XXVIII
Mister Vetch esperó allí hasta que lady Aurora bajara a darle las noticias que estaba impaciente por saber. No se forjaba ilusiones respecto a Pinnie. La noche anterior le había parecido ver que llevaba la muerte escrita en la cara, y creía que no era mal momento para que la pobre abandonara su carga. Tenía razones para creer que el futuro no iba a ser agradable para ella. En lo concerniente a Hyacinth, no se sentía nada tranquilo; porque aunque sabía más o menos que andaba metido con gentes extrañas, y aunque había dicho siempre que se alegraría de ver que salía adelante y resolvía el problema de su peregrina ascendencia, estaba preocupado por no tener un conocimiento exacto. Apagó la pipa, anticipándose a la reaparición de lady Aurora y, al prescindir de ese consuelo, se le agudizó el miedo que le había entrado pocos días antes, a raíz de una conversación, o más bien un intento de conversación, con Eustache Poupin. Fue a través del francés como conoció lo poco que sabía de la extraña aventura de Hyacinth entre la alta sociedad. Y su visión del asunto había sido puramente deductiva; Hyacinth no le había explicado a Pinnie por qué se marchaba, y sólo le había dado a entender que había una señora en el asunto y que, por muy buen equipaje que llevara y por muy bien planchadas que estuvieran sus camisas, sería poco. Poupin había visto a Sholto en el Sol y Luna, y por medio de Hyacinth había llegado a la conclusión de que una influencia femenina muy notable era en gran parte responsable de la presencia del capitán en Bloomsbury, una influencia que, para bien o para mal, Hyacinth estaba igualmente expuesto a sentir. Para el chico, Sholto era el lazo de unión visible con una sociedad para la que Lisson Grove no podía tener una importancia general, salvo para emplearla como atajo (muy desagradable si se hacía con frecuencia) más allá de Bayswater; por lo tanto, si Hyacinth se había marchado de Londres con un sombrero nuevo y un par de guantes de cabritilla tenía que haberlo hecho en dirección a ese círculo superior y más o menos movido por esa influencia femenina. Eso fue lo que el francés dio a entender al violinista, y con bastante claridad como era su costumbre; pero había otras notas en su conversación, unas referencias raras, que excitaron la curiosidad de mister Vetch pero no pudieron satisfacerla. Eran unas suposiciones más profundas y oscuras que sin duda le resultaban penosas al francés, que no llegaba a aclararlas ni a darles ese toque final que caracterizaba normalmente las más ligeras alusiones de monsieur Poupin. Al violinista se le antojaba que su amigo tenía algo en la cabeza que no le estaba permitido decir, y que además se refería a Hyacinth y podía ser causa de no poca ansiedad para quienes se interesaban por el singular muchacho. Mister Vetch, por su parte, fue dándole una forma a esa ansiedad: se convenció de que el francés había llevado al chico demasiado lejos en la línea de la crítica social, y hasta le había empujado hacia algún sendero sinuoso en el que un resbalón equivalía a un accidente. Cuando en otra ocasión dejó entrever sus temores a Poupin, el encuadernador se puso muy colorado y declaró que su conciencia era pura. Una de sus peculiaridades era que cuando se le subían los colores daba la impresión de estar enfadado, y mister Vetch pensó que el enfado se debía a que, a pesar de sus protestas, no había actuado con mucha prudencia; aunque antes de separarse, y como signo de apaciguamiento, derramó lágrimas de emoción, cuyo origen el violinista no veía muy claro, pero que le parecían más o menos dedicadas a Hyacinth. La entrevista tuvo lugar en Lisson Grove, pero madame Poupin no apareció por ninguna parte.
El viejo, en resumen, se sentía presa de sospechas que le llevaban a pensar cómo se le había pasado ya el entusiasmo democrático de su juventud. Había terminado por aceptarlo todo, aunque lo que no podía tragar era la idea de que le jugaran una mala pasada a Hyacinth; hasta había llegado a interesarse por la política, sobre la que siempre había tenido la opinión —opinión ahora muy enraizada en los Poupin— de que era un invento hecho a propósito para echar tierra a los ojos de los reformistas desinteresados y para soslayar la solución del problema social. Él había renunciado a solucionarlo; no se veía forma de aclararlo que no diera la impresión de ir a armar un lío mucho mayor que el que ya había, y que, cuando se alcanzaban los sesenta y cinco años, dejaba en buena parte de irritarle a uno. Mister Vetch sentía aún cierta acritud cuando se trataba del Libro de Oraciones y de los obispos, y si en algunos momentos estaba un poco avergonzado de haber aceptado el mundo presente, eso no le impedía pensar que seguía repudiando cualquier otro. Sin embargo, la idea de los grandes cambios había figurado entre los sueños de su juventud; ¿qué clase de cambio era posible en las relaciones de hombres y mujeres sino una nueva combinación de esos elementos? Si podían cambiarse los elementos, la cosa valdría la pena; pero no sólo era imposible introducir otros nuevos, ni siquiera se había descubierto todavía la manera de librarse de los viejos. Las piezas del tablero de ajedrez seguían siendo las pasiones, las envidias, las supersticiones y las estupideces del hombre, y la posición que ocuparan en un momento dado con respecto a las demás sólo podía interesar a los hados invisibles y crueles que jugaban la partida, y que desde hacía siglos estaban allí sentados, con la espalda encorvada. El cansancio se había ido apoderando del violinista a medida que aumentaban el diámetro de su cintura y el montoncito de medias coronas y soberanos acumulados en una caja de hojalata, que tenía cerrada con candado y metida debajo de la cama, y a medida que se sentía cada vez más unido a la modista y a su hijo adoptivo por los lazos del sentimiento y la costumbre. Si había dejado de insistir en las demandas que creía tenía derecho a hacerle a la sociedad, como lo hacía en los tiempos en que su conversación escandalizaba a Pinnie, no quería tampoco insistir sobre Hyacinth; pensaba que, aunque los poderes constituidos debieran «contar» con él, sería de mejor gusto no ser inoportuno. Lo que le daba miedo del interesante mozo era que por malas influencias pudiera meterse en honduras que además de deplorables no dejaran de ser ridículas. Puede incluso decirse que mister Vetch tenía el secreto designio de interceder en favor suyo.
Lady Aurora apareció en la habitación, muy silenciosamente, media hora después de que Hyacinth saliera de ella, y le dijo al violinista que tenía que acudir a otros deberes, pero que la enfermera ya había vuelto y el médico había prometido pasar por allí a las cinco. Ella volvería al atardecer, y Hyacinth estaba entretanto con su tía, que le había reconocido sin ninguna protesta; parecía realmente feliz de tenerle otra vez junto a ella, y estaba con los ojos cerrados, muy débil y sin hablar, agarrando con su mano la del chico. La inquietud se le había pasado y tenía menos fiebre, pero estaba sin fuerzas para hablar, y lady Aurora no disimulaba que todo hacía suponer que se agotaba rápidamente. Mister Vetch ya lo había aceptado y, después de que su señoría le dejara, encendió otra pipa filosófica, y se dedicó a esperar a que llegase el médico en el saloncito abandonado de la modista, al que se había permitido en otros tiempos hacer tantas visitas y donde se había tomado tantos vasitos de coñac caliente. El eco de sus pequeñas sorpresas y de sus contradicciones sin motivo, su asombro boquiabierto ante las paradojas, parecían todavía flotar en el aire; pero el lugar se sentía como desamparado y de duelo, como si ella estuviese ya enterrada.
Pinnie siempre había tenido una mano maravillosa para «quitar cosas de en medio»; los restos que su trabajo dejaba como testimonio eran a veces muy grandes, pero la reacción en favor de una alfombra sin un solo hilo era todavía mayor; y en aquella ocasión, antes de meterse en la cama, aún había encontrado fuerzas para barrerlo y ponerlo todo en orden, como si estuviera segura de que la habitación no volvería a recibir sus cuidados. Hasta para el viejo violinista, que no tenía la sensibilidad de Hyacinth para el escenario de la vida, la habitación tenía ya el frío de un sitio arreglado para el entierro. Después de que el médico visitara a Pinnie aquella tarde, no quedaban ya dudas de que no se tardaría en hacerse allí muy tristes preparativos.
Sin embargo, miss Pynsent soportó su enfermedad casi quince días más, durante los cuales Hyacinth estuvo constantemente en su cuarto. No volvió al taller de Crook, con el que sus relaciones parecían interrumpidas por tiempo indefinido; en realidad, mientras Pinnie necesitó sus cuidados, no salió más de dos veces de Lomax Place como no fuera por pocos minutos. Una de esas veces fue a Audley Court y pasó allí una hora; la otra se reunió con Millicent Henning, después de haber convenido con ella dar un paseo por los muelles. Intentó encontrar un rato para ir a dar las gracias a madame Poupin, que le había ofrecido muchas veces preparar una tisane según una receta que la pareja de Lisson Grove consideraba insuperable, aunque la vecindad no la apreciara demasiado; pero se vio obligado a mostrar su agradecimiento con una carta respetuosa, que compuso no sin cierto trabajo, pero con muy buen ánimo, en lengua francesa, que en su opinión resultaba especialmente apropiada para cortesías de ese género. Lady Aurora fue una y otra vez a la casa ensombrecida, donde dispensó su benéfica influencia velando a la enferma, aportando las ideas sanitarias más modernas, y por medio de sus conversaciones con Hyacinth, dirigidas con mucho más ingenio de lo que pudiera esperarse de su confusión, y encaminadas a distraerle. Preparó también muchas veces el té (hubo un gran consumo de ese líquido durante la enfermedad de Pinnie), y por un procedimiento mucho más avanzado que el que solía emplearse en Pentonville. Fue portadora de varios mensajes y de buen número de consejos médicos de Rose Muniment, cuyo interés en el caso de la modista ponía de mal humor a Hyacinth por la valentía que mostraba, y que aun siendo de segunda mano resultaba extravagante: daba la impresión de estar tan resignada a los males de los demás como a los suyos propios.
Al día siguiente de haber vuelto de Medley, a Hyacinth le había entrado un tremendo deseo de hacer algo especial en favor de Pinnie. Tenía la penosa sensación de que se estaba muriendo a causa de su pobre vida, del remordimiento nunca borrado de haberle hecho una mala pasada cuando era pequeño —como si no se lo hubiera perdonado desde hacía mucho tiempo y no pensara que era la más sabia decisión que podía haber tomado—, de alguna bajeza en su actitud que le era imposible evitar. Quería hacer algo que le convenciera de que tenía de la enferma la mejor opinión que pudiera tenerse: por eso insistió en que el señor Buffery celebrara una consulta con un doctor del West End suponiendo que el doctor del West End consintiera en reunirse con el señor Buffery. Gracias a la intervención de lady Aurora pudo descubrirse a un oráculo que no era enemigo de tal concesión, y que ella no había llevado ya porque dudaba por un lado ante la idea de imponer un gasto tan grande a la débil economía de Lomax Place, y por otro no se atrevía a afrontarlo ella, ya que sus fondos andaban mermados por las muchas caridades que hacía; y en previsión de la cuenta del gran hombre, Hyacinth, como en otras ocasiones, había acudido por un préstamo a mister Vetch. El gran hombre llegó y estuvo muy deferente con el señor Buffery, cuya actuación estimó acertada; permaneció varios minutos en la casa, mirando a Hyacinth por encima de las gafas —parecía casi más interesado en él que en la enferma— e hizo salir a casi todo el Place a contemplar su coche de caballos. Al final se negó a aceptar cualquier clase de honorarios, cosa que desilusionó y molestó a Hyacinth, que veía estropeado todo el efecto de la fineza que quería hacerle a Pinnie; aunque cuando se lo dijo a mister Vetch, el cáustico violinista acogió el comentario con una cara tan divertida que, habida cuenta de la situación, rayaba en lo inverosímil.
Hyacinth, en todo caso, había hecho cuanto podía, y el elegante doctor había dado algunas instrucciones que anunciaban que habría que acudir a una farmacia muy cara de Bond Street, perspectiva que al joven le proporcionó cierto consuelo. La salud de la pobre Pinnie declinaba a pesar de todo sin remedio, y una tarde en que estaba solo con ella, algo más de una semana después de volver de Medley, tuvo la impresión de que ya no estaba consciente. La respetable enfermera se había ido a cenar, y un olorcillo a bacon frito subía por la escalera, como indicando que en la zona de abajo las cosas iban mucho mejor. Hyacinth no acababa de comprender si Pinnie estaba dormida o despierta; creía que no estaba inconsciente, pero desde hacía una hora no daba señales de vida. Por fin movió la mano, como si se diera cuenta de que él estaba allí y quisiera tocarle, y murmuró:
—¿Por qué vino? Yo no quiero verla.
En seguida comprendió a quién se refería: su recuerdo había vuelto a través de los años a aquel día espantoso —le había descrito todos los pormenores— en el que mistress Bowerbank había invadido su pacífica vida y había sobresaltado su conciencia con un mensaje enviado de la cárcel.
—Sentóse allí, y estuvo mucho tiempo, mucho tiempo. Era enorme y yo estaba asustada. Ella gemía y gemía, y lloraba… era demasiado horrible. No pude evitarlo, no pude evitarlo.
Su mente vagaba de la figura de mistress Bowerbank, sentada como en un trono en el sofá amarillo del saloncito trastornado, a la trágica mujer de Milbank, cuyos lamentos tenía todavía en los oídos; y mezclada con esa visión confusa aparecía aún la pesadilla de que podía haber obrado de otra manera. En lo concerniente a Hyacinth, todo eso había quedado aclarado, pero Pinnie conservaba más viva que ninguna otra cosa en aquellos momentos su obsesión por el arrepentimiento y la expiación. A él le ponía malo que creyera que esas cosas eran aún necesarias, y se inclinaba sobre ella y le decía todo lo que se le ocurría para calmarla. Le dijo que dejara de pensar en aquella hora tan triste y tan lejana, que hacía mucho tiempo había terminado de tener consecuencias para ellos; que pensara sólo en el futuro, cuando volviera a sentirse fuerte, que él la atendería, que estaría siempre con ella, y que la cuidaría mucho mejor que como lo había hecho antes. Había pensado en muchas cosas mientras estaba allí sentado mirando las sombras que proyectaba la lámpara de noche —sombras altas e imponentes de cosas pequeñas y que no valían nada— y entre otras cosas había dejado volar la imaginación sobre las consecuencias que se habrían derivado para él de no haber sido adoptado siendo niño por la modista: el asilo, la calle, ignorancia, frío, suciedad, harapos, y noches encogido debajo de un puente o en el quicio de una puerta, piojos, hambre y golpes, y quizá hasta el brote de una inclinación heredada hacia el crimen; todas esas cosas, que veía con mayor viveza que nunca, le parecían ser las que le habrían correspondido. Intimidades con una princesa, visitas a viejas y hermosas casas de campo, y hasta la facultad de poder pensar en la mejor manera de dar un escarmiento a las clases privilegiadas habrían quedado en ese caso fuera de su alcance; y el que Pinnie le hubiera rescatado de padecer ese destino y le hubiera proporcionado todos esos lujos representaba casi que le había dado una gran posición en lugar de otra horrible, sólo con que tuviera la magnanimidad de creerlo así.
Tenía los ojos abiertos y fijos en él, pero el vivo destello que la modista solía dirigir a Lomax Place, cuando estaba dándole a la aguja sentada junto a la ventana, había desaparecido completamente de ellos.
—Allí no, ¿qué iba a hacer yo allí? —preguntó en voz baja—. Con los grandes no, los grandes.
—¿Los grandes qué? ¿Qué quieres decir?
—Ya lo sabes, ya lo sabes —dijo haciendo otro esfuerzo—. ¿No has estado con ellos? ¿No te han recibido?
—No van a separarnos, Pinnie; no van a interponerse así entre nosotros —dijo Hyacinth, y cayó de rodillas al lado de la cama.
—Tienes que separarte, eso me hace feliz. Sabía que te encontrarían por fin.
—Pobre Pinnie, pobre Pinnie —murmuró.
—Era sólo por eso… Ya me voy.
—Si te quedas conmigo no tendrás nada que temer —sonrió Hyacinth.
—¿Y qué dirían ellos?
—Prefiero estar contigo —insistió él.
—A mí me has tenido siempre. Ahora les toca a ellos: ya han esperado.
—¡Sí, la verdad es que han esperado! —dijo Hyacinth.
—Pero lo arreglarán, lo arreglarán todo —jadeó la pobre mujer—. ¡No pude, no pude evitarlo!
Esas palabras fueron el último hilillo de fuerza que le quedaba. No volvió a dar más señales de vida, y cuatro días más tarde dejaba de respirar. Hyacinth y lady Aurora estaban con ella, pero ninguno de los dos pudo darse cuenta de en qué momento había muerto.
Hyacinth y mister Vetch llevaron el féretro, con la ayuda de Eustache Poupin y de Paul Muniment. Lady Aurora y madame Poupin asistieron al funeral, lo mismo que una veintena de vecinos de Lomax Place; pero entre todos los componentes del duelo, el miembro más distinguido, al menos en apariencia, era Millicent Henning, que llamó la atención por su belleza, seria pero brillante, por su perfecto comportamiento y por el buen gusto y estilo de su traje negro. Mister Vetch tenía formada su idea; había estado acariciándola desde que Hyacinth volvió de Medley, y tres días después de haber enterrado a Pinnie se la presentó a Hyacinth. El entierro había sido el viernes, y Hyacinth había dicho que el lunes por la mañana volvería al taller de Crook. Era un domingo por la noche y había salido a dar un paseo, pero no con Millicent Henning ni con Paul Muniment, sino solo, como en sus viejos tiempos. Al volver se encontró al violinista, que estaba esperándole y despabilando una vela de sebo en el saloncito en penumbra. Tenía en la mano dos o tres papelitos en los que se veían algunas notas de su lápiz, y Hyacinth adivinó, si no toda la verdad, sí que había venido para hablar de negocios. Pinnie había dejado un testamento, del que había nombrado albacea a su viejo amigo. Mister Vetch le informó del propósito de aquel documento tan sencillo y sensato, y le dijo que había estado mirando las «pertenencias» de la modista. Las pertenencias de la pobre Pinnie se componían de los muebles de la casa de Lomax Place, la obligación de pagar una cuarta parte de la renta y una suma de dinero en la Caja de Ahorros. Hyacinth se extrañó de oír que las economías de Pinnie hubieran podido dar fruto en los últimos tiempos (las cosas le habían ido muy mal y el dinero había faltado muchas veces en la casa) hasta que mister Vetch le explicó que él mismo había vigilado el pequeño tesoro acumulado durante la época de relativa prosperidad, decidido a que no se tocara como no fuera en caso de extrema necesidad. Aunque había poco trabajo, todavía podía hacerlo cuando lo tenía, y el dinero debía guardarse por si llegaba el momento en que quedara inútil. Por suerte no había vivido para ver ese día, y la suma depositada en el banco había durado más que ella, aunque reducida a menos de la mitad. No había dejado ninguna deuda, salvo la de la casa y algunas otras de su enfermedad. El violinista ya sabía —se apresuró a darle a mi amigo esa seguridad— que si Pinnie se hubiera puesto enferma habría podido contar con él de vieja lo mismo que él había contado con ella de niño. Pero ¿qué habría pasado si Hyacinth hubiese tenido un accidente? ¿Qué ocurriría si sufría alguna condena por sus andanzas revolucionarias que, por poco peligrosas que fueran para la sociedad, en un país en el que la autoridad, aunque bondadosa, gustaba hacer de cuando en cuando un escarmiento, podía meterle tras los muros de la cárcel? Para bien o para mal, a fuerza de pellizcar y arañar de un lado y otro, había ahorrado un poco y, después de pagarlo todo, aún quedaría una fracción de ese poco. Todo se lo dejaba a Hyacinth, todo salvo un par de candelabros plateados y el viejo chiffonnier que tan bonito había sido en su día; Pinnie rogaba a mister Vetch que aceptara esas dos cosas en reconocimiento a sus impagables servicios. Los muebles, y todo lo que no necesitara para su propio uso, podía venderlos, y pagar algunas deudas con lo que sacara de ellos. El dinero quedaría para él; eran unas treinta y siete libras. Al dar esa cantidad, mister Vetch parecía entender que Hyacinth iba a ser dueño de una fortunita muy apreciable. Hasta para el mismo chico, a pesar de sus recientes iniciaciones, semejante lotería no parecía nada despreciable; representaba la inesperada posibilidad de no tener que volver todavía al taller de Crook. La representaba hasta que se acordó de los anticipos que le había hecho el violinista, y hasta darse cuenta de que cuando los hubiera pagado apenas quedarían veinte libras. Claro que, a pesar de todo, esa suma era mucho mayor de la que antes había tenido en el bolsillo. Dio las gracias al viejo por su información y comentó —sin ninguna hipocresía— que sentía que Pinnie no hubiera podido disfrutar en vida de esa suma. El albacea respondió que le había dado un interés mucho mayor que el de cualquier otra inversión, pues estaba convencido de que creía que no viviría para disfrutarlo, y que esa fe le había recompensado con los cuadros y visiones que tenía del momento en que su niño pudiera hacer algo grande.
—¿Qué entendía ella por eso… qué quiere usted decir? —preguntó Hyacinth.
Y nada más decirlo pensó que ya sabía lo que iba a decir el viejo, sería alguna referencia a la esperanza de Pinnie de que fuera a reunirse con sus «parientes» y a las facilidades que le proporcionarían treinta libras para hacer un buen papel entre ellos; y en un momento mister Vetch le miró como si fuera esa respuesta la que tenía en los labios, pero al cabo de un segundo respondió de manera muy distinta.
—Ella tenía la esperanza de que te marcharas y vieras mundo. —El violinista le miró y luego dijo—: Tenía un deseo especial de que fueras a París.
Hyacinth había palidecido con la noticia, y de momento no dijo nada; luego exclamó, casi con un quejido:
—¡Ay, París!
—A ella le hubiera gustado que hasta pudieras darte una vuelta por Italia.
—¡Hombre, eso habría sido estupendo! Pero también hay límites para lo que uno puede hacer con veinte libras.
—¿Cómo con veinte libras? —preguntó el viejo levantando las cejas, mientras las arrugas de su frente formaban profundas sombras a la luz de la vela.
—Eso será más o menos lo que haya después de haber saldado mi cuenta con usted.
—¿Qué estás diciendo de tu cuenta conmigo? No pienso aceptar ni un céntimo de tu dinero.
Los ojos de Hyacinth se pasearon por la elocuente pobreza del traje de su interlocutor.
—No quiero que parezca que soy un animal, pero imagínese que es usted el que pierde sus facultades.
—Hijo mío, me quedaría uno de los recursos de que disponía Pinnie. Acudiría a ti para que fueras el sostén de mi vejez.
—Puede hacerlo con toda seguridad, salvo en el caso de uno de esos peligros que acaba de mencionar… que me metan en la cárcel o me cuelguen.
—Sí, y precisamente porque pienso que el peligro será mucho menor si te marchas, es por lo que te animo a aprovechar esta oportunidad. Verás el mundo y te gustará más entonces. Pensarás que la sociedad, aun tal y como está, tiene cosas buenas.
—Nunca me ha gustado tanto como durante estos últimos meses.
—¡Ah, sí! ¡Pues espera a ver París!
—¡París, París! —repitió Hyacinth como en un sueño.
Y se quedó mirando la llama vacilante de la vela, como si viera en ella las más maravillosas escenas: actitud, acento y expresión que el violinista interpretó como la vibración de una cuerda hereditaria y latente, y como un síntoma de un agudo sentido de la oportunidad.