XLV

—¿Y madame Grandoni? —preguntó sin querer marcharse por nada del mundo.

Estaba seguro de que no volvería a llamar a aquella puerta nunca más, y no quería dejar de ver, por última vez, a la «compañera» titular de la princesa, la señora vieja y afligida a quien siempre había querido. Siempre le había parecido ocupar la posición, un poquito ridícula, de una confidente de tragedia en quien la heroína, apoyada en una serie de reservas contrarias a la marcha del drama, había dejado de confiar.

E andata via, caro signorino —dijo Assunta, sonriéndole mientras mantenía abierta la puerta.

—¿Que se ha marchado? ¡Santo Dios!, ¿cuándo se marchó?

—Hace cinco días, querido señorito. Se ha vuelto a nuestro hermoso país.

—¿Es posible? —Hyacinth lo sentía como una pérdida personal.

È possibilissimo! —exclamó Assunta—. Había estado muchas veces a punto de irse, pero esta vez, capisce

Y sin terminar la frase, aquella mujer que era la más desterrada de las romanas y la más experta de las doncellas, se entregó a un juego de expresiones sutiles, indefinibles y sugestivas, en el que las manos y los hombros tomaban tanta parte como los labios y las cejas.

Hyacinth puso toda su atención en pescar cualquier significado que la chica quisiera expresar, pero no dio muestras de haberlo entendido. Se limitó a comentar muy serio:

—En resumen que se ha marchado.

—Sí, y lo peor es que probablemente no volverá más. Aunque llevaba mucho tiempo amenazando con irse no se marchaba, pero ¡cuando por fin se decidió…! —y la mano de Assunta cortó el aire de medio lado para dar a entender la total desaparición de la señora—. Peccato! —concluyó con un suspiro.

—Me hubiera gustado volver a verla, me hubiera gustado decirle adiós.

Seguía allí sin saber qué hacer, aunque una vez informado de la ausencia temporal de la princesa no tenía motivos para quedarse, a no ser la posibilidad de que volviera antes de que él se marchara. Esa posibilidad era muy remota, pues eran sólo las nueve, la mitad de la noche, y demasiado pronto para que volviera si, como decía Assunta, había salido después del té. Miró a un lado y otro del Crescent, balanceando suavemente el bastón, y de pronto se dio cuenta del interés que mostraba por él su humilde amiga, la criada.

—Debería haber vuelto antes; entonces madame a lo mejor no se habría marchado, povera vecchia. Hace mucho tiempo que no venía por aquí. Ella le quería… yo lo sé.

—Me quería, pero no quería que viniese —dijo Hyacinth—. ¿No ha sido por eso por lo que se ha marchado, porque seguíamos viniendo?

—No, el otro, el de las piernas largas, sí. Pero usted es mejor.

—La princesa no lo cree así, y es a ella a quien le toca juzgar —sonrió Hyacinth.

—¡Bah!, ¿quién sabe lo que piensa? No soy yo la que tiene que decirlo. Pero sería mejor que entrase y esperara. Yo creo que no tardará, y se alegrará de verle.

—No estoy muy seguro de eso —dijo Hyacinth, y luego pregunté—: ¿Ha salido sola?

Sola, sola. No tenga miedo; ha sido usted el primero. —Y Assunta, de una forma encantadora y francamente maliciosa, abrió corriendo la puerta del saloncito.

Estuvo allí cerca de una hora, sentado en la silla que ocupaba normalmente la princesa, a la luz de su lámpara, y rodeado de una docena de objetos que parecían ser una parte de ella, igual que si se tratara de los pliegues de su vestido o del tono de su voz. Sus pensamientos parecían dar chasquidos, como el hielo que había visto poner en una bebida hacía tiempo en un «bar americano», pero estaba demasiado cansado para inquietarse; no había ido al trabajo, y había andado todo el día dando vueltas para matar el tiempo; así, lo único que hacía era estar allí recostado, con la cabeza apoyada en uno de los almohadones de la princesa, los pies en uno de sus taburetes —uno de los feos, de los que pertenecían a la casa—, y la respiración tan acelerada como la de un hombre acosado. Se sentía inquieto por su cansancio, pero no por estar esperando a la princesa; una causa de emoción más profunda se había abierto ante él, y no estaba más nervioso en ese momento de lo que lo había estado durante las veinte horas anteriores. No había cerrado los ojos en toda la noche, y el día no había compensado tampoco ese tormento. Una fiebre reflexiva se había apoderado de él, y su imaginación había abarcado muchas cosas. Le hacía dar vueltas y vueltas, en círculos de una amplitud inmensa, y por eso, mientras pensaba en tantas cosas, sentado en el sitio de la princesa, se preguntaba por qué había ido después de todo a Madeira Crescent, y qué interés podía tener en ver a la dueña de la casa. ¿No había terminado ya todo entre ellos y no estaba roto el vínculo que los había unido tan estrechamente en otro tiempo? Y no sólo porque desde hacía mucho no recibía ningún aviso ni carta de ella, ninguna invitación para que volviera o alguna pregunta para saber por qué había dejado de ir; ni siquiera por haberla visto entrar y salir con Paul Muniment y porque al príncipe Casamassima se le hubiera ocurrido comentarlo; ni tampoco porque, con total independencia de lo que dijera el príncipe, creyera que estaba mucho más absorbida en la amistad con ese extraordinario joven de lo que lo había estado nunca en sus relaciones con él. El único motivo de su acercamiento, en cuanto podía darse cuenta de ello entre el vaivén de sus meditaciones, sólo podía ser una curiosidad extraña y como ajena, extraña y ajena porque todo lo que constituía su pasado se lo había tragado el abismo abierto ante él, cuando, después de separarse de mister Vetch se había quedado junto a la farola en la callejuela de Westminster. Eso se había tragado todos sus sentimientos familiares y, sin embargo, de sus ruinas había saltado el impulso cuyo resultado era aquella vigilia.

La solución de sus dificultades —se congratulaba de haber llegado a ella— implicaba un arreglo de sus asuntos; y aun en el caso de no haber requerido solución, sintiéndose como se sentía olvidado, todavía le habría gustado decirle adiós; y por eso, en aquel momento, el deseo de ver por última vez adonde la llevaba su apresurado destino seguía teniendo un atractivo para él. Si las cosas no le habían ido bien, todavía era capaz de preguntarse si le irían mejor a ella. Se le había despertado un deseo acuciante, perverso, pero no por eso menos humano, de compadecerla. Todos esos sentimientos eran harto raros, y durante media hora se habían agolpado en su mente hasta dejarle agotado. Mientras recordaba el marco tan distinto en que la había esperado en su primera visita a South Street, cerró los ojos y se quedó medio dormido. Más tarde supuso que su inconsciencia debía de haber durado una media hora, y terminó al notar que la dueña de la casa estaba delante de él. Cuando abrió los ojos, Assunta estaba allí también y se llevaba el abrigo y el sombrero que se había quitado.

—Me encanta que hayas esperado —dijo la princesa, con la misma sonrisa de siempre—. Estás muy cansado, no te levantes; ese asiento es el más cómodo, y tienes que quedarte en él.

No le permitió levantarse; se sentó a su lado en una silla más pequeña; dijo que ella no estaba cansada; que no sabía lo que le pasaba que no se cansaba nunca, y comentó que había pasado mucho tiempo desde su última visita, como si el volver a verle se lo hubiera recordado. Insistió en que debía tomar un poco de té, pues parecía necesitarlo mucho y, después de mirarle con más atención, quiso saber qué le pasaba, qué había hecho para estar tan agotado, añadiendo luego que tenía que volver a vigilarle, porque mientras ella le había tenido a su cargo no le pasaban esas cosas. En respuesta a eso, Hyacinth hizo una gran confesión; declaró que no había ido a trabajar, y que no había hecho más que divertirse, divertirse vagando todo el día por Londres. Pero eso no daba resultado, había llegado a esa conclusión al hacerse más viejo; era señal de que pasaban los años encontrarse con que las diversiones le parecían a uno vacías, y que agarrarse a las herramientas era no sólo más provechoso, sino mucho más estimulante. Sin embargo, y por regla general, se mantenía fiel a ellas, y sin duda era esa falta de costumbre lo que hacía que el día que las dejaba le resultara más bien un chasco. Por otra parte, cuando había dejado de verla por algún tiempo, sentía siempre, al encontrarse con ella otra vez, toda la formidable impresión de su belleza, y esa noche la sentía hasta un grado extraordinario. Por espléndida que esa belleza hubiera sido siempre, brillaba en aquella ocasión como con una luz nueva, más clara y distante, como si lo que era ya de una suprema finura pudiera alcanzar un mayor refinamiento, pudiera despojarse de toda imperfección terrena y haber quedado purificada y consagrada por la nueva vida que llevaba. Su dulzura, cuando decidía emplearla, era absolutamente divina —tenía siempre el encanto de ser la humildad de un espíritu elevado— y en aquella ocasión quiso prodigarla. Ya fuera porque comprendía que era la última vez que ponía sus ojos en ella o porque ella deseara resultar especialmente agradable para compensarle de haberle olvidado últimamente entre sus otras preocupaciones —probablemente ambas cosas—, fuera lo que fuera, el simple hecho de verla, todo lo que en ella había de natural y al mismo tiempo de coercitivo, no le parecía un privilegio menor que el de haber entrado en su palco aquella noche del teatro. Tenía la impresión de que levantaba y sostenía el peso que llevaba sobre él, como si se tratara de una cariátide alta y amable, coronada por una aplastante cornisa. Permitió que le mimara y que le sonriera lejana, aunque cariñosa, y su estado de ánimo era tal que no podía alterar su dolor ver que todas aquellas atenciones le costaban muy poco a la princesa. Había encargado a Assunta que les trajera el té y, cuando llegó la bandeja, le sirvió taza tras taza con toda la gracia de que era capaz; pero no había pasado con ella un cuarto de hora cuando comprobó que apenas se fijaba en una sola palabra de las que le decía o de las que pudiera pronunciar ella. Si, con la mejor intención, pretendía resultar «consoladora» a modo de compensación, no quedaba nada claro qué era lo que deseaba compensar. Pero había dos puntos que sí estaban perfectamente claros; primero que estaba pensando en algo que nada tenía que ver con sus relaciones presentes, pasadas o futuras con Hyacinth Robinson; segundo, que desde luego le había reemplazado. Hasta tal punto era así que ni siquiera se le ocurrió pensar lo cruel que podía resultar esa sensación de haber sido reemplazado a una persona que estaba acongojada y dolida. Si se mostraba tan encantadora con semejantes flaquezas, ¿era por ser bondadosa de natural y porque había estado alejado, pero no por haberle ofendido? Después de todo, quizá no lo hubiera hecho, porque sacó la impresión de que podía no ser una gran pérdida para nadie no formar parte de su vida íntima en aquel momento. Quedaba patente en su cara, en sus movimientos, en el tono de su voz, y en toda la irradiación de su belleza, que esa vida implicaba intimidades y esfuerzos muy arduos. Si había ido a visitarla movido por la curiosidad de ver qué tal le iba, estaba claro que le iba muy bien: vivía más que nunca entre grandes esperanzas, planes audaces y combinaciones de largo alcance. Todas esas cosas, desde su punto de vista, no eran precisamente el secreto de la felicidad, y verse mezclado en ellas no era quizá un signo de haber llevado una vida que mereciera más la pena que la terrible noción a que había llegado sobre lo que valía la paz. Ella le preguntó por qué había tardado tanto en ir a verla, pero como si se tratara sólo de un simple descuido, y tampoco dio muestras de preocuparse de si era buena o mala excusa su respuesta de que no había ido porque creía que estaba muy ocupada. Pero no negó que lo estuviera, y hasta admitió que en su vida había estado tan ocupada como entonces. Le miró como si él supiera lo que eso significaba, y Hyacinth dijo que lo sentía mucho por ella.

—¿Porque crees que todo ello es una equivocación? Sí, ya lo sé. Es posible que lo sea, pero es una equivocación magnífica. Si ya estabas asustado hace tres o cuatro meses, no sé lo que pensarías ahora si lo supieras. Lo he arriesgado todo —dijo con la mayor naturalidad—, todo.

—Afortunadamente no sé nada.

—No, claro, ¿cómo ibas a saberlo?

—Y, para decir la verdad, ese es el verdadero motivo de que no haya vuelto hasta esta noche. No he querido saber nada… he tenido miedo y horror de saber.

—¿Entonces por qué has venido al fin?

—Bueno, pues por la más absurda de las curiosidades.

—Entonces supongo que te gustaría te dijese dónde he estado esta noche, ¿no? —preguntó ella.

—No, mi curiosidad ya está satisfecha. Me he enterado de algo (lo que más me importaba saber) sin que usted me lo dijera.

Le miró un poco asombrada:

—¡Ah!, ¿quieres decir si se había ido madame Grandoni? Me imagino que te lo ha dicho Assunta.

—Sí, me lo ha dicho Assunta, y he sentido mucho oírlo.

La princesa se puso seria, como si la marcha de su amiga hubiera sido realmente un asunto muy penoso:

—¡Puedes imaginarte lo que lo siento! Eso me deja completamente sola; a los ojos del mundo supone una inmensa diferencia en mi posición. Por lo demás, no hago caso de los ojos del mundo, y ella ya no podía aguantarme más; parece que soy un escándalo cada vez mayor… y estaba escrito.

Al preguntar Hyacinth qué iba a hacer madame Grandoni, contestó:

—Supongo que se irá a vivir con mi marido. ¿Tiene gracia, no?, que tenga que estar siempre con uno de los dos y que importe tan poco con cuál de los dos sea.

Cinco minutos más tarde le preguntó si el motivo que había alegado antes era también la causa de que no fuera a Audley Court. El señor Muniment le había dicho que hacía más de un mes que no iba a verle a él ni a su hermana.

—No, no es el miedo a enterarme de algo lo que podría hacer que no me encontrase a gusto; en primer lugar, porque en cierto modo no es fácil no sentirse a gusto con Paul, y en segundo lugar que, en caso de que así fuera, él nunca permite ver qué impresión le hacen las cosas. Es, sencillamente, la sensación general de que existe una verdadera divergencia de puntos de vista. Y cuando esas divergencias se hacen muy agudas hay cosas y pretextos muy poco convincentes que…

—Que es mejor no intentar mantener. Ya veo lo que quieres decir cuando uno es ferozmente sincero. Pero debías ir a ver a su hermana.

—No me gusta su hermana —confesó Hyacinth con toda franqueza.

—¡Ni a mí tampoco! —exclamó la princesa, mientras Hyacinth comprobaba la naturalidad y la falta absoluta de falsa vergüenza con que había hablado de su amigo común.

Pero luego no dijo nada más, y a Hyacinth le pareció que ya había estado allí bastante tiempo y que ya la había entretenido bastante. Se levantó, y estaba despidiéndose cuando ella comentó de repente:

—Por cierto, que el hecho de que no vayas a ver a un amigo como el señor Muniment porque no apruebas lo que hace me lleva a pensar que te vas a ver en una situación muy molesta, con tus desaprobaciones, el día en que te llamen para servir a la causa de acuerdo con tu juramento.

—Sí, claro que lo he pensado ya —sonrió Hyacinth.

—¿Y sería una indiscreción preguntar qué es lo que has pensado?

—¡Huy, he pensado tantas cosas, princesa! Necesitaría mucho tiempo para decirlas.

—Nunca he hablado contigo de eso, porque me parecía poco delicado, y todo ello un secreto demasiado personal para que una amiga, aunque fuera tan íntima como lo he sido yo, pretendiera meterse. Pero lo he pensado muchas veces, al ver que cada vez tienes menos interés (en el verdadero asunto, quiero decir cada vez menos), y no sé cómo vas a conciliar el cambio de tus sentimientos con la ejecución de tu compromiso. Te compadezco, pobre amigo mío —continuó conmovida—, porque no puedo imaginar una cosa más terrible que encontrarte cara a cara con tu obligación y sentir al mismo tiempo que el espíritu que te llevó a hacerlo está ya muerto dentro de ti.

—Terrible, terrible, de lo más terrible —dijo Hyacinth.

—Pero pido a Dios que no te toque nunca hacerlo. —La princesa hizo una pausa, y luego añadió—: Veo que lo comprendes. ¡Que el cielo nos ayude a todos! ¿Por qué no iba a decírtelo si me preocupa? Hace poco tiempo recibí la visita de mister Vetch.

—Fue muy amable al recibirle.

—Te aseguro que estuvo encantador. Pero ¿sabes a qué venía? Para pedirme de rodillas que te salvara.

—¿Que me salvara de qué?

—Del peligro que te amenaza. Estuvo conmovedor.

—Sí, ya me lo ha contado —dijo Hyacinth—. Se le ha metido eso en la cabeza, pero no sabe por dónde anda. ¿Y cómo creía que iba a poder salvarme?

—Eso me lo dejaba a mí; no tenía más que una idea general (y muy halagadora) del efecto que yo podía hacer sobre ti.

—¿Y creía que iba a ponerse en movimiento para evitarlo? No le hace justicia. ¡No lo haría! —sonrió Hyacinth—. En ese caso, si comparamos una posición con otra, la suya no sería mucho mejor que la mía.

—Bueno, ahora hablemos seriamente. Estoy muy tranquila por ti y por mí. Sé que no van a llamarte —contestó la princesa.

—¿Y podría preguntar cómo lo sabe?

Ella vaciló sólo un momento:

—El señor Muniment me tiene informada.

—¿Y cómo lo sabe él?

—Tenemos información. Pobre amigo mío —dijo la princesa—; estás ya tan alejado de todo que, aunque te lo dijera, me temo que no ibas a entenderlo.

—Sí, no cabe duda de que estoy alejado; pero todavía tengo derecho a decir, en contra de la acusación que me ha hecho antes, que me intereso por el «verdadero asunto» tanto como pueda haberlo hecho nunca.

—¡Ay, pobre Hyacinth!, mi querido y absurdo pequeño aristócrata, ¿te ha interesado mucho alguna vez?

—Me ha interesado lo bastante y sigue interesándome lo bastante para ofrecer de buena gana mi vida por algo que pueda ser útil de verdad.

—Sí, claro, y eres tú quien tiene que decidir lo que es eso o, más bien, lo que no es.

—No lo decidí cuando hice la promesa. Estuve de acuerdo en acatar la decisión de los demás —contestó Hyacinth.

—Hace un momento, en relación con ese asunto tuyo, decías que habías pensado muchas cosas. ¿Se te ha ocurrido por casualidad pensar algo que pudiera servirle?

—¿Que pudiera servirle a quién?

—Al pueblo.

—Me llama las cosas más asombrosas, pero se olvida de que soy uno de ellos.

—Ya sé lo que vas a decirme. Vas a decirme que lo que les vendría bien sería hacer lo que tú haces, trabajar y ganar un sueldo. Eso está muy bien siempre que funcione. Pero ¿qué les propones a los miles, a los cientos de miles que no tienen trabajo, a todos los que pueblan la tierra y viven bajo un cielo implacable sin poder encontrarlo? Cada vez hay menos trabajo en el mundo y cada vez hay más gente para hacer el poco trabajo que hay. Todo el feroz egoísmo de unos cuantos tiene que venirse abajo. Y como no van a venirse abajo por su propia voluntad, hay que ayudarlos.

El tono en que había dicho esas palabras le hizo latir el corazón a toda prisa, había algo tan extraordinario en la unión de su belleza, su sinceridad y su energía, que la imagen de un heroísmo no menor pasó ante él como un relámpago, con todo el esplendor que había perdido, la idea de un riesgo tremendo y un sacrificio desinteresado.

Una mujer como aquélla, y en aquel momento, que era capaz de brillar como la plata y tener el sonido del cristal, hacía que cualquier escrúpulo, prudencia o miramiento se convirtiera en una cobardía:

—¡Qué más quisiera yo que poder verlo como lo ve usted! —dijo casi llorando, después de haberla contemplado con silenciosa admiración.

—Yo lo que veo es esto: que lo que estamos haciendo es algo que por lo menos merece la pena intentarlo, y como ninguno de los que tienen el poder, los que ocupan los puestos y tienen los medios, van a preocuparse de ninguna otra cosa, pues que caiga sobre sus cabezas la responsabilidad y que caiga la sangre sobre ellos.

—Princesa —dijo Hyacinth, con las manos juntas, y dándose cuenta de que temblaba—, queridísima princesa ¡si le pasara algo a usted…! —Pero le faltó la voz; el horror de todo ello, una docena de espantosas imágenes de lo que podía hacer y de su posible castigo, volvieron a aparecérsele como ya lo habían hecho otras veces en sus siniestras meditaciones; le parecían peor que todo lo que pudiera imaginar para sí mismo.

Ella echó la cabeza hacia atrás y le miró casi enfadada:

—¿A mí? ¿Y por qué no a mí, dime? ¿Qué títulos tengo yo que no puedan tener los otros para quedarme fuera y segura? ¿Por qué soy yo tan sacrosanta y tan preciosa?

—Sencillamente porque no hay nadie en el mundo ni podrá haberlo nunca como usted.

—¡Ay, muchas gracias! —dijo la princesa impaciente.

Y se apartó de él como con un batir de alas blancas que la sacaran del aire viciado de lo personal. Pero la llevó demasiado lejos y puso fin a su conversación; expresaba una indiferencia hacia todo lo que pudiera interesarle de ella en aquel momento y hasta un desprecio por ello, que le llevó lágrimas a los ojos. Pudo ocultarlas, porque se inclinó profundamente para besarle la mano y, después de haberlo hecho, salió de la habitación sin mirarla.