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—¡REALMENTE, Kate, has hecho una visita bastante larga!

Fue el puntilloso comentario de Merton Densher sobre su aventura una vez que, como así fue, consiguieron escapar de allí; una observación que ella, por su lado, disculpó, como le hizo ver en seguida, porque provenía de un hombre. Kate debía reconocer, aun con desencanto, que aquello era sin duda lo más provechoso que podía hacer en tal carácter. Que la visita había sido toda una aventura era algo evidente entre ellos: se habían mirado, al ganar la calle, como lo hacen los que acaban de sortear un obstáculo peligroso; y se entendían ya lo suficiente como para que él no necesitara mayores explicaciones, por equívoca que fuese la conducta de Kate. Aunque los hombres siempre necesitaban infinitas explicaciones. ¡Kate podía hablar mucho sobre ese tema! Sin embargo, lo que Merton Densher pudo apreciar más claramente, a medida que analizaba la cuestión, fue que ella —otra vez reunidos luego de su ausencia y después de haber pasado juntos aquella mañana— sentía de alguna manera que debían afrontar sin tardanza el problema de su futuro inmediato. Que algo debían hacer al respecto, que aún quedaban dificultades y dilaciones que debían superar sutilmente, era lo que había preponderado desde su regreso sobre todo lo demás, salvo sobre su renovada conciencia de la necesidad que cada uno de ellos tenía del otro. Habían bastado veinte minutos de la tarde anterior para comprobar la agudeza de dicha necesidad, y ese lapso quedó plenamente justificado por el encanto de la demostración. Él había llegado a Euston a las cinco, habiéndole telegrafiado desde Liverpool apenas desembarcó, y Kate decidió en seguida ir a esperarlo a la estación a pesar de la ostentación que ese acto podía significar. Cuando Merton la felicitó por ello al descender del tren, Kate respondió con toda franqueza que esas cosas debían hacerse sin pensarlas. No le importaba que la viesen en una ocasión como aquélla, y aprovechó la oportunidad para sentirse feliz. Al día siguiente ya tendría tiempo, inevitablemente, para recapacitar y volver a ser, también inevitablemente, una criatura cautelosa. Fue para el día siguiente, sin embargo, a una hora temprana, que decidió fijar su próximo encuentro, teniendo en cuenta que aquella tarde, por una particular obligación, debía concurrir a Lancaster Gate a eso de las seis. Ella le había dado sus razones, maldiciéndolas: gente a tomar el té, como siempre, y una promesa hecha a la tía Maud; pero fue lo bastante amplia como para señalar al instante ala National Gallery para la mañana siguiente como si se tratara de una idea madurada durante su ausencia. Allí también corrían el peligro de ser vistos, pero nadie los conocería, así como ahora, en el bar donde se habían refugiado, podían ser advertidos pero, en el peor de los casos, por gente a la cual no trataban. Y por supuesto debieron «tomar algo» para cubrir las apariencias. Otra vez tenían la impresión de que ningún lugar era seguro para ellos.

Merton Densher se había encontrado desde el momento de tocar suelo inglés con toda clase de sentimientos, pero ahora debía reconocer que ése era uno de los que más lo apenaban. Comprendía tardíamente que su impaciencia lo había hecho descuidar varias cuestiones, y tenía que lamentar ahora, por falta de previsión y de seguridad, el no contar con ningún sitio adonde poder «llevar» a su amor. Había debido contentarse en Euston —y por sugerencia de la misma Kate— con aquel lugar donde la gente tomaba cerveza con bollos; y habían pedido té sentados ante una pequeña mesa en uno de los rincones, la cual, sin duda, como estaban rodeados por el gentío, les pudo servir muy bien de barrera de contención. Era natural también que ella lo acompañara hasta la puerta de su casa, que fue la única estratagema que se le ocurrió. Su astucia, sin embargo, se vio bastante reducida por la seguridad de que una vez llegados a su departamento, deberían retroceder. Ella se detendría allí, no entraría con él, no podría hacerlo, y él no sería capaz de pedírselo, porque le parecería una falta de lo que podríamos llamar, aun en esa etapa avanzada en que se hallaban, respeto por ella. Eso era lo único que veía con claridad, además del hecho de que todo aquello lo trastornaba. Comprimido y concentrado, reducido apenas a uno o dos agudos accesos de dolor pero de todos modos esperándolo allí sobre la plataforma de Euston, levantando su cabeza como una serpiente en un jardín, estaba el molesto sentimiento de que el «respeto», para ellos, representaba de alguna manera —apenas sabía cómo designarlo— la quinta rueda del carro. Era verdaderamente algo interior, que no servía ni para aumentar el amor, ni para disminuir la felicidad. Se habían encontrado nuevamente para ser felices y él pudo distinguir con claridad, en un segundo —o dos— de lucidez, hasta qué punto debían cuidarse de todo lo que amenazara esa dicha. Si Kate consentía en acompañarlo y llegar hasta su casa, probablemente ambos vivirían al pie de la escalera, uno de esos singulares momentos que se plantean entre un hombre y una mujer y que atizan de pronto la roja brasa, la brasa del conflicto, siempre latente en lo profundo de las pasiones. Ella sacudiría la cabeza —oh, triste, lánguidamente—cuando la invitara a entrar, y él, aunque comprendiendo las razones de su negativa, sentiría que su mirada se hundía en la de ella mucho más allá de lo que cualquier palabra, en ese momento, hubiera podido hacerlo, y que reflejaría la sospecha, el temor de la sombra de una voluntad contraria.

Felizmente, en este caso, los pocos minutos con que contaban tomaron otro curso y en aquella media hora que a pesar de todo Kate se las compuso para pasar con él, ella pudo demostrar perfectamente que sabía cómo arreglárselas con ese tipo de trastornos. Parecía pedirle, rogarle, y todo para bien de él, que le permitiera, ahora y siempre, hacerse cargo a su modo de esas cosas.

Lo había demostrado ya al mencionar rápidamente para verse lo antes posible, uno de los grandes museos, y por cierto que lo hizo con tanta habilidad que Merton no llegó a descubrir sus razones sino después de haberse separado de ella. Aquella ausencia de tantas semanas había dado lugar a que sus exigencias, sus esperanzas, se hicieran más perentorias, y sólo en la noche anterior cuando desde el vapor divisó la costa de Irlanda bajo el cielo estival, pudo sentir en toda su plenitud la fuerza de esa necesidad. En otras palabras, no le cabía ya ninguna duda de que debía decirle a ella realmente que aquel error tenía que terminar. El error consistía en su creencia de que podrían resistir, es decir, resistir no contra la tía Maud sino contra una impaciencia que si se prolongaba era capaz de destruirlos. Él había sentido como nunca, al separarse a la salida de la estación, de qué manera un hombre, y aun una mujer, pueden ser destruidos de ese modo, pero también se dio cuenta de que ya había permitido que Kate empezara otra vez a mitigarlo delicadamente. Había una expresión vulgar —como siempre en el amor la denominación de las cosas, los términos semánticos de la relación resultaban, comparados con el amor mismo, vulgares—, pero era como si después de todo debiera hallarse a sí mismo nuevamente «colgado», aunque iba a necesitar dos o tres días para comprobarlo. Sus notas desde Estados Unidos habían gustado a los lectores, si bien no tanto como él hubiera deseado, y esperaba cobrar los honorarios convenidos, por lo que ahora dispondría de dinero. No era mucho, en verdad, lo que debían pagarle, así que de ninguna manera regresaba con una rebosante libreta de cheques y ése no sería un motivo que podía ostentar para persuadir a Kate. La solución ideal hubiera sido poder presentar un cambio de perspectivas que justificara el cambio de actitud, pero al no contar con eso debía conformarse con pretextar el tiempo transcurrido. Ese lapso —aunque habría sido lícito que Kate dijera que al fin y al cabo no había sido tan prolongado— no podía de todos modos haber dejado de hacer algo por él y ese pensamiento fue lo que lo alentó, tanto más cuanto que veía lo que personalmente había hecho por Kate. Esto se le había impuesto con un vigor que casi le infundió miedo, aun en aquel pequeño bar de Euston. Casi lo asustó porque parecía proclamar que seguir esperando era un juego de tontos. Nunca ella se había parecido tanto a la criatura que él conociera en los primeros días ni él se había hallado nunca tan sereno, tan seguramente firme. Allí estaba todo eso, haciéndole sentir el orgullo de la posesión que experimenta el ejecutante oculto cuando en una gran iglesia sombría hace sonar el órgano profundo. Su deducción final fue que una mujer como aquélla era incapaz de exigirle a un hombre lo imposible.

Así la había visto de nuevo a la mañana siguiente, de manera que se sintieron flotar en la dicha de estar juntos, juntos en la medida en que su situación, en una galería de cuadros, lo permitía. Pero la pobreza de ese sucedáneo de intimidad se evidenció en los innumerables signos de inquietud de Kate y en el insuficiente interés que despertó en ellos aquel apasionante lugar. Habían elegido el museo para no tener que verse en las calles ni tampoco, con igual pobreza de fantasía, en el bar de una estación. Ni siquiera en Kensington Gardens, que tácita y fácilmente hubieran podido aprobar, pero que les hubiera recordado el sabor de sus viejas frustraciones. El sabor actual, el de aquella mañana en el museo, fue diferente, por más que Densher, al cabo de un cuarto de hora, supo qué conclusión podía sacar. Esto apenas si lo consolaba de su incapacidad, como si advirtiera los efectos que causaba en ella. Kate podía mostrarse todo lo noblemente encantadora que quisiera y él no había visto en Estados Unidos nada capaz de igualarla. Ella no podía pretender, en las condiciones en que se hallaban, que aquello le bastaba. Tampoco podía felicitarse: de haberla convencido, por persuasión, de ello. Para hacérselo ver crudamente, en seguida, él le hubiese dicho: «¿Tengo que entender, entonces, que consideras que esta situación puede continuar?». En ese caso a ella le hubiera estado permitido, sin duda, responder que estar de nuevo con él, tenerlo otra vez tan entrañablemente cerca, como lo había tenido durante su ardiente separación, era algo que no tenía el derecho de perturbar con una disputa. Pero eso hubiera sido un simple gesto de su simpatía, una mera manifestación de su sutileza. Ella sabía tanto como Merton lo que necesitaban, a pesar de lo cual él apenas hubiera podido expresar con cuánta gracia Kate habría comentado y analizado una vez más el asunto de no haber concluido ella misma, en un momento dado, con su mutua comprensión. Se sentaron para hablar más tranquilamente y así permanecieron un rato, íntimos y superficiales. Tenían todavía muchas cosas que decirse porque no se lo habían contado todo en Euston. Ahora, libremente, se dedicaron a ello y Kate pareció olvidar por completo —lo que en ella era sorprendente— la búsqueda de sorpresas. Él trató después, en vano, de recordar qué palabra o qué silencio suyo, qué gesto natural o qué toque fortuito de su mano habría podido precipitar en ella, imprevistamente, aquel cambio súbito. Se había puesto de pie, sin motivo aparente, como para romper el hechizo, aunque él no veía qué podía haber hecho para transformar ese encanto en algo peligroso. Kate se justificó inmediatamente con bastante elegancia haciendo algún comentario sobre uno de los cuadros, a lo cual él no se dignó responder; e independientemente de esto el joven se quejó de la atmósfera extremadamente sofocante de la sala. Sugirió salir para respirar un poco de aire puro, y fue como si su unánime sentimiento, el salir de allí, resultara el de dos personas íntimamente unidas que acababan de sobresaltarse y trataban de aparentar naturalidad. Fue probablemente en ese momento —como Merton Densher reconstruyó después— cuando ambos tropezaron con su pequeña amiga norteamericana. Él, por alguna razón, la calificó, al pensar en ella, de «pequeña», aunque no era de menor estatura que Kate, a quien nunca, como a ninguno de sus atributos, se le hubiera ocurrido aplicar ese diminutivo.

Lo que después, retrospectivamente, se le presentaría con mayor nitidez fue el proceso mediante el cual llegó a comprender que la relación entre Kate y Milly era mucho más estrecha de lo que él hubiera podido imaginar. Kate le había escrito en su momento hablándole de una nueva y divertida amiga y él le había contestado diciéndole que la había conocido en Estados Unidos y que le había resultado muy simpática, después de lo cual Kate volvió sobre el tema para pedirle que se informara sobre su familia allí. A pesar de esto, no hizo en adelante ninguna otra mención de su nueva amiga y él tenía por supuesto tantas cosas sobre las cuales informarse que éstas lo absorbieron por completo. La historia de la pequeña Miss Theale no era tema para su periódico y por otra parte eran muchas las Miss Theale que encontraba a su paso. Tantas fueron en realidad que se le impusieron como uno de los grupos del conglomerado social que entraban en el esquema previsto para sus notas desde el extranjero —las irresistibles, supereminentes jóvenes norteamericanas—, para las cuales reservaba lo mejor de su estilo. Fue por todo esto que en Londres, una hora o dos después de haber almorzado con Milly y Susan, tuvo la impresión de que Kate no lo había preparado suficientemente para aquello. Pero posiblemente, también tenía el presentimiento de que el día anterior y ese mismo día, de prepararlo era de lo que más se había ocupado Kate, y de muchas maneras. Este sentimiento llegó a ser tan dominante que de alguna manera necesitaba librarse de él, y, en cierta medida, lo consiguió después de despedirse de las dos amigas norteamericanas, primero, y de Kate, más tarde, en una larga caminata sin rumbo preciso. Tenía que ir a la oficina esa tarde pero le quedaban todavía dos o tres horas libres y como pretexto se dijo que había comido demasiado. Kate le había pedido que le llamara un coche —lo cual, como anuncio o síntesis de una futura conducta por parte de ella, no dejaba de molestar a Merton—, y él permaneció después en una esquina contemplando distraídamente su ciudad. Hay siempre, sin duda, para el ausente que vuelve, un instante —el instante, ese del reflujo de la primera emoción—en el cual comprende irrefutablemente que está de regreso. El paréntesis se cerraba y él era una vez más, de alguna manera, sólo una frase en el contexto general, en ese texto que parecía, visto desde aquella esquina accidental, una gris y enorme página impresa que lograba ser densa sin llegar a ser hermosa. El gris, sin embargo, se debía en gran parte a la bruma de un punto de vista no del todo recuperado, y el color no tardaría en aparecer con creces. Él estaba de vuelta, lisa y llanamente, pero de vuelta también a sus posibilidades y perspectivas, y el horizonte que abarcaba desde allí, un poco a ciegas, era objeto de una renovada posesión.

Caminó hacia el norte sin rumbo preciso, sin pensarlo, en la misma dirección en que lo había hecho su pequeña amiga norteamericana, algunos días antes, en su inquieto vagabundeo. Llegó como Milly hasta el Regent’s Park y aunque caminó más, y más rápidamente, terminó a su vez por sentarse, tratando de meditar. También sobre él, en aquel sitio —y quizá se había sentado en el mismo banco—, diversas fantasías agitaron sus alas turbadas. No había podido explicarle a Kate lo que en realidad quería más de lo que ella se lo permitió. Ya lo oiría bastante en los días siguientes. Prácticamente no había querido presionarla con respecto a lo que más les importaba: fue como si durante esas primeras horas les interesara tan sólo mantenerse —espiritualmente hablando— lo más cerca posible el uno del otro. Esto, de todos modos, era palpable: que eran más, y no menos, las cosas que había ahora entre ambos. Las explicaciones sobre las dos amigas norteamericanas serían parte del todo y podrían dejarse para más adelante junto con lo demás. No era eso, por cierto, lo que lo había llevado hasta allí, no era la falta de aclaraciones. Era que ella muchas veces había dicho, siempre con el mismo efecto de una súbita ruptura: «Y ahora, por favor, llámame un buen coche». En sus encuentros anteriores, cuando llegaban, paseando, hasta el extremo sur del parque, solían separarse con igual brusquedad. Aquello era, efectivamente, lo que más los distanciaba porque él, en general, a no ser por Kate, hubiera podido acompañarla. «¿Qué podía temer él?» fue una pregunta que tuvo ocasión de hacerse varias veces. Una pregunta sin importancia, claro está, porque ellos no dependían ya de un coche —bueno o malo— para sentirse juntos; su importancia provenía menos de una pérdida en particular que del hecho irritante de poner en evidencia la habilidad de ella. Dicha habilidad, en forma de prudencia, había sido enorme desde un principio para concertar sus encuentros, y Merton Densher criticaba tan sólo el hecho de que hubiera sido aún más grande, también desde el comienzo, para interrumpirlos. Él se lo hizo recordar esa tarde, cuando ella volvió a pedirle que llamara un coche: le preguntó una vez más qué suponía que él pensaba hacer. Recordó, sentado allí en Regent’s Park, la libre fantasía, la gracia y el encanto con que ella había replicado, y el instante preciso, mientras esperaban el carruaje, durante el cual, a pesar de su decepción, él había debido sonreírse ante la superioridad del humor de Kate, con su alegría y su frescura, comparado con el célebre pero solemne humor norteamericano. La nueva cita, de todos modos, había sido ya fijada. y Merton podría apreciar, por el lugar elegido por ella —que representaba a la vez una sorpresa y un alivio—, en qué medida buscaba simplificar las cosas. Sería una nueva ayuda —o un nuevo obstáculo—, pero por lo menos no tendrían que verse en las calles. Y cuando Kate hizo alusión a esta ventaja Merton no pudo menos que preguntarle si Mrs. Lowder estaba enterada de su regreso.

—No por mí —respondió Kate—. Pero hablaré con ella en seguida. —Y adujo más bien con un espontáneo, rápido instinto, que ahora le resultaría mucho más fácil—. Nos hemos conducido durante estos meses con tanta discreción que seguramente tengo derecho a hablar de ti. Irás a visitarla y nos dejará solos, querrá demostrarnos su buen carácter y su confianza. Tú sabes que ella no está enojada contigo sino todo lo contrario, y que te tiene el mismo aprecio de siempre. Pronto nos iremos afuera así que todo terminará justamente ahora y no hay nada que pedirle. Hablaré con ella esta noche —concluyó Kate—, y si lo dejas todo en mis manos, te advierto que mi astucia ha llegado a ser infernal, podré solucionarlo todo.

Él, por supuesto, lo dejó todo en sus manos y se preguntaba ahora todo lo que no se había preguntado en el momento acerca de sus razones. Se dijo una vez más que si aquello no resultaba lo echaría todo a perder. Esto lo llevó a considerar otros aspectos. Kate se había ido sin aclararle sus relaciones con la querida Milly. Su querida Milly, evidentemente, formaba parte del cuadro general. Su querida Milly, que había aparecido de pronto en su ausencia, y que ocupaba — él no alcanzaba a explicarse por qué lo sentía así— un lugar mucho más importante del escenario de lo que hubiera podido esperarse de ella. Ocupaba un lugar y era casi como si ese lugar hubiese sido hecho para ella. Kate parecía dar por sentado que él debía conocer las razones, pero allí justamente estaba el problema. Era un escenario en el cual apenas encontraba sitio para colocarse a sí mismo, en su relación con Kate. Pero quizá Miss Theale representaba en aquellos momentos una posibilidad del mismo género que la que encarnaba la benévola, tal vez convencida tía Maud. Podía ser verdad, también, en su casos., que resultara útil si no era fastidiosa. Vislumbró, de pronto, mientras echaba a andar de nuevo, que eso debía ser lo que Kate tenía entre manos. La encantadora joven norteamericana sentía adoración por ella —Densher se había dado cuenta de esto— y entonces podría protegerlos, brindarles alguna ayuda para sus entrevistas. En otras palabras, les permitiría encontrarse en su hotel y sí dejarían de hacerlo en las calles, mucho más fácilmente. Ésa era una explicación bastante lógica, aunque en realidad quedaba un poco desvirtuada por el hecho de que su próxima cita no dependía de ella para nada. Pero esto, a su vez, podía atribuirse a la necesidad de ciertas maniobras preliminares. Ése era uno de los detalles que el jueves, en Lancaster Gate, podría llegar a comprender más profundamente.