XXIII

Estaba en la biblioteca, después de almorzar, cuando fueron a avisarle de que el coche esperaba en la puerta para el paseo; y al llegar al hall se encontró con madame Grandoni, con gorro y capa, esperando a que bajara su amiga.

—Como ve, voy con ustedes. Yo siempre estoy en medio —comentó sonriendo—. La princesa me lleva con ella para que la cuide, y es así como lo hago. Además, no me pierdo nunca el paseo.

—Pues no se parece a mí; éste es el primero que voy a dar en mi vida.

Podía hacer ese comentario sin amargura, porque estaba demasiado contento con el proyecto para pensar que la presencia de la señora iba a estropearlo. No tenía nada que decirle a la princesa que ella no pudiera oír. No le molestó que fuera ni aun después de que ella, en respuesta a su comentario y quizá en un tono más serio de lo que se proponía, contestó:

—No me extraña que no se haya pasado la vida en coche. Los coches no tienen nada que ver con su oficio.

—Afortunadamente, no. Resultaría un cochero ridículo.

Apareció la princesa y los tres subieron a un milord grande y cuadrado, un vehículo alto y pasado de moda, con la caja verde, una tapicería deslucida y un pescante para el criado (la princesa dijo que se había alquilado con la casa), que rodaba despacio y solemne por la tortuosa avenida y que atravesó la puerta dorada del parque, que estaba rematada por un enorme escudo. La marcha de aquel trío, en apariencia mal avenido, resultaba realmente grandiosa y era uno de los motivos por los que Hyacinth la juzgaba memorable. Podían estarle reservadas aún mayores alegrías —estaba ya embarcado y no reconocía límites—, pero en su vida volvería a ser tan importante. El viaje fue largo y cumplido, pero poco lo que se habló durante él. «Voy a enseñarle el país entero; es exquisitamente hermoso, parece que hable al corazón». Poco más era lo que le había dicho al empezar el paseo, y luego, como persona extranjera y con un leve movimiento de cabeza para señalar el paisaje humanizado, comentó: «Voilà ce que j’aime en Angleterre». El resto del tiempo se limitó a estar sentada frente a él, con su tranquila dulzura y bajo la sombrilla de encaje que se balanceaba suavemente; volvía los ojos hacia donde veía que miraba, y permitía que se posaran en los suyos cuando pasaban por algún sitio especialmente bonito; sonreía como si se divirtiera casi tanto como él y, de cuando en cuando, con tres palabras que sonaban como una caricia, llamaba su atención sobre algún paisaje o algún detalle pintoresco. Madame Grandoni fue casi todo el tiempo medio dormida, con la barbilla apoyada en el boa de armiño raído en que se había envuelto, aunque en algunos momentos volvía a la realidad y al ver el paisaje soltaba unas confusas exclamaciones en el primer idioma que se le venía a la cabeza. Si Hyacinth se sentía transportado durante aquellas horas maravillosas, tenía al menos conciencia de su vertiginosa ascensión, y se mantenía solemnemente tranquilo, como con miedo de que algún falso movimiento pudiera romper el encanto y hacer que cayera el telón. Eso se producía sobre todo cuando su sensibilidad saltaba de las cosas que aparecían en el camino, y que eran todas una imagen de algo por lo que había suspirado, a la mujer más guapa de Inglaterra, que estaba allí sentada, justo enfrente de él, y a disposición suya, como si fuera un pintor encargado de hacerle un retrato. Más de una vez lo vio todo a través de una extraña niebla; tenía los ojos llenos de lágrimas.

Aquella noche, después de cenar, estuvieron en el salón, como la princesa le había prometido o más bien amenazado, en opinión de Hyacinth. La amenaza venía de su temor de que las señoras se pusieran elegantes y que él se encontrara más mísero que nunca en contraste con el escenario y los acompañantes, ya que lo más parecido a una chaqueta que tenía lo llevaba ya puesto, y le resultaba imposible cambiarlo por un traje de los que la gente civilizada (eso sí lo sabía aunque no pudiera emularlos) se ponía a eso de las ocho de la tarde. Cuando las señoras bajaron a cenar iban realmente de fiesta; pero él tuvo el consuelo de pensar que prefería estar vestido como estaba, aunque fuera de manera pobre e inadecuada, antes que ofrecer la facha de madame Grandoni, que resultaba más bien cómica vestida de tiros largos. Cada vez estaba más convencido de que si a la princesa no le importaba que fuera pobre, él tampoco debía preocuparse. El lugar que ocupaba no se lo había buscado, le habían colocado allí por fuerza; no significaba que quisiera abrirse paso. ¡Qué poco le importaba a la princesa! —en realidad cuánto se divertía teniéndole allí y jugándole una mala pasada a la sociedad, la sociedad convencional que había sondeado y que despreciaba— se había puesto de manifiesto al presentarle al grupo que encontraron esperándolos en el hall volver del paseo: cuatro señoras, la madre y tres hijas, que habían venido a verlos desde Broome, un sitio que distaba unas cinco millas. Por lo que pudo entender, Broome era también una gran casa, y lady Marchant, la madre, era esposa de un magnate del condado. Dijo que habían entrado ante los ruegos del mayordomo, que les había dicho que la vuelta de la princesa era inminente y les había servido el té sin que esperaran ese acontecimiento. La tarde se había puesto fría, el fuego estaba encendido en el hall, y todos sentados cerca de él, alrededor de la mesa de té, y bajo el gran techo que se alzaba hasta el tejado de la casa. Hyacinth conversó principalmente con una de las hijas, una chica muy mona, con la espalda erguida y los brazos largos, y que llevaba al cuello un boa de piel tan ajustado que, para mirar un poquito de lado, tenía que dar la vuelta a todo el cuerpo. Tenía una cara bonita pero inexpresiva, sobre la que se reflejaban las llamas sin conseguir animarla, una voz agradable y el dominio fortuito de unas cuantas palabras. Le preguntó a Hyacinth que con qué pandilla cazaba, y si se dedicaba al tenis, y se comió tres moffins.

Nuestro joven comprendió que lady Marchant y sus hijas ya habían estado en Medley, y hasta adivinó que el recibimiento de la princesa, que debía de pensar que eran de las pesadas, no había sido entusiástico; y su imaginación iba todavía más lejos, para desentrañar los motivos que las habían llevado a repetir la visita, a pesar de la tibia acogida, y como no fuera por lo raro que resultaba encontrar una princesa en aquel país. La charla junto al fuego, mientras el chico se las arreglaba como podía (el estado de ánimo de su anfitriona se le estaba contagiando) con la belleza que comía muffins, la conversación, acompañada del delicado tintineo de las tazas de té, resultaba de tan buena educación como podía permitirlo el evidente y extraño partipris de la princesa, dedicada a poner a prueba a la pobre lady Marchant. Con muchísima urbanidad pedía explicación de todo, especialmente de las comedidas observaciones de su señoría y del sentido en que las había hecho, de forma que Hyacinth apenas podía entenderla y se preguntaba qué interés tendría en dar la impresión de ser tan pesada. Más tarde supo que la familia Marchant tenía la virtud de atacarle los nervios y en algunos momentos de sacarla de quicio. Se preguntaba también qué le ocurriría al miembro de la familia con quien estaba si alguien le dijera que estaba hablando (por poco que fuera) con un golfillo de Londres; y aunque estaba más bien contento de que no hubiera descubierto su condición (no atribuía sus pocas palabras a esa idea), pensaba también en algunos momentos si no sería más digno no ocultarla, no escudarse como un cobarde tras el disfraz. ¿Por quién le tomaba —o más bien por quién no lo estaba tomando— cuando le preguntó si cazaba y si se «dedicaba»? Quizá fuera porque estaba algo oscuro; si hubiese habido más luz en aquel hall tan grande habría visto que no era uno de los suyos. Le parecía que por aquellas fechas ya había estado bastantes veces con gente encopetada, pero siempre habían sabido lo que era y habían podido escoger la forma de tratarle. Aquélla era la primera vez que una señorita no había sido advertida, y tenía la sensación de que le pasaban revista. Decidió no descubrirse, por la sencilla razón de que sería descubrir a la princesa. Ella tenía en su mano decirle al oído a la señorita Marchant: «¿Sabes que es un pobre encuadernador que gana sólo unos chelines a la semana en una calle horrible del Soho? Hay toda suerte de cosas —y creo que una espantosa— en relación con su origen. Me parece que debería advertírselo». Casi le apetecía advertírselo a él, sólo por ver la sensación que iba a causar la noticia; sentía una extraña comezón por saber qué hacía la señorita Marchant en semejante trance y qué coro de exclamaciones —o qué silencio de muerte— se elevaría hasta las pinturas del techo. Pero, después de todo, él no era el responsable; había entrado en un nebuloso pasaje de su destino en el que la responsabilidad desaparecía. A madame Grandoni el té la había despabilado; acudía siempre a salvar la conversación cuando estaba en peligro y les hablaba a las visitas de Roma, donde habían pasado un invierno, describiendo con mucha gracia la forma en que las familias inglesas, que había estado viendo durante casi medio siglo, inspeccionaban las ruinas y monumentos y metían la nariz en las ceremonias de la Iglesia. Estaba claro que las cuatro señoras no sabían qué hacer con la princesa; pero, aunque quizá pensaran que era una compañera pagada, estaban bien convencidas de que aquella extravagante señora gorda había conocido a los Millington, los Bunbury y los Tripp.

Después de la cena (en la que la princesa se permitió muchas bromas sobre la visita y dijo que Hyacinth no podía dejar de ir con ella a devolvérsela y a ver su casa y su manera de vivir), madame Grandoni se sentó al piano a petición de Christina y estuvo tocando durante una hora. Los espacios en aquel enorme salón eran grandes, y se habían colocado a bastante distancia unos de otros. Las notas de la señora se derramaban discretamente entre la suave luz multiplicada de los candelabros; conocía docenas de aires populares italianos, que sonaban como las tonadillas olvidadas de un pueblo, y tocó luego una serie de Lieder alemanes, tiernos y quejumbrosos, despertando sin violencia los ecos del pomposo salón. Era la música de una mujer vieja y parecía temblar un poco como lo hubiera hecho su voz. La princesa, sumergida en un sillón, escuchaba cubierta por su abanico. Hyacinth al menos suponía que escuchaba, porque no se había movido. Por fin, madame Grandoni se levantó y se acercó al joven. Había cogido al pasar un libro francés encuadernado en rojo y lo tenía debajo del brazo mientras le miraba.

—Pobre amiguito mío, tengo que decirle buenas noches. Ya no volveré a verle por ahora, pues para tomar el primer tren tendrá que salir de casa antes de que me ponga la peluca, y yo jamás aparezco delante de los caballeros sin ella. Creo que he cuidado a la princesa bastante bien, y durante todo el día, para ponerla a salvo de cualquier daño, y ahora se la entrego a usted un ratito. Tenga el mismo cuidado, se lo ruego encarecidamente. Tengo que ponerme la bata; a mi edad y a estas horas, es lo único que se puede hacer. ¿Qué quiere que le diga?, detesto estar encorsetada —agregó madame Grandoni, que daba la impresión de haber evitado esa molestia con bastante éxito y a pesar del traje de ceremonia—. No se quede hasta muy tarde, y no le hagas quedarse, Christina. Recuerda que para un joven activo como el señor Robinson no hay nada más agotador que una vida tan ociosa como la nuestra. Porque, después de todo, ¿qué hacemos? Tiene los ojos muy cargados. ¡Basta!

Durante todo el pequeño discurso, la princesa, que no había contestado nada a la parte que le correspondía a ella, permaneció oculta detrás del abanico; pero cuando madame Grandoni salió bajo el escudo heráldico y se quedó mirando a Hyacinth un momento, dijo por fin:

—No se quede ahí, a media legua. Acérquese a mí. Quiero decirle una cosa y no puedo decírsela a voces.

Él se levantó en seguida, pero ella también se levantó, de forma que fueron a encontrarse a mitad de camino, delante de la gran chimenea de mármol. Estuvo un rato abriendo y cerrando el abanico y luego dijo:

—Debe de estar sorprendido al ver que todavía no le he hablado de lo que tanto nos interesa.

—Pues la verdad es que no; ya no me sorprendo de nada.

—Cuando adopta ese tono, tengo la impresión de que no conseguiremos ser amigos.

—Yo tenía la esperanza de que ya lo éramos. Realmente, después de la amabilidad que ha mostrado conmigo, no hay prueba de amistad que no pueda pedirme…

—Y que no vaya a hacer con muchísimo gusto. Ya sé lo que va a decir, y no pongo en duda que es sincero. Pero ¿de qué iba a servirme la prueba si cree que soy una cabeza hueca y una persona sin sentimientos que se divierte haciendo cosas del peor gusto y agobiándole con mis atenciones? A lo mejor cree que soy una fresca que anda a la caza de coqueteos.

—¿Capaz de coquetear conmigo? —aventuró Hyacinth—. Sería mucha pretensión por mi parte.

—¡Pues después de los avances que le he hecho podría tener todas las pretensiones que quisiera! Haga el favor de decirme, ¿quién puede tener más? Pero usted se empeña en seguir siendo humilde, y eso le pone a una de muy mal humor.

—Pero yo no tengo la culpa; son la vida, la sociedad y todas las dificultades que nos rodean.

Ésa es precisamente mi opinión, que le saca a una de quicio; que cuando yo acudo a usted con franqueza, de una forma inocente y desinteresada —sencillamente porque me gusta, no hay ninguna otra razón— para que me ayude a no tenerlas en cuenta, a saltarme todos esos convencionalismos y absurdos, a tratarlos con el desprecio que se merecen, baja los ojos, se pone un poquito colorado, se empequeñece e intenta escabullirse alegando su insignificancia y su devoción sin límites. Haga el favor de recordar esto: desde el momento en que tiene algo que hacer conmigo, deja de ser insignificante. Amigo mío —continuó la princesa con aquel estilo audaz y fraternal al que su belleza y sencillez conferían nobleza—, hay mucha gente que se daría por satisfecha si pudiera estar en su puesto y tener esa falta de importancia.

—Entonces, ¿qué quiere usted que haga? —preguntó Hyacinth con toda la tranquilidad de que era capaz.

Si había pensado que esa pregunta, al salir de sus labios y habiendo sido hecha con cierta impaciencia, podía resultar chocante y molestarle un poco a la princesa, se había equivocado totalmente. Contestó en seguida:

—Quiero que me dé tiempo. Eso es todo lo que pido a mis amigos, y todo lo que le pedí al mejor amigo que he tenido. Pero ninguno de ellos me lo dio; ninguno, salvo esa extraordinaria mujer que acaba de dejarnos. Ella me entendió desde hace mucho tiempo.

—Eso es también todo lo que le pido yo —dijo Hyacinth con una sonrisa que pretendía mostrar presencia de ánimo, pero que podía haber sido la de un cautivo joven que lucha por su vida—. Deme tiempo, deme tiempo —murmuró contemplando su esplendor.

—Querido señor Hyacinth, le he dado ya meses, meses enteros desde que nos vimos por primera vez. Y hoy mismo, ¿no le he dado todo el día? Ha sido intencionado lo de no hablar de nuestros planes. Sí, nuestros planes, sé muy bien lo que estoy diciendo. No intente parecer tonto. Con esa cara tan guapa y tan inteligente no va a conseguirlo nunca. He querido dejarle en paz para que se divirtiera.

—¡Ah, y me he divertido! —dijo Hyacinth.

—Habría necesitado ser muy cargante para no hacerlo. Pero, en primer lugar, precisamente por eso yo quería que viniese. Observar la impresión que una casa como ésta causaba en una naturaleza como la suya, que entraba en ella por primera vez, puedo asegurarle que ha valido la pena. Ya le he dado a entender lo extraordinario que me parece que sea usted lo que es sin haber visto —no sé cómo llamarlas— las deliciosas cosas antiguas. He estado observándole; soy lo bastante franca para decírselo. Y quiero que vea más, más, ¡muchas más! —exclamó la princesa con un énfasis que, de habérselo oído decir a otra persona, lo habría tomado por un estallido de ternura—. Y quiero hablar con usted de eso y de otras muchas cosas. Pero vamos a dejarlo para mañana.

—¿Mañana?

—Sí, ya he visto que madame Grandoni da por sentado que se marcha. Pero eso no importa. ¡Tiene muy poca imaginación!

Movió la cabeza con timidez, y hasta creyó que estaba decidido:

—No puedo quedarme.

Ella le devolvió la sonrisa, pero había algo extrañamente conmovedor —triste, pero demasiado amable para ser un reproche— en el tono con que replicó:

—No debería tratarme así. No está bien.

No había contado con ese tono; sintió que todas sus razones se venían abajo y quedaban hechas polvo:

—Princesa, no tiene ni idea (¿cómo iba a tenerla?) de la cantidad de preocupaciones en que se mete. No tengo dinero, no tengo ropa.

—¿Y para qué quiere el dinero? Esto no es un hotel.

—Cada día que paso aquí pierdo un jornal. Yo vivo al día de mi jornal.

—Pues entonces déjeme que le dé yo el jornal. Trabajará para mí.

—¿Qué quiere decir que trabajaré para usted?

—Me encuadernará los libros. Tengo muchos libros extranjeros que están en rústica.

—¡Habla usted como si me hubiera traído las herramientas!

—No, ya me imagino que no. Yo le daré el jornal ahora, y puede hacer el trabajo más tarde, cuando le apetezca y le convenga. Además, si necesita algo puede ir a Bonchester y comprarlo. Hay muy buenas tiendas; yo he ido varias veces.

Hyacinth en aquel momento pensaba muchas cosas; ella tenía la virtud de estimularle. Y entre otras cosas pensaba en dos: la primera que no estaba muy bien (aunque no fuera opinión muy firme en Pentonville y Soho) aceptar dinero de una mujer, y la segunda que estaba todavía peor que una mujer como aquélla se pusiese de rodillas delante de él. Pero tardó más de un minuto en decidirse por una de las dos, y antes de que lo hubiera hecho ella continuó en el mismo tono de amabilidad y desinterés:

—Si creemos en la naciente democracia, si nos parece que es justo y que la ola que va a barrer el mundo va a llevarse por delante un millar de iniquidades e injusticias, ¿por qué no hacer una pequeña prueba con nuestros pobres medios (por algo hay que empezar) para poner en práctica su espíritu en nuestras vidas y nuestras costumbres? Es lo que yo quiero hacer. Es lo que trato de hacer, en mis relaciones con usted, por ejemplo. Pero se echa atrás de la manera más ridícula. En realidad, no tiene un pelo de demócrata.

Aquello de acusarle de mantenerse al margen como un patricio era un golpe muy certero; pero le dejó todavía lucidez suficiente (aunque dudó un instante por temor a ofenderla) para decir sin rodeos:

—Me han prevenido mucho contra usted.

La ofensa no pareció afectarla:

—Sí, no me extraña. Desde luego mi forma de proceder —aunque después de todo no es gran cosa lo hecho hasta ahora— puede parecer poco corriente. Che vuole?, como dice madame Grandoni.

Un lazo de cinta azul claro que formaba parte del adorno del vestido colgaba a uno de los lados entre los pliegues de la falda. Hyacinth había estado mirando los rizos de la cinta, y cogió luego una de las puntas y se la llevó a los labios:

—Haré el trabajo que me encargue. Si sólo me lo da para que me quede y como una muestra de generosidad, eso ya es asunto suyo. Yo señalaré el precio. Y me decido a hacerlo, porque sé que voy a hacerlo mejor que nadie; así es que si me da trabajo tendrá al menos esa razón para dármelo. Ya puede verlo porque le he traído un libro. Lo hice el año pasado y fui a llevárselo a South Street, pero se había marchado.

—Démelo mañana.

Como esas palabras parecían expresar nada más la tranquilidad que sentía al verle comportarse de un modo razonable y el deseo sincero de ver la prueba de su talento, Hyacinth quedó sorprendido cuando nada más pronunciarlas preguntó:

—¿Quién es el que le ha prevenido contra mí?

Temió que pudiera suponer que se refería a madame Grandoni, y dio la respuesta más sencilla, pues no quería traicionar a la señora y pensaba que como la probabilidad de que su amigo de Camberwell consintiera en ver a la princesa era muy remota (a pesar de su propósito de ir allí), nadie iba a salir perjudicado:

—Un amigo mío de Londres, Paul Muniment.

—¿Paul Muniment?

—Creo que mencioné su nombre la primera vez que nos encontramos.

—¿Ese que dijo algo que estaba muy bien? Ya se me ha olvidado lo que era.

—Tenía que estar muy bien si lo dijo él. Es inteligentísimo.

—¡Entonces su prevención me halaga mucho! ¿Qué es lo que sabe de mí?

—Nada, claro, salvo lo poco que yo haya podido decirle. Hablaba sólo en términos generales.

—Me gusta ese nombre tan raro que tiene, Paul Muniment. Si se parece al nombre, creo que me gustará.

—Le gustaría mucho más que yo.

—¿Y cómo sabe lo mucho (o lo poco) que me gusta? Estoy decidida a tenerle conmigo sólo por lo que pueda enseñarme —calló un momento, con sus hermosos ojos como iluminados por todas las posibilidades que le habían deslumbrado y puesto a prueba; luego volvieron a sonar sus maravillosas palabras—. En términos generales, bien entendu, su amigo tiene muchos motivos para prevenirle. Ahora, esos términos generales son precisamente lo que yo he tratado de reducir lo más posible. Si le hablo como lo hago, y me comporto como lo he hecho es para dejarlos en nada. ¿Qué estoy haciendo sino inventar toda clase de trucos para llenar el abismo que se abre entre su posición y la mía? Ya sabe lo que me importan las «posiciones», se lo dije en Londres. ¡Por amor de Dios, déjeme pensar que he acertado un poco!

Pudo tranquilizarla lo bastante para que, pasados cinco minutos, no tuviera dudas de que iba a quedarse y empezara a reírse a carcajadas, sustituyendo los argumentos anteriores por una de sus singulares salidas:

—Tiene que ir conmigo a visitar a las Marchant. ¡Será divertidísimo verle allí!

Mientras paseaba por el salón vacío, después de que ella le hubiera dejado de una manera más bien brusca y, en su opinión, con muy poca ceremonia y motivo, se le ocurrió pensar si no querría tenerle allí principalmente para eso, para que la ayudara a jugar alguna mala pasada a los infelices de Broome. Siguió paseando a la tranquila luz de las velas durante más tiempo del que creía; hasta que el mayordomo apareció y se quedó en el umbral de la puerta, mirándole fijo y sin decir nada, como para darle a entender que estaba contraviniendo las costumbres de la casa. Le había dicho a la princesa que lo que le decidía a quedarse era la idea de poner su habilidad a su servicio; pero eso no era más que la mitad de lo que le había impulsado a olvidar todas las reflexiones que se había hecho, cuando en Lomax Place y en una hora de introspección sin precedentes, había escrito la carta en la que aceptaba la invitación a Medley. Tenía que ir, pensaba, porque un hombre debía ser galante, sobre todo si era un pobre encuadernador; pero una vez allí, insistiría a cada paso en conocer cuál era su papel. El cambio que repentinamente se había operado en él era que había dejado de preguntarse en qué consistía el misterio. Todas las advertencias, reflexiones, consideraciones sobre lo que era verosímil, natural o posible, toda idea sobre el valor de su independencia se habían esfumado. Tenía en los labios la copa de una experiencia exquisita, una semana en aquel palacio encantado, sin tener que pensar en Lomax Place y en el viejo Crook, algo que no había soñado en su vida; era una copa teñida de rojo por el vino de la aventura, la realidad y la civilización, y no podía apartarla sin beber. Podía volver a casa avergonzado, pero conservaría el sabor en la boca para siempre. Subió la escalera bajo la mirada del mayordomo y cuando se dirigía a su cuarto, al volver la esquina de un pasillo, se encontró cara a cara con madame Grandoni. Parecía acabar de salir de su dormitorio, cuya puerta estaba abierta; podía haber andado por allí vigilando sus pasos. Se había puesto la bata y parecía respirar con mayor facilidad y más a gusto, pero no se había despojado de la peluca. Llevaba todavía el libro francés debajo del brazo, y tenía las regordetas manos cruzadas delante, abrazando su generosa cintura.

—Dígame que sí, señor Robinson —dijo parándose de golpe.

—¿Que sí qué, madame Grandoni?

—Que sí coge el tren por la mañana.

—No puedo decírselo porque no sería verdad. Al revés, hemos convenido que me quedo. Lo siento mucho si le disgusta, pero, che vuole? —oyó con sorpresa que se aventuraba a decir con cierta displicencia.

Madame Grandoni era una mujer de mucho humor, pero no le devolvió ninguna sonrisa; se limitó a mirarle muy seria durante un momento, y luego, encogiendo los hombros, en silencio pero muy expresivamente, volvió a su habitación arrastrando los pies.