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ÉL, no obstante, iba a oírla hablar todavía mucho sobre sus planes futuros, y la siguiente ocasión habría de depararle nuevas sorpresas. Al otro día de su visita a Kate recibió un mensaje de Mrs. Lowder donde le expresaba lacónicamente su esperanza de que esa noche no estuviera comprometido y pudiera ir a comer con ellas; el hecho de estar libre le pareció afortunado aunque el resto de la misiva de alguna manera atemperó su entusiasmo: «¡Vendrán amigas norteamericanas que según me entero con alegría usted ya conoce!». Su vínculo con esas amigas norteamericanas era por lo visto un accidente del cual debía gustar la amargura hasta las heces. Esta aprensión, sin embargo, debemos aclarar, se vería en gran parte y piadosamente reducida esa misma noche por el hecho de que cinco minutos después de su llegada a Lancaster Gate —donde lo esperaban a las ocho y media— Mrs. Stringham se presentó sin Milly. La prolongada luz del día, las lámparas apagadas, las costumbres de esa hora, hacían tardía la comida y aún más tardíos a los comensales. Por lo que Densher, puntual como era, halló a Mrs. Lowder sola, sin Kate en las inmediaciones. Con ella pasó unos momentos realmente desconcertantes, desconcertantes por su tácita invitación a comportarse con extraordinaria sencillez. Eso era exactamente, Dios lo sabía, lo que él más anhelaba en esos instantes, pero nunca nadie había dado por supuesto con tanta amplitud, con tanta generosidad —con tanta extraordinaria simplicidad, dado el caso—, que él pudiera hacerlo tan fácilmente. Era un aspecto en el cual la tía Maud parecía ofrecerse a sí misma como un ejemplo, diciéndole con la mayor delicadeza:
—Lo que yo espero de usted, ¿se da cuenta?, es que sea exactamente como yo soy.
La magnitud de lo que necesitaba para ello fue, tal vez en gran parte, lo que lo hizo vacilar, tanto apreciaba, en general, las dimensiones en que Mrs. Lowder se movía. También le hubiera gustado preguntarle de qué manera suponía que un pobre hombre como él podía llegar a parecerse en algo a ella, pero en seguida comprendió que ya estaba accediendo a sus deseos con sólo dejar que su asombro resultara un poco tonto. No se le escapaba en absoluto, además, el extraño terror que sentía ante los posibles resultados de una discusión con ella, extraño, verdaderamente, porque era su buen carácter lo que lo aterrorizaba, no su severidad. La severidad hubiera provocado su enojo, lo que después de todo significaba un alivio; su buen talante, dadas las condiciones, sólo conseguía humillarlo, lo que Mrs. Lowder por cierto, que lo quería por sí mismo, parecía haber adivinado maravillosamente. Ella también, por lo tanto, evitaba toda discusión: lo dominaba rehusándose a combatirlo. Tal era lo que en aquel momento le proponía y su íntimo malestar residía en la sensación de que eso, en última instancia, era lo más conveniente para él. Sentirse dominado le resultaba violento, pero su gran temor, en verdad, consistía en verse humillado, lo que es algo muy distinto, y poco le importaba que esto fuese también una humillación.
Era una constante de su situación en una casa como aquélla que las cosas se le vinieran encima. «¿Qué puedes tú ofrecer? ¿Qué puedes tú ofrecer?», le susurraba constantemente aquel sitio, con amarga ironía, aunque encubierta por el decoro y las buenas maneras. La ironía era una reiterada referencia a los obvios oropeles y él ya había podido comprobar la inutilidad de denunciar su fealdad. Los metales preciosos, solamente ellos, podían permitirse el ser feos, y por lo tanto era ocioso que tratara de pulir su propia y relativa tosquedad. La humillación de esta impotencia era precisamente lo que la tía Maud trataba de evitarle al contenerlo y, como sus esfuerzos en ese sentido nunca habían sido tan evidentes hasta ahora, Densher tuvo plena conciencia por primera vez de su propia situación en el mundo mientras esperaba con ella la llegada de los otros seis invitados. Mrs. Lowder se mostró cordialmente encantada por su regreso de Estados Unidos y le formuló unas cuantas preguntas, aunque no muy coherentes, sobre la opinión que se había formado al respecto, y el joven se sintió divertido al descubrir en ella, como a través de un cristal, la germinación de un proyecto y el súbito despertar de una curiosidad. Mrs. Lowder empezaba a ver en Norteamérica, mientras Densher hablaba, un posible escenario para sus actividades sociales: la idea de visitar ese estupendo país era algo que evidentemente se le acababa de ocurrir, aunque al cabo de un minuto, sin embargo, hablaba de ello como de su más acariciada ambición. El joven no le creía una palabra pero simulaba hacerlo, lo que contribuyó como nada a que ella lo considerara un hombre inofensivo. En eso estaba, sin necesidad de hacer ninguna clase de alusiones, cuando la entrada de Kate constituyó uno de los más importantes efectos de su método, que recibía así su plena justificación porque nadie podía ser más inofensivo que aquella persona en socorro de cuya timidez llegaba ostensiblemente su sobrina. Lo ostensible, en Kate, le pareció a Densher en aquel momento algo prodigioso, no menos prodigioso que su propio descubrimiento, en el acto, del vínculo que unía a las dos mujeres: un vínculo puesto al descubierto por la mirada directa —no exactamente afectuosa ni prolongada sino inquisitiva y rápida— con que la tía reconoció a la joven mientras avanzaba. La miró de arriba abajo y al hacerlo revivió ante Densher una historia que lo hizo sentirse nuevamente mal, hasta tal punto trasuntaba algo con lo cual Kate debía estar habituada a tratar diestramente.
La historia era ésta: que Kate, siempre, debía estar sobre las armas para su dragón guardián, representando en todo momento, pero especialmente a la hora de las recepciones, el alto «valor» que Mrs. Lowder le había conferido. Este criterio, inmutable y estricto, regía la escena social en Lancaster Gate cualquiera fuese la ocasión, y nuestro joven vio en ello algo así como la idea artística o la sustancia plástica que la tradición, el genio o la crítica le imponen a una distinguida actriz con respecto a tal o cual personaje. Así como una artista debe vestirse, caminar, hablar, actuar, expresando de mil maneras su personaje, de la misma forma debía Kate representar el papel que se le había encomendado en aquella casa. Su carácter estaba dado por toques y elementos precisos, todo perfectamente expuesto a la crítica, y su modo de afrontar ésta consistía, evidentemente, al principio, en asegurarse de que su maquillaje era correcto y su apariencia general no inferior a la de costumbre. Aquella noche la apreciación de la tía Maud fue por cierto marcial y la actitud de Kate casi la de un impecable soldado presentando armas. Densher se vio a sí mismo en el teatro, sentado en su butaca: el atento director estaba en las profundidades de un palco y la pobre actriz ante el resplandor de las candilejas. Pero la pobre actriz siempre aprobaba: Densher podía comprobar por qué; su peluca, sus cosméticos, sus joyas; cada una de sus expresiones geniales y su consiguiente entrada eran retribuidos con un justo aplauso. Estas impresiones de Densher surgieron y se disiparon en mucho menos tiempo, debemos reconocerlo, del que se necesita para escribirlo, pero aclaramos sin embargo que fue más que suficiente para que él llegara a sentirse demasiado cohibido como para sumarse al aplauso. Descubrió que había perdido a la sazón su presencia de ánimo, por lo que se limitó a contemplar en silencio el técnico desafío de la dueña de la casa y el disciplinado rostro de la sobrina. Se hubiera dicho que el drama —tal fue la palabra que se le ocurrió, porque nadie podía dejar de advertir que se trataba de un drama—ocurría entre ellas solas, casi exclusivamente entre ellas, con Merton Densher relegado al mero papel de espectador, ubicado en las primeras filas, en una de las butacas más caras. Por todo esto se había sentido amedrentado o enfermo, como acabamos de decir, a pesar de que el sumiso rostro le había dirigido por encima de la luz del proscenio, según creyó ver, un rápido, leve, casi imperceptible pero exquisito y especial signo de inteligencia, así como una artista experimentada parece estar totalmente en su papel aun si se la observa con binoculares, y sin embargo dedica un gesto a la persona de la sala que más quiere.
El drama, mientras tanto, según Densher lo veía, continuaba su curso, reforzado ahora con la llegada de dos nuevos invitados, caballeros erráticos, dispersos de la temporada, que en seguida se presentaron a Kate para recibir el mismo trato impersonal y compartir una igual y acostumbrada cortesía. En extremos opuestos del campo social, cada uno de ellos representaba, a su modo, la capacidad expansiva —y el otro la contráctil— del perfecto chaleco blanco. Un pequeño grupo formado por dos jóvenes inocuos y un veterano aplacado saludaba a Mrs. Stringham, quien acababa de llegar entre un crujir de sedas y casi sin aliento, expresando su compunción por haber venido sola. Su compañera, en el último momento, se había sentido mal —realmente indispuesta—, y le había pedido que presentara sus excusas, sus fervientes disculpas. La circunstancia de este malestar de su encantadora amiga fue lo primero que Kate comentó con Densher cuando después de comer pudieron estar, sin ostentación, y naturalmente —como lo expresó Kate (aunque no él)—, diez minutos juntos. Pero era como si el joven ya hubiera estado, durante toda la comida, debido a una extraña impresión, participando de la presencia de Miss Theale. Mrs. Lowder hizo que su querida Milly fuese el tema de la conversación, que inmediatamente se impuso como un tópico tan atractivo para el entusiasmo de los jóvenes como para la sagacidad de los viejos. La sobrina de Mrs. Lowder, por otra parte, se apresuraba a suplir cualquier falta de información mientras Mr. Densher era consultado —después de todo— como el más privilegiado de los presentes. ¿No era él, acaso, quien de alguna manera había descubierto a aquella maravillosa criatura, quien había sido el primero en verla, en sorprenderla en su selva natal? ¿No era él quien le había allanado el camino al reconocer en el acto su originalidad y al hacerla preceder, nada más que con un espíritu amistoso—pues él representaba «los ojos y oídos» de la sociedad—, por dos o tres brillantes fogonazos de magnesio?
El pobre Densher hizo frente a todas estas preguntas como pudo, escuchando con interés pero también con creciente malestar, estremeciéndose especialmente —agudo periodista como era— al comprobar que los demás podían suponer que había puesto su pluma —oh, su «pluma»— al servicio de una personalidad particular. «¿Los ojos y oídos de la sociedad?» Hablaban —o casi— como si él hubiera informado públicamente a una modesta jovencita. Soñaban sueños, en verdad, que de pronto parecieron despertarlo a él y se afirmó en su asiento para vencer su confusión y llegar al fondo del asunto. Su confusión se debía, naturalmente, a que si bien no había influido en el éxito de Miss Theale tampoco podía insistir, por cortesía, en que nada tenía que ver con aquél. Lo que más le impresionaba era que aquella reunión iba alcanzando, cada vez más, de alguna manera, la atmósfera de un banquete conmemorativo, una fiesta en celebración de alguna brillante aunque breve carrera. Por supuesto, se habló de la joven heroína mucho más de lo que se hubiera hablado no estando ella ausente, y Densher se quedó atónito ante las proporciones del triunfo conquistado por Milly. Mrs. Lowder tenía cosas maravillosas para decir al respecto, y los dos portadores de chaleco, con hipocresía o sinceridad, se expresaron con igual elocuencia, por lo que Densher, al fin, tuvo que reconocer que estaba ante un «caso» social. Era a Mrs. Stringham, evidentemente, a quien ante todo se hubiera debido pedir testimonio de no haberse ella limitado, como representante de su amiga, a inhalar el incienso; por lo que Kate, que la trataba admirablemente, sonriéndole, animándola y consolándola a través de la mesa, parecía con todo gusto hablar por ella, interpretándola. La joven hablaba como si no llegara a comprender del todo la forma en que ellos apreciaban a Milly, pero permitiéndoles sin embargo que se expresaran —ya que tenían tanta buena voluntad— de ese modo mucho más vulgar. Densher no era insensible, en este sentido, a un profundo vínculo de fraternidad que lo unía con Mrs. Stringham, y se preguntaba, mientras seguía la conversación, qué efecto produciría todo aquello en la sensibilidad norteamericana. Antes de su viaje solamente había oído hablar de ella, pero en su reciente gira había podido palparla personalmente, y durante esa velada hubo varios momentos en los que se preguntó si no habría aprendido —no a la manera de una evasión— algo de ella.
Dicha sensibilidad se estremecía, evidentemente, zumbaba y retumbaba, brincaba y rebotaba en la típica conformación de Mrs. Stringham, quien parecía vibrar tratando — como se dice en Norteamérica— de asimilar más elementos de los que él mismo era capaz de captar en aquella ocasión. Ella era susceptible —Densher creyó adivinar— a ciertos aspectos del asunto oscuros todavía para él, pues, aunque sin duda alguna se divertía y gozaba con ello, en ciertos momentos daba la impresión de agitarse más de lo que el mero placer requería. Era un estado de emoción que apenas hubiera podido explicarse atribuyéndolo a la impaciencia por regresar para informar a Milly. Su frío y apocado brillo de Nueva Inglaterra —Densher había registrado todos los matices de la complejidad norteamericana, si podía hablarse de complejidad— tenía ahora sus razones para refugiarse en el mutismo, y antes de que cambiaran de tema pudo darse cuenta, sorprendido, de que entre todos la habían abrumado. Él tenía ya también bastante cuando le preguntaron si era verdad que en su propio país ella nunca había conseguido un éxito tan rotundo como el obtenido en Londres. Fue Mrs. Lowder quien le dirigió la pregunta y Merton Densher no habría podido decir qué le sorprendió más: si el hecho de que la formulara ante las narices de Mrs. Stringham o su afán de que él le otorgara a Londres el honor del descubrimiento. Uno de los jóvenes inocuos propuso la teoría de que en Londres la gente era mucho más penetrante —dígase lo que se quiera— que en Estados Unidos: no sería la primera vez, añadió, que les enseñaban a los norteamericanos a apreciar —sobre todo si se trataba de algo divertido— alguno de sus propios productos. Con esto no quería significar el joven que Miss Theale fuese divertida sino que era sobrenatural y en eso residía precisamente su magia, y hubiera podido suceder muy bien que Nueva York, teniéndola entre los suyos, no hubiese advertido su buena suerte. Había infinitas personas que allá no representaban nada y sin embargo eran espléndidamente recibidas en Inglaterra así como otras veces —para equilibrar la balanza, gracias a Dios—los norteamericanos enviaban bellezas o celebridades que dejaban fríos a los británicos. La reacción de éstos, por lo tanto, era algo que estaba más allá de todo cálculo, afirmación que no pudo hacer, sin embargo, sin suscitar una final y febril respuesta por parte de Mrs. Stringham, quien anunció que si en Nueva York en realidad parecía haber faltado un punto de vista apropiado para valorar a su amiga, en Boston, indudablemente, había causado una conmoción. Dejaba entrever así que Boston, por su gusto más refinado, aventajaba a Nueva York de forma considerable; y la buena señora, al exponer su doctrina —que amplió hasta cierto punto—, casi compensó en el espíritu de Densher ese algo sobrenatural del que los había privado la ausencia de Milly. Y lo hizo efectivo, por cierto, cuando de pronto se dirigió a él:
—Usted no sabe nada, señor, ni lo más insignificante, sobre mi amiga.
Él no había pretendido saberlo pero había un franco reproche en el tono y en el semblante de Mrs. Stringham, una franqueza cargada al parecer con solemnes sobrentendidos, por lo que durante unos segundos Densher no pudo menos que pensar que ella exageraba, dada la insignificancia de sus apreciaciones. Se preguntó qué querría decir mientras ensayaba su defensa.
—Por cierto que no sé mucho, excepto que fue muy gentil conmigo en Nueva York, confuso y recién desembarcado como yo estaba, y que aprecié inmensamente su actitud. — Y después agregó, casi sin saber por qué, pero con un éxito general—: Recuerde, Mrs. Stringham, que usted no estuvo presente entonces.
—¡Ah, miren ustedes! —dijo Kate con ánimo travieso, aunque en ese momento Densher no llegó a comprender si el destinatario de la frase era él o Mrs. Stringham.
—Usted no estaba presente entonces, queridísima —reiteró Mrs. Lowder con vigor—. Por lo tanto no puede saber —prosiguió con melosa satisfacción— hasta dónde pueden haber llegado las cosas.
Esto, realmente —según observó Densher—, hizo que la norteamericana perdiera su sangre fría. Pensaba con toda seguridad en muchas más cosas que cualquiera de ellos, con excepción, tal vez, de Kate, cuya mirada Densher adivinaba sobre él durante todo este ridículo pasaje aunque no quería —a causa de dicha ridiculez— encontrarse con sus ojos. Se encontró en cambio con los de Mrs. Stringham, que lo impresionaron. Con ella podía al menos entenderse, sentimiento este que surgió de la muda comunión entre ambos y que sería realmente el comienzo —como se vería más tarde— de algo extraordinario. Esta comunión ya fue en parte responsable de que Mrs. Stringham titubeara sensiblemente al responder a la broma de Mrs. Lowder.
—Oh, yo creo justamente que Mr. Densher no ha podido contar con muchas oportunidades. —Y luego le sonrió a él—. No estuve ausente por mucho tiempo, va sabe.
De la manera más extraña del mundo, esto hizo que todo se aclarara para Densher.
—Y yo no estuve allí mucho tiempo, tampoco. —Comprobó positivamente ahora que en adelante nada de lo que a Mrs. Stringham se refería, podría volver a resultarle dudoso—. Milly es hermosa, pero eso no significa que sea fácil llegar a conocerla.
—¡Ah, es miles de cosas a la vez! — replicó su amiga, como para quedar bien con él.
Densher no deseaba otra cosa.
—Ella salió de viaje hacia el continente, con usted, antes de que yo me enterara. Yo también estaba de viaje, por otros lugares maravillosos, donde tenía infinitamente muchas más cosas que ver.
—¡Pero no se olvidó de ella! — interrumpió la tía Maud con una malicia casi amenazante.
—No, claro que no la olvidé. Uno no olvida las impresiones tan encantadoras. Pero nunca —sostuvo lúcidamente— he mantenido conversaciones con otros acerca de ella.
—Es algo que Milly sin duda le agradecerá, señor —dijo Mrs. Stringham con apasionada firmeza.
—Sin embargo —preguntó suavemente la tía Maud—, ¿no es el silencio frecuentemente una prueba palpable de la profundidad de una impresión?
Densher se hubiera sentido divertido de no estar ligeramente irritado por todo lo que al parecer querían adjudicarle.
—Bien, mi impresión puede haber sido todo lo profunda que usted quiera, pero yo desearía que Miss Theale —continuó dirigiéndose a Mrs. Stringham— sepa que de ninguna manera pretendo ser una autoridad en lo que a ella concierne.
Kate vino en su ayuda —si era realmente ayuda— antes de que su amiga pudiera replicar.
—Tienes razón cuando dices que ella no es fácil de conocer. Uno puede verla, intensamente, verla mejor que a muchos otros, pero después descubrimos que eso no es conocerla y que tal vez conocemos mucho más a otros a quienes no «vemos» tan bien como a ella.
Esta discriminación era interesante, pero los llevó de nuevo al tema de su éxito, y esa circunstancia bastante grosera, ahora ampliamente desplegada ante sus ojos, era lo que la anhelante compañera de Milly contemplaba desde su asiento como un espectador en un circo de antaño habría contemplado el extraño espectáculo de una virgen cristiana martirizada dulce, amorosamente, sobre la arena. Era el manoteo, la bulla, no de leones y tigres, sino de simples animales domésticos lanzados a la pista nada más que por juego. Aun este juego molestaba a Mrs. Stringham y su muda comunión con Densher, a la que ya hemos aludido, se hacía más y más profunda por esta causa. El joven se preguntó si Kate habría adivinado esto aunque no fue sino hasta mucho después, rememorando, que él pudo desglosar las cosas que Kate habría adivinado de aquellas que seguramente no había advertido. Si en aquel momento en realidad el disgusto de Mrs. Stringham se le escapaba de alguna manera, ello se debía exclusivamente a que sólo atendía a sus propias ideas. Su idea fundamental consistía en mantener a Densher en relación, para todos los demás, con el presente y el pasado, insistiendo en el éxito de Milly al fin de aquella temporada.
—Es todo lo que ha sucedido después lo que naturalmente te hace sentir intimidado por ella. No conoces lo que ha pasado luego pero nosotros sí.
Nosotros lo hemos presenciado y hemos seguido su curso, casi hasta hemos formado parte de ello.
Lo esencial para él —tal como Kate lo planteó— era la realidad irrevocable del caso de Milly: uno de esos casos que, cuando nuestra curiosidad es mayor que nuestra paciencia, podemos considerar posibles en Londres aunque nunca hayamos tenido nada que ver —ni siquiera remotamente— con alguno de ellos. La súbita aventura social de nuestra pequeña norteamericana, su feliz y sin duda inofensivo florecimiento, habían sido acaso favorecidos por los más variados accidentes, pero sobre todo por una simple imposición de la escena, por uno de esos comunes caprichos de la manada innumerable y necia, movimientos gregarios tan inescrutables como las corrientes del océano. El rebaño tumultuoso se había lanzado ciegamente sobre ella así como ciegamente también se hubiera podido lanzar hacia cualquier otra parte. Había habido por supuesto una seña, pero la razón primordial era tal vez la ausencia en aquellos momentos de una presa más importante. El animal mayor se hubiera presentado y el menor habría desaparecido. Era algo de todos modos característico y lo que yacía en el fondo era trigo para su molino literario, materia para su pluma de periodista. Esa pluma se ejercitaba a, mentalmente, con dicho «motivo» como si fuese un producto de la estación, un signo de los tiempos, de la naturaleza puramente expeditiva y alocada de la popularidad mundana. La popularidad en sí misma era lo que importaba: el protagonista del proceso era, en comparación, algo secundario. Todo podía ser suficientemente popularizable mientras no hubiera alguna otra cosa que lo fuese más: el autor de un pésimo libro, la belleza que no era tal, la heredera que no era más que eso, el extranjero que por no serlo inconvenientemente se hacía inconvenientemente familiar, el norteamericano cuyo norteamericanismo ya había desaparecido mucho tiempo atrás, cada criatura, en fin, cuyas luces o sombras pudieran comentarse suficientemente en voz alta.
Así por lo menos lo juzgaba Densher, según su criterio, y la conclusión de que lo que acababa de descubrir era la superchería de la moda y el tono social contribuyó a restituirle su sentimiento de independencia. Se consideraba civilizado, ¡pero si aquélla era la civilización!... Más convenía salir a fumar una pipa que quedarse escuchando ese parloteo. El había tratado de evitar, en lo posible, las miradas de Kate, aunque llegó un momento en que hubiera querido decirle, a través de la mesa: «Dime una cosa, amor mío, ¿es éste el gran mundo?». Y llegó otro, también, debemos agregar —y sin duda motivado por algo que flotaba entre ambos, sobre el mantel—, en que a Densher le pareció que ella contestaba: «Por supuesto que no, querido. ¿Por quién me tomas? Esto no es ni por asomo el gran mundo: es sólo una pobre y tonta imitación, del todo inofensiva». Lo que pareció decir, no obstante, se confundió con lo que en realidad dijo, porque acudió abiertamente en su ayuda como si hubiera leído sus pensamientos. Enunció, para aliviar su desconcierto, la obvia verdad de que uno no podía abandonar Londres durante tres meses en aquella época del año sin hallar, al volver, a sus amigos totalmente cambiados. Como habían estado bailando durante toda la temporada sus caras estaban tan rojas que era imposible reconocerlos. Kate reconciliaba así la negativa de él en lo referente a Milly con sus méritos por haberla descubierto, méritos estos que en vano trataba de eludir modestamente. Densher la había sacado a la luz, pero eran ellos, todos ellos juntos, quienes la habían perfeccionado. Milly era el mismo encanto de siempre, la más grande maravilla del mundo, pero no era la misma persona que él había alanzado».
Densher debería reconocer más tarde que al decir estas palabras Kate no había tenido el propósito, y sobre todo insolente, de menoscabar los derechos que la pobre Susan podía tener sobre su joven amiga —derechos que, con sus observaciones, había reducido prácticamente a nada—; pero llegaría a saber, también, que Mrs. Stringham se había sentido íntimamente ofendida porque consideraba —Densher así iba a sospecharlo— que todas las Kate Croy de la cristiandad no llegaban ni a la altura de los talones de Milly Theale. Claro que ella, en verdad, sólo confesaría esto si se veía arrinconada en los últimos reductos de su pasión, de su extraña pasión por la amistad, la única pasión de su vida estrecha, salvo esa otra, más cerebral e imperturbable, que sentía por el arte de Guy de Maupassant. Deslizó en cambio la opinión de que Milly era incapaz de cambiar, que por lo contrario era exactamente la misma de siempre, pero esto influyó poco sobre el impacto que había causado la observación de Kate. Ésta se mostró totalmente amable con Mrs. Stringham: como si la considerara en condiciones de inferioridad para discutir con ella, porque ella, Kate, tenía personalidad, y eso era algo que Susan admiraba demasiado. Kate tuvo ocasión, después —la buscó de algún modo—, de comentarle a Densher que Milly le había hablado sobre ese aspecto particular de su compañera. Le hubiera gustado —Milly lo supo por boca de la propia Susie— poner a Kate Croy en un libro y ver qué podía obtener de ella. A Kate le horrorizaba esa forma de conocer a la gente «sirviéndola entera o contándola menuda». Ése sería sin embargo el método de Mrs. Stringham, supuso Kate, puesto que la materia de que ella estaba hecha le era completamente desconocida (a pesar de la tía Maud y todos sus sentimientos) y no tenía más remedio que emplearlo. Todo esto se haría evidente más tarde, pero Densher pudo sentirlo en la atmósfera de aquella noche, cuando Kate, dejando de lado la cuestión del cambio químico de Milly, concluyó con la proposición inobjetable de que Densher, en adelante, ya que se había perdido tantas cosas, debía confiar solamente en ellos. Él lo tomó con calma y un poco como dando un ejemplo a Mrs. Stringham, dijo:
—¡Oh, haré lo que ustedes quieran!
Esto surtió su efecto: Susan se hizo cargo de la parte que le correspondía. Lo bueno en ella era que sabía hasta qué punto debía hacerlo. Y cuando la comida llegó a su fin ambos habían progresado verdaderamente.