XXVII
Nada más ver asomar por la entreabierta puerta la cara de lady Aurora, comprendió que algo iba mal. ¿Qué estaba haciendo en el dormitorio de Pinnie? Un cuarto muy pobre en el que la modista, con todo su respeto, nunca hubiera dejado entrar a una persona tan importante a menos que las cosas fueran muy mal. Lady Aurora no tenía su habitual sonrisa incoherente; se había quitado su gran sombrero con el velito anticuado, y se llevó el dedo a los labios. La primera alarma de Hyacinth fue inmediata, nada más abrir la puerta de la calle, con la llave, como hacía siempre, y ver que el cuartito que estaba a la derecha del pasillo, en el que Pinnie se había pasado la vida, estaba vacío y con el fuego apagado. En cuanto pagó al cochero que le había llevado el equipaje hasta el vestíbulo —no tenía costumbre de pagar a cocheros y comprendía que le había dado demasiado, pero estaba muy nervioso para preocuparse—, subió corriendo la infame escalera, que aun en aquellos momentos le pareció más infame que nunca, dio unos golpecitos en la puerta y llamó con una voz lo menos temblorosa posible, a la que lady Aurora contestó en seguida. Había vuelto a entrar en el cuarto, mientras él estaba allí sin saber qué hacer; luego apareció otra vez, cerró la puerta tras ella y le hizo señas de que estuviera lo más callado posible. Se sintió de repente tan mal ante la idea de haber estado perdiendo el tiempo en Medley mientras había una desgracia en la pobre casucha a la que tanto debía, que apenas tuvo fuerzas para hacer una pregunta y obedeció mecánicamente el gesto de su noble visitante que le indicaba que bajara con ella.
Hasta que estuvieron solos en la salita desierta —donde por primera vez notó el desagradable olor que había—, no acertó a preguntar:
—¿Se está muriendo?, ¿ha muerto?
La tristeza que se veía en la cara de lady Aurora no parecía anunciar nada mejor.
—Querido señor Robinson, lo siento mucho por usted. Quería escribirle, pero a ella le prometí que no lo haría. Está muy mala la pobre; estamos muy preocupados. Empezó hace diez días, y creo mi deber decirle que ha perdido mucho.
Lady Aurora hablaba con más miramientos y precauciones que nunca, con ansiedad y como si le costara mucho trabajo: haciendo una pequeña pausa después de cada diálogo para ver cómo lo tomaba, y lanzándose luego un poco en cuanto veía un momento propicio. Se enteró de lo que pasaba, de que habían llamado a un médico y de que si esperaba un poco a entrar en el cuarto sería mucho mejor, pues la enferma se había dormido algo más tranquila que antes y sería una pena correr el riesgo de despertarla. A juicio de su señoría, el médico le estaba dando las medicinas apropiadas, pero decía que tenía muy pocas reservas. No se trataba de un médico famoso: era el doctor Buffery, que vivía allí cerca, pero parecía un hombre muy inteligente; y ella se había tomado la libertad (al confesarlo soltó una de sus extrañas risitas y se puso colorada) de llamar a una enfermera, una mujer mayor, muy respetable y conocida. En aquel momento estaba fuera, tenía que salir una vez al día a tomar el aire; «sólo cuando yo vengo, por supuesto», se apresuró a aclarar lady Aurora. La pobre miss Pynsent hacía tiempo que arrastraba un catarro y no se había cuidado. Hyacinth debía de saber lo valiente que era; no se preocupaba nada de sí misma. «Pero claro, un catarro es un catarro para todo el mundo, ¿no?», comentó como para demostrar que no compartía la opinión de que la clase baja podía liberarse de tales plagas. Diez días antes se había enfriado aún más al quedarse por la noche dormida en la silla y con el fuego apagado.
—Eso no habría sido nada para una persona como usted o como yo; pero, al estar tan débil, fue muy distinto. El día era terriblemente húmedo, el frío penetró en los pulmones y produjo una inflamación. El doctor Buffery asegura que estaba muy agotada, ¿comprende?, muy débil y sin defensas, y no tenía con qué salir adelante.
Al día siguiente tuvo muchos dolores y bastante fiebre, pero a pesar de todo se levantó. El ángel tutelar de la pobre Pinnie no le aclaró a Hyacinth el tiempo que había pasado antes de que llegara en su auxilio, ni quién le había avisado, y comprendió que se saltaba esa parte por el encomiable deseo de evitar que pensara que la enferma había sufrido por causa de su ausencia o le había llamado en vano. En realidad, no parecía que fuera ese el caso, ya que se había opuesto repetidamente a que le escribieran.
—Yo vine en seguida —dijo únicamente lady Aurora—: fue una suerte tremenda. Y desde entonces ha tenido todo lo que necesitaba, aunque resultaba muy triste ver que una persona necesitara tan poco. Quería que se quedase donde estaba; se ha aferrado a esa idea. Lo que le digo es la pura verdad, señor Robinson.
—No sé qué decirle, es usted extraordinariamente buena, angelical —contestó Hyacinth asombrado y sintiendo una extraña e inesperada vergüenza.
El episodio que acababa de vivir, el esplendor que había conocido y disfrutado tanto, la alianza tan antinatural que había establecido mientras su pobre madre adoptiva luchaba sola con la muerte —comprendía que era eso, el presentimiento, el horror final se palpaban allí—, todo ese contraste se le clavaba como un cuchillo y hacía que el desgraciado accidente de su ausencia se transformara en pura maldad suya.
—No puedo reprocharle nada siendo tan buena, pero hubiera deseado con toda mi alma saberlo —dijo por fin.
Lady Aurora cruzó las manos, suplicándole que no la juzgara mal:
—Para nosotros desde luego era una gran responsabilidad, pero pensamos que debíamos tener en cuenta lo que ella nos pedía. Insistía constantemente en que su visita no debía interrumpirse. Cuando volviera por propia voluntad habría tiempo de sobra. Yo no sé exactamente dónde ha estado, pero ella decía que era una casa preciosa. Repetía una y otra vez que iba a beneficiarle mucho.
Hyacinth notó que los ojos se le llenaban de lágrimas:
—¡Se está muriendo, se está muriendo! ¿Cómo va a poder vivir así?
Se dejó caer sobre el viejo sofá amarillo, el sofá de toda su vida y de muchos años antes, y escondió la cabeza en el brazo sucio y desgastado. Una serie de sollozos salieron de su boca, sollozos en los que estaba acumulada la emoción de varios meses, y el extraño y agudo conflicto que le había embargado durante las tres últimas semanas encontró en ellos alivio y una especie de solución. Lady Aurora estaba sentada junto a él, y le acariciaba la mano con la punta de los dedos. Durante un minuto, mientras corrían sus lágrimas y ella permanecía callada, notó su tímido toque de consuelo. Luego levantó la cabeza; recordó que había dicho «nosotros» y preguntó a quién se refería.
—¡Ah, a mister Vetch! ¿No lo sabe? He tenido el gusto de conocerle; es imposible ser una persona más buena.
Después, mientras Hyacinth guardaba silencio atormentado por la idea de que Pinnie había tenido que depender del violinista mientras él se daba la gran vida, lady Aurora añadió:
—Es un músico encantador. Al principio, ella le pidió una vez que trajera el violín; creía que iba a calmarla.
—Le estoy muy agradecido, pero ahora que he llegado, no hace falta que le molestemos —dijo Hyacinth.
Parecía haber cierta sequedad en sus palabras, y eso fue la causa de que su señoría, después de varias dudas, se decidiera a decir:
—¡Déjele venir, señor Robinson; déjele estar a su lado! No sé si sabe que… que le tiene un gran afecto.
—Pues es bien tonto, porque siempre le he tratado muy mal —dijo Hyacinth, azorándose.
La forma en que hablaba lady Aurora le demostró más tarde que ya conocía su secreto, o más bien uno de aquellos misterios; porque tal como habían ido las cosas en los últimos meses, estaba haciendo una verdadera colección. Sabía el secreto pequeño, no el grande, por supuesto; se veía que las divagaciones de Pinnie le habían hecho la luz. En el mismo momento en que lo pensaba, se sintió casi sorprendido al ver que esas pequeñas delaciones no le hacían ya la menor mella, y lo poco que parecía significar de repente que la fuente de los rumores fuera a secarse. El sentido de poseer un tesoro de experiencias mucho mayor se tragaba esa ansiedad particular y le hacía preguntarse qué importaba, para el poco tiempo que le quedaba, que la gente cuchicheara a escondidas sobre la marca secreta que llevaba. No tardó en llegar el día en que creía, y no le importaba nada, que era mucho lo que habían hablado de él.
Después de dejarle lady Aurora, con la promesa de llamarle en cuanto fuera prudente, se puso a dar paseos por el frío saloncito, sumido en sus meditaciones. La conmoción ante el peligro de perder a Pinnie ya se le había pasado; había avanzado tanto últimamente en la aceptación de la idea de la muerte, que el hecho de que la pobre modista desapareciera parecía ya casi beneficiarse de tan curioso adiestramiento. Lo que se le presentaba con más fuerza en el escenario abandonado de su trabajo era la visión tan distinta con que contemplaba los objetos que le habían sido familiares durante veinte años. El cuadro seguía siendo el mismo, y todos sus horrendos elementos, cubiertos por una especie de brillo grasiento en el sucio aire de Lomax Place, producían, a través de las pequeñas ventanas, un chiaroscuro lúgubre; mostraban, en su mísero brillo, el roce de su propia vida, pero los ojos con que los miraba tenían otros términos de comparación. Siempre había tenido la escena por sórdida y horrenda, pero su aspecto le parecía tan lastimoso que casi le ponía malo; no podía comprender que lo hubiera aceptado durante años y hasta lo hubiera reverenciado un poco. Estaba asustado de ver el flaco servicio que le había hecho su experiencia de grandezas. Estaba muy bien haberlo asimilado y con una rapidez de la que él mismo se sorprendía, pero con una sensibilidad tan mejorada, ¿cómo llegar a un arreglo con lo más humilde, con lo que por su propia naturaleza no podía rendirse? Aunque la primavera estaba ya muy avanzada, el día era oscuro y lluvioso, y la habitación tenía la pegajosidad del mucho uso, rezumaba la humedad de la calle embarrada, donde la única defensa era una estrecha zanja. No era nada raro que Pinnie lo hubiera sentido por fin, no era raro que su desnutrido organismo hubiera llegado a entumecerse y dejara de funcionar. Al pensar en su vida tan limitada, en su esfuerzo paciente y monótono con la aguja y las tijeras, que había terminado en un saloncito en el que no había nada que exhibir y en meditar sobre el corte de mangas que ya estaban pasadas de moda, se le saltaron las lágrimas otra vez; pero se las limpió al oír una débil llamada en la puerta, que abría en aquel momento la criadita que habían conservado para el servicio del solitario huésped, un hombre que se asombraba fácilmente, tenía un estrabismo especialmente lamentable y ponía malo a Hyacinth por llevar unos zapatos que no casaban, aunque los dos tenían la misma antigüedad y los dos rivalizaban en su facilidad para salírsele. No había oído la voz de mister Vetch en el vestíbulo, porque hablaba muy bajo; pero el joven no se sorprendió cuando, después de tomar todas las precauciones para que no crujiera la puerta, su vecino entró en el saloncito. Al principio el violinista no le dijo nada; los dos se miraron durante un minuto muy largo. Hyacinth vio pronto lo que más deseaba ver: si estaba ya enterado de lo de Pinnie; pero algo más que había en sus ojos, que tenían una expresión muy distinta a la que hasta entonces había visto en ellos, iría descubriéndolo poco a poco.
—¿No le parece que debía haberme puesto unas letras? —preguntó Hyacinth por fin.
Su enfado por haberle ignorado se le había pasado ya, pero le parecía bien hacer la pregunta. Esperaba una respuesta sarcástica, pero quedó sorprendido por la amabilidad con que mister Vetch contestó:
—Te aseguro que en toda mi vida he tenido una responsabilidad que me agobiara más. Había muchas razones para decirte que volvieras y, sin embargo, me resultaba imposible no desear que terminaras la visita. Estuve dudando entre ambas cosas. Era muy difícil.
—Pues a mí me parece facilísimo. Cuando la gente más próxima y más querida para uno se está muriendo, generalmente avisan.
Mister Vetch se disculpó con una extraña sonrisa. Si Lomax Place y la selecta casa de huéspedes de miss Pynsent ofrecían a los ojos de Hyacinth tanta vulgaridad, puede imaginarse hasta qué punto se prestaban a hacer comparaciones la renuncia a los primores del vestir y el abandono resignado que marcaban la vejez del violinista. El reluciente mayordomo de Medley ofrecía muchos más indicios de prosperidad.
—Hijo mío, este caso era excepcional —dijo el violinista—. Tu visita parecía algo importante.
—No sé que podrá saber de ella. No recuerdo haberle dicho nada.
—No, realmente nunca me has dicho demasiado. Pero si como supongo has visto a esa señora tan amable que ahora está arriba, estarás enterado de que Pinnie daba muchísima importancia a que no se te molestara. Nos amenazó con enfadarse si te hacíamos volver. ¡Y ya sabes lo que son los enfados de Pinnie!
Al ver que Hyacinth se apartaba un poco con gesto de mal humor, mister Vetch añadió:
—No hay duda de que la pobre tiene unos caprichos absurdos; pero no los tomes a mal. Estoy seguro de que si hubiera estado aquí sola, sufriendo, agotándose, sin un ser que la atendiera y sin más perspectiva que morirse en un rincón como un gato, habría preferido resignarse a su suerte antes que acortar en una hora tu novelesca experiencia.
Hyacinth lo echó a perder completamente:
—Por supuesto que entiendo lo que dice. Pero es ella la que se ha tejido esas ilusiones, lo ha hecho siempre, y además no se sabe de dónde las ha sacado. No puedo imaginarme qué es lo que sabe de esta «experiencia» ni de ninguna otra. Cuando salí de Londres le dije muy poco más que a usted.
—Lo que ha adivinado, lo que ha ido sacando de un lado y otro ha sido suficiente. Está convencida de que has entablado alguna relación por medio de la cual llegarás a los tuyos. Para ella, la aristocracia es una sola cosa, y no ve nada más sencillo que el que esa persona que te ha invitado (de gran alcurnia según cree) se ocupe en aclarar tus asuntos por medio de sus amigos.
—Bueno, muy bien, me alegro de no haberlos privado de esa diversión.
—Te aseguro que el espectáculo era algo exquisito —dijo el violinista—. No le quites esa idea de la cabeza, por favor.
—¿Que no se la quite? ¡Voy a hacer mucho más! —contestó Hyacinth—. Voy a decirle que mis parientes me han adoptado y que he vuelto transformado ya en lord Robinson.
—No necesitará nada más para morir feliz.
Cinco minutos más tarde, después de haber obtenido Hyacinth por parte de su viejo amigo la confirmación de lo que le había dicho lady Aurora sobre el estado de miss Pynsent, a la que el violinista veía media docena de veces al día, cinco minutos más tarde reinaba el silencio en el saloncito y el chico esperaba que lady Aurora le avisara que podía subir. El violinista, que había encendido la pipa, miraba por la ventana, como si lo que veía fuera un mapa de todo aquel gris pasado. Hyacinth, procurando no hacer ruido paseaba por la habitación con las manos en los bolsillos. Por fin, mister Vetch, sin sacarse la pipa de la boca ni volver la vista, dijo:
—Yo creo que a estas alturas y en un momento semejante podrías ser un poco más franco conmigo.
Hyacinth se paró, asombrado realmente de lo que decía su amigo, pues no creía estar haciendo ningún esfuerzo por ocultar nada que pudiera decir —había cosas que desde luego no podía decir— y creyendo por el contrario que su vida estaba singularmente abierta a la consideración del público y expuesta a comentarios envidiosos. En ese momento apreció por primera vez cierta diferencia; la voz de mister Vetch tenía un tono que no había notado antes; faltaba en ella la nota que otras veces le había llevado a pensar que aquel viejo impenetrable se estaba divirtiendo a sus expensas. Era como si hubiera cambiado su actitud, como si se hubiese hecho más considerada a consecuencia de algún cambio o mejora por parte de Hyacinth, que era ya mayor o más importante o se había convertido en algo definitivamente extraño. Si la primera impresión que le había hecho el viejo vecino de Pinnie, que tanto le había dado que pensar en otro tiempo por si era un caballero o formaba parte del pueblo soberano, y si debía o no estar en la lista de los sacrificados; si el sentimiento que había provocado en una mente familiarizada durante casi un mes con formas de indudable elegancia no era favorable a la fraternización, esa secreta impaciencia desapareció del pecho de Hyacinth gracias a una de esas reacciones súbitas o rápidos cambios que el chico padecía con tanta frecuencia. Ante la petición del violinista, que era evidente significaba más de lo que decía, ante su aspecto rancio, el aire inconfundible de algo que se ha usado durante años y ha cogido todas las arrugas y vicios del uso, el testimonio mismo de una irremediable tacañería y de haber dejado de preocuparse por la forma de los pantalones porque había otras cosas que le preocupaban más, se transformó en otras tantas razones para cambiar, para volver a él, en claras señales de una fidelidad invencible, de una vida dedicada únicamente a cumplir con un deber cotidiano y con un arte que después de todo era muy bonito; y lo había hecho mientras otras personas como las que nuestro hijo pródigo había tratado últimamente pasaban de una sensación egoísta a otra y ni siquiera podían vivir tres meses seguidos en el mismo sitio.
—¿Qué le gustaría que hiciera, que dijera o que le contara? ¿Quiere saber lo que he estado haciendo en el campo? Tendría que empezar por saberlo yo mismo —dijo Hyacinth con toda sinceridad.
—¿Lo has pasado bien?
—Sí, desde luego, muy bien… sin saber nada de Pinnie. He estado en una casa preciosa con una mujer preciosa.
Mister Vetch se había vuelto; tenía un aire muy imparcial entre el humo de su pipa:
—¿Es realmente una princesa?
—No sé lo que quiere decir con «realmente»: a mí me parece que iodos los títulos no son más que basura. Mas parece que todos están de acuerdo en decir que es princesa.
—Ya sabes que siempre me ha gustado meterme en tu vida, y ese deseo es hoy más fuerte que nunca —dijo el viejo, que no apartaba sus ojos de los del chico.
Hyacinth le miró un momento también:
—¿Y qué le hace decirlo en este momento?
El violinista pareció pensarlo, y dijo por fin:
—Porque estás en peligro de perder a la mejor amiga que has tenido en tu vida.
—Puede estar seguro de que lo comprendo. Pero si le tengo a usted…
—¡Huy, a mí! Yo soy muy viejo y estoy cansado de la vida.
—Supongo que es a eso a lo que llega uno. Pero si puedo ayudarle en alguna forma, tiene que contar conmigo, tiene que acudir a mí.
—Eso es precisamente lo que iba a decirte. ¿Querrías algo de dinero?
—¡Claro que lo querría! Pero ¿por qué iba a dármelo usted?
—Porque al ir ahorrándolo poco a poco siempre me he acordado de ti.
—Se acuerda usted demasiado de mí, mister Vetch. No me lo merezco, haga el favor de creerme, y por muchos motivos. Habría ganado bastante dinero para lo que necesito o tengo derecho a querer quedándome tranquilo en Londres y acudiendo a mi trabajo. Ya sabe que puedo ganarme la vida.
—Sí, eso ya lo veo. Pero si te hubieras quedado tranquilamente en Londres, ¿qué habría sido de tu princesa?
—¡Uf! Las señoras que están en esa posición siempre pueden arreglárselas.
—¡Menuda si entiendo su posición! —exclamó mister Vetch, pero sin reírse—. Te has pasado tres semanas sin trabajo y no puedes tener un aspecto más elegante.
—Bueno, no he tenido que gastar nada para vivir, ¿comprende? Cuando está uno con gente rica, no tiene que pensar en la cuenta —explicó Hyacinth con mucha amabilidad—. Aparte de eso, la señora de cuya hospitalidad he disfrutado me ha hecho una oferta de trabajo estupenda.
—¿Qué clase de trabajo?
—El único que sé hacer. Va a mandarme muchos libros para que se los encuaderne.
—¿Y a pagarte un precio fantástico?
—No, eso no. Soy yo el que fijará el precio.
—¿Y esa clase de transacciones no resulta más bien desagradable si se hace con una señora de cuya hospitalidad se ha disfrutado? —preguntó mister Vetch.
—¡Muchísimo! Por eso pienso arreglar los libros y no cobrar nada después.
—¡Es bastante lista tu princesa! —rió con cierta frialdad el violinista.
—No puede obligarme a cogerlo si no quiero —dijo Hyacinth.
—No, lo único que tienes que hacer es dejarme eso a mí.
—Tiene ideas bien curiosas a propósito de mí —declaró el chico.
Mister Vetch se volvió otra vez hacia la ventana, diciendo que tenía ideas muy curiosas a propósito de todo. Después de una pausa añadió:
—¿Y has estado haciendo el amor a tu gran señora?
Esperaba un estallido de impaciencia como respuesta, pero quedó más bien sorprendido al ver la forma en que Hyacinth empezaba a decir:
—¿Cómo podría explicárselo? No se trata de eso.
—¿Entonces ha sido ella la que ha estado haciéndote el amor?
—Si pudiera verla, comprendería lo absurda que esa suposición es.
—¿Cómo podré verla alguna vez? Pero a falta de ese privilegio, creo que mi idea tiene algún fundamento.
—Está muy por encima de mí —dijo Hyacinth con toda naturalidad—. Pero no es imposible que pueda verla. Quiere conocer a mis amigos, conocer a la gente que vive en el Place. Y sentiría un interés especial por usted a causa de sus opiniones.
—¡Ya no tengo opiniones, no me queda ni una! —dijo con tristeza el viejo—. Las tenía sólo para asustar a Pinnie.
—Se asustaba fácilmente —comentó Hyacinth.
—Sí, y se tranquilizaba fácilmente también. Bueno, quiero saber algo de tu vida. Pero ten cuidado de que la gran señora no te lleve demasiado lejos.
—¿Qué quiere decir demasiado lejos?
—¿No es una socialista dedicada a conspirar y a tramar intrigas y traiciones? ¿No aspira a una rectificación general, como dice Eustache?
Hyacinth tardó un poco en contestar:
—Tendría que ver el sitio, ver cómo viste, lo que come y lo que bebe.
—¡Ah! ¿Quieres decir que no vive de acuerdo con sus teorías? Hijo mío, sería una mujer especial si no lo hiciera. De todas maneras, me alegro.
—¿Se alegra?
—Me alegro por ti, quiero decir, cuando estás con ella. ¡Es un lujo mucho mayor! —exclamó mister Vetch, sonriendo.
En ese momento, un golpecito dado por lady Aurora en el piso de arriba anunció que Hyacinth podía subir a ver a Pinnie. Mister Vetch reconoció el sonido y eso le hizo decir con bastante fuerza:
—¡Ahí tienes a una mujer cuya conducta y teorías sí que cuadran!
Hyacinth, que iba a salir de la habitación, se paró un momento para contestar:
—Bueno, cuando llegue el día en que mi amiga se decida… ya verá.
—Sí, no me cabe duda de que hay cosas a las que podría renunciar —contestó el viejo, pero Hyacinth ya no podía oírle.