XXXVII
Media hora después de haberse marchado el químico experto oyó otra vez llamar a la puerta; pero era una llamada breve y discreta, acompañada de un repiqueteo débil. Quien lo había provocado fue introducido en la casa, sin que madame Grandoni volviera la cabeza o, más bien, levantara la vista del sillón —tan bajo como una bañera y de forma muy parecida a ese receptáculo— en el que estaba sumergida junto al fuego. Dejaba ese cuidado a la princesa, que se levantó al oír el nombre del visitante, mal pronunciado por su doncella. Assunta dijo mister Vetch, pero su ama reconoció sin dificultad al violinista pequeño y gordo de quien le había hablado Hyacinth, que era el mejor amigo de Pinnie, había estado tan unido a su existencia, y a quien ella siempre había sentido curiosidad por conocer. Hyacinth no le había dicho que pensara visitarla, y su inesperada aparición aumentaba el interés. Con todo lo que le gustaba ver tipos raros y explorar rincones alejados, cualquier nuevo encuentro o nueva amistad de esa clase la ponía siempre nerviosa, tenía miedo de quedarse corta, de no acertar con el tono apropiado. En seguida se dio cuenta de que mister Vetch iba a aceptarla como era y de que no necesitaba especiales ajustes; era un caballero y hombre con experiencia, y sólo necesitaba dejarle que diera el tono él. Estaba allí de pie, sosteniendo con las dos manos su sombrero, grande y brillante; un sombrero a la moda de diez años antes, un poco rozado y con el ala torcida, y se había quedado quieto, sin saludar ni decir nada, con una pequeña sonrisa de prueba, que parecía interrogar y explicar algo al mismo tiempo. Explicaba al menos que se podía confiar en él, y que si se había presentado de esa forma, sin ceremonia y sin que le invitaran, era porque tenía motivos que iban a parecerle a ella suficientes en cuanto le escuchara. Había hasta cierta osadía en la confianza que mostraba: casi una insinuación de que sabía cómo presentarse ante una señora y, aunque en seguida se demostró que efectivamente sabía hacerlo, ese fue el único fallo que tuvo. Porque revelaba una gran experiencia de estar con las actrices en los ensayos y de los hábitos que había cogido al tratar con ellas.
—Ya sé quién es, ya sé quién es —dijo la princesa, aunque era muy fácil ver que él ya se había dado cuenta.
—Lo que quizá no sepa es para qué he venido a verla —contestó mister Vetch, presentándole la copa del sombrero como si fuera un espejo.
—No, pero no importa. Me alegro mucho, y podía haber venido antes si quería. —Luego preguntó con su característica honradez—: ¿No sabe el gran interés que me tomo por su sobrino?
—¿Mi sobrino? Sí, mi amigo Robinson. Ha sido por causa de él por lo que me he atrevido a invadir su casa.
Iba a ofrecerle una silla, pero se detuvo y se quedó mirándole con una sonrisa:
—Espero que no haya venido para pedirme que le deje.
—Al contrario, al contrario —contestó el viejo, que alzó la mano expresivamente y ladeó la cabeza como si estuviera sosteniendo el violín.
—¿Qué quiere usted decir al contrario? —preguntó ella, después de haberse sentado los dos. Como si le pareciera que podía resultar contradictorio, añadió—: Me imagino que no tendrá miedo de que deje de ser amiga suya.
—Yo no sé lo que teme ni tampoco sé lo que espera —repuso mister Vetch, que miraba a la princesa con una cara en la que ella podía ver algo más reconfortante que una mera cortesía anticuada—. Va a ser difícil decírselo, pero tengo que intentarlo por lo menos. En realidad, creo que no es asunto mío, ya que no soy pariente del chico; pero le he conocido desde que era una pulga (no es que abulte mucho más ahora), y no puedo menos de decirle que le agradezco mucho que haya sido tan amable con él.
—De todas maneras, no creo que le guste —declaró la princesa—. A mí no me sería difícil decir cualquier cosa.
—Me ha hablado muy poco de usted; no sabe que he dado este paso —dijo el violinista, que recorrió con los ojos la habitación y los detuvo en madame Grandoni.
—¿Y por qué dice que ha dado ese «paso»? La gente suele hablar así cuando tiene que hacer algo desagradable.
—Es muy raro que yo visite a alguna señora. Hace mucho tiempo que no he estado en casa de una persona como la princesa Casamassima. Recuerdo la última vez que lo hice —dijo el viejo—. Fue para cobrar el dinero que me correspondía por haber estado tocando en casa de una señora que daba un baile.
—Tiene que traer alguna vez el violín y tocar para nosotras. Y no por dinero, naturalmente —añadió la princesa.
—Lo haré con mucho gusto, así como cualquier otra cosa que le agrade. Pero mi habilidad es muy limitada. Sólo sé música vulgar, esas cosas que se tocan en los teatros.
—No lo creo. También tocará cosas para sí mismo cuando esté solo en su casa.
Mister Vetch tardó un poco en contestar:
—Ahora que la veo y la oigo, puedo entenderlo mejor.
—¡Si yo creo que no me ve! —rió la princesa.
Y el violinista preguntó si había algún peligro de que apareciera Hyacinth mientras él estaba allí. Ella le dijo que sólo iba por la noche y después de haber quedado en hacerlo, y al pedirle mister Vetch que no le dijera que había estado con ella, contestó:
—Es igual, lo adivinará, lo sabrá por instinto en cuanto entre por la puerta. Es terriblemente avispado.
Luego comentó que nunca había podido ocultarle nada. Claro que quizá le estuviera bien empleado por tratar de hacer un misterio de cosas que no tenían ninguna importancia.
—¡Qué bien le conoce! —exclamó el violinista, que volvió a fijarse en madame Grandoni, que seguía contemplando el fuego sin hacerle caso.
No acababa de decir para qué había ido, y sus dudas no podían tener más motivo que la presencia de la señora vieja. Creía que la princesa se habría dado cuenta; confiaba en poder dárselo a entender con la claridad suficiente, pero con delicadeza. Pero ella lo único que pareció entender fue que deseaba que le presentara a su amiga:
—Es necesario que conozca a la más encantadora de las mujeres. Ella también se toma mucho interés por el señor Robinson: un interés muy distinto al mío, mucho más sentimental —dijo.
Y luego le explicó a su amiga, que parecía absorta en otras ideas, que mister Vetch era un gran músico, una persona con quien ella, que había conocido a tantas otras en sus tiempos y que era tan aficionada a esas cosas, tendría mucho gusto en hablar. La princesa hablaba de «esas cosas» como si ella también las hubiera abandonado por completo, aunque madame Grandoni la oía muchas veces improvisar al piano himnos revolucionarios y marchas triunfales.
—Creo que se está riendo de mí —dijo mister Vetch.
Mientras, la otra señora se daba la vuelta despacio y empezaba a mirarle. Le miró convenientemente, de arriba abajo, y soltó un suspiro:
—¡Gente extraña, gente extraña!
—Sí, la verdad que es un mundo muy extraño, señora —respondió el violinista, que luego preguntó a la princesa si podría hablar con ella en privado.
Ella miró alrededor un poco confusa, y sonrió:
—Mire, es que no tengo más que esta habitación para recibir. Vivimos en un plan muy modesto.
—Sí, su excelencia se está riendo de mí. Sus ideas son también muy amplias. De todas formas, tendré mucho gusto en volver en cualquier otro momento que sea mejor para usted.
—Me adjudica un buen humor que realmente no tengo. ¿Por qué iba a estar alegre? —preguntó la princesa—. Me encantaría volver a verle. Tengo mucha curiosidad por saber lo que puede decirme. Podríamos encontrarnos en cualquier sitio, si quiere, en Kensington Gardens o en el Museo Británico.
La miró detenidamente antes de contestar, y luego, mientras su pálida cara de viejo se ruborizaba, exclamó:
—¡Pobrecito Hyacinth!
Madame Grandoni hizo un esfuerzo por levantarse de su asiento, pero estaba tan hundida que no lo consiguió a la primera. Mister Vetch le echó una mano, y así pudo ponerse de pie. Le miró un momento y dijo:
—¿Qué es lo que me ha dicho? ¿Que es usted un gran músico? ¿Y no le basta con eso? Tendría que estar usted contento, caballero. He conocido a otras personas, a las que no creo que sobrepase usted, que estaban muy satisfechas.
—Yo no sobrepaso a nadie —dijo el pobre mister Vetch—. No sé por quién me toma.
—¡Ah! ¿No es un perverso revolucionario? ¿No es un conspirador ni un asesino? Me sorprende, pero lo celebro. En esta casa nunca puede saberse. No es una casa recomendable, y si usted es una persona decente es una lástima que venga aquí. Sí, ella está muy alegre y yo estoy muy triste. No sé cómo va a acabar todo esto. Después de mí, eso espero. El mundo no está nada bien, desde luego, pero sólo Dios puede mejorarlo.
Como el violinista expresara su esperanza de que no se marchaba por culpa de él, madame Grandoni continuó:
—Doch, doch, sí me voy por culpa suya pero ¿qué importa que sea usted u otro cualquiera? Estoy marchándome continuamente por culpa de alguien o de algo, pero prefiero hacerlo por culpa de un hombre decente, suponiendo que usted lo sea, aunque, como le digo, ¿quién puede saberlo?, que por un destructor. Voy de un lado a otro. No tengo descanso. Pero tengo un cuarto muy bonito: el mejor de la casa. A mí, al menos, no me trata mal. Si pudieran ustedes cambiar el clima, todo lo demás resultaría muy pasadero. Buenas noches, sea quien sea.
La pobre señora salió arrastrando los pies a pesar de las renovadas protestas de mister Vetch, y mientras el objeto de sus críticas estaba delante del fuego, mirándolos a los dos y viendo como él abría la puerta.
—Se va, vuelve; en fin, no importa. Le parece que es una casa muy mala, pero sabe que sería aún peor sin ella. Ahora me acuerdo de usted —continuó la princesa—; el señor Robinson me dijo que había sido un gran demócrata en sus viejos tiempos, pero que ha dejado de interesarse por el pueblo.
—¿El pueblo… el pueblo? Eso es una tontería. ¿A quién se refiere?
Ella dudó un momento:
—Los que le importaban a usted, los que defendía; los que están debajo de todos los demás, y de todo lo demás, y que tienen todo el peso encima para aplastarlos.
—Ya veo que me toma por un renegado. Esa forma que tienen algunas clases de arrogarse el título de pueblo no me ha gustado nunca. ¿Por qué hay unos seres humanos que son el pueblo, sólo el pueblo, y los demás no? Yo soy tan pueblo como los otros, he trabajado toda mi vida igual que un afilador y no he cambiado nunca.
—No permita que le ponga de mal humor. A veces soy muy irritante, pero tiene que pararme. Es probable que no lo crea pero no hay otra persona que aguante una reprimenda tan bien como yo —dijo la princesa riéndose mientras volvía a sentarse.
Mister Vetch bajó los ojos; parecía querer dar a entender que tomaba esas palabras como un ardid de mujer, y que sería una falta de respeto tomarlas muy al pie de la letra:
—Lo que yo quiero es que usted… que usted… —Pero se paró antes de seguir adelante.
Ella le miraba y le escuchaba con atención, y esperó a que volviera a hablar. Fue una pausa larga, y no dijo nada. El viejo, por fin, rompió a hablar:
—Princesa, daría muchas veces mi vida por la de ese chico.
—¡Siempre le he dicho que tenía usted que quererle! —exclamó ella con gran alegría.
—¿Quererle? ¿Quién puede ponerlo en duda? ¡Si le he hecho yo, le he inventado yo!
—Y él lo sabe —sonrió la princesa—. Es una organización perfecta.
Y, como el violinista la miraba dando muestras de no saber muy bien a qué atenerse, la princesa continuó:
—Es para mí una gran oportunidad de enterarme de algunas cosas. Hábleme de cuando era pequeño. ¿Cómo era de niño? Cuando la gente me gusta, me gusta del todo, y quiero saberlo todo de ella.
—No podía suponer que le quedase mucho que aprender de nuestro amigo. Se ha adueñado usted de su vida —añadió mister Vetch pensativo.
—Sí, pero por lo que entiendo usted no lo lamenta. A veces va uno mucho más lejos de lo que pensaba. Cada cual debe usar su influencia para bien —siguió diciendo, con la bondad y el aire razonable que parecía a veces iluminarle la cara. Luego comentó, aunque no se había aludido a eso—: Conozco la espantosa historia de su madre. Me la contó él mismo cuando estuvo pasando unos días conmigo. No he oído nada que me afectara más en toda mi vida.
—Fue culpa mía que llegara a saberlo. Supongo que también se lo diría.
—Sí, pero creo que comprendió muy bien su intención. ¿Si volviera a verse en el mismo caso pensaría de otra manera?
—Pensé que iba a hacerle bien —dijo el viejo nada más.
—Y yo diría que se lo ha hecho —añadió la princesa, como si quisiera animarle.
—Yo no sé qué era lo que tenía entonces en la cabeza. Quería enemistarle con la sociedad. Ahora quiero reconciliarle —dijo mister Vetch con vehemencia. Parecía dar a entender que eso le importaba muchísimo.
—¡Pero si ya lo está! —contestó ella—. Hablamos muchas veces de eso. Él no es como yo, que veo toda suerte de abominaciones. Es un aristócrata presumido. ¿Qué más puede querer usted?
—Ésas no son las opiniones que me comunica a mí —dijo mister Vetch moviendo la cabeza tristemente—. Estoy apenadísimo y no acabo de entenderlo. No he venido aquí con la pretensión de examinarla, pero me gustaría mucho saber si me equivoco al creer que ha ido con usted a los peores barrios, a Saint Giles y a White Chapel.
—Sí, desde luego hemos ido juntos a hacer algunas investigaciones —admitió la princesa—, y debajo de esta ciudad tan enorme, con todo su lujo, su derroche y su vicio, hemos visto ejemplos de miseria y de horror que no pueden ni imaginarse. Pero no hemos ido únicamente a los suburbios; también hemos estado en un music-hall y en otros entretenimientos baratos.
El violinista, al principio, recibió la información en silencio, de modo que la princesa continuó relatando algunas de las cosas que había visto, y describiendo con gran viveza, aunque con cierta moderación argumentativa, varias escenas de las que hacían poco honor a «nuestra cacareada civilización».
—¿Qué tiene de extraño entonces que me diga que las cosas no pueden seguir como hasta ahora? —preguntó el violinista, después de oírla—. El otro día, sin ir más lejos, me dijo que se consideraría uno de los seres más despreciables si no hiciera algo por cambiar las cosas, por mejorarlas.
—¡Claro!, ¿qué puede tener de extraño? Pero si dijo eso era que tenía un mal día —comentó la princesa—. Cambia continuamente, y sus impresiones cambian también. No es en la miseria del pueblo en lo que piensa siempre. Usted me cuenta lo que le ha dicho; bueno, pues a mí me ha dicho que ya puede morirse el pueblo antes de sacrificar en su honor las conquistas de la civilización. En esos momentos, dice que perecerían, que no quedaría rastro de ellas si las masas ignorantes llegaran a estar arriba.
—No necesita tener miedo. Eso no ocurrirá nunca.
—No lo sé. Podemos intentarlo al menos —dijo ella.
—Intente usted lo que quiera, señora; pero, por amor de Dios, sáqueme al chico de este lío.
La princesa se había excitado de repente al hablar de la causa en que creía y, de momento, no hizo caso de esa llamada que mister Vetch había hecho con una gran ansiedad. Levantó la cabeza, y la luz de sus ojos adquirió un extraordinario esplendor:
—¿Sabe lo que le digo al señor Robinson cuando me hace observaciones como ésa? Le pregunto qué es lo que entiende por civilización. Vamos a esperar primero a que llegue, y luego hablaremos de ella. De momento, y en vista de todos esos horrores, la desprecio y reniego de ella.
Se rió de todas las cosas habidas y por haber; podría haber pasado por una espléndida sirena de la revolución.
—El mundo es muy triste y odioso, y me alegro mucho de ir a dejarlo pronto. Pero antes de irme quiero salvar a Hyacinth —insistió mister Vetch—. Si es un aristócrata presumido, como usted dice, menos a propósito será para llevarle a su molino. Si resulta que ni siquiera cree en lo que pretende hacer, ¡vaya bonita situación! ¿A qué se dedica entonces, señora? ¿Qué endiablada estupidez es la que ha emprendido?
—Es una mezcla especial de impulsos contradictorios —dijo la princesa, pensativa. Luego, como si volviera a la pregunta del viejo, añadió—: ¿Cómo voy a discutir yo sus asuntos con usted? ¿Cómo voy a decirle sus secretos? En primer lugar, no los conozco y, si lo supiera… ¡imagínese!
Su visitante dio un largo suspiro, casi un lamento de desconcierto y desánimo. Le había dicho antes que viéndola comprendía muy bien que el joven se hubiera vuelto su esclavo, pero lo que no podía decirle era que comprendía sus motivos y secretos y que aprobaba toda la anormalidad de su conducta. Tenía la impresión de que era una mujer hermosa, pero perversa; una mezcla femenina mucho más complicada que las que él había tratado hasta entonces, y se sentía desalentado, perdido y condenado al fracaso. Iba preparado a halagarla sin escrúpulos, creyendo que ése era el mejor camino de tratar con ella; pero se encontraba con que esas artes primitivas, aunque pareciera extraño, no eran las más indicadas para su modo de ser, y su desconcierto aumentaba en vez de disminuir al ver que ella, al menos, se esforzaba por ser comprensiva. Había dejado el sombrero en el suelo, y tenía las manos en el puño del paraguas, un paraguas que hacía mucho tiempo que había renunciado a plegarse bien. Estaba un poco hundido, con la barbilla apoyada en las manos.
—¿Por qué sigue esa conducta? ¿Por qué cree semejantes cosas? —preguntó; pero estaba convencido de que lo hacía en un tono débil y que no serviría para nada.
—Señor mío, ¿cómo sabe usted lo que yo creo? A pesar de todo, tengo mis razones, que serían muy largas de explicar, y que además no le interesarían demasiado. Cada uno debe ver la vida como puede; y no hay duda de que se nos presenta por distintos caminos. Usted me cree una persona afectada, y piensa que todo lo que hago no es más que una pose; pero lo único que intento es ser natural. ¿Usted mismo no es también un poco inconsecuente? —preguntó con aquella condenada dulzura que dejaba helado a mister Vetch y le hacía comprender que no iba a sacar nada de ella—. No quiere que nuestro amigo se asome a las miserias de Londres, porque eso despierta su sentido de la justicia. Pues es una cosa bien rara no querer despertar el sentido de la justicia en una persona a quien se quiere y a quien se estima.
—Si no me importa un pito su sentido de la justicia, no me importan un pito las miserias de Londres; y si yo fuera joven, y guapo, y listo, y brillante, y con una gran posición como usted, me importaría mucho menos todavía. En ese caso tendría muy poco que decirle a un pobre obrero, a un chiquillo que se gana la vida con un bote de cola y unas tiras de cuero viejo.
—No lo desfigure; no pretenda que es lo que sabe muy bien que no es —dijo la princesa con su desconcertante sonrisa—. Sabe usted de sobra que es el hombrecillo más civilizado que hay.
El violinista se sentía desconsolado:
—Yo lo único que quiero es defenderle… librarle. —Luego añadió—: No la entiendo a usted muy bien. ¿Si le gusta porque es un chico de clase baja, cómo puede gustarle porque es un presumido?
Ella se quedó mirando el fuego, como si ese pequeño problema mereciera cierta consideración, y luego siguió:
—Querido mister Vetch, estoy segura de que no quiere ser impertinente, pero algunas de las cosas que dice producen ese resultado. No hay nada que le moleste a uno más que ver que ponen en duda su sinceridad. Yo no tengo que darle explicaciones. A mis amigos les pido que confíen en mí, y a los demás que me dejen en paz. Aparte de eso, cualquier cosa poco amable que pueda haberme dicho, descontada la inevitable torpeza, no será nada comparada con el chaparrón de insultos que estoy preparada a recibir dentro de poco. Voy a hacer cosas que producirán una buena cosecha, ¡vaya si voy a hacer cosas, señor mío! Y estoy decidida a no preocuparme. Por tanto, ¡venga, hombre, serénese! Si los dos nos interesamos tanto por Robinson, no puedo comprender por qué vamos a pelearnos por él.
—Querida señora —se disculpó el viejo—, no tengo la menor intención de faltarle al respeto o de agotar su paciencia, y debe perdonarme si no cuido mucho mis maneras. ¿Cómo voy a hacerlo si estoy tan obsesionado? Bien sabe Dios que no quiero pelearme. Le digo que lo único que quiero es ver libre a Hyacinth.
—¿Libre de qué? —preguntó la princesa.
—Pues de alguna maldita hermandad secreta o liga internacional a la que pertenece, y que sólo pensarlo no me deja dormir por las noches. Es justo el tipo de chico para que se aprovechen de él.
—Sus temores parecen muy vagos.
—Esperaba que me dijera usted el capítulo y el versículo.
—¿En qué se basan sus sospechas? ¿Qué fundamentos tiene usted? —insistió ella.
—Tengo muchos; ninguno de ellos muy claro, pero todos significan algo: su aspecto, su manera de hablar, todo lo que me choca en él. Querida señora, esas cosas se sienten, se adivinan. ¿Conoce a ese pobre charlatán infatuado, Eustache Poupin, que trabaja en el mismo sitio que Hyacinth? Es un viejo amigo mío y un buen hombre, para como suelen ser los charlatanes. Pero se pasa la vida conspirando, y escribiendo y pulsando cuerdas que hacen un poco de ruido, y lo toma por el toque de difuntos de la sociedad. No tiene por qué quejarse y le va estupendamente. Pero se empeña en que las personas sean iguales, ¡Dios le valga!; y supongo que en cuanto haya conseguido que sean iguales fundará una sociedad para dejar a todas las estrellas del cielo del mismo tamaño. No es serio, aunque cree que es el único ser humano que nunca toma las cosas en broma; y todas sus maquinaciones, que a mí me parecen inocentes, son para él una costumbre y una tradición, como su teoría de que Cristóbal Colón, que descubrió América, era francés, y lo del baño de pies caliente el sábado por la noche. No me ha confesado que Hyacinth se haya comprometido en serio a hacer algo por la causa que pudiera tener consecuencias desagradables, pero la forma en que desvía la idea me resulta tan inquietante como si lo hubiera hecho. Él y su mujer están muy encariñados con el chico, pero no acaban de decidirse a intervenir; claro que quizá les pase lo que a mí: que no ven manera de hacerlo. No fui yo quien le enseñó esos endiablados trucos, aunque quizá sí que lo hice al principio. Cuanto más bonito sea el trabajo, mayor será el privilegio de hacerlo; pero los Poupin tienen aspiraciones socialistas para el chico, y no descansarán hasta proporcionarle una noble oportunidad. Yo he acudido a ellos por las buenas, y me aseguran que no hay un pelo de su cabeza que no sea para ellos tan sagrado como si fuera hijo suyo. Pero eso tampoco me consuela demasiado, por la sencilla razón de que creo que la vieja (cuya abuela no me cabe duda de que llevó cabezas ensangrentadas clavadas en una pica en París) sería capaz de cortársela a su propio hijo con tal de hacer algún daño a los propietarios. Además, dicen, que qué influencia tienen ellos ya sobre Hyacinth. Si es un descarriado, adora dioses falsos. En resumen, que no me dan ninguna información, y que me atrevería a decir que ellos mismos están atados por algún juramento poco santo. Pueden temer una venganza si andan con cuentos. Todo eso no es más que basura, pero esa basura puede ser un motivo muy serio.
La princesa escuchaba con atención y procuraba seguirle con paciencia:
—No me hable de los franceses; nunca me han importado.
—Pues parece raro si es usted socialista. Tendría que estar de acuerdo con ellos.
—¿Por qué me llama socialista? Odio todas esas etiquetas y banderines —dijo. Luego preguntó—: ¿Pero qué supone del señor Robinson? Porque tiene que suponer algo.
—Pues que haya podido echarse a cuestas el maldito encargo de hacer alguna idiotez… algo en lo que ni él mismo cree.
—No tengo ni idea de qué clase de cosa puede hablar. Pero si no cree en ella, puede dejarla muy fácilmente.
—¿Cree usted que es hombre capaz de renegar de algo que hubiera prometido en serio? —preguntó el violinista.
La princesa expresó sus dudas:
—No se puede juzgar nunca a la gente hasta haberla puesto a prueba. ¿Se ha tomado siquiera la molestia de preguntarle a él?
—¿De qué iba a servirme? No me diría nada. Sería como un hombre que avisa cuándo va a batirse en duelo.
La princesa permaneció unos momentos callada, y miró a mister Vetch con una sonrisa indulgente y compasiva:
—Estoy segura de que se está preocupando por lo que no es más que una sombra; pero eso no puede evitarse, ¿verdad? No acabo de ver cómo puedo ayudarle.
—Pero ¿quiere usted que cometa alguna atrocidad, cualquier locura? —suplicó mister Vetch.
—Señor mío, yo no quiero que haga nada de nada. No he tenido la menor relación con ninguna clase de compromiso que haya podido contraer. Hágame el honor de confiar en mí —dijo la princesa con cierta sequedad—. No comprendo qué haya podido hacer para perder su confianza. Confíe también un poco en el chico. Es un caballero y se comportará como tal.
El violinista se levantó, y se puso a frotar su sombrero con el puño del abrigo. Daba pena verle allí sin saber qué hacer, como si tuviera que decir algo más pero pensara que debía marcharse, y como si sobre ambas ideas prevaleciera alguna otra más extraña:
—Eso es precisamente lo que me da miedo —dijo por fin. Luego la miró y añadió—: Pero la vida tiene que gustarle mucho.
La princesa fingió no comprender la insinuación encerrada en esas palabras:
—Déjemelo a mí, déjemelo a mí. Siento mucho que esté tan preocupado, pero le agradezco que haya venido a verme. Ha sido muy interesante, porque es una de las personas que han influido en nuestro amigo.
—Sí, desgraciadamente. Si no hubiera sido por mí no habría conocido a Poupin, y si no hubiese conocido a Poupin no habría conocido a ese amigo químico (¿cómo se llama?). Muniment.
—¿Y cree usted que eso le ha hecho daño? —preguntó la princesa, que también se había levantado.
—Sin duda alguna: ese chico reconcentrado ha sido la causa principal de la infección.
—¡Agota usted mi paciencia! —contestó ella, y se volvió.
Verdaderamente, la insistencia del violinista era irritante. Continuó sin saber qué hacer, con la cabeza inclinada hacia delante y los brazos colgando, con el sombrero y el paraguas sostenidos de una forma grotesca, como si quisiera ilustrar la cosa o darle mayor énfasis.
—Durante mucho tiempo he supuesto que tenían que ser Muniment o usted los que le habían metido en ese lío. Sospechaba más de usted… mucho más; pero si no es usted, tiene que ser él.
—¡Entonces más valdría que fuera a buscarle!
—Claro que iré. No le conozco apenas, no le he visto más que una vez, pero le hablaré con toda claridad.
La princesa llamó a la doncella para que acompañase a mister Vetch, pero en el momento en que él ponía la mano en la puerta de la habitación le detuvo con decisión:
—Mire, ahora que lo pienso, haga el favor de no ir a casa del señor Muniment. Es mejor dejarle tranquilo. Déjemelo a mí —terminó con una sonrisa más amable.
—¿Por qué no?, ¿por qué no? —repetía él. Y como ella no acabara de decidirse a decirle por qué no, preguntó—: ¿No lo sabe?
—No, no lo sabe; no tiene nada que ver con eso.
De repente había sentido el deseo de proteger a Paul Muniment de la culpa que le imputaba mister Vetch, y que significaba una responsabilidad muy fea: y aunque no era una persona que se molestara en decir mentiras, esa defensa de Paul Muniment se la había encontrado en los labios antes de poder reprimirla. Fue el mismo deseo el que la llevó a decir:
—No lo haga… lo estropearía todo.
Se acercó a él muy nerviosa y le abrió ella misma la puerta:
—Déjemelo a mí, déjemelo a mí —continuó diciendo mientras el violinista la miraba asombrado y sumiso, y se dejaba poner en la calle con toda suavidad.
Estaba excitada por una idea que se le había ocurrido de repente y, después de oír que se cerraba la puerta tras mister Vetch siguió andando media hora por la habitación, muy inquieta y sin poder apartar de la cabeza esa idea.