22

CUANDO Kate y Densher la dejaron sola con Mrs. Stringham, el día en que después de encontrarlos en el museo los invitara a comer al hotel, Milly frente a su compañera, tuvo uno de esos momentos en que todo alerta, ansioso combatiente en la batalla de la vida, lleva su mano directamente al nudo de su coraje, como si quisiera asegurarse de que la espada cuelga de su cintura. Ella puso sus manos decididamente sobre su corazón y las dos amigas permanecieron así mirándose mutuamente en extraña actitud. Susan Shepherd había recibido la visita del prestigioso médico, lo que no había sido un asunto fácil para ella, pero Milly había interpuesto, porfiadamente, contra toda posible alusión o infidencia — como ahora prácticamente reconocía— la barrera representada por sus dos invitados.

—Has estado maravillosa. A pesar de lo que te preocupa no pudiste haberlos recibido mejor. ¿No es encantadora Kate, cuando se lo propone?

La expresión de la pobre Susie, tensa en un principio como bajo un acceso de angustia, previendo distintos riesgos, se suavizó ahora. Tuvo que hacer un esfuerzo para localizar un punto tan remoto en el espacio.

—¿Miss Croy? Oh, es muy complaciente y sagaz. Se dio cuenta —agregó Susan—. Seguro que se dio cuenta.

Milly se detuvo, consciente, sobre todo, por el momento, de su gran compasión por su amiga. Adivinaba su lucha, la adivinaba batiéndose con todas sus fuerzas para no evidenciar su piedad, la cual, dada su naturaleza, no podía sino atormentarla. Milly pudo deducir por esa lucha la intensidad de su compasión y hasta qué punto Mrs. Stringham sufría aquel conflicto a la vez en su conciencia y en su ternura. Fue admirable y hermoso que este sentimiento inmediatamente infundiera valor a la joven. Se había preguntado con pena en qué términos fáciles podrían tratarse ahora una vez desaparecida la barrera, y halló la respuesta con un alivio que bien podía llamarse alegría. La condición, la inevitable condición, era que ella iba a compadecer a Susie. la cual, según todas las apariencias, estaba condenada, de la manera más dolorosa, a compadecerse de ella. La pena de Mrs. Stringham podía hacer sufrir a su amiga; pero ¿qué sufrimiento podría producir la suya propia? La pobre joven, de todos modos, tuvo cinco minutos de exaltación durante los cuales cambió su papel por el de Susan con un rápido pase, un gesto tan enérgico que levantó una corriente de aire.

—¿De qué se dio cuenta Kate? —preguntó—. ¿De qué estabas nerviosa por la visita de sir Luke Strett?

—Ella no dijo nada pero se mostró gentil y considerada conmigo, como si quisiera ayudarme en un momento así. — Pero aquí se detuvo trágicamente como si hubiese perdido el aliento. Miró a Milly con pretendido valor—. Lo que quiero decir es que Kate comprendió que yo estaba preocupada por algo. Cuando digo que se dio cuenta quiero significar que es una persona intuitiva. —Y su gesto fue también heroico, a su manera—. Pero ella no es la que importa, Milly.

La joven tenía ahora la impresión de poder afrontarlo todo.

—Nadie importa, Susie, nadie. —Aunque sus siguientes palabras parecieron contradecirla—. ¿No tomó a mal que yo me hubiese ido? ¿No era eso justamente lo que él quería? ¿Deliberar contigo con toda tranquilidad?

—No hemos deliberado para nada, Milly —balbuceó delicadamente Mrs. Stringham.

—¿No se prendó bárbaramente de ti? — siguió Milly—. ¿No pensó que eras la persona más encantadora que yo podría haber hallado para que hablase de él? ¿No se entendieron maravillosamente hasta caer enamorado el uno del otro, de manera que fuese una ventaja para ambos el tenerme a mí como vínculo de unión? Ya veo que van a servirse de mí todo lo posible.

—Oh, mi pequeña —murmuró Mrs. Stringham en tono suplicante, pero demostrando al mismo tiempo que temía aún los efectos de su súplica.

—¿No es atractivo y bondadoso y, a pesar de lo que te haya dicho, no te resultó encantador conocerlo? Sois las personas indicadas para mí, ahora lo comprendo. ¿Y sabes lo que debéis hacer las dos? —Y como Susie se limitaba a mirarla sorprendida, tratando de dominarse, continuó—: Debéis ayudarme a salir adelante. De la forma que queráis. Vosotras lo decidiréis. Yo, por mi parte, me portaré maravillosamente y entre todos, nosotros tres y cualquier otro que sea, oh, todos los que se necesiten, los que digáis, montaremos un espectáculo digno de los dioses. Seré para vosotras algo tan liviano como llevar una pluma.

Susie la escuchaba tan silenciosamente que su joven amiga estuvo a punto de creer —y apenas pudo callar la observación— que consideraba sus palabras como aparte de la enfermedad», lo que la ayudó a ser, como pensaba, terminante y sagaz.

—En todo caso, es tremendamente interesante, ¿no te parece? Eso ya es una gran ventaja. Por lo menos no hemos dado con un fastidioso, como muy bien hubiera podido suceder dada la forma en que lo buscamos.

—¿Interesante, querida? —Mrs. Stringham se sintió en un terreno más sólido—. No sé si es interesante o no, pero sí sé —y todavía balbuceaba— que está tan interesado en tu caso como hubieras podido desear.

—Sí, por supuesto. Como todo el mundo.

—No, mi linda, no como todo el mundo. Mucho más profunda e inteligentemente.

—¡Oh, ahí tienes! —rió Milly—. Así es como me gustas, Susie. Arriba ese ánimo, entonces, querida. Pasaremos hermosos momentos con él. No te aflijas.

—No estoy afligida, Milly —y en el rostro de la pobre Susie se transparentó la enormidad de su mentira.

Fue entonces cuando su joven compañera, movida por la emoción, se acercó a ella y fue recibida en un abrazo que expresaba lo que estaba fuera del alcance de las palabras. Cada una abrazaba y estrechaba a la otra como para consolarse mutuamente de una pena cuyo nombre callaban: la pena de Milly, en tener que pensar en Mrs. Stringham en tales instantes. Las presunciones de Milly eran inmensas y la dificultad, para su amiga, residía en la incapacidad de contradecirlas sin evidenciarlas más de lo que la ternura y la imprecisión se lo permitían. Nada, en definitiva, quedó explícito entre ellas excepto que podían estrecharse de ese modo y también, por cierto, que, como ya hemos indicado, el compromiso de proteger y sostener a la otra fue asumido exclusivamente por la más joven.

—Yo no te pregunto —dijo entonces— lo que te ha confiado personalmente ni lo que te ha pedido que me comuniques, ni cómo tomó el hecho, en realidad, de que te dejara a solas con él, ni qué hablaron entre ustedes con respecto a mí. No fue para enterarme de eso por tu intermedio que tomé mis medidas para que se vieran sin que yo estuviese presente, porque hay cosas que no quiero saber. Tendré que verlo de nuevo, y muchas otras veces, y ya me enteraré de lo necesario. Lo único que deseo es que tú me ayudes a su modo, cualquiera que sea éste.

Para eso basta con que tú lo sepas. A él le toca decírtelo. Yo te facilitaré las cosas, eso es lo que quiero decir. Lo haré de tal manera que la mitad del tiempo ni siquiera te darás cuenta. Y para eso debes confiar en mí. Eso es todo. Estamos de acuerdo. Nos ayudaremos mutuamente a seguir adelante y puedes estar segura de que yo no claudicaré. No teniendo que temer ni siquiera un empujón, ¿qué más puedes pedir?

—Él me dijo que puedo ayudarte, por supuesto que me lo ha dicho —comentó Susie a su vez, con ardor—. ¿Por qué no habría de decírmelo y para qué otra cosa he venido contigo? Pero no me ha dicho nada terrible, nada en absoluto, nada, nada —repitió la pobre mujer con vehemencia—. Sólo que debes hacer lo que quieras y lo que él te ha recomendado, que viene a ser lo mismo.

—No tengo que perderlo de vista y debo visitarlo de vez en cuando. Pero eso también es hacer lo que me gusta. Felizmente —dijo Milly sonriendo—, me agrada ir a verlo.

Mrs. Stringham coincidía en esto: trataba de hallar la versión más aceptable de esas circunstancias.

—Ayudarte en todo lo que tú digas será algo encantador para mí y es también seguramente lo que él quiere.

—Y a la vez, un poco, ¿no es cierto? — rió Milly—, salvarme de las consecuencias. Claro que primero —añadió— tengo que encontrar cosas que me gusten.

—Oh, creo que no faltarán —afirmó Mrs. Stringham un poco más animada—. Yo diría que hay algunas, como por ejemplo esta misma —explicó—, nuestra mutua comprensión.

Milly recapacitó.

—¿Mi deseo de que te sientas bien con él tanto como él contigo? Sí, eso será una ventaja para mí.

Susan Shepherd pareció extraviarse en una ligera confusión.

—¿De cuál de los dos estás hablando?

Milly se mostró perpleja un instante, luego comprendió.

—No me refiero a Mr. Densher. —Pero la idea le pareció divertida—. Aunque si también te sientes bien con Mr. Densher será mucho mejor aún.

—Oh, ¿hablabas de sir Luke Strett? Por supuesto que es una excelente persona. ¿Sabes —prosiguió Susan— a quién me recuerda? A nuestra celebridad, el doctor Buttrick, de Boston.

Milly conocía al doctor Buttrick, de Boston, pero lo dejó de lado después de tributarle una pausa.

—¿Qué piensas, ahora que lo has visto —inquirió—, de Mr. Densher?

Susie analizó la pregunta mirando fijamente a su amiga y sólo después contestó:

—Pienso que es muy buen mozo.

Milly la observó sonriendo, aunque un poco con el aire que asume un profesor frente a su alumno.

—Bien, eso servirá para empezar. He hecho —continuó— lo que quería.

—Entonces todos lo queremos. Como verás hay infinidad de cosas.

Milly sonrió ante su «infinidad».

—Lo mejor es no saberlas, y esto las incluye a todas. No sé... no lo sé. No sé nada de nada excepto que tú estás conmigo. Recuérdalo siempre, por favor. Yo por mi parte no olvidaré nada de lo tuyo. Así todo irá bien.

El efecto de esto, como Milly deseaba, fue el de reconfortar a Susie, quien, a pesar suyo, asumió un tono tranquilizador.

—Seguro que todo está bien. Creo que debes comprender que él no encuentra ninguna razón...

—... ¿para que yo no tenga una larga vida? —Milly tomó la frase al vuelo como para comprenderla y desmenuzarla. Pero cambió de parecer—. ¡Oh, por supuesto, eso ya lo sé! —Hablaba como si el asunto careciera de importancia, pero Mrs. Stringham insistió en darle alguna.

—Bien, lo que yo quería explicarte es que nada me dijo que no te hubiera dicho a ti misma.

—¿Es cierto? Yo, en su lugar, lo habría hecho. —Podía estar decepcionada pero no perdía su buen humor—. Me ordenó vivir. —Y extrañamente restringía el sentido de esta palabra.

Susie se sorprendió.

—¿Qué más puedes pedir, entonces?

—Querida —respondió la joven en seguida—, yo no sé nada, como te he dicho. Pero aun así —agregó—, estoy viviendo. Oh, sí, me siento viva.

Esto las enfrentó nuevamente, pero Susie se había emocionado.

—¡Yo también, entonces, como verás! — y su tono era esperanzado.

Pero su prudencia —dado el sentido de sus palabras— consistió en no agregar nada más. Con la ayuda de Milly había llegado a comprender lo que tenían por delante; aquellos diez minutos de conversación con su amiga le habían servido para distinguir con claridad un nuevo pensamiento en su espíritu. Era tal vez, en realidad, una idea ya vieja pero con un nuevo valor, o por lo menos había comenzado una hora antes a resplandecer con un brillo especial, aunque al principio lo hiciera muy débilmente. Esto se debía a que en la mañana se habían espesado rápidamente las tinieblas, tinieblas suficientes para destacar el fulgor de una estrella. La oscuridad era todavía densa pero el cielo se había despejado relativamente, y desde ese momento la estrella de Susan Shepherd continuaba parpadeando para ella. Era por ahora, después de su conversación con Milly, la única irradiación del firmamento. Comprendió, mientras la observaba, que había sido colocada allí por la vista de sir Luke Strett y que las impresiones subsiguientes no habrían conseguido sino fijarla. La reaparición de Milly con Mr. Densher a la zaga —o, tal vez más extrañamente, a la zaga de Miss Croy y ésta a la de Milly— contribuyó a ese efecto, aunque fue sólo al disiparse la mayor oscuridad que pudo darse cuenta. La oscuridad había reinado durante la visita de sus amigos aclarándose apenas en una de las habitaciones cuando la atención deferente que le prestó Kate acentuó el hecho de que Milly y el joven estaban juntos en la otra. Si la idea no adquirió en ese momento toda la intensidad de que era capaz fue porque la pobre mujer se hallaba aún envuelta en la penumbra original, esa penumbra que el benigno y eminente médico había dejado a sus espaldas.

La intensidad que la circunstancia en cuestión podría alcanzar para una imaginación atenta nos será suficientemente revelada, sin duda —con otros detalles pertinentes a nuestro propósito—, en las dos o tres entrevistas confidenciales con Mrs. Lowder que Susie se permitió a continuación. Nunca se había alegrado tanto de confiar en su vieja amiga, pues de no haber contado con ella, o con cualquier otro, en tal circunstancia, para contarle sus angustias, seguramente habría quedado a mitad de camino. La discreción ya no consistía en el silencio. El silencio era algo espeso y cenagoso; la sagacidad debería ahora, aunque trémulamente, hacerse cada vez más sutil. Susan Shepherd se dirigió a Lancaster Gate por la mañana, un día después del coloquio que acabamos de registrar, y allí, en el mismo santuario de Maud Manningham, se pudo sentir gradualmente aliviada al exponer su propia versión de los hechos. Su propia versión era algo que desde hacía ya mucho tiempo pretendía dar con regularidad, regularidad esta que dependía, por supuesto, de las pruebas de mérito que, según leyes que escapaban a su control, se le presentaban en su camino. En otras palabras, nunca escatimaba el justo y agudo juicio sobre su propia conducta y ésta era una opinión que en la mayoría de los casos se sentía capaz de dar. Lo que había sucedido ahora era que nada, según sentía, le había quedado por relatar, de tal manera se hallaba inmersa en lo ineluctable e insondable. Para dar una propia versión era necesario que algún otro la escuchara, y Susan Shepherd empezó por rogarle a su amiga que le permitiese llorar. En el hotel, bajo la vigilancia de Milly, no podía llorar, y con ese propósito se había alejado de allí. Y la necesidad se le había presentado ahora juntamente con la oportunidad. Al principio lloró y lloró. Se limitó a eso. Era, por el momento, la versión más elocuente de lo que le sucedía. Mrs. Lowder, por otra parte, tomó todo esto con inteligencia, terminando una o dos cartas más, según explicó, mientras Susie se sentaba junto a su mesa. Podía resistir el contagio de las lágrimas, pero su paciencia fue deferente con las vivas excusas por ellas que su amiga le presentaba.

—No podré volver a llorar, ¿sabes?, por lo menos mientras esté con ella, así que debo desahogarme cuando se me presenta una oportunidad. Aun si ella lo hiciera yo no podría permitírmelo pues sería un modo de confesar mi desesperación. No estoy con ella para eso sino para comportarme de una manera medianamente sublime. Además, Milly no llorará.

—Espero sinceramente —dijo Mrs. Lowder— que no tenga motivos para hacerlo.

—No llorará aunque tenga motivos. No derramará ni una lágrima. Hay algo que se lo impedirá.

—¡Oh! —dijo Mrs. Lowder.

—Sí, su orgullo —explicó Mrs. Stringham a pesar de la incredulidad de su compañera.

Y fue en este punto donde su comunicación tocó fondo. El orgullo nunca le había impedido llorar, insinuó Maud Manningham, cuando otras cosas la incitaban a ello. Lo que sucedía era que esas mismas cosas, a veces, la obligaban más a moverse, a negociar, a escribir cartas, a tocar los timbres, a dar órdenes a la servidumbre, a tomar decisiones.

—Ahora mismo estaría llorando—dijo— si no tuviera que escribir estas cartas.

Y todo eso sin la menor acritud hacia la angustia de su compañera a quien le concedía el estricto margen de ser diferente. No la había interrumpido, por otra parte, más de lo que hubiese interrumpido al afinador de pianos. Esto dio tiempo a Susie; y cuando Mrs. Lowder, para salvar las apariencias y alcanzar el correo entregó sus cartas selladas al lacayo que acudió convocado por un timbre, los detalles del caso estaban listos para su presentación. Sin embargo bastaron dos o tres de menor cuantía, para introducir el verdaderamente importante: la entrevista del día anterior entre Mrs. Stringham y sir Luke, quien había querido hablarle a propósito de Milly.

—¿Él mismo pidió verte?

—Creo que se alegró de poder hablar a solas conmigo. Estoy segura de ello. Se quedó un cuarto de hora, y pude notar que para él era demasiado tiempo. Está realmente interesado —dijo Mrs. Stringham.

—¿En el caso de Milly?

—Él dijo que no era un caso.

—¿Qué es, entonces?

—No es, por lo menos —explicó Mrs. Stringham—, el caso que él creyó al principio, que él pensó, en todo caso, que podía ser, cuando Milly fue a consultarlo sin que yo lo supiera. Fue a verlo porque temía algo y él la examinó minuciosamente y está seguro: Milly se equivocó.

—No tiene lo que pensaba.

—¿Y qué pensaba? —preguntó Mrs. Lowder.

—No me lo dijo.

—¿Y tú no le preguntaste?

—No pregunté nada. Sólo escuché lo que quiso contarme —respondió la pobre Susie—. Y no me ha dicho más de lo necesario: estuvo maravilloso —siguió—. Gracias a Dios, se ha interesado.

—Debe de haberse interesado por ti, querida —observó Maud Manningham con gentileza.

Su amiga aceptó esto con candor.

—Sí, pienso que sí. Quiero decir, que ve lo que puede hacer conmigo.

Mrs. Lowder la interpretó correctamente.

—Por ella.

—Claro, por ella. Cualquier cosa que deba o que quiera hacer. Puede usarme a mí incondicionalmente y eso le resultará agradable. Dice que lo más conveniente para Milly es sentirse feliz.

—Por cierto que es lo más conveniente para cualquiera. ¿Por qué, entonces —inquirió Mrs. Lowder con suavidad—, debemos llorar copiosamente por ella?

—Solamente —se lamentó Susie— porque es algo tan extraño, tan superior a nuestras fuerzas. Me refiero al hecho de que pueda ser feliz.

—Tiene que serlo. Lo será. —Para Mrs. Lowder no había imposibles.

—Quizás, con tu ayuda. El doctor piensa, como te dije, que nosotras podemos ayudarla.

Mrs. Lowder analizó un momento, con su estilo opulento, lo que sir Luke Strett pensaba. Estaba allí sentada, con las piernas separadas, no muy diferentes a una pintoresca matrona, con zarcillos en las orejas, ante su puesto del mercado, mientras su amiga, ubicada frente a ella, iba arrojando sus artículos, las diversas verdades de su problema, en su amplísimo regazo.

—Pero ¿fue nada más que para eso? ¿Para decirte que ella debe ser feliz?

—Para decirme que debemos hacerla feliz; ésa es la cuestión. No se precisa más, según me dijo —continuó Mrs. Stringham—. Él lo presenta como algo difícil, pero posible.

—Ah, bien, si él dice que es posible...

—Pero también dice que es difícil. Y eso me lo deja a mí, es decir, como mi responsabilidad. Lo demás queda en sus manos.

—¿Y qué es lo demás? —preguntó Mrs. Lowder.

—No lo sé. Es asunto suyo. Dice que deberá vigilarla.

—¿Por qué dices entonces que no es un caso? Da la impresión de ser algo muy serio.

Todo en Mrs. Stringham pareció confirmar esa gravedad.

—Sólo que no se trata del caso que ella misma suponía.

—¿Es otro?

—Es otro.

—¿Al examinarla por lo que ella creía, encontró alguna otra cosa?

—Alguna otra cosa.

—¿Y qué encontró?

—¡Ah —exclamó Mrs. Stringham—, Dios me libre de llegar a saberlo!

—¿No te lo dijo?

Pero la atribulada Susie se había recuperado.

—Lo que quiero significar es que si tiene algo ya me enteraré cuando llegue el momento. Él la seguirá observando y en cuanto a eso puedo confiar en él... porque él también, lo siento, confía en mí. Él la tiene en estudio — repitió.

—En otras palabras, ¿no está seguro?

—Bien, está alerta. Creo que es eso lo que se propone. Ahora podemos irnos pero debe volver dentro de tres meses.

—Entonces —dijo Maud Lowder—, no debería asustarnos desde ahora.

Esto hizo que Susie reaccionara: se había incorporado ya a la causa del eminente doctor, o por lo menos esto fue lo que sugirió el leve tono de reproche de su respuesta.

—¿Debemos asustarnos de hacer algo por su felicidad?

Mrs. Lowder no se dio por vencida.

—Sí, a mí me asusta. Todo me inspira miedo, si puede llamarse miedo, mientras no lo entiendo. ¿A qué clase de felicidad se refiere sir Luke?

Mrs. Stringham contestó directamente.

—¡Oh, tú lo sabes!

Lo dijo de tal manera como para que su amiga no dejase de comprenderlo, cosa que luego de un momento se hizo evidente. Mrs. Lowder tomó la cuestión con la ayuda de cierto humor ligero y singular.

—Bien, supongamos que haya comprendido, pero el caso es que... —y se detuvo como trabada por la magnitud de lo que quería preguntar.

—¿Si eso la curará?

—Precisamente. Si es el remedio apropiado... el específico.

—¡Bien, yo creo que nosotras deberíamos saberlo! —declaró Mrs. Stringham con la mayor delicadeza.

—Ah, pero no estamos enfermas.

—¿Nunca, querida, has estado enamorada?

—Sí, pequeña, pero no por prescripción médica.

Maud Manningham había abierto un desvío hacia el buen humor, lo que —felizmente también— sirvió de provocación a su compañera.

—Oh, claro que no tuvimos que pedirles permiso pero se sabe que ellos consideran que es bueno para nosotras.

—Mi querida Susie —exclamó Mrs. Lowder—, me parece que eso lo sabemos sin necesidad de los médicos. ¡Si eso es todo lo que puede enseñarnos!...

—Ah —interrumpió Mrs. Stringham—, eso no es todo. Creo que sir Luke tiene mucho más que decirnos. No se ha desembarazado de mí con un pretexto cualquiera. Tengo que verlo nuevamente. Él mismo me lo propuso, y debe de ser para algo.

—¿Para qué puede ser? ¿Querrá proponer a alguien? ¿Eso significa que tú no le dijiste nada?

Mrs. Stringham analizó todas estas preguntas.

—Le demostré que entendía. Era todo lo que podía hacer. No quise tomarme la libertad de ser explícita. Pero me sentí, a pesar de que su visita me conmovió terriblemente, reconfortada por lo que me dijiste anteayer a la noche.

—¿Lo que te dije en el coche después de dejar a Milly en compañía de Kate?

—Habías visto, aparentemente, bajo el agua. Y ahora que él está aquí, y que lo he visto, y tengo mi propia opinión sobre él — concluyó Mrs. Stringham—, debo confesar que has estado magnífica.

—Claro que he estado magnífica. ¿Cuándo—preguntó Mrs. Lowder— he dejado de serlo? Pero Milly no lo será, ¿no crees?, si se casa con Merton Densher.

—Oh, siempre resulta magnífico casarse con el hombre que una quiere. Pero nos apresuramos demasiado —dijo Susie con una dolorosa sonrisa.

—Si no estoy equivocada, creo que el caso requiere prisa. ¿Con qué contaba yo si no con mi intuición, la otra noche cuando regresábamos juntas? Lo sabía, sentía en los huesos que él había regresado.

—A eso me refería cuando dije que eres magnífica. Pero espera—agregó Mrs. Stringham— hasta que lo hayas visto.

—Lo veré inmediatamente —replicó Mrs. Lowder en tono resuelto—. ¿Cuál es entonces tu parecer?

El parecer de Mrs. Stringham se perdía en un mar de dudas.

—¿Cómo puede llegar a amarla?

Su amiga, con su modo enjundioso, halló la respuesta.

—Teniendo la oportunidad para hacerlo.

—Por el amor de Dios, entonces —exclamó Mrs. Stringham—, dale esa oportunidad. Se sabe que lo tienes en tus manos.

Maud Lowder miró fijamente a su amiga.

—¿Es ésa la impresión que tienes de él?

—No, ésa es la impresión que me das tú, querida. Tú manejas a todo el mundo.

Mrs. Lowder mantuvo sus ojos fijos en ella y Susan Shepherd se sintió, cosa rara, no menos sincera por el hecho de haberla adulado. Pero había una excepción.

—Yo no manejo a Kate —dijo Maud Manningham.

Esto sugirió algo a su visitante que hasta ahora no le había dado a entender nunca, algo que le hizo perder el aliento.

—¿Quieres decir que Kate está enamorada de él?

El hecho de que la dueña y señora de Lancaster Gate hubiera tratado de disimular hasta entonces, como hemos visto, y la súbita pregunta de su amiga produjeron un cambio en su fisonomía. Parpadeó y en seguida examinó la pregunta concienzudamente; después —sea que inadvertidamente se hubiese traicionado o que hubiera tomado una decisión, siendo luego conmovida por la cualidad de la sorpresa de su ex condiscípula—pareció aceptar todas las posibles consecuencias.

Lo que sucedía en ella, según Susan Shepherd, no era simplemente que hubiera decidido aceptarlas, sino que veía en aquello más posibilidades de las que hubiese podido imaginar. Cierta impaciencia señaló esta transición: había estado ocultando premeditadamente una importante verdad y no le resultaba agradable comprobar que no lo había hecho con la suficiente habilidad. Susie, mientras tanto, se sentía protagonizando un papel de tonta por no haber pensado en ello aunque por cierto lo que más le preocupaba a la luz de esa nueva, imprevista luz, era la simulación de Kate.

Tuvo tiempo de recapacitar sobre ello mientras esperaba una contestación a su pregunta.

—Kate cree que le quiere. Pero se equivoca. Y nadie lo sabe. —Tales fueron, graves y claras, las palabras con que Mrs. Lowder respondió, pero había aún más—. Tú no lo sabes y ésa debe ser tu línea de conducta. O más bien tu conducta debe ser la de negarlo explícitamente.

—¿Negar que ella lo ama?

—Negar, absoluta y terminantemente, incluso que ella cree que le ama. Tú ni siquiera has oído hablar de eso.

Susie afrontó esta nueva obligación.

—¿Te refieres a Milly, en el caso de que lo pregunte?

—A Milly, naturalmente. Ninguna otra lo preguntará.

—Bien —dijo Mrs. Stringham después de un momento—. Milly tampoco lo hará.

Mrs. Lowder se sorprendió.

—¿Estás segura?

—Sí, totalmente. Y debo alegrarme de ello, porque miento muy mal.

—Yo miento bien, gracias a Dios —casi gruñó Mrs. Lowder—, cuando, como pasa a menudo, no se puede hacer otra cosa mejor. Y siempre hay que hacer lo mejor. Aunque tal vez podamos salir adelante — prosiguió— sin necesidad de mentiras.

Su interés se había acrecentado. Su amiga la vio, en pocos minutos, mucho más exaltada y comprometida, y vislumbró la causa de este cambio, aunque al principio sólo la presintió confusamente. En un principio creyó tan sólo que Maud había hallado un motivo para ayudarla. El motivo consistía en que, extrañamente, ella podía a su vez ayudar a Maud, cosa que estaba dispuesta a hacer, desde ahora, aun mintiendo. Lo que tal vez vislumbró más nítidamente fue que su compañera se había decepcionado un poco al ver que ella dudaba de la eficacia social de dicho recurso y esto, ahora, iba a echar una luz más firme sobre todo el caso. La verdad sobre el error de Kate, tal como lo presentaba su tía, el error acerca de la índole de sus propios sentimientos, el cual podía ser disipado... ése era el terreno en el cual, aparentemente, debían entender ahora de una manera mucho más íntima. Mrs. Stringham se vio a sí misma reclutada para disipar el error de Kate, por medio de artes que, en verdad, sin embargo, no había podido desentrañar hasta el presente. ¿O se trataba simplemente, quizá, de disipar el engaño de Densher?, caso en el cual el éxito, por cierto, daría lugar a otros éxitos. Frente a esa tarea, desgraciadamente, su corazón ya había flaqueado antes. Creía a ojos cerrados en lo que Milly creía y en lo que podía hacerle tan dolorosa la lucha. Todo esto desfilaba confusamente por su espíritu: una nube de cuestiones entre las cuales emergía la figura sedente de Maud Manningham como una presencia cada vez más imponente, que tomaba en aquellas deliberaciones la forma de un oráculo.

El oráculo habló, o por lo menos ésa fue la impresión, una impresión acorde, con el aire que le había visto inhalar.

—Sí —dijo esa impresión—, te ayudaré con Milly porque si eso sale bien yo me veré ayudada a la vez con Kate.

Ahora Mrs. Stringham podía entender suficientemente este criterio. Se encontró de pronto, aunque parezca raro, totalmente dispuesta a colaborar en la desdicha de Kate, o en su felicidad, tal como Mrs. Lowder la veía, con su generosa ansiedad. Descubrió, en otras palabras, que no le preocupaba lo que pudiera sucederle a Kate, convencida en el fondo del predominio de la estrella de Kate: Kate no estaba en peligro, Kate no era trágica. Kate Croy, cualquiera que fuese la situación, podría cuidarse a sí misma. Susan Shepherd, a todo esto, comprendió que su amiga iba todavía mucho más de prisa que ella. Mrs. Lowder había trazado ya mentalmente todo un proyecto del plan de acción, un plan que expuso vívidamente a su camarada.

—Debéis permanecer todavía unos días en Londres, y encontraros con él para comer juntos, inmediatamente. —Además de lo cual Maud reclamó el mérito de haber preparado en gran medida, por un impulso compasivo, por una sabia previsión, el terreno para tal encuentro—. La pobre niña, cuando nos dejaste el otro día para ir a buscar tu chal, se delató completamente ante mí.

—Oh, recuerdo lo que me contaste después. Aunque es exactamente lo mismo —agregó Susie haciéndose justicia— que yo presentía.

Pero Mrs. Lowder la miró de tal modo en este punto que su amiga se preguntó qué acababa de decir.

—Supongo que debe de ser un ejemplo para mí el sacrificio que haces tan generosamente.

—¿Sacrificio? —repitió Mrs. Stringham—. ¿Cómo? Yo no sacrifico nada. Yo me adhiero.

Su amiga dejó traslucir su impaciencia volviéndose con cierta acritud hacia su escritorio ornado de bronce y cambiando de lugar uno o dos de los objetos que había sobre él.

—Soy yo, entonces, quien hace el sacrificio. Ya sabes que Mr. Densher no es lo que yo tenía pensado para ella. Debes recordar lo que me parecía perfectamente posible.

—Oh, tú has estado magnífica. —Susie era totalmente sincera—. Un duque, una duquesa, una princesa, un palacio: me habías hecho creer a mí también en todo eso. Pero el inconveniente es que ella no cree en todo eso. Felizmente para ella, según van las cosas, no quiere a semejante gente. ¿Qué podemos hacer, entonces? Te aseguro que he tenido muchos sueños, pero ahora me queda sólo uno.

Mrs. Stringham puso tanta pasión en estas palabras que Mrs. Lowder no pudo menos que dar a entender que las comprendía. Analizaron la cuestión todavía un momento.

—¿Que ella consiga lo que quiere?

—Si eso puede hacerle algún bien.

Mrs. Lowder pareció pensar en los efectos que aquello podía tener pero habló inmediatamente de algo muy distinto.

—Esto, como supondrás, me irrita bastante, porque no dejo de ser una bestia. Y había pensado en toda clase de cosas. Sin embargo no nos exime de ser decentes.

—Debemos tomar a Milly —expuso Mrs. Stringham— tal como es.

—Y debemos tomar a Mr. Densher tal como él es. —Con lo cual Mrs. Lowder dejó escapar una amarga risa—. ¡Es una lástima que no sea mejor!

—Bien, si fuera mejor añadió su amiga—, lo habrías encontrado ideal para tu sobrina y en ese caso Milly habría sido un obstáculo. Quiero decir —agregó Susie—, un obstáculo para ti.

—Es un obstáculo ahora también, pero eso ya no importa. Pero yo las vi a ambas, a ella y a Kate, en realidad, apenas se presentaron en Londres, a la misma altura. Pensé cine tu muchacha, no tengo reparo en confesarlo, ayudaría a la mía, y al decirte esto — continuó Mrs. Lowder— pensarás probablemente que ése fue uno de los motivos de la buena acogida que les brindé. Así comprenderás lo que sacrifico. Pero renuncio a ello.

Y cuando hago algo por el estilo —siguió—, lo hago de todo corazón. ¡Adiós a todo eso! ¡Bienvenido Mr. Densher! ¡Santo cielo! — gruñó.

Susie reflexionó un instante.

—Pero aun como la esposa de Mr. Densher, Milly será alguien.

—Sí, no dejará de ser lo que es. Por otra parte —dijo Mrs. Lowder—, estamos hablando en el aire.

Su compañera asintió con tristeza.

—No tenemos en cuenta muchas otras cosas.

—Pero no deja de ser interesante. —Y Mrs. Lowder tuvo una nueva inspiración—. Él tampoco es absolutamente un don nadie. —Esto la llevó nuevamente a una pregunta que hiciera antes y que su amiga había dejado sin contestación—. ¿En concreto, qué te pareció Merton Densher?

Susan Shepherd, respondiendo a un impulso no muy claro ni aun para ella, creyó conveniente ser cauta. Fue así que se mantuvo en el terreno de las generalidades.

—Es encantador.

Ella sostuvo la mirada de Mrs. Lowder con esa extrema pureza a la que recurre la gente cuando no es del todo leal, lo que logró su efecto.

—Sí, es encantador —dijo Mrs. Lowder.

El efecto de estas palabras fue evidente en Mrs. Stringham, pues determinaron un retorno al buen humor.

—¡Pensé que a ti no te gustaba!

—No me gusta... para Kate.

—Tampoco te gusta para Milly.

Mrs. Lowder se puso de pie mientras hablaba, y su amiga se incorporó también.

—A mí me gusta, querida, para mí misma.

—Es la mejor manera de que algo te guste.

—Bien, es una de tantas maneras. No es lo bastante bueno para mi sobrina ni tampoco para vosotras. Pero yo soy, una tía, una desgraciada y una tonta.

—Oh, yo no —declaró Susie.

Pero su amiga continuó.

—Uno vive para los demás. Tú también. Si yo viviera sólo para mí, no vería nada malo en Mr. Densher.

Pero Mrs. Stringham insistió.

—Ah, para mí es encantador, prescindiendo de lo que es mi vida.

Esto doblegó a Mrs. Lowder. Suspendió el fuego unos segundos, y se permitió reír.

—¡Claro que personalmente está muy bien!

—Eso es lo que yo pretendía decir —concluyó Susie con una gran reserva.

Y el comentario en cuestión, lo que Merton Densher era «personalmente», cerró prácticamente, con no mucha lógica, esta primera conversación.