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FUE sin duda porque esta rara forma de comunicación pareció por el momento más que suficiente por lo que Milly no hizo nada en realidad —a lo largo de toda aquella extraña, indescriptible sesión previa al regreso de sus dos compañeras— para intensificarla. Aunque esto lo comprendió sólo más tarde, en el lento, desnudo amanecer del día siguiente, tal vez porque en verdad, hasta que terminó la noche, ella había cesado de cuestionar las cosas en su anarente orden. Lo que se escondía detrás se mostraba sólo en algunos relámpagos o amagos; lo que aparecía a la vista en ningún momento se confesó insuficiente. No habían pasado tres minutos cuando Milly sabía ya perfectamente que no haría nada de lo que Mrs. Lowder acababa de pedirle. Lo sabía por esa misma intuición que la había guiado en su relación con la tía, Maud o con sir Lukel Strett. Tenía la impresión allí mismo de ser arrastrada todavía por una corriente determinada —a causa de su indiferencia, su timidez, su orgullo, su generosidad, o quién sabe de qué—, por los otros; que era esa corriente la que actuaba y no ella; y que siempre era algún otro el que abría o cerraba las compuertas. Kate, por ejemplo, no tenía más que levantar la esclusa para que la corriente se desplazara impetuosamente, es decir, la corriente de hacer lo que Kate quisiera. ¿Y qué podía querer Kate, de la manera más extraordinaria, si no llegar a ser, de pronto, mucho más interesante de lo que había sido hasta ese entonces? Milly, aquella noche, casi retuvo el aliento al observarla. Si no hubiera estado segura de que Kate nada había escuchado de su conversación con Mrs. Lowder, habría pensado que su amiga se adelantaba para prevenir un peligro. Claro que esta fantasía se desvaneció apenas se sentaron frente a frente, aunque sólo fuera porque otras fantasías se multiplicaron y acumularon creando para ella ese medio leve en que su amiga se movía y hablaba. Se sentaron frente a frente, dije, pero Kate se movía tanto como hablaba: se mostraba allí, inquieta y encantadora, tal vez con un algo de indolencia, levantándose repetidamente, yendo de un lado a otro con lentitud, haciendo flotar los pliegues de su vestido liviano, desplazándose todo a lo largo de la habitación, casi representando abiertamente un papel para el placer de Milly.
Mrs. Lowder le había dicho a Milly, en Matcham, que ella y Kate, aliadas, prácticamente podrían conquistar el mundo, y aunque esta declaración había tenido aun en ese momento un vago, enorme encanto, la joven sólo alcanzaba a discernir ahora su trascendencia. Kate, en verdad, sola, podía conquistar lo que quisiera, y ella, Milly Theale, únicamente tenía algo que ver con el «mundo» por medio de esa pequeña porción de él que se interponía a su paso y que ante todo debía afrontar. Desde este punto de vista ella podría también compartir la conquista: tendría algo para dar, Kate algo que recibir, y ambas, de tal manera, se aproximarían al ideal de la tía Maud. Eso, en otras palabras, fue lo que sucedió entonces: la entrevista de ambas amigas, a la tardía y sosegada luz de la lámpara, tuvo la cualidad de un improvisado ensayo del gran drama posible. Milly sabía que intervenía en él, abierta, totalmente; se abandonaba a la impresión de estar contribuyendo, así lo sentía, con sus fuerzas útiles. Y Kate tomaba lo que debía tomar con toda libertad y, al parecer, con gratitud; aceptando de nuevo, con cada uno de sus largos, lentos paseos, la relación establecida entre ambas y reconociendo la sumisión de Milly solamente por el interés que le prestaba. Queremos decir, naturalmente, el interés que le prestaba a Milly, siendo todo otro interés probablemente inferior. Ahora provenía, mientras hablaban, durante el fugaz vuelo de esa hora previa a la ruptura del hechizo, de la circunstancia, en nada anormal, de que la hermosa joven estaba extraordinariamente «en forma». Milly recordaba haberle escuchado decir que era por las noches cuando se sentía en su apogeo y lo recordaba porque se había preguntado cuándo estaba ella misma en el apogeo y había pensado en lo feliz que debía de ser la gente que podía estarlo de tal manera a horas fijas. Ella no tenía horas para eso, nunca estaba en su apogeo, a no ser que fuera precisamente como en aquellos instantes, escuchando, mirando, asombrándose, estando en suspenso. Si Kate, por otra parte, despiadadamente, nunca había estado tan bien, lo hermoso y lo maravilloso de ello consistía en que nunca tampoco había sido en realidad tan franca: era una personalidad de tal calibre, como lo hubiera expresado Milly, que aun aprovechándose de uno y obrando con cautela, podía entregarse confiadamente, podía decir, con extravagancia, con ironía, con buena fe, cosas hasta ese momento nunca dichas. Ésa era la impresión que causaba: de estar diciendo cosas y, como podía suponerse, para su propio alivio, así como si los errores de perspectiva, las faltas de proporción, los restos aún rescatables de ingenuidad por parte de su auditorio fueran por momentos excesivos para sus nervios. Atacaba ahora mismo esas fuentes de irritación con una divertida energía que Milly hubiera po dido considerar cínica y que sin embargo se veía justificada, indudablemente, por la ignorancia del alma norteamericana respecto de ciertos puntos. Por lo menos el alma norteamericana sentada allí, estremecida y fascinada, bajo la forma de Milly, parecía no comprender a la sociedad inglesa sin confrontarla con todos sus componentes. No debía proceder por... (había una palabra técnica que se le escapaba hasta que Milly le propuso «analogía» y también «inducción» y después, en otro sentido, «intuición», pero que ninguna de las cuales era la correcta), debía dejarse llevar y ser puesta en conocimiento de cada uno de los aspectos del monstruo, y poder caminar a su alrededor, con todo lo consabido y exagerado éxtasis o el aún más desproporcionado impacto, según lo consideraba Kate. El monstruo, admitió Kate, podía parecer enorme a aquellos habituados a vivir entre formas menos desarrolladas y por lo mismo, sin duda, menos entretenidas; podía ser, desde cierto punto de vista, un monstruo horroroso y extraño, dispuesto a devorar a los incautos, a humillar a los orgullosos, a escandalizar a los buenos; pero si uno tenía que vivir junto a él era necesario —para no vivir siempre sobre ascuas— saber cómo hacerlo, y esto era virtualmente, en rigor, lo que Kate quería enseñarle aquella noche.
Mostró así abiertamente, en dicho proceso, a Lancaster Gate y todo lo que contenía; denunció, sin tomar aliento — como Milly pudo observar en suspenso—, a su tía Maud, y las glorias de su tía Maud y sus prodigalidades; se denunció a sí misma, sobre todo, y esto naturalmente fue lo que más contribuyó a su candor. No volvió a disertar ante su amiga, el estilo de Mrs. Lowder, acerca de cómo conquistar el cielo; habló, guiada por su brillante, perverso interés actual, de la necesidad, en primer lugar, de no ser vulgar ni comportarse estúpidamente. Podría decirse que se trataba de una lección para nuestra joven norteamericana, en el arte de ver las cosas tal como realmente eran: una lección tan rica y sustanciosa que la alumna no podía por menos —como ya hemos mostrado— que escuchar con la boca abierta. Lo extraño, por otra parte, era que podía cumplir con este propósito negando explícitamente todo prejuicio personal. No se trataba de que ella sintiese antipatía por la tía Maud, que era todo lo que en otras oportunidades había reconocido, pero marcada indeleblemente por una naturaleza inescrutable y una cultura espantosa, su tía no podía ser —¿cómo hubiera podido serlo?— lo que no era. Ella no era nadie. No era nada. No estaba en ningún sitio. Milly no debía creer lo contrario; Kate, como una buena amiga, no podía permitirlo. Aquellas horas en Matcham habían sido inesperées, un maná caído del cielo; o, sin ir tan lejos, con el viejo lord Mark de zaguero, no eran suelo propicio para fundar esperanzas ni cálculos. Lord Mark era lo que debía ser, pero no era el hombre más inteligente de Inglaterra, y aun siéndolo, no iba a ser el más comedido. Daba lo suyo en pequeñas dosis y por cierto que cada uno de ellos siempre esperaba a ver lo que daba el otro.
—Ella te ofrece a ti —dijo Milly, aferrada al tema—, y lo que quieres decir es, según creo, que aun sobre el mostrador no quiere soltarte.
—¿Por temor —la interrumpió Kate— de que él de pronto me arrebate y salga corriendo? Oh, como no está dispuesto a correr menos todavía lo está, por supuesto, a arrebatar. Como acabas de decir, yo estoy realmente sobre el mostrador, cuando no me tienen en la vidriera, donde me pueden manipular convenientemente, es decir, comercialmente. Ésa es la esencia de mi situación y el precio de la protección de mi tía.
Lord Mark, sustancialmente, le había servido a Kate para iniciar su disertación apenas se hallaron a solas, y Milly tenía la impresión de que había recurrido a su nombre, lo había impuesto como un tópico nada más que para oponerlo a ese otro nombre que Mrs. Lowder había dejado flotando en el aire y cuya presencia, como hemos visto, ella mantenía allí junto a Kate. El efecto inmediato y extraño consistió en sentir conscientemente la necesidad, por así decirlo, de una coartada, la que halló con todo éxito. La explotó a fondo, acomodándola en todo sentido al camino que la tía Maud le había dejado trazado y que ahora Milly manejaba a su antojo.
—El problema consiste en que si tía lo quiere tanto a él, ¡lo quiere, Dios la perdone, para mí!, él por su lado, desde que llegaste tú, nos ha olvidado por completo, porque quiere a otra. Y cuando digo otra me refiero precisamente a ti.
Milly rompió el hechizo lo suficiente como para menear la cabeza.
—Yo no me he dado cuenta. Pero si formo parte de esa alternativa, será mejor que él se detenga allí mismo.
—¿Es verdad? ¿Es verdad eso?
Milly intentó responder con igual alegría.
—¿Quieres que lo jure?
Durante unos segundos —aunque esto tampoco fue más que otra diversión—Kate pareció reflexionar.
—¿No hemos jurado ya bastante?
—Tú, tal vez, pero no yo, y tengo que retribuirte. De todos modos, aquí lo tienes: «Sí, es verdad, es verdad eso», como tú dices. Yo no soy un obstáculo.
—Gracias —dijo Kate—. Pero eso no me sirve de nada.
—Oh, es al obstáculo que él podía encontrar al cual me refiero.
—El verdadero problema consiste en que lord Mark es un hombre demasiado complicado y no sabe cuáles pueden ser los obstáculos para él. Es lo que tía Maud ha estado tratando de adivinar. Él no tomará —siguió Kate con energía— ninguna decisión con respecto a mí.
—Bien —sonrió Milly—, dale tiempo.
Su amiga respondió a esto acertadamente.
—Esto es lo que uno hace, es lo que estoy haciendo. Pero de todos modos no paso de ser una de sus tantas ideas.
—Eso no es un inconveniente —replicó Milly—, si al final descubre que tú eres la mejor de todas ellas: ¿Qué es un hombre — prosiguió—, y más un hombre ambicioso, sin una gran variedad de ideas?
—Sin duda alguna. Cuantas más ideas más divertido. —Kate la miró con nobleza—. No hay más remedio que esperar sin hacer nada para evitarlo.
Todo lo cual corroboraba la impresión, fantástica o no, de la coartada. Lo que para Milly resultaba espléndido y grandioso era el espíritu atrevido e irónico que se ocultaba detrás de ello, interesante también aunque sólo fuera en sí mismo. No era menos interesante el hecho de que Kate, como nuestra joven pudo observar, se limitara nada más que a las dificultades en lo que a ella concernía, presentadas por lord Mark. Nada había dicho sobre las que su propia preferencia podía oponer, circunstancia ésta que no dejaba de desempeñar su pequeño papel. Ella hacía lo que quería con respecto a otra persona pero no se comprometía en absoluto con ella, y su manera de referirse a lord Mark como viejo y falsario no eran más que signos de su clarividencia y estaba en un todo de acuerdo con su abrupta pero no por eso menos graciosa extravagancia. Kate no deseaba dejar entrever demasiado su consentimiento a que dispusiera de ella, lo que era muy distinto a no desear suficientemente que lo hicieran. Había algo más, en todo aquello, que Milly halló ocasión de expresar.
—Si los proyectos de tu tía, como dices, se han visto alterados por mi presencia, me parece sin embargo que ella continúa siendo extremadamente amable conmigo.
—Oh, es que ella tiene, a pesar de todo, incontables proyectos para ti. Tú le interesas, querida, mucho más de lo que la incomodas. No te has dado cuenta, pero ella se ha colgado de tu falda. Tú puedes hacerlo todo; puedes hacer, quiero decir, miles de cosas que nosotras no podemos. Tú eres extranjera, independiente y sola, y no está ligada odiosamente a una infinidad de personas.
Kate, apuntando en esa dirección, fue más y más lejos hasta terminar, mientras Milly escuchaba alelada, con estas extraordinarias palabras.
—Nosotras no podemos serte útiles, es necesario que te lo diga. Tú sí puedes servirnos, pero ése es un asunto distinto. Mi más sincero consejo consistiría —ahora sin duda llegaba al extremo— en que te alejaras de nosotras mientras estás a tiempo. Te darías cuenta de lo mucho mejor que sería eso para ti. No hemos hecho nada en tu favor de lo que valga la pena hablar, nada que no hubieras podido obtener de otra manera. No nos debes nada. El año que viene no tendrás ninguna necesidad de nosotras, sólo que nosotras continuaremos necesitando de ti. Pero esto no representa un compromiso y no tienes por qué pagar ningún precio por el hecho de que Mrs. Stringham te haya servido de introducción. Ella es la mejor mujer del mundo, está encantada con lo que ha hecho, pero no debes elegir a tus amigos a través de ella. Ha sido terriblemente penoso verte hacer eso.
Milly trató de sentirse divertida para evitar —era demasiado absurdo— que la invadiese el temor. Era por cierto bastante extraño —si no bastante natural— que a esas altas horas de la noche, en un piso alquilado y con Susie ausente, le faltara de pronto la confianza en sí misma. Al día siguiente habría de recordar, con todo lo demás, reuniendo los fragmentos en el amanecer, que se había sentido a solas con un ser que iba y venía como una pantera. Se trataba de una imagen violenta pero le mitigaba la vergüenza de haber sentido miedo. A pesar de ello encontró las palabras para responder:
—Aun así, sin Susie, no te hubiera conocido.
Fue en este punto donde Kate alcanzó su máxima tensión.
—¡Oh, ya llegarás un día a aborrecerme!
Aquello, por último, había sido realmente demasiado, como le dio a entender Milly, después de observarla con perplejidad y con su propia y débil irradiación. Pero no le importaba; lo que ella quería era saber y, aunque con la leve solemnidad del reproche su voz adquirió un grave tono, le pareció que de alguna manera estaba cumpliendo con el deseo de Mrs. Lowder.
—¿Por qué me dices esas cosas?
Esto, inopinadamente, surtió un feliz efecto y produjo un cambio súbito en la actitud de Kate. Milly se había puesto de pie al hablar y su amiga se detuvo frente a ella, brillando instantáneamente con un resplandor más suave. Milly pudo ver entonces cómo la gente, a veces, se podía sentir extrañamente tocada por ella.
—Porque eres una paloma —dijo Kate.
Al mismo tiempo se sintió delicada, discretamente abrazada por su amiga, no con familiaridad o con una liberalidad unilateral, sino más bien ceremoniosamente y a la manera de una accolade; en cierto sentido como si, además de ser una paloma que podía posarse en la mano fuera una princesa con quien era preciso guardar ciertas formas. Además, al sentir el contacto de los labios de su compañera, tuvo la impresión de que ese gesto, esa fresca presión, sellaba de alguna manera lo que Kate acababa de decir. Para Milly fue como una inspiración: se vio a sí misma aceptando como apropiado, mientras retenía un suspiro de alivio, ese título que Kate le había conferido. Lo oyó en ese momento como hubiese escuchado la verdad revelada: aventaba las sombras en las que se había debatido últimamente. Era eso entonces. Ella era una paloma. ¿O no lo era tal vez?, volvió a preguntarse en el momento en que oían regresar a sus dos amigas. No cabía ninguna duda sobre su regreso dos minutos después de que entrara la tía Maud. Había subido con Susan, lo que no era necesario que hiciese, a tales horas, pudiendo esperar a Kate abajo, pero Milly comprendió que lo hacía para tratar de apresar, de alguna manera, los efectos de lo que había dejado flotando. Y bien, lo que encontró fue simplemente que ya nada importaba en lo más mínimo. Había subido las escaleras para eso y volvió a aislarse un momento con Milly mientras Kate, en seguida —como más tarde recordaría—, le daba a Susan Shepherd desacostumbradas oportunidades. En otras palabras, Kate escuchaba con la más amable atención los comentarios que Mrs. Stringham le hacía sobre la reunión que acababan de abandonar, al tiempo que la tía Maud acaparaba a Milly. Fue en el tono de la más sentida indulgencia como Mrs. Lowder —casi como una paloma arrullando a otra— le expresó su esperanza de que todo hubiera resultado divinamente. Aquel «todo» era benévolo en grado sumo: simplificaba y suavizaba las cosas; la tía hablaba como si hubieran sido las dos jóvenes y no ella, con Susie, quienes habían salido juntas por la ciudad. Aunque la respuesta de Milly había aflorado por sí sola mientras Mrs. Lowder subía la escalera. Había comprendido de pronto todas las razones por las que se la podía comparar con una paloma, por lo que le dijo tan discretamente, tan cándidamente.
—Yo no creo, querida señora, que él esté en Londres.
Eso le dio directamente la medida del éxito que podría lograr como paloma. La percibió en la larga mirada, profundamente crítica, que Mrs. Lowder proyectó sobre ella sin decir una palabra. Y cuando habló, en seguida, no hizo más que confirmarla.
—¡Oh, querida, eres un tesoro!
—La dulzona, casi sobrecogedora sugestión de estas palabras, permaneció en la habitación, después que las visitantes se retiraran, a manera de una empalagosa fragancia. Y al quedarse a solas con Susie ella siguió respirándola. Adoptó de nuevo su papel de paloma y exigió de su compañera tal exceso de impresiones que evitó todo comentario sobre las suyas propias.
Al día siguiente ésa fue su regla de conducta... aunque por supuesto, su necesidad, a cada momento, de tener que tomar una decisión, representaba un serio inconveniente. Precisaba saber, con claridad, cómo se comportaría una paloma. Lo resolvió bastante favorablemente aquella mañana —pensó Milly— reelaborando su plan con respecto a sir Luke Strett. Al principio, pudo notar con alegría, expuso el asunto en un tono neutro ligeramente coloreado, y aunque Mrs. Stringham, después del desayuno, empezó a considerarlo como si se tratara de una inapreciable alfombra persa extendida de pronto a sus pies, no tuvo ningún escrúpulo, al cabo de cinco minutos, en dejarla sacar sus propias conclusiones.
—Sir Luke Strett vendrá a verme a eso de las once. Tenemos una cita, pero yo saldré antes premeditadamente. Debes decirle, por favor, aunque ello sea mentira, que yo estoy en casa, y cuando suba, tú, como mi representante, hablarás con él en mi nombre. Creo que por esta vez él preferirá eso. Sé pues amable con él.
Fueron necesarias, por supuesto, otras explicaciones y la mención, sobre todo, de que el visitante era como médico una eminencia internacional. Pero una vez que le hizo entrega de la llave, Susie la deslizó en su escote y su joven amiga pudo sentir que su viva imaginación trabajaba. Trabajaba tanto como la de Mrs. Lowder la noche anterior, es decir, viciando la atmósfera con su exagerado consentimiento. Una vez más nuestra joven se sobrecogió de temor al ver cómo la gente se apresuraba a complacerla: ¿le quedaba tan poco para vivir que todos los caminos le debían ser despejados? Era como si todos la estuvieran ayudando a salir adelante. Susie —ella no podía negarlo ni lo pretendía tampoco—podría haber recibido en verdad semejante noticia como algo simplemente siniestro; en cuanto a eso, para hacerle justicia, su pena estaba a la vista. Pero el margen que siempre le dejaba a su joven amiga también estaba allí, y la proposición que le había hecho, ¿qué era, en rigor, si no bizantina? De todos modos, al ver que Milly se hallaba decidida, reprimió en seguida toda sorpresa, toda alarma, y lo único que exigió, en consecuencia, fue conocer los hechos.
Milly pudo explayarse fácilmente sobre esto como si se tratara de uno solo, sin decir nada sobre el otro hecho por el que se había sentido amenazada. En suma, lo importante era que según sabía, él quería entrevistarse, a solas, con alguien que se interesara por ella. ¿Quién más indicada que la fiel Susan? La otra única circunstancia que, antes de dejar a su amiga, le pareció digna de mencionar, fue que al comienzo había tratado de guardar el secreto. Le había parecido mejor en un principio comportarse un poco misteriosamente. Pero después había cambiado de opinión y de allí esa petición que le hacía. No dijo por qué había cambiado pero confiaba en su amiga. El doctor también habría de confiar en ella y Susan quedaría encantada con él. Por otra parte —Milly estaba segura—, no iba a decirle nada tremendo. Lo peor sería que él estuviera enamorado y necesitara una confidente que lo secundase. Y después Milly se dirigió a la National Gallery.