33
—¿HACE ya pues... cuánto dices... quince días? ¿Y sin dar señales de vida?
Kate le hizo nítidamente esta pregunta en un atardecer de diciembre en Lancaster Gate, acerca de la fecha de su retorno, pero al mismo tiempo él comprendió que ella seguía siendo admirablemente fiel a su instinto —que era también un método— de negarse a admitir la posibilidad de que existieran entre ambos resentimientos mezquinos, naderías susceptibles de dañar la mutua confianza. Ese solo hecho, con su belleza siempre nueva, lo habría emocionado profundamente al volver a ver a Kate si otra cosa, no menos penetrante pero absolutamente diferente, no lo hubiera emocionado más todavía. Fue al verla que él sintió lo que había sido la separación y que se reencontraban como viajeros cuyas aventuras en el tiempo y en el espacio, los peligros y los exilios, de una parte y de la otra, habían sido particularmente extrañas. Se preguntó si él le parecía a ella tan diferente como ella le parecía a él, lo que no era más que su manera de reconocer, con un estremecimiento de alegría, que Kate nunca había sido—aun a primera vista—tan bella. Tal fue lo que se difundió para Densher — a la luz del fuego y de la lámpara que irradiaban su bienvenida a través de la bruma de Londres— como una flor diferente, del mismo modo que esta transformación de Kate —cuya madurez no podía ser explicada simplemente por dos meses— era el fruto de su amor. Ella era diferente porque ellos habían elegido juntos que lo fuera, y se habría dicho que Kate se lo mostraba orgullosamente, como prueba de la sabiduría, de la felicidad, de la realidad de lo que había pasado entre ellos, y de lo que de hecho, en lo íntimo de sus almas, continuaba pasando. El haber permanecido, después de su regreso, silencioso durante muchos días, sería, por si él lo había dudado, el primer punto sobre el cual debería explicarse; por eso, sabiéndolo, él había aliviado su conciencia dirigiendo finalmente a Mrs. Lowder una esquela que había llevado a la visita actual.
Se le había ocurrido que era más cortés escribir a la tía Maud, pero lo notable era que no le había costado absolutamente nada no escribirle a Kate. Desde hacía tres semanas Venecia estaba en el pasado... Había viajado lentamente pero podría decirse que aun en Londres tuvo que seguir conformándose a las órdenes de Kate. Es lo que precisamente le permitió, con la confianza que tenía en su equilibrio, apelar a sus sentimientos para explicar la situación y su prolongada discreción. Había venido a decirle todo, en la medida en que pudiera hacerlo, y como su lento viaje, sus esperas, el plazo que se había dado para verla no habían alterado ciertamente en nada esta resolución, su inconsecuencia no era sin duda en el fondo más que uno de los elementos de la intensidad de sus sentimientos. Acumulaba todo, absolutamente todo lo que iría a decirle, lo cual exigía su tiempo. La prueba la tenía en el hecho de que no habría podido —lo sintió al instante—revelarle nada antes de ese mediodía. Le llevaba todo, hasta la última sílaba; y de esa cantidad no sería difícil —como lo descubrió en seguida— exponerle a Kate su primera razón.
—Quince días, sí, el viernes hace quince días, pero fíjate que yo no he hecho más que continuar con nuestro maravilloso sistema.
Eso lo justificaba tanto más fácilmente cuanto que ella no podía evidentemente decir lo contrario. El maravilloso sistema seguía pues presente en la memoria de ella, y la prueba de que seguía estando igualmente presente en la de él era que Kate hubiera tenido que preguntarle. Ni siquiera estuvo obligado a poner los puntos sobre las íes más que recordándole que el maravilloso sistema de ambos no otorgaba ningún valor a las transacciones rápidas.
—Yo no podía mostrar verdaderamente, ¿no es así?, que reaccionaba con precipitación. Sin duda, por eso, me demoré instintivamente para disminuir, tanto para ti como para mí, la urgencia, casi por respeto. Y yo sabía que tú comprenderías.
Ella verdaderamente pareció comprenderlo en seguida tan bien que casi le rogó que no insistiera, aunque no sin hacer notar que lo observaba como si este conocimiento profundizado del respeto fuera un signo evidente de la influencia que ella había tenido sobre él. Densher le parecía ahora tan experto en todas las eventualidades como en Venecia ella le había parecido a él. Densher sonrió al escucharse abogar por una prolongación de las etapas, de las gestiones, por relaciones, por así decir, atenuadas y progresivas aun cuando —cualquiera que fuese la generosidad de su respuesta— ella recibiera su sonrisa como había recibido su llegada cinco minutos antes. Lo que había atenuado su bienvenida no había sido su suave gravedad —que sin embargo no era solemne, sino un aire cargado de vida consciente y contenida—sino sobre todo la presencia en la habitación, durante algunos minutos, del criado que había presentado a Densher, y que había sido interrumpido en la tarea de preparar la mesa para el té.
Mrs. Lowder había contestado a la esquela de Densher invitándolo a tomar el té, a las cinco del domingo siguiente. Kate le había telegrafiado en seguida, sin firmar: «Ven el domingo antes del té; un cuarto de hora antes nos será útil», y él había llegado escrupulosamente a las cinco menos veinte. Kate se hallaba sola en la habitación y le había advertido en seguida que acababa de enterarse con alegría de que la tía Maud iba a estar, durante ese lapso breve pero precioso, ocupada con un viejo doméstico jubilado, que luego debía volver a los suburbios. Ellos dispondrían de un poco de tiempo, cuando el criado se retirara. Y ese instante, a pesar de su maravilloso sistema del destierro de los impulsos impetuosos, de su deseo de matices, les resultó, en efecto, precioso, sin que eso fuera en detrimento de la noble reserva de Kate o del bello dominio que tenía sobre sí misma. Si él contaba con la discreción, ella tenía esta actitud perfecta que constituía su decoro. Mrs. Stringham —hizo notar en seguida para terminar de explicar su silencio— debía de haber escrito a Mrs. Lowder que él se había ido de Venecia, de modo que él no podría haber pretendido engañarlas. Ellas tenían que haberse enterado de que él no estaba más en Italia.
—Sí, lo sabíamos.
—¿Y tú sigues recibiendo noticias?
—¿De Mrs. Stringham? Seguro. O mejor dicho, tía Maud las recibe.
—¿Tenéis noticias recientes?
Ella se mostró sorprendida.
—Creo que son de hace uno o dos días. ¿Quieres decir que tú no las tienes?
—No, yo no tengo ninguna. —Fue entonces cuando él sintió todo lo que tenía que decirle—. Yo no recibo cartas. Pero estaba seguro de que Mrs. Lowder las recibiría. —Y agregó—: Tú lo sabes, pues, todo.
Esperó, como para que ella le participara de lo que sabía, pero Kate se contentó con dejar crecer silenciosamente una sorpresa que no podía disimular. No le quedaba pues más que preguntarle lo que quería saber.
—¿Vive todavía Miss Theale?
Al oír estas palabras Kate abrió mucho los ojos.
—¿Tú no sorbes nada?
—¿Cómo podría saberlo, querida mía, lejos de todo? —Y también él abrió enormemente los ojos como para ver mejor—. ¿Ha muerto? —Luego, al ver que ella movía lentamente la cabeza con los ojos fijos en él, exclamó con voz ahogada—: ¿Todavía no?
Vio en la expresión de Kate que se le agolpaban en los labios muchas preguntas, pero la que en seguida ella le hizo fue:
—¿Es terrible?
—¿Este modo de morir con plena conciencia y sin poder hacer nada? —Reflexionó unos minutos—. Y bien... sí, ya que quieres saberlo, eso ate parece terrible, en la medida en que he podido darme cuenta. Pero yo no creo — continuó—, a pesar de mis esfuerzos, no creo que pueda expresarte lo que eso ha sido, lo que es, para mí. Ésta es la razón por la que has podido tal vez creer—explicó—que yo esperaba que todo hubiera terminado.
Kate lo escuchaba con la atención más profunda, pero Densher se dio cuenta de que ella estaba espoleada por el deseo y el temor de oírlo todo, por la curiosidad que bastante naturalmente la devoraba, y el escrúpulo respetuoso de la desgracia que a eso se oponía. Cuanto más le observaba —él nunca la había visto escrutar tan atentamente su rostro—, más se le tornaba imposible a la muchacha tomar una actitud. Un sentimiento simplemente sería el que tomara la iniciativa, y ese sentimiento no sería la avidez.
Esta intuición no hizo más que aumentar en él y llegó a entrever por un instante, imaginariamente, la posibilidad de que Kate lo interrumpiera, si él iba demasiado lejos, con un notable: «¿Qué clase de horrores me estás contando» que parecía —¿no se estaría exponiendo a provocar eso él mismo’’— la desautorización, por piedad y por vergüenza, de todo lo que había ocurrido entre ellos en Venecia. No se trataba de que ella reconociera la menor vuelta sobre sí misma ni que dejara que el remordimiento y el horror la traicionaran, pero la atmósfera le hacía sentir —claramente— que Kate no querría detalles, que se negaba absolutamente a conocerlos, y que, si él quería comprenderla generosamente, ella prefería impedirle que lo hiciera. Densher comprendió al mismo tiempo de manera muy precisa que le obedecería solamente en la medida en que ello le conviniera. Se sintió muy tocado por no poder actuar libremente frente a ella, que había sido bastante libre, hacía tres meses, respecto de él. Ahora ya no lo era más que por las consideraciones que le testimoniaba.
—Se me ocurre —dijo ella con una perfecta diferencia— que eso ha tenido que ser absolutamente espantoso para ti.
Él no hizo demasiado caso de esta observación en el deseo de aclarar primeramente ciertas cuestiones.
—¿No hay ninguna posibilidad en tu opinión? Para su vida, quiero decir. —Fue preciso que insistiera porque ella hablaba lo menos posible—. ¿Va a morir?
—Ella va a morir.
Le pareció extraño que a Lancaster Gate tocara darle una certidumbre respecto de Milly: pero ¿había algo de Milly que no fuera extraño? Nada lo era tanto como su propia conducta, presente y pasada. Él no podía actuar de otro modo.
—¿Sir Luke Strett —preguntó él— fue a verla?
—Debe de estar allí ahora.
—Entonces —dijo Densher—, es el fin.
Ella aceptó en silencio estas palabras tal como él se las dijo, pero habló de otra cosa un minuto después.
—Tú ignoras sin duda, a menos que lo hayas visto tú mismo, que tía Maud fue a verlo.
—Oh —exclamó Densher al no hallar ninguna respuesta.
—Para tener noticias exactas —agregó Kate un instante después.
—¿Es decir que no consideraba exactas las de Mrs. Stringham?
—Quizás haya sido yo quien no las hallaba así. Y fue tratando de verlo nuevamente, hace tres días, como ella se ha enterado de su partida. Había partido hacía ya, creo, muchos días.
—Pero ¿no puede haber vuelto ahora?
Kate meneó la cabeza.
—Ella mandó a preguntar ayer a su casa.
—Entonces él no la va a abandonar —reflexionó Densher— mientras ella viva. Permanecerá hasta el fin. Es una persona extraordinaria.
—Ella lo es, me parece —dijo Kate.
Se miraron otra vez largamente, lo que le incitó a decir en tono bastante misterioso:
—¡Oh, si tú supieras!
—Pero si es, después de todo, mi amiga.
Era la respuesta que inconscientemente, dentro de su sugestiva reticencia, él esperaba por lo menos; durante un momento muy breve Kate avivó con su aliento la impresión de diversidad que siempre le producía.
—Ya veo. Tú habrías estado segura. Tú estabas segura.
—Naturalmente.
Y el silencio volvió a caer nuevamente sobre ellos pero Densher lo rompió muy pronto.
—Si no encuentras exactas las noticias de Mrs. Stringham, ¿qué piensas de las de lord Mark?
Ella no comprendía.
—¿Las de lord Mark?
—¿No lo has visto?
—No desde que él vio a Milly.
—¿Por tanto has sabido que él fue a verla?
—Claro que sí. Por Mrs. Stringham.
—¿Y no te has enterado de lo que sucedió después? —continuó Densher.
Kate se sorprendió.
—¿Qué sucedió después?
—Y... ¡todo! Fue su visita lo que ella no ha podido tolerar... fue lo que la ha matado.
—¡Oh! —murmuró Kate en tono grave. Se había puesto pálida y él comprendió que fuera lo que fuese lo que ella sabía, era sincera.
—¡Eso, Mrs. Stringham no lo dijo!
Densher observó que no obstante ella no le interrogaba sobre lo que había pasado, de modo que siguió informándole.
—Eso le ha hecho un efecto tal que ha renunciado a todo. Ha renunciado para siempre a interesarse en lo que sea, y es de eso que se muere.
—¡Oh! —suspiró una vez más Kate, pero en un tono vago que le incitó a continuar.
—Se comprende ahora que es su voluntad lo que la mantenía viva, absolutamente como me lo contabas tú originariamente.
—Recuerdo. Sí.
—De pronto su voluntad se ha quebrado y este derrumbe lo causó el golpe infame que le dio ese individuo: el canalla le ha dicho que nosotros estamos secretamente comprometidos.
Una luz indignada cruzó por la mirada de Kate.
—¡Pero si él lo ignora!
—¡Qué importa! Milly lo sabía, después de su partida. Por otra parte —agregó Densher—, él lo sabe. ¿Cuándo —siguió— lo has visto por última vez?
Pero ella se había perdido ahora en la imagen que se le levantaba delante.
—¿Es eso lo que ha agravado su estado?
Él la observaba asimilar la verdad que añadía aún más a su sombría belleza. Luego repitió las palabras de Mrs. Stringham.
—Ella se volvió contra la pared.
—¡Pobre Milly! —exclamó Kate.
Por muy insignificante que fuera esta exclamación, la belleza de Kate le daba, por así decir, estilo. Densher continuó.
—Ella se enteró demasiado pronto... ya que nosotros habíamos pensado que quizás no podría saberlo nunca. Y después de todo lo que habíamos hecho se sentía segura de que no había nada entre nosotros, al menos en lo que te concernía.
Kate se tomó algunos minutos para reflexionar.
—No es por ti, sea lo que fuere lo que hayas hecho, que ella tiene esta certidumbre. Es por mí que la tiene.
—¡Oh! Es muy generoso por tu parte — dijo Densher— querer asumir tu parte de responsabilidad.
—¿Crees entonces —preguntó Kate— que estoy tratando de eludirla?
Su aire y su tono le hicieron lamentar inmediatamente su comentario, el primero que había suscitado lo que ellos habrían llamado su franqueza. Su franqueza, que estaba evidentemente a la altura de su propia lealtad. Sin embargo, todo esto se hallaba más o menos al margen de la cuestión. Yo no creo nada, como es natural, sino que estamos unidos frente a los hechos que reconocemos, y a nuestras responsabilidades... cualquiera que sea el nombre que quieras darles. No se trata de repartirlas ni de diferenciar de manera agraviante las impresiones que hemos querido causarle.
—No fuiste tú quien planeó causarle esas impresiones —declaró Kate.
Al oír esto, Densher esbozó una sonrisa que sintió extraña por lo forzada.
—¡No te ocupes de ello!
No fue tal vez porque ella pensara en eso que tuvo otra idea, nacida de la visión que él acababa de evocar.
—¿No sería posible negar la información? ¿La de lord Mark?
Densher se sorprendió: —¿Posible a quién?
—Bien... a ti.
—¿Decirle que él ha mentido?
—Decirle que se ha equivocado.
Densher abrió los ojos. Estaba estupefacto: la «posibilidad» que acababa de entrever Kate era exactamente la alternativa que él había tenido que afrontar en Venecia y que había rechazado sin vacilación. Nada más asombroso que la diferencia de criterio que tenían a este respecto.
—¿Y haciendo eso, no mentiría yo mismo? ¿Porque supongo que estamos, mi querida niña, todavía comprometidos?
—¡Naturalmente! Pero para salvarle la vida...
Él trató de comprender su punto de vista. Era preciso por cierto recordar que ella seguía simplificando y que muchas cosas parecían muy fáciles a su energía, comparada con la suya, lo que frecuentemente lo había hecho admirarla.
—Y bien, si deseas saberlo, y quisiera que tú lo comprendas bien, la idea de negarlo ante ella no se me ha ocurrido seriamente. Me han exigido claramente que lo haga, para tratar de salvarla, pero reflexionar en la cuestión equivalía a rechazarla. Por otra parte —agregó—, eso no habría servido de nada.
—¿Quieres decir que ella no habría dado fe a tu rectificación? —Había hablado con una vivacidad que de pronto le pareció casi voluble, pero como él permaneciera silencioso, aplastado por todo lo que quería decir, ella continuó—: ¿Lo has intentado?
—No he tenido ni siquiera la ocasión.
Kate seguía teniendo esta actitud admirable a l a vez familiar y lejana.
—¿Se ha negado a recibirte?
—Sí, después de la visita de tu amigo.
Ella vaciló.
—¿No podrías escribirle?
Densher reflexionó también pero con sentido muy diferente.
—Ella se ha vuelto contra la pared.
Estas palabras la redujeron nuevamente al silencio; los dos estaban demasiado tristes para expresar una piedad accesoria. Pero el interés de Kate se manifestó en su necesidad de un mínimo de detalles.
—¿Ella se ha negado incluso a que le hables?
—Mi querida niña —respondió Densher—, ella estaba lamentablemente, gravemente enferma.
—Pero ya lo estaba.
—¿Sin que eso la detuviera? Sí —admitió Densher—, y yo afirmo que ella es extraordinaria.
—Es prodigiosa —asintió Kate Croy.
Él la miró unos instantes.
—Tú también, mi querida. Pero los hechos están ahí —concluyó—, y nosotros también.
Se había imaginado de antemano que ella lo interrogaría mucho más a fondo, y más particularmente a propósito de dos o tres cosas. Densher había creído que ella querría incluso saber y que se esforzaría por descubrir hasta dónde habían llegado él y Milly —según la odiosa expresión— y qué grado de intimidad habían alcanzado. Se había preguntado si estaba dispuesto a escucharla y se había dicho que naturalmente estaba dispuesto a todo. ¿No estaba acaso dispuesto a oírla afirmar que sus dos o tres predicciones habían tenido tiempo de cumplirse? Casi se había sentido capaz de decir si la proposición de Milly, augurada por la más audaz de aquéllas, se había materializado o no. Pero de hecho. sintió en seguida con alegría que su prisa por revelar estas cosas no sería puesta a prueba. La insistencia de Kate en saber lo que había ocurrido permaneció tan maravillosamente generalizada que la pregunta misma que ella le hizo entonces careció totalmente de aspereza.
—¿De modo que después de la intervención de lord Mark no os habéis vuelto a ver?
Era lo que él esperaba desde el comienzo.
—Sí, nos hemos vuelto a ver una vez... si a eso se le puede llamar volverse a ver. Yo me había quedado en Venecia, no había partido.
—Lo que —comentó Kate— no era más que una prueba de elemental cortesía.
—Justamente —él se hallaba extraordinario—, y yo no me quise sustraer a ella. Milly preguntó por mí, fui a verla y abandoné Venecia esa misma noche.
Su compañera esperó.
—Pero ¿no era ésa la ocasión buscada?
—¿Para refutar la historia de lord Mark? No. Ni siquiera si yo hubiera querido hacerlo delante de ella. Por otra parte, importaba poco: ella se estaba muriendo.
—Pero —insistió Kate— ¿por qué no, justamente, porque ella se estaba muriendo? —Sin embargo, se siguió mostrando tan discreta como siempre—. Comprendo por otra parte que viéndola a solas tú hayas podido juzgar.
—Naturalmente. ¡Y la he visto! Además, si yo hubiera renegado de ti—declaró Densher con la mirada fija en Kate—, habría sido fiel a lo que le habría dicho.
Ella observó, durante algunos instantes, la expresión de su rostro.
—¿Quieres decir que para convencerla habrías insistido, o aun probado?...
Kate asumió durante algunos minutos cierto aire de embarazo.
—¿Para convencerme a mí?
—En tales condiciones yo no se lo habría desmentido para desdecirme en seguida.
Esas palabras le aclararon inmediatamente el panorama, y al mismo tiempo su rostro enrojeció.
—¡Oh! ¿Habrías roto conmigo para que tu desmentido no fuera un embuste? ¿Me habrías «despedido» —ella se daba perfecta cuenta de la situación— para evitarte remordimientos?
—Yo no habría podido actuar de otro modo —dijo Merton Densher—. Ves en consecuencia cuánta razón he tenido al no comprometerme y que no podía encararlo. Si alguna vez se te ocurre que yo habría podido hacerlo, recuerda lo que te digo.
Kate reflexionó de nuevo, pero no en la consecuencia que él le había hecho entrever.
—¿Te has enamorado de ella?
—Si quieres... de una moribunda. ¿En qué puede inquietarte ello y qué importancia puede tener?
Esta pregunta surgió del fervor y el apremio en medio de los cuales, desde el comienzo, desde su entrada en la habitación, se habían encontrado sumidos y les valió el instante más extraordinario que tuvieron.
—¡Espera a que esté muerta! Mrs. Stringham tiene que telegrafiar —continuó Kate, y después, cambiando de tono una vez más, preguntó—: Pero ¿entonces por qué Milly te hizo llamar?
—Es lo que he intentado adivinar antes de verla. Debo confesarte además que estaba seguro de que, en el fondo, trataba de darme, como dices, una ocasión. Ella creía, sospecho, que tal vez yo negaría, y yo tenía la certeza de que yendo a verla me pondría a prueba. Milly quería sacarme, me he dado cuenta, la verdad. Pero durante los veinte minutos que pasé con ella, nada me preguntó.
—No era la verdad lo que deseaba — Kate sacudió la cabeza con altanería—, sino a ti. Ella habría aceptado de ti lo que pudieras darle y se habría contentado con eso, aun si lo hubiera creído falso. Habrías podido mentirle, por piedad, y aun si ella hubiera sorprendido y sentido tu mentira, puesto que era por ternura, te lo habría agradecido, bendecido, y se habría ligado todavía más a ti. Pues tu fuerza, mi querido, consiste en que ella té ama apasionadamente.
—¡Oh! ¡«Mi fuerza»! —murmuró fríamente Densher.
—De otro modo, ¿qué quería ella de ti al hacerte buscar? —Y sin la menor ironía, como él tardara en contestar—: ¿Era solamente para volver a verte una última vez?
—Milly no tenía nada que pedirme, si no es que no siguiera en Venecia. Es por eso que quería verme. Ella había creído en un comienzo, después de la visita del otro, que yo había creído conveniente alejarme. Y como no lo había hecho, poniendo mi cortesía por encima de cualquier otra cosa, ella descubrió, tres días más tarde, que yo estaba todavía allí. Y se sintió afectada por eso.
—Naturalmente.
Kate le pareció de nuevo, a pesar de toda su dignidad, demasiado locuaz.
—Ella quería que yo dejara de prolongar mi estancia en Venecia, si era de algún modo, por ella que yo lo hacía. Quería que yo supiera que no había realmente motivo para quedarse, y, a guisa de despedida, deseaba decírmelo ella misma.
—¿Y te lo ha dicho?
—Cara a cara, sí. Ella misma, como lo deseaba.
—Y como tú lo deseabas.
—No, Kate —respondió con la mayor deferencia—, no como yo lo deseaba. Yo no lo deseaba por nada del mundo.
—Entonces ¿fuiste a su casa sólo para complacerla?
—Sólo por eso. Y, naturalmente, para complacerte a ti.
—¡Oh! En lo que me concierne, estoy ciertamente contenta de que hayas ido allí.
—¿«Contenta»? —Él imitó vagamente el tono con que la expresión había sonado en sus oídos.
—Quiero decir que has actuado como correspondía. Sobre todo quedándote en Venecia. Pero ¿eso era todo lo que ella tenía que decirte? —continuó Kate—. ¿Que no te quedaras?
—Era verdaderamente todo, con mucha bondad.
—Naturalmente, desde el momento en que ella te pedía tal, tal esfuerzo. Ella no quería que te quedaras, ésa era la clave, para verla morir.
—Ésa era la clave, mi querida —dijo Densher.
—¿Y fueron necesarios veinte minutos para explicarlo?
Él reflexionó un poco.
—No he calculado los minutos precisos. Le he hecho una visita como cualquier otra.
—¿Como otra persona?
—Como otra visita.
—¡Oh! —dijo Kate. Eso pareció detener un poco sus explicaciones, circunstancia esta que ella aprovechó para hacerle entonces la pregunta que parecía más del género de aquéllas para las cuales él se había armado de coraje—. ¿Ella te recibió, dado su estado, en su habitación?
—No —respondió Merton Densher—. Me recibió absolutamente como de costumbre, en el magnífico gran «salón», vestida como de costumbre, sentada como de costumbre en el ángulo de su canapé.
Y su rostro, entonces, pareció reflejar la escena, tal como Kate la ca ptaba.
—¿Recuerdas lo que me predijiste al comienzo?
—¡Oh! ¡He dicho tantas cosas!
—Que ella no sentiría los medicamentos, que no aceptaría las drogas. Era verdad.
—¿Tanto que la atmósfera era casi de felicidad?
Él esperó mucho antes de contestar, absorbido como estaba en parte por la impresión de que sólo Kate podía dar a una pregunta tal el tono preciso que le convenía. Ella, sin embargo, esperaba pacientemente.
—Yo no creo que ahora pueda tratar de hacértelo comprender. Más tarde quizás, puesto que para nosotros eso valdría la pena.
—Más tarde... por cierto. —Ella pareció grabar esa promesa en su espíritu. No obstante, continuó con brusquedad—: Milly se va a curar.
—Bien, ya verás —dijo Densher.
Kate asumió durante un momento el aire de intentar algo.
—¿Dejó ver lo que ella sentía? Quiero decir —explicó Kate— lo que sentía al haber sido engañada.
Por cierto, no insistió pesadamente, pero él acababa de indicar que prefería deslizarse con suavidad.
—No dejó ver más que su belleza y su fuerza.
—¿Para qué le puede servir —preguntó— su fuerza?
Pareció que él trataba de expresarlo, pero en seguida tuvo que renunciar. —Milly quiere morir, mi querida, de la manera extraordinaria que le es propia.
—Naturalmente. Pero no veo, en ese caso, dónde encuentras la prueba de que ella se haya aislado alguna vez.
—En su negativa, durante muchos días, a verme.
—¡Estaba enferma!
—Eso nunca le habría impedido, como lo has dicho tú misma hace un rato, verme. Si no se hubiera tratado más que de enfermedad, nada habría cambiado.
—¿Habría seguido recibiéndote?
—Sí.
—¡Oh! —exclamó Kate—. ¡Si tú lo sabes!...
—¡Por cierto. Mrs. Stringham me lo ha dicho, por otra parte.
—¿Y qué sabe ella?
—Todo.
Ella le miró largamente.
—¿Todo?
—Todo.
—¿Porque tú se lo has contado?
—Porque ella lo ha comprendido todo. No le he dicho nada. Pero ella sabe ver.
Kate reflexionó.
—Es su simpatía por ti lo que la hace clarividente. Ella también es extraordinaria. Ya ves lo que puede hacer, en todos los campos, el interés que se toma por un hombre. No tienes nada que temer.
—Nada temo —dijo Densher.
Kate se levantó entonces y miró el reloj que marcaba las cinco. Se aproximó a la mesa de té, donde sobre su lámpara. la enorme pava de plata de tía Maud, que no había observado a tiempo, silbaba con demasiada fuerza.
—Y bien, todo eso es maravilloso —exclamó, echando con demasiada prodigalidad, signo este que observó su amigo, el té en la tetera. La miró hacer y se acercó a la mesa en tanto ella agregaba agua humeante.
—¿Té?
Densher vaciló.
—¿No deberíamos esperar, quizás?
—¿A tía Maud? .—Comprendió que él insinuaba la repugnancia que siempre habían mostrado, a traicionar su intimidad—. ¡Oh! No te preocupes ahora de eso. Lo hemos logrado.
—¿Decepcionarla?
—Apaciguarla. Has hecho lo que ella quería.
Densher aceptó maquinalmente su té. Pensaba en otra cosa que reveló en seguida.
—¡Qué bruto soy!
—¿Bruto?
—Por haber hecho lo que tanta gente quería que hiciera.
—¡Ah! —exclamó Kate con una punta de regocijo—. Es por mí por quien lo has hecho. —Pero en seguida volvió a la cuestión—. Lo que yo no entiendo... ¿quieres azúcar?
—Sí, por favor.
—Lo que no entiendo —continuó después de haberle servido— es lo que ha podido llevarla a cambiar de actitud. Después de haber renunciado a ti durante tantos días, ¿qué es lo que la ha llevado de nuevo a ti?
Kate tenía su taza en la mano cuando le hizo esta pregunta, que no le pilló por sorpresa aunque sintió la extraña ironía de estar discutiendo un tema como éste en torno a una mesa de té.
—Fue sir Luke quien le hizo cambiar de actitud, influyendo sobre ella con su visita y su presencia.
—Sir Luke la ha devuelto a la vida.
—La ha devuelto al estado en el que yo la he visto.
—¿Intercediendo por ti?
—No creo. Verdaderamente, no sé lo que ha hecho.
Kate se sorprendió.
—¿No te lo dijo?
—No se lo pregunté. Le volví a ver pero sin que aludiéramos a ella.
Kate abrió los ojos.
—Entonces ¿cómo lo sabes?
—Veo, siento. Hemos estado juntos exactamente en los mismos términos que antes...
—¡Oh! ¿Y le has sido igualmente simpático? ¿Es eso?
—Comprendió —dijo Densher.
—¿Qué es lo que comprendió?
Esperó algunos segundos.
—Que yo había tenido las mejores intenciones del mundo.
—¡Ah! ¿Y se lo hizo comprender a ella? Ya veo —prosiguió Kate, al notar que él no contestaba—. Pero ¿cómo llegó a convencerla?
Densher depositó la taza y volvió la cabeza.
—Pregúntaselo a sir Luke.
Parado, contemplaba el fuego. Se quedaron en silencio.
—Lo importante —retomó Kate— es que ella esté satisfecha. Es —continuó mirándolo— lo que he tratado de lograr.
—¿Satisfecha de morir en el resplandor de su juventud?
—En todo caso... en paz contigo.
—¡Oh! ¡«La paz»! —murmuró con los ojos fijos en el fuego.
—La paz de haber amado.
Él levantó su vista hacia ella.
—¿Es esto la paz?
—De haber sido amada —continuó—. Eso es lo que da la paz. De haber —concluyó— vivido su pasión. Ella no quería nada más. Y ha tenido todo lo que quería.
Lúcida y muy grave, pronunció estas palabras con una gran autoridad a la que él se encontró durante algunos instantes imposibilitado de responder. Se contentó con mirarla de nuevo, aunque sintió que la dejaba, más allá de su intención, tomar su silencio por aquiescencia. Y de pronto, como si en efecto fuera así, ella se alejó de la mesa y se aproximó al fuego.
—Puede parecerte que ahora ya —dijo ella reforzando esta palabra— pretendo extraer conclusiones. Pero de alguna manera hemos cumplido nuestro objetivo.
—¡Oh! —murmuró Densher nuevamente.
Una vez más Kate estaba cerca de él, cerca de él como el día en que lo había visitado en Venecia, recuerdo pasado que intensificó y enriqueció el presente. No podía, en tales condiciones, contradecirla en nada; ella lo sabía y sus palabras fueron el resultado.
—Lo hemos logrado. —Y su mirada se clavó profundamente en la de Densher—. Ella no te habrá amado por nada. —Él se estremeció pero Kate insistió—.
Y tú no me habrás amado por nada.