XIX

La bata rosa que Pinnie se había comprometido a hacer para Rose Muniment se transformó en Lomax Place en un objeto importantísimo, y le proporcionó a la pobre Amanda un tema siempre a mano para referirse a una de las grandes ocasiones de su vida; la visita que había hecho con lady Aurora a Belgrave Square, después de su encuentro en casa de Rosy. Le contó ese episodio a su compañero con todo detalle, repitiendo un millar de veces que la afabilidad de su señoría era superior a todo lo que pudiera esperarse. La grandeza de la casa de Belgrave Square aparecía en el recital como algo aplastante y fabuloso, a pesar de haber sido moderada por las fundas de lienzo moreno que cubrían los muebles, y por la desnudez de escaleras y salones, de donde se habían retirado los adornos.

—Si resulta tan noble cuando ellos están fuera, ¿qué podrá ser cuando estén todos juntos?

Pinnie se lo preguntaba, y sólo se permitía restringir su admiración en dos puntos, uno de los cuales era el estado de los guantes y las cintas del gorrito de lady Aurora. De no haber temido dar la impresión de que notaba el mal estado de esos objetos, habría sido feliz remendándolos un poco.

—Sólo con que viniera una vez por semana o cada quince días yo haría que tuviera el rango que le corresponde —decía Pinnie, que soñaba con una aguja que lanzaba destellos en servicio desinteresado de la aristocracia.

Decía también que su señoría se destrozaba la ropa en aquellas largas expediciones a Camberwell; por mucho que le ayudaran, tenía que llegar hecha jirones al final de aquella espantosa escalera, con una criatura enferma y rara (era demasiado anormal) que sólo pensaba en sus galas y se dedicaba a hablar de su cutis. Si deseaba color rosa tendría color rosa, pero Pinnie entendía que era casi un sacrilegio, como adornar un cadáver o disfrazar al gato. Ése era el segundo punto que dejaba helada a miss Pynsent; le costaba mucho trabajo comprender que su señoría concediera tanta importancia a unas personas tan agresivas. La chica era muy desgraciada, empinada en la cama como un monicaco, pero puesta en el lugar de su señoría habría encontrado algo más apropiado de que hablar mientras pasaban bajo aquellos apabullantes techos dorados. Lady Aurora, al ver lo asombrada que estaba, le había enseñado la casa entera, llevando ella misma la lámpara y diciéndole a una vieja que había allí (un ama de llaves de confianza, con cintas en el gorro, que habría echado a Pinnie a empujones si fuera posible empujar a uno con los ojos) que podían arreglarse muy bien sin ella. Si la bata rosa, en sus sucesivas etapas de desarrollo, llenaba de tal forma la salita (la preparación fue larguísima), y le prestaba una atmósfera rosada que hacía muchos años no se veía allí, era desde luego por estar asociada a lady Aurora, no por ir dedicada a su humilde amiga.

Un día, al llegar a casa Hyacinth, Pinnie le comunicó que su señoría había estado allí para verla, para dar su aprobación antes de los últimos toques. La modista dio a entender que en semejante ocasión la opinión de su señoría había sido más bien desquiciada, y que parecía tener ideas muy peregrinas sobre los bolsillos. ¿Qué falta le hacían a la señorita Muniment los bolsillos y qué podía meter en ellos? Pero sin duda alguna, lady Aurora había encontrado que la prenda sobrepasaba todo lo que podía esperarse, y había estado más amable que nunca, y quería averiguarlo todo sobre los que vivían en el «Plice»: pero no por meterse donde no la llamaban, como hacían algunas de aquellas condescendientes señoronas, sino como si la gente pobre fuera la elegante y como si tuviera miedo de que su curiosidad resultara «presuntuosa». Con la misma discreción había invitado a Amanda a que le contara toda su historia, y había expresado igual interés por las andanzas de su joven amigo.

—Dijo que tenías unas maneras encantadoras —se apresuró a comentar miss Pynsent—. Pero te juro por mi vida, Hyacinth Robinson, que no he pronunciado una sílaba que pudiera molestarte.

Era una aclaración heroica por parte de Pinnie, porque sabía de antemano la mirada que le echaría Hyacinth —fija, silenciosa y desesperada, como si la creyera capaz de chismorrear (con la idea de que sus revelaciones pudieran darle importancia) y de apelar a su máxima discreción para taparlo—. Los ojos de Hyacinth parecían decirlo todo: «¿Cómo voy a creerte y cómo puedo demostrar que mientes? Estoy completamente desamparado, porque no puedo demostrarlo sin acudir a la persona ante quien tu incorregible tontería te habrá llevado a hablar más de la cuenta, a dejar escapar alguna indirecta misteriosa y que sirva de suplicio. Ya sabes que yo nunca llegaría a eso».

Pinnie padecía terriblemente al ver que lo pensaba, pero se exponía a menudo a que lo hiciera, porque no podía renunciar al placer, aún más agudo que la pena, de decir a Hyacinth que le apreciaban, que le admiraban y que, por aquellas «encantadoras maneras» que alababa lady Aurora, no les faltaba más que asombrarse, y esa clase de interés parecía significar siempre la sospecha de su secreto, algo que, cuando trataba de explicárselo, calificaba, sintiéndose por una parte ofendido, pero encontrando cierta dulzura, como de «asqueroso attendrissement». Cuando Pinnie le dijo que lady Aurora daba la impresión de estar algo sorprendida de que no hubiera ido a Belgrave Square para buscar los famosos libros, pensó que debía visitarla sin demora si quería conservar su reputación de hombre de mundo; y al mismo tiempo pensaba lo extraña que resultaba aquella nueva fase de su vida, que se había abierto tan de repente y de un día para otro: una fase en la que su compañía se había vuelto indispensable para dos señoras de alto copete, y en la que la oscuridad de su origen pasaba a ser una atracción más. Andaban buscándole una tras otra, y hasta buscaban a la pobre Pinnie como un medio de llegar a él; de forma que se divertía preguntándose si su destino sería realmente que fueran tras él, que la aristocracia, al encontrar una misteriosa afinidad (con el fino flair que poseía), se dedicara a salir a su encuentro para evitarle la molestia de buscarla él.

Fue a última hora del día (un anochecer de octubre), y encontró a lady Aurora en casa. Hyacinth había calculado mentalmente la hora en que se levantaría de la mesa; en su imaginación, y sin saber muy bien por qué, esa operación de «levantarse de la mesa» era algo característico de la nobleza. No sabía que la comida principal de lady Aurora consistía en unas migajas de pescado y una taza de té, servidas en una mesita de la desmantelada habitación de los desayunos. A Hyacinth le abrió la puerta la misma vieja envidiosa que Pinnie había descrito, que escuchó lo que decía, le condujo a través de la casa y le puso en presencia de su señoría sin despegar ni un momento los labios. Lady Aurora estaba sentada en la pequeña habitación, a la luz de un par de velas, e inmersa, al parecer, en una colección de papeles arrugados y libros de cuentas. Estaba haciendo números, consultando papeles, tomando notas; había tenido la cabeza apoyada en las manos, y la sedosa maraña de su pelo se resistió al esfuerzo que por alisarlo hizo al ver entrar al encuadernador. Sobre su colorada piel se notaban todavía las huellas de los dedos. Dijo en seguida:

—¡Ah!, ha venido por los libros, es muy amable.

Le condujo a toda prisa a otra habitación, a la que según dijo había mandado llevar los libros para que pudiera escogerlos. Aquella precipitación le hizo suponer al principio que deseaba que lo hiciera pronto y que se marchara lo antes posible; pero luego se dio cuenta de que la nerviosidad y la timidez de su señoría inducían siempre a uno a equivocarse. Lo que deseaba era que se quedase, quería hablar con él, y se había precipitado sobre los libros para ganar tiempo, serenarse un poco y poner en práctica un arte más sutil. Durante la media hora que permaneció allí, Hyacinth acabó convencido de lo que ya había supuesto en su encuentro anterior: que lady Aurora tenía mucho de santa. Con los libros se llevó una pequeña desilusión, aunque escogió tres o cuatro, todos los que podía llevar, y prometió volver por otros: denotaban que lady Aurora tenía un concepto muy limitado de la literatura francesa y un gusto más bien pueril. Había varios volúmenes de Lamartine y una serie de las memorias espurias de la marquesa de Créqui; pero el resto de la pequeña librería se componía principalmente de obras de Marmontel y de madame de Genlis, Le Récit d’une Soeur, y los cuentos de M. J. T., de Saint-Germain. Había varios miembros de una escuela muy moderna, realistas avanzados y enérgicos, de los que Hyacinth había oído hablar y en los que deseaba desde hacía tiempo poner sus manos; pero ninguno de ellos había ido a parar a la inocente colección de lady Aurora, aunque sí tenía dos de las novelas de Balzac; desgraciadamente eran las que el chico ya había leído varias veces.

De todas maneras notó algo muy agradable en los momentos que pasó en aquella enorme casa, oscura, vacía y fresca, donde de cuando en cuando aparecían muebles monumentales, que no estaban amontonados y mezclados como en casa de la princesa, y donde las fantásticas entonaciones de lady Aurora arrancaban ecos que le daban una sensación de privilegio, de tomar parte en un alboroto decente, sin presencias que le coartaran. Volvió a hablar de los pobres del sur de Londres y sobre todo de los Muniment; era evidente que el único defecto que les encontraba era no ser lo bastante pobres, no estar expuestos a peligros y privaciones contra las que ella pudiera tomar medidas. A Hyacinth le gustaba eso, pero habría deseado que hablara de algo más, no sabía muy bien de qué, a no ser que como Rose Muniment quisiera que hablase más de Inglefield. Cuando estaba con los pobres, no le importaba hablar de cosas referentes a su estado, algunas veces hasta le producía una extraña y violenta satisfacción, pero veía que cuando esas cosas se discutían con los ricos el interés decaía fatalmente: los ricos no podían considerar la pobreza a la luz de la experiencia. Sus errores e ilusiones, el creer que habían captado la sensación de la pobreza y la suciedad, cuando no habían captado absolutamente nada, era algo que resultaba siempre más o menos irritante. A Hyacinth se le ocurrió pensar que si encontraba esa deficiencia en una persona de tan profunda conciencia como lady Aurora sería un asunto mucho más peliagudo todavía intentar hacer la luz para la princesa Casamassima.

Su anfitriona no aludió para nada a Pinnie, y él comprendió que quería colocarle al nivel de la gente que no expresa nunca aprobación o sorpresa ante la decencia o la buena educación de los respectivos parientes. Vio que le trataría siempre como a un caballero y que aunque él se mostrara desagradecido no pensaba darle a entender jamás que le había tratado así. No tendría ocasión de decirle, como le había dicho a la princesa, que le miraba como a un bicho raro; y tuvo en seguida la sensación de aprender mucho más de la vida, de percibir que había muy distintas maneras (lo que implicaba que existían muchas más) de ser una gran señora. La forma en que lady Aurora parecía querer hablar con él de los problemas de la pobreza y las reformas podía inducir a suponer que era un noble bondadoso (del tipo de lord Shaftesbury) que había dotado a muchos establecimientos de caridad y era conocido por la amplitud de sus puntos de vista en cuestiones filantrópicas. No olvidaba tampoco que Pinnie podía haberse ido de la lengua, haber hecho alguna insinuación sobre su esclarecido parentesco, mucho más de lo que confesaba al cantar las bondades de su señoría; pero se acordaba también de que él mismo había estado a punto de ser igualmente idiota al soltar aquel día una alusión a su maldito origen. En cualquier caso, estaba conmovido por la delicadeza con que se comportaba la hija del conde, tratándole como si fuera «uno de ellos», y pensaba que en el caso de que conociera su historia (estaba seguro de que podían pasar veinte años sin que diera a entender que la sabía), aquel matiz de cortesía, aquel tacto natural, que podían coexistir con una extraordinaria torpeza, ilustraban la «buena crianza» de que había oído hablar en las novelas que retrataban a la aristocracia. La única observación de lady Aurora que podía recordar remotamente que le miraba desde otra altura fue cuando le dijo amistosamente y con ganas de animarle:

—Supongo que uno de estos días se establecerá por su cuenta. Pero tampoco esa frase resultó tan paternalista que no pudiera contestar con una sonrisa, libre también de toda sombra de impertinencia:

—¡Huy, no! Eso sí que no lo haré nunca. Armaría un lío tremendo si intentara establecerme por mi cuenta. No tengo la menor disposición para esas cosas.

Lady Aurora pareció sorprendida:

—Lo comprendo; es que no le gusta, que no le gusta.

Vaciló, y él creyó que iba a decir que lo que no le gustaba era la idea de dedicarse tanto a un oficio; pero pudo detenerla a tiempo, antes de que le adjudicara una pretensión tan estúpida, y declarar que lo que quería decir era simplemente que su única facultad era la facultad de realizar su pequeño trabajo, fuera el que fuera, y de gustarle hacerlo con arte y bien, y de agradarle todavía más ganar su correspondiente dinero cuando lo había terminado. Su concepto del «negocio» o de prosperar en la vida no iba más allá.

—¡Ah, sí, me lo imagino! —exclamó su señoría.

Pero le miró con unos ojos que demostraban que la desconcertaba y que no le entendía en absoluto. Antes de marcharse le preguntó de repente (nada permitía suponerlo) qué pensaba del capitán Sholto, a quien había visto aquella noche en Audley Court. ¿No le parecía una persona muy extraña? Hyacinth asintió, y lady Aurora preguntó entonces, nerviosa y con verdadera ansiedad:

—¿No le parece que es realmente vulgar?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Puede saberlo perfectamente, tan bien como cualquiera. Creo una lástima que ellos entablen amistad con personas así.

«Ellos», por supuesto, eran Paul Muniment y su hermana.

—¿Con una persona que puede resultar vulgar? —a Hyacinth le parecía que tal solicitud era algo exquisito—. Pero piense en la gente que conocen, piense en los que les rodean, piense en Audley Court entero.

—¿Las clases trabajadoras, los pobres, los desgraciados? Es que yo a ellos no les llamo vulgares —exclamó su señoría con cara radiante.

Hyacinth, que aquella noche estuvo mucho tiempo despierto, se reía solo en la cama, y sin malicia alguna, de pensar que tenía miedo de que él y sus amigos fueran a resultar contaminados por alguien que se codeaba con una princesa. Hasta llegaba a preguntarse si la princesa misma no le parecería a su señoría un poquito vulgar.