con Mrs. Lowder?
Kate se sorprendió.
—¿No te ha explicado ella que él vive allí?
—¿En Lancaster Gate? —La sorpresa de Densher igualó a la suya—. ¿«Vive allí»? ¿Desde cuándo?
—Desde anteayer. Llegó antes de que yo me fuera. —Y ella le puso al corriente, admitiendo por otra parte que la situación era excepcional—. Es una casualidad, como la presencia de tía Maud en Londres para Navidad, que, después de todo, no tiene nada de extraordinario. Nosotras no habíamos partido, y ella lo lamenta ahora que yo estoy aquí, porque ni una ni otra, esperando todos los días las noticias que tú nos dabas, teníamos ganas de hallarnos en medio de una multitud de personas.
—¿Os habéis quedado pensando en... Venecia?
—Naturalmente. ¿Por qué otra razón? Y quizás aun un poco —agregó generosamente Kate—, por lo menos en el caso de tía Maud, para pensar en ti.
Él sintió estas palabras.
—Ya veo. Es encantador de su parte. Pero ¿para pensar en quién —preguntóse ha quedado en Londres lord Mark?
—Creo que su presencia en Londres responde a una razón sin importancia. Es propietario de un departamento, y de súbito se le ha presentado la ocasión de alquilarlo muy ventajosamente, lo que a pesar de todo no ha tenido el coraje de aceptar con entusiasmo, no obstante su confesada y oficial falta de dinero.
Densher escuchaba con profunda atención.
—¿A pesar de todo? ¿A pesar de qué?
—Pero si yo no lo sé. A pesar de su falta de costumbre de hacer ese tipo de cosas.
—¿De intentar ganar dinero?
—De intentar ganarlo, en todo caso, por medio de pequeñas economías. Parece, sin embargo, que por alguna razón ha tenido que hacerlo. En dos días se ha mudado de su casa dejando sitio para su locatario, y tía Maud, que es su confidente para todas estas cuestiones, le ha dicho: «Venga a Lancaster Gate, al menos para dormir, hasta que, como todo el mundo, se vaya al campo». Habría tenido que irse, a Matcham, creo, ayer por la tarde. Tía Maud me lo comunicó así.
Kate había estado durante todo ese discurso maravillosamente persuasiva.
—¿Quieres decir que ella te lo comunicó para que no te fueras?
—Sí. En la medida en que ella estaba persuadida de que la presencia de lord Mark era una de las razones de mi partida.
—¿Era cierto?
—En parte, si quieres. No obstante, tengo aquí razones suficientes, que yo conocía de antemano, sin entrar en eso. Además, poco importa —agregó, sinceramente—. Estoy contenta de haber venido, ¡aunque por todo el bien que yo pueda hacer!... —Parecía querer significar que tampoco eso tenía importancia—. Según lo que me dices, él no fue a Matcham, aunque es posible que se vaya allí esta tarde. Debo confesar que ha sido verdaderamente amable al negarse a dejar a tía Maud, como yo no he vacilado en hacerlo, para que pase sola el día de Navidad. Si ha renunciado a Matcham por ella el procédé no hará que se sienta menos seducida. No es sorprendente que ella quisiera, en un día en el que no hay nada que hacer, llevarlo en su coche. No tengo la pretensión de saber—concluyó— lo que puede pasar entre ellos, pero es todo lo que veo en este incidente.
—Ves en todo, y siempre lo has hecho —contestó Densher—, algo que yo acepto invariablemente, al menos mientras estoy contigo, como la verdad misma.
Ella le miró como para extraer cuidadosa y sabiamente el aguijón que había dejado su reserva, y después habló con una tranquila gravedad que pareció mostrarle que había valorado sus palabras.
—Gracias.
—Como todo el resto, esta expresión lo emocionó. Seguían todavía frente a frente y muy cerca. Cediendo al deseo que había resistido antes puso sus manos sobre los hombros de Kate, y las dejó un minuto allí, haciéndola oscilar ligeramente, no sin ternura, como para hacerle sentir algo más confuso y difícil que lo que podía expresar. A continuación, inclinando la cabeza, apoyó sus labios sobre la mejilla de Kate. Se alejó luego, retomando sus idas y vueltas mientras ella conservaba la posición en la cual, pasiva e inmóvil como una estatua, había recibido su manifestación de cariño. Lo cual no impidió, por otra parte, que continuara mostrándole su indulgencia como si lo que acaba de recibir le bastara por el momento. Intentó, con calma y lucidez, establecer una relación entre los hechos, mientras se sentaba de nuevo.
—Estoy tratando de situar exactamente, en el plano cronológico, algo que ha ocurrido mientras tú estabas en Venecia; una conversación con él. Me habló, me confió el fondo de su pensamiento.
—¡Ah! Tú lo conoces —exclamó Densher, volviéndose bruscamente.
—Y bien, si «lo conozco», como dices con tanta desenvoltura, por haberme negado a ceder a su deseo, a su deseo acuciante, en efecto me acuso. ¿Hubieras preferido que le diera una respuesta, impidiéndole partir?
Ligeramente molesto, él reflexionó.
—¿Estabas enterada de su partida?
—De ninguna manera, pero me temo que de haberlo sabido, aun si eso no encuadra con tus extrañas suposiciones, yo le habría dado exactamente la misma respuesta. Si es un tema que yo no te he impuesto, desde tu regreso, ello se debe únicamente a que no encuentro, al evocarlo, ninguna alegría particular. Espero que si ahora estás satisfecho en lo que atañe a esto —continuó—, no sea abusivo rogarte que evites las alusiones.
—Ciertamente —dijo Densher con bondad—. Yo no aludiré más el tema. —Pero un instante después agregó—: Él ha sentido, ha adivinado algo.
—Si quieres decir con ello —contestó Kate en seguida— que ha sido desgraciadamente la única persona a la cual no hemos podido engañar, estoy de acuerdo contigo.
—Sí, por cierto. Pero ¿por qué —se arriesgó Densher— ha sido necesario que fuera él?... En el fondo no es inteligente.
—Aparentemente, su inteligencia le bastó para intuir un misterio, un enigma, en mi actitud, cosas todas bien consideradas, y cuando llegó el momento crítico, profundizó su convicción y actuó según ella.
Densher tuvo el aire, durante algunos minutos, de examinar la convicción de lord Mark como si fuera una mancha en la faz de la naturaleza.
—¿Quieres decir que tu actitud le había parecido estimulante?
—Naturalmente, yo me había mostrado cauta con él. ¿En qué estaríamos si hubiera sido de otro modo?
—¿«En qué»?...
—Tú y yo. Poco importa, por otra parte, lo que él pensaba de mi actitud. Lo que importaba era lo que pensaba tía Maud. Además, no olvides que desde hacía mucho tiempo él tenía una opinión sobre ti. Al fin y al cabo, tú no puedes evitar ser tú mismo.
—Admitámoslo. Pero ¿qué pensó —preguntó Densher— de mi partida y de mi estancia en Ven ecia?
—Tu estancia en Venecia y el placer que hallaste en ella, nunca extraordinaria sea para quien fuere, le inspiraron otra explicación. Es muy capaz, por otra parte, de haberlo interpretado como una simulación.
—¿A pesar de Mrs. Lowder?
—No —dijo Kate—, no a pesar de Mrs. Lowder. Tía Maud, antes de lo que tú llamas su segunda bajada a Venecia, no había logrado convencerlo... menos todavía cuanto que mi rechazo a su petición de casamiento no ayudó para nada. Pero él volvió convencido. —Y como su compañero conservara su expresión de desconcierto—: Después quiero decir de su visita a Milly, su conversación y su retorno. Milly lo convenció.
—¿Milly? —se contentó con repetir Densher con un tono vago.
—De tu sinceridad. De tu amor por ella. —Dijo estas palabras de tal modo que él se volvió inmediatamente y se encontró de nuevo frente a la ventana—. Él se lo contó a tía Maud, a su regreso — continuó durante ese momento—. Es la razón por la que ahora ella se entiende tan bien contigo.
Durante un minuto, él se conformó con mirar silenciosamene hacia afuera. Luego se alejó de la ventana.
—Y también contigo.
Esta afirmación tan neta se pareció casi a una recriminación, o hubiera podido parecerse más aún si no hubiera sido tan franca. Era neta porque era franca y esta franqueza pareció imponerla como un argumento lo bastante concluyente como para impedirles seguir. Eso fue lo que determinó la gravedad de todo mientras se miraban en silencio.
Se hubiera dicho que una palabra torpe podría haber bastado para materializar el peligro. Densher hizo lo que pudo. Parado delante de Kate, sacó la billetera del bolsillo interior de su saco y extrajo de allí una carta doblada, sobre la cual se fijó la mirada de Kate. Volvió a guardar la billetera en el bolsillo y con un movimiento que no era menos extraño por el hecho de ser evidentemente instintivo e inconsciente, ocultó la mano que tenía la carta detrás de sus espaldas. Cuando por fin habló, lo hizo cambiando de tema.
—¿Debo inferir de lo que me ha dicho Mrs. Lowder que tu padre está aquí?
Si ella nunca había necesitado demasiado tiempo para seguirlo en sus digresiones, ese día no iba a ser de otro modo.
—Aquí, sí. Pero no tenemos que temer ninguna interrupción —dijo ella como si Densher hubiera pensado en eso—. Está en cama.
—¿Enfermo?
Ella meneó tristemente la cabeza.
—Mi padre nunca está enfermo. Es maravilloso. Sólo que no tiene fin.
Densher reflexionó.
—¿Puedo ayudarlo de alguna manera?
—Sí. —Ella lo sabía perfectamente, con cierta lasitud, casi con serenidad—. Haciendo que tu visita les llame lo menos posible la atención, tanto a él como a Marian.
—Entiendo. ¡Tanto horror tienen de verme! No obstante, yo no podía dejar de venir, ¿no es verdad?
—No, no podías dejar de venir.
—¿Será necesario, entonces, que me vaya lo antes posible?
De pronto ella casi se alteró.
—¡Ah! Hoy no me atribuyas vulgaridades. Tengo bastante con mis preocupaciones sin necesidad de eso.
—Ya lo sé, ya lo sé —se excusó en seguida—. Lo que ocurre es que sufro por ti. ¿Cuándo llegó tu padre?
—Hace tres días, cuando hacía más de un año que él no veía a Marian y simulaba (lo cual estaba lejos de ser lamentable) haber olvidado totalmente su existencia. Y llegó en un estado que hacía imposible toda negativa a albergarlo.
Densher vaciló.
—¿Quieres decir con tal indigencia? ...
—No, no de comida o de elementos vitales. No tampoco, a juzgar por su aspecto, de dinero. Estaba tan espléndido como antes. Pero tenía mucho miedo.
—¿De qué?
—Lo ignoro. De alguien o de algo. Dice que necesita paz. Pero su paz es tremenda.
Ella sufría, pero Densher no podía abstenerse de interrogarla.
—¿Qué hace?
Kate vaciló.
—Llora.
Él permaneció nuevamente sin saber qué hacer y luego se arriesgó.
—¿Qué ha hecho?
Al escuchar estas palabras Kate se levantó lentamente y de nuevo se encontraron cara a cara. Muy pálida, sostuvo la mirada de Densher.
—Si me amas, no me hables ahora de mi padre.
Él esperó otra vez.
—Yo te amo. Es porque te amo que te he traído esto. —Y le mostró la carta que hasta ahora había ocultado detrás de la espalda.
Sin embargo, únicamente sus ojos —aunque él se la tendiera— aceptaron su ofrecimiento.
—Pero ¡no la has abierto!
—Si lo hubiera hecho, precisamente conocería su contenido. Es para que tú la abras que la traigo.
Siempre sin tomarla, ella se puso extraordinariamente seria.
—¿Abrir una carta que ella te ha mandado?
—Pero es justamente por eso. Yo aceptaré tu opinión, cualquiera que sea.
—No entiendo —repuso Kate—. ¿Qué piensas tú mismo? —Y como él permanecía en silencio—: Creo adivinar tu pensamiento. Sospechas lo que hay en ella sin necesidad de leerla. Es la prueba.
Densher aceptó sus palabras como si fueran una acusación, pero una acusación contra la que estaba preparado y frente a la cual no tenía más que un medio de defensa.
—Sí, sospecho lo que hay en ella. Concebí esa idea mientras buscaba con angustia su significado. —Levantó la carta con ademán de insistencia más que de confesión—. La llegada de esta misiva ha sido calculada.
—¿Para la víspera de Navidad?
—Para la víspera de Navidad.
Kate sonrió repentinamente de un modo extraño.
—¡La época de los regalos! —Y como él no contestaba, siguió—: ¿Quieres decir que ella la escribió cuando todavía podía hacerlo y la guardó para el momento elegido?
Densher permaneció callado y la miró pensativamente.
—¿A qué llamas tú una prueba?
—Una prueba de la profundidad de su amor por ti. Pero yo no quiero abrirla.
—¿Te niegas formalmente?
—Formalmente. Nunca. —Y agregó en tono extraño—: Lo sé de antemano.
Después de una breve pausa, él preguntó:
—¿Y qué es lo que sabes?
—Ella te anuncia que te ha hecho rico.
Esperó, más todavía esta vez.
—¿Legándome su fortuna?
—No totalmente, sin duda, porque es inmensa, pero sí mucho dinero. Poco me importa —continuó Kate— la cantidad. —Y su extraña sonrisa reapareció—. Le tengo confianza.
—¿Alguna vez ella te ha hablado de eso? —preguntó Densher.
—¡Nunca! —Kate se ruborizó sin duda ante esa idea—. No hubiera sido actuar lealmente con ella. Y yo siempre —agregó— he actuado lealmente.
Densher, persuadido —no podía evitarlo— de que ella decía la verdad, permaneció, empuñando su carta, frente a Kate. Ahora parecía más sereno, como si su sufrimiento hubiera, por así decirlo, pasado.
—Tú has actuado lealmente conmigo, Kate. Por eso, ya que hablamos de pruebas, quiero darte una. He querido que fueras testigo, antes que yo mismo, de algo que considero sagrado.
Ella frunció ligeramente el entrecejo.
—No entiendo.
—Exijo de mí un tributo, un sacrificio para reconocer muy especialmente...
—¿Reconocer muy especialmente qué? — preguntó ella al ver que se interrumpía.
—La belleza de tu propio sacrificio. Tú te has mostrado capaz, en Venecia, de un acto de generosidad espléndida.
—¿Y el privilegio que me ofreces es mi recompensa?
Esbozó un gesto.
—No tengo otro medio para hacerte comprender lo que siento.
Ella le miró largamente.
—Lo que sientes, querido mío, es miedo a tus propias reacciones. Te has visto obligado a forzarte, a violentarte.
—¿Es por eso que vas a aceptar?
Bajando la vista, ella miró fijamente la carta, aunque sin estirar la mano. —¿Quieres realmente que la tome?
—Quiero realmente que la tomes.
—¿Para hacer lo que quiera con ella?
—Salvo, desde luego, para hablar de su contenido, que debe permanecer, perdóname por insistir, entre nosotros.
Después de una última vacilación, ella se decidió.
—Confía en mí. —Tomándola de sus manos, ella la retuvo un poco y miró la hermosa letra de Milly, de la cual habían hablado poco rato antes—. Tenerla —dijo ella finalmente— ya es saber.
—¡Oh! ¡Yo lo sé! —dijo Merton Densher.
—Y bien, ¡si ambos lo sabemos!...
Kate se había vuelto ya hacia el fuego, al cual se había aproximado y, con un movimiento rápido, arrojó la carta a las llamas. Él inició —esbozó solamente— un ademán para detenerla, pero no lo siguió y se interrumpió tan rápidamente como Kate había actuado. Se contentó con mirar, con ella, cómo la carta se consumía. Después, sus miradas se cruzaron.
—Lo sabrás todo —dijo Kate— por Nueva York.