XIV

No le dijo nada a Pinnie ni a mister Vetch de que había estado con una gran señora; pero sí que se lo dijo a Paul Muniment, a quien le confiaba muchísimas cosas. Al principio le tenía bastante miedo a aquel amigote del Norte, que daba muestras de cultivar la lógica y la crítica en un grado que no se prestaba a hablar libremente, pero más tarde descubrió que era un hombre al que se le podía contar cualquier cosa, con tal que no le importara a uno que la aprobara o la entendiera. Para ser revolucionario era un hombre tranquilísimo y tolerante a más no poder. La visión de las cosas que ansiaba cambiar no parecía tener el poder de irritarle y, si se burlaba de cosas que le afectaban mucho, lo hacía siempre sin acritud. Hyacinth pensaba a veces que de una manera demasiado inocente y pueril. Nuestro héroe admiraba su facultad de combinar la preocupación por las miserias de la humanidad con el estado de ánimo propio de un obrero joven y alegre, que se pone una camisa limpia el domingo por la mañana y, sin haber caído en la tentación de gastarse el jornal la noche antes, sopesa los atractivos que pueda ofrecer el pasar un día feliz en Epping Forest o en Gravesend. No hablaba nunca con mal humor de lo que le había tocado ni de su vida diaria; parecía que no se le hubiera ocurrido pensar que la «sociedad» era responsable del estado de la columna vertebral de su hermana, aunque Eustache Poupin y su mujer (que en realidad eran tan pacientes como él) hacían cuanto podían porque lo dijese, creyendo sin duda que iba a servirle de alivio. No parecían importarle nada las mujeres, hablaba de ellas pocas veces y siempre con respeto, y nunca había dado señales de tener novia, como no fuera que se considerase novia a lady Aurora Langrish. No probaba una gota de cerveza ni fumaba nunca; estaba siempre contento, de buen color, mirándolo todo con un aire inteligente e imperturbable, y hasta le había hecho a Hyacinth sentirse como un hermano mayor una vez que fueron al gallinero de seis peniques de Astley, a presenciar una pantomima ecuestre, al ver cómo se divertía y se quedaba con la boca abierta ante el poco selecto espectáculo. En una ocasión había tildado al encuadernador de golfillo sugestivo, pero Hyacinth le tenía entonces en tan alta opinión que casi le había parecido una patente de nobleza. Nuestro héroe sentía por él un entusiasmo ilimitado; había soñado siempre con una gran amistad, y no había encontrado nunca mejor oportunidad que aquella. No había nadie que pudiera albergar un sentimiento así con mayor nobleza que Hyacinth ni que fuera capaz de cultivar con más arte una relación personal e íntima. Algunas veces le desilusionaba ver que esa confianza no obtenía la debida respuesta; que, sobre algunos puntos importantes del programa socialista, Muniment no se definía con claridad, no había mostrado aún el fond du sac, como decía Eustache Poupin, a un admirador tan ardiente. Algunas cosas las contestaba con mucha libertad y, de cuando en cuando, de una manera que a Hyacinth le hacía pegar un bote, como el día que le preguntó qué pensaba de la pena capital y dijo que en lugar de aboliría la extendería a todos los que mentían o se emborrachaban habitualmente. Pero su amigo tenía siempre la sensación de que se reservaba la mejor carta y que incluso en el atento círculo de Bloomsbury, cuando sólo estaban presentes los hombres de fiar, había en su cabeza muchas conclusiones que no llegaba a expresar porque pensaba que ninguno de ellos merecía escucharlas. Así que en lugar de sospechar que tenía un programa muy pobre, Hyacinth creía que se le ocurrían cosas extraordinarias, que estaba pensándolas hasta llegar a una conclusión lógica, dondequiera que pudieran llevarle, y que el día que las soltara, con la puerta del club vigilada y todos los asistentes juramentados, iban a mirarse unos a otros y se iban a quedar pálidos y con la boca abierta.

—Quiere verte; me dijo que te llevara; lo decía muy en serio.

Hyacinth le contaba su entrevista con las señoras del palco, entrevista que, al pensar luego en ella, se le antojaba tan absurda como un sueño y con no muchas más probabilidades de continuar una vez despierto.

—¿Llevarme… llevarme adonde? —preguntó Muniment—. Hablas como si se tratara de una muestra de tu taller o de un perrito en venta. ¿Me ha visto alguna vez? ¿Cree que soy más bajo que tú? ¿Qué sabe de mí?

—Bueno, sabe que eres amigo mío… y eso le basta.

—¿Y crees que también ha de bastarme a mí que sea amiga tuya? No sé por qué me parece que vas a tener más de cuatro antes de terminar; muchas más de las que pueda contar. ¿Y cómo voy yo a ver a una hembra delicada con estas zarpas? —preguntó Muniment al tiempo que exhibía diez dedos manchados.

—Cómprate un par de guantes. —A Hyacinth le parecía un obstáculo muy serio, pero al cabo de un momento dijo—: No, es mejor que no lo hagas. Lo que le gusta son las manos sucias.

—¡Por Dios, pues eso es bien fácil! No necesita mandarme a buscar. Pero ¿no crees que te está tomando el pelo?

—Es muy posible, pero no veo qué podrá sacar de eso.

—A los peces gordos no tienes que molestarte en buscarles excusas. Su maldita riqueza engendra el mal y toda clase de deseos indecentes. Son capaces de hacer daño por el gusto de hacerlo. Además, ¿es sincera?

—Si no lo es, ¿para qué sirven todas tus explicaciones? —preguntó Hyacinth.

—No importa nada: de noche todos los gatos son pardos. Sea lo que sea, es un espantajo que no tiene nada que hacer y se dedica a burlarse. A lo mejor es una sinvergüenza.

—Si la hubieras visto no hablarías así.

—¡Dios me libre de verla si va a corromperme!

—¿Te parece que me corromperá a mí? —preguntó Hyacinth, con una cara y un tono de voz que hizo a su amigo estallar de risa.

—¿Cómo va a corromperte si no eres ya más que un montoncillo de corrupción?

—Eso no lo crees. —Hyacinth se puso muy serio.

—¿Quieres decir que si lo creyera no iba a decírtelo? ¿No te has dado cuenta de que digo lo que pienso?

—No, no dices ni la mitad de lo que piensas. Eres más escurridizo que un pez.

Paul Muniment le miró, como si le hubiera gustado la agudeza de la observación:

—Bueno, si te dijera la otra mitad de lo que opino sobre ti, ¿crees que la entenderías?

—Voy a ahorrarte la molestia. Soy un joven muy listo, responsable y prometedor, y cualquiera se sentiría orgulloso de tenerme por amigo.

—¿Es eso lo que te ha dicho tu princesa? ¡Tiene que ser un verdadero hallazgo! —exclamó Paul—. ¿Y no te registró el bolsillo mientras lo hacía?

—¡Sí, claro! A los pocos minutos eché de menos una pitillera de plata con las armas de los Robinson. Y ahora, hablando en serio —dijo Hyacinth—, ¿no te parece posible que una mujer de esa clase quiera enterarse de lo que sucede entre los que son como nosotros?

—Depende de la clase que digas.

—Pues una mujer con un montón de alhajas y perfumes maravillosos y con las maneras de un ángel. A veces me pregunto si las chicas de las perfumerías tienen las mismas maneras; pero, claro, lo que no pueden tener son las perlas. Desde luego que ese interés es raro, pero no es inconcebible, ¿por qué iba a serlo? Puede haber personas que no sean egoístas, sentimientos desinteresados.

—Y también puede haber señoras que estén temblando por sus joyas y hasta por sus maneras. En serio, como tú dices, es perfectamente concebible. No me sorprende lo más mínimo que la aristocracia sienta una gran curiosidad por lo que estamos preparando y quiera meter las narices en ello. Yo, en su lugar, no estaría muy tranquilo y, si fuera una mujer de maneras angelicales, es probable que me alegrara muchísimo de echarle mano a un encuadernador suavecito y susceptible y le sacara al pobre todo lo que pudiera.

—¿Tienes miedo de que le cuente algún secreto? —exclamó Hyacinth, enrojeciendo de indignación.

—¿Secreto? Pero ¿qué secreto puedes contarle, hijo mío?

Hyacinth se volvió:

—No tienes confianza en mí; nunca la has tenido.

—Ya lo haremos algún día, no tengas miedo —dijo Muniment, que no quería ser duro, al menos con Hyacinth, cosa que le parecía imposible—. Y cuando lo hagamos, llorarás de desilusión.

—Bueno, tú no —contestó Hyacinth.

Luego preguntó a su amigo si creía que la princesa Casamassima era la espía número uno —el diablo mismo tenía que ser— y por qué, en ese caso, Sholto no lo era, ya que no sospecharían de él cuando le habían dejado entrar y salir. Muniment no sabía siquiera a quién se refería, pues no había tenido relación con el caballero, pero pudo hacerse una idea bastante completa después de oír la descripción del capitán. Se limitó a decir, con su habitual buen humor, que le tenía simplemente por un borrico y que, aunque hubiera conseguido meterse allí con intención de traicionarlos, ¿qué palanca iba a poder agarrar, qué podía hacer contra ellos por lo que había visto u oído? Si tenía el capricho de ir a meterse en los clubs de obreros (Paul recordaba la primera noche que llegó; le había llevado aquel ebanista alemán que iba siempre con el cuello vendado y fumaba en una pipa con cazoleta del tamaño de una estufa); si le divertía ponerse un sombrero viejo, fumar tabaco malo y llamar a sus «inferiores» «querido muchacho»; si creía que al hacerlo podía formarse una idea de cómo era el pueblo, adelantar la mitad del camino y prepararse para lo que pudiera venir, todo eso era asunto suyo y le daba la bienvenida, aunque hacía falta ser muy zoquete para dedicarse a pasar la noche en un agujero como aquel, cuando podía pasarlo estupendamente en uno de esos establecimientos de Pall Mall llenos de sillones y de fieles servidores. Después de todo, ¿qué había visto en Bloomsbury? Pues una «reunión social» bien idiota, en la que había pipas de arcilla, un suelo de arena, menos de la mitad del gas necesario y unos cuantos periódicos, y donde los asistentes, como podía verse, eran radicales avanzados y, en su mayoría, aventajados idiotas. Podía darles palmaditas en la espalda y decir que la Cámara de los Lores no duraría ni hasta el verano, pero ¿qué descubrimientos podía hacer? Estaba a la misma altura que la princesa de Hyacinth; andaba nervioso y escamado y creía que debía tomar precauciones.

—No es como la princesa. Estoy seguro de que es muy distinto —exclamó Hyacinth.

—Claro que es distinto; ella supongo que es una mujer guapa, y él es un hombre feo; pero no creo que ninguno de los dos vaya a salvarnos o echarnos a perder. Su curiosidad es natural, pero yo tengo más cosas que hacer que exhibirlos, así que dile a tu Alteza Serenísima que le quedo muy agradecido.

Hyacinth reflexionó un momento y dijo:

—Pues a lady Aurora sí que se lo enseñas; parece que quieras darle la información que desee. ¿Dónde ves la diferencia? Si ella hace bien en interesarse, ¿por qué no puede hacerlo mi princesa?

—Si ya es tuya, ¿qué más puede desear? —preguntó Muniment—. Todo lo que sé de lady Aurora y lo único que me importa es que va a estar con Rosy y que le lleva té y la atiende. Si la princesa hiciera lo mismo vería qué podía yo hacer, pero aparte de eso no voy a tomarme el más mínimo interés en su atracción por las masas o por esta masa particular. —Y Paul, con su descolorido dedo gordo, señaló su propia humanidad.

El tono que había empleado desilusionó a Hyacinth, a quien sorprendía que no encontrara algo más notable y romántico el incidente del teatro. Parecía darse por contento con la explicación de su amigo; pero, cuando poco después, al referirse a la misteriosa señora, dijo que estaba «temblando», el crítico saltó:

—¡Eso sí que no, no tiene miedo de nada!

—¡Ay, chico, a ti sí que no te tiene miedo!

Hyacinth no hizo caso de semejante salida, pero preguntó con una candidez que le libraba de todo ridículo:

—¿Crees que podría hacerme algún daño si sigo adelante con su amistad?

—Sí, es muy probable, pero tú tienes que devolvérselo, y bien. Eso es lo que tienes que hacer, ¿sabes?, sacar lo que puedas, vivir tu vida y dar gusto al «sexo». Yo soy un animal feo y tiznado, tengo que cuidarme del fogón y de la tienda; pero tú eres uno de esos chiquillos que tienen que correr y ver mundo. Debías ser un adorno de la sociedad, lo mismo que un galán en un libro de cuentos. Pero hay una cosa: si te hace mucho daño, tendrá que vérselas conmigo.

Hyacinth, desde hacía tiempo, pensaba llevar a Pinnie a ver a la postrada damisela de Audley Court, a quien había prometido que su benefactora (le había dicho a Rosy que era su madrina, le sonaba mejor) cumpliría con esa ceremonia. Pero el asunto había ido retrasándose por las pequeñas dudas de la modista, que ya no podía imaginar que quedara en Londres alguien tan desamparado que quisiera verla. Había perdido toda curiosidad y sabía que no podía hacer en público el mismo papel que cuando su dominio de la moda le permitía ilustrarla sobre su propia persona, con ayuda de no pocas ballenas. Además, se daba cuenta de que Hyacinth tenía unos amigos muy raros y unas opiniones más raras todavía; sospechaba que se interesaba por la política más de lo natural, y que no acababa de estar del lado derecho, por poco que ella entendiera de causas y partidos; y tenía la vaga idea de que tales desviaciones sólo servían para aumentar los trabajos de los pobres que, de acuerdo con unas teorías que nunca había meditado, pero que tenía tan arraigadas como la religión, debían pensar siempre igual que los ricos. Ya se diferenciaban bastante de ellos por su pobreza para ir a buscar otras diferencias. El día en que por fin acompañó a Hyacinth a Camberwell, un sábado por la tarde, en pleno verano, lo hizo entre suspiros y como si no hubiera otro remedio; pero, de haber dicho que lo deseaba, habría ido con él a casa de un basurero. El peligro de no encontrar a Rose Muniment en casa no era mayor que el de que los leones de bronce de Trafalgar Square fueran a darse un paseo hacia Whitehall; pero había avisado con tiempo y, cuando abrió la puerta al oír que le llamaban desde dentro, vio que había tenido la feliz idea de avisar a lady Aurora para que le ayudase a recibir a miss Pynsent. Eso fue al menos lo que se imaginó al ver alzarse ante él la memorable figura de su señoría, a quien no había vuelto a encontrar desde que se conocieron allí. Presentó su compañera a su yacente anfitriona, y Rosy repitió luego su nombre ante la representante de Belgrave Square. Pinnie se inclinó hasta el suelo cuando lady Aurora le tendió la mano, y se deslizó sin ruido hasta una silla junto a la cama. Lady Aurora reía y se agitaba amistosa y alegremente, pero más bien sin ton ni son, y Hyacinth se dio cuenta de que no se acordaba de él. Su atención, si embargo, estaba dedicada sobre todo a Pinnie: la contemplaba con sumo interés, para ver si en tan solemne ocasión sacaba a relucir aquella cortesía tiesa y anticuada cuyo secreto poseía, y que le hacía compararla, por su forma de extraer el sentido de las cosas, a unas pinzas de plata para coger terrones de azúcar. Deseaba que Pinnie hiciera buen papel, no sólo por ella, sino por sí mismo, y esperaba que no perdiera la cabeza si a Rosy le daba por hablar de Inglefield. Era evidente que Rosy le había impresionado mucho, y no hacía más que repetir en voz baja: «hija mía, hija mía», mientras la mujercita de la cama explicaba que nada le hubiera gustado tanto como seguir su preciosa profesión, pero que no podía estar sentada, y que la única vez que había cogido una aguja en su vida se le había caído entre las sábanas y se había metido en el colchón, por lo que siempre temía que volviera a salir y la pinchara, cosa que hasta entonces no había ocurrido ni quizá llegara a ocurrir, pues se movía tan poco que no podía empujarla.

—A lo mejor cree que el pañuelito que llevo al cuello me lo he hecho yo misma —dijo Rosy—, le parecerá que estando tanto tiempo aquí quieta es lo menos que podía hacer. Pues no he dado ni una puntada. En eso soy la señora más fina de Londres; no muevo ni un dedo. Es un regalo de su señoría, lo ha hecho ella misma. ¿Qué le parece? ¿Ha visto usted a otra persona tan privilegiada? Y mire la labor, haga el favor de mirarla, y dígame qué le parece.

La chica se quitó el pañuelo del cuello y se lo lanzó a Pinnie, que estaba un poco cortada y no dejaba de repetir «hija mía, hija mía», en parte por simpatía, y en parte porque, a pesar de la consideración debida a todo el mundo, le parecía un proceder más bien extraño.

—Está muy mal hecho; ya lo verá usted —dijo lady Aurora—. No fue más que una broma.

—Sí, todo es una broma, todo menos mi estado de salud. Eso se admite que es serio. Cuando su señoría me envía carbón por valor de cinco chelines es una broma; y cuando me trae una botella de oporto de la mejor calidad es otra broma; y cuando sube sesenta y siete escalones (hay sesenta y siete, lo sé muy bien aunque no suba ni baje) para pasar la tarde conmigo en plena temporada de verano de Londres, entonces la broma es más grande. Sé todo lo que hay que saber sobre la temporada de verano, aunque yo no me marche nunca, y comprendo lo que se pierde su señoría. Es muy bromista, sí, pero por suerte yo sé cómo tomarlo. Ya ve usted que no me serviría de nada ser quisquillosa, ¿verdad, miss Pynsent?

—Hija mía, hija mía, me gustaría hacerle algo yo misma; sería mejor… sería mejor —balbució la pobre Pinnie.

—Sería mejor que mi trabajo. Yo no tengo ni idea de cómo se hacen esas cosas —dijo lady Aurora.

—¡Por Dios, mi lady!, no he querido decir eso; quise decir que sería más conveniente. Cualquier cosa que pueda antojársele —añadió la modista, como si se tratara del apetito de la inválida.

—Bueno, ya ve que yo no llevo nada, sólo una chaqueta de franela para estar un poco mejor —contestó Rosy—. A lo que me dedico es a las colchas elegantes, como puede verse —y extendió las manos sobre la colcha de vivos colores—. ¿No le parece, miss Pynsent, que podría ser también una de las bromas de su señoría?

—Pero, querida amiga, ¿cómo puede decir esas cosas? ¡Yo nunca he llegado a tanto! —interrumpió lady Aurora con ansiedad.

—Bueno, como me ha dado casi todo lo que tengo, a veces se me olvida. No me costó más que seis peniques, así que viene a ser lo mismo que si hubiera sido un regalo. Sí, seis peniques en la tómbola de un bazar de Hackney, una rifa a beneficio de la capilla metodista, hace tres años. Un chico que trabaja con mi hermano y que vive por allí le ofreció un par de boletos, y cogimos uno cada uno. Cuando digo «cogimos», quiero decir cogió. ¿Cómo iba a encontrar yo (es decir él) una moneda de seis peniques en esa copa de la chimenea si no la hubiera metido antes? Mi boleto resultó premiado y, como vivo en la cama, el premio fue una colcha hecha con todos los colores del arco iris. ¡No ha habido nadie con tanta suerte como yo!

Y la chica, mientras charlaba, dirigía alegres miradas a Hyacinth, para ver si le ponía de mal humor con su contradictorio optimismo.

—Es preciosa, pero si quiere otra, por variar, yo tengo muchísimos retales —dijo Pinnie, con una generosidad que le hizo pensar a Hyacinth que estaba quedando muy bien.

Rose Muniment puso la mano sobre el brazo de la modista y contestó:

—No, no hace falta cambiar, no hace falta cambiar. ¿Cómo puede haber cambios donde ya está todo? Aquí está todo, todos los colores que se han visto, inventado o soñado desde el principio del mundo —y con la otra mano acariciaba su colcha multicolor—. Usted tiene muchos retazos, pero no puede tener tantos como los que hay aquí. Cuantos más trozos casara, más se parecería la colcha a esa vieja y deslumbrante amiga mía. Tengo otra idea, una idea maravillosa, y quizá su señoría puede adivinar lo que es —Rosy tenía la mano en el brazo de la modista, y miraba alternativamente a sus dos compañeras, como si quisiera asociarlas y fundir lo más posible el interés de ambas hacia ella—. A propósito de lo que estábamos diciendo hace unos minutos… ¿podría su señoría seguir un poquito más?

Como lady Aurora parecía desconcertada, más bien inquieta y azorada al verse requerida para responder a un acertijo en público, la enferma acudió en su ayuda:

—Sorprenderá al principio, pero no cuando yo lo haya explicado: lo que quiero es sencillamente una barita rosa.

—¡Una barita rosa! —repitió lady Aurora.

—Con un ribete negro. ¿No entiende la relación con lo que estábamos hablando antes de que llegaran nuestros visitantes?

—Sí, sería muy bonita —dijo Pinnie—. Yo las hacía así en mis buenos tiempos; o también de un color azul bien escogido y con el ribete blanco.

—No, rosa y negro, rosa y negro… para que haga juego con mi cutis. A lo mejor no sabían que tengo cutis; pero son muy pocas cosas las que me faltan. Usted tuvo la amabilidad de decir que lo que se me antojara. Bueno, pues lo que se me antoja es eso. Ahora su señoría ve la relación que hay, ¿no?

Lady Aurora parecía perdida, como si comprendiera que tenía que verlo, pero sin estar segura de que continuaba sin ver nada y, al mismo tiempo, preocupada por la idea de que aquella evocación repentina fuera en detrimento del bolsillo de la modista.

—Sí, una bata rosa iría muy bien, y miss Pynsent sería muy amable —dijo.

Hyacinth, por su parte, pensaba que el encargo era un poquito caro, pues Pinnie tendría que poner la tela y la labor. Sin embargo, la amistosa frescura con que la enferma la hacía contribuir no le parecía fuera de lugar, pues pensaba que, después de todo, cuando uno tiene que pasarse la vida tumbado, también tiene derecho a alargar la mano (no será mucho lo que pueda alcanzar) y agarrar lo que caiga.

Pinnie declaró que sabía perfectamente qué era lo que deseaba la señorita Muniment, y que se comprometía a hacer un verdadero primor; y Rosy dijo que tenía que explicar para qué servía, pero que necesitaban acertar una adivinanza otra vez. Se la propondría a miss Pynsent y a Hyacinth todas las veces que quisieran: ¿de qué habían estado hablando lady Aurora y ella antes de que vinieran? Juntó las manos y le brillaban los ojos de impaciencia mientras los volvía hacia lady Aurora y la modista. ¿Qué les parecería natural, delicioso, magnífico… si conseguían encontrar un sitio donde ponerlo? Hyacinth sugirió sucesivamente una jaula con gorriones de Java, una caja de música, una ducha, o quizá un retrato de su señoría de cuerpo entero, y Pinnie le echó una ojeada, temerosa de que llevara la broma demasiado lejos. Rosy, por fin, alivió su expectación y dijo:

—¡Un sofá! Ni más ni menos que un sofá. ¿Qué les parece? ¿Imaginan que esa idea podía haber salido de alguien que no fuera su señoría? Hay que atribuir todo el mérito a ella; se le ocurrió cuando estábamos hablando. Yo creo que estábamos comentando ese dolor especial que se siente debajo de las paletillas cuando uno no se mueve nunca. Lo dijo lo mismo que podía haber hablado del masaje apropiado —los hay muy inapropiados— o de una cucharada de ese mejunje americano. Lo estamos pensando, y uno de estos días, si dedicamos tiempo suficiente al asunto, le encontraremos sitio, el más bonito y cómodo que pueda haber. Espero que vea usted ahora la relación que tiene con la bata rosa —dijo a Pinnie— y espero que comprenda también la importancia de la pregunta: «¿Hay que quitar algo?». Me gustaría que mirara un poco alrededor y me dijera qué contestaría si yo le preguntara ¿puede quitarse algo?