VII
—Estoy sufriendo muchísimo, pero todos hemos de sufrir mientras la cuestión social se vea tan mal, tan inicuamente descuidada —dijo Poupin, hablando en francés y volviendo hacia Hyacinth sus ojos saltones, unos ojos que siempre tenían la misma expresión declamatoria, reclamatoria, proclamatoria, fuera lo que fuera lo que estaba haciendo.
Hyacinth se había sentado a la cabecera de su amigo, frente al joven desconocido que ocupaba una silla al pie de la cama.
—¡Ay, sí!, con su cochina política, lo último de que se acuerdan es de la situación del pauvre monde —exclamó su mujer desde la cocina—. A veces me pregunto lo que va a durar esto.
—Va a durar hasta que su imbecilidad y su infamia colmen la medida. Va a durar hasta el día de la justicia, hasta que la reintegración de los desposeídos y desheredados estalle con tal fuerza que haga temblar al globo.
—Pero siempre vemos que las cosas siguen igual, nunca vemos que cambien —dijo madame Poupin, haciendo un ruido muy reconfortante en la sartén con una gran cuchara que tenía.
—Puede que nosotros no lo veamos, pero ellos lo verán —replicó su marido—. Pero ¿qué digo, hijos míos? Yo lo veo —prosiguió—. Lo tengo ante mis ojos en toda su radiante realidad, y más que nunca cuando estoy aquí tendido, sí la reivindicación, la rehabilitación, la rectificación.
Hyacinth dejó de prestar atención, no porque pensara de otro modo sobre lo que monsieur Poupin llamaba el avènement de los desheredados, sino al contrario, porque estaba muy familiarizado con ese asunto. Era el tema invariable de sus amigos franceses que vivían, según había observado hacía tiempo, en estado de inflamación espiritual crónica. Para ellos, los desheredados y la cuestión social estaban siempre presentes, y la cuestión política era siempre abominable. Se asombraba de su celo, su firmeza y su ánimo incorruptible así como de las reservas inagotables de convicciones y profecías que tenían siempre a mano. Creía que en el fondo estaba más dolido que ellos, pero tenía desviaciones y períodos de calma, momentos en que la cuestión social le aburría y en los que se olvidaba no sólo de sus propios males, cosa que hubiera sido disculpable, sino del pueblo en general, de sus hermanos y hermanas en la miseria. Ellos, por el contrario, estaban siempre en la brecha, perpetuamente de acuerdo consigo mismos y, lo que era aún más difícil, con los otros. Hyacinth había oído decir que en Francia la institución matrimonial no estaba muy considerada, pero le asombraba ver hasta qué punto era íntima la unión en Lisson Grove, idéntica la comunidad de intereses; sobre todo desde el día en que monsieur Poupin, en un momento de expansión, aunque muy discretamente, le había dicho que la señora sólo era su mujer en un sentido espiritual y afectivo. Existían concesiones hipócritas y supersticiones degradantes que aquella exaltada pareja no podía admitir. Hyacinth se sabía de memoria todo su vocabulario, y hubiera podido decir en cualquier ocasión y con las mismas palabras lo que iba a decir monsieur Poupin. Sabía que, en su fraseología, «ellos» era una alusión a cualquiera que no fuera el pueblo, aunque lo que abarcaba el pueblo no quedara tan claramente definido. Él, por supuesto, pertenecía a ese sagrado cuerpo para el que el futuro guardaba tantas compensaciones; y también pertenecían a él sus amigos franceses, Pinnie, casi todos los habitantes de Lomax Place, y los obreros del taller de Crook. Pero ¿qué era el propio Crook que llevaba un mandil casi más sucio que el de los demás y resultaba un maestro en «despachar» y tenía en cambio un hotelito en Putney y una mujer que aspiraba en secreto a tener un paje de librea? Y sobre todo, ¿qué era mister Vetch, que ganaba un salario semanal, y nada grande, con su violín, pero tenía por otra parte misteriosas afinidades de otro género, reminiscencias de un tiempo en el que fumaba puros, tenía sombrerera y andaba en coche, además de ir a Boulogne? Anastasio Vetch se había mezclado en su vida, y de un modo atroz, con ocasión de una crisis terrible; pero Hyacinth, que se esforzaba en cultivar la justicia en su propia conducta, creía que había obrado en conciencia y trataba de estimarle, tanto más al ver que el violinista, que sin duda se sentía en falta con él, le había tratado siempre con gran benevolencia. Creía que mister Vetch sentía por él un interés sincero y que, si volvía a inmiscuirse alguna vez en su vida, lo haría de forma muy distinta: notaba que le miraba algunas veces con el mayor afecto. Había, por tanto, una gran diferencia en que perteneciera al pueblo o no, ya que en el gran día del desquite sólo el pueblo había de salvarse. El mundo estaba hecho para el pueblo: quien no estaba con el pueblo estaba contra él; y todos los demás eran opresores, usurpadores, explotadores, accapareurs, como decía monsieur Poupin. Hyacinth se lo había preguntado una vez directamente a mister Vetch, que se le quedó mirando un rato, entre la eterna humareda de su pipa, y dijo por fin:
—¿Crees que soy un aristócrata?
—Sólo sabía que era usted un burgués —contestó el chico.
—Pues no, no soy ni una cosa ni otra. Soy un bohemio.
—¿Y con traje de etiqueta todas las noches?
—Hijo mío —dijo el violinista—, ésos son los bohemios confirmados.
Hyacinth sólo quedó satisfecho a medias, pues no estaba nada claro que los bohemios también hubieran de salvarse; si lo supiera seguro, a lo mejor él también se hacía bohemio. Pero a pesar de todo no llegó nunca a sospechar que mister Vetch fuera agente del gobierno, aunque le había dicho monsieur Poupin que había muchísimos que tenían el mismo aspecto; claro que no lo hacía con ánimo de acusar al violinista en quien había confiado desde el principio y seguía confiando. El agente del gobierno, en los más variados disfraces, el fabuloso mouchard de monsieur Poupin, se transformó en un tipo familiar para Hyacinth y, aunque nunca había podido pescar a un miembro de los de tan infame cofradía con las manos en la masa, vistas las cosas, había muchas personas a las que no dudaría en considerar como tales. En todo caso, los Poupin no tenían nada de bohemios, y Hyacinth los conocía desde hacía bastante tiempo como para no sorprenderse de la forma en que combinaban su pasión socialista y una impaciencia al rojo vivo por la rectificación general con una vida de extraordinaria decencia y un culto por la obra bien hecha. El francés hablaba de la estafa que se le había hecho al pueblo como de algo tan indecente que no podía aguantarse ni un momento más, pero mostraba la más exquisita paciencia para estampar la cubierta de un libro, y lo cogía en sus manos como si estuviera convencido de que todo era inmutable. Hyacinth sabía lo que pensaba de los curas y las teologías, pero profesaba la religión de la artesanía hecha a conciencia, y tenía al chico realmente asombrado ante las maravillas que hacían sus dedos.
—¿Qué quieres que te diga? J’ai la main parisienne —confesaba modestamente monsieur Poupin ante la admiración de Hyacinth.
Y después de haber visto varias muestras de lo que el chico era capaz de hacer, tuvo la amabilidad de informarle de que disfrutaba también de la misma conformación:
—No hay razón para que tú no puedas ser también un buen obrero, il n’y a que ça.
Su propia vida estaba prácticamente gobernada por esa convicción. Disfrutaba con el empleo de sus manos, sus herramientas, y su buen gusto, que era infalible, y a Hyacinth no le costaba trabajo comprender lo que estaría sufriendo al tener que pasar un día en la cama. Sin embargo, acabó por darse cuenta de que en aquella ocasión le consolaba bastante la presencia del chico que estaba sentado a los pies de la cama, y con el que monsieur Poupin mostraba tal intimidad que nuestro héroe se preguntaba cómo no le había visto antes ni había oído nunca hablar de él.
—¿Y qué entiende usted por la fuerza que hará temblar el globo? —preguntó el joven, recostándose en la silla, con las manos cruzadas detrás de la cabeza.
Monsieur Poupin había hablado en francés, cosa que prefería siempre, ya que la lengua de la isla suponía una tribulación para él, pero el visitante hablaba inglés, y Hyacinth vio en seguida que no tenía nada de francés, que era imposible que monsieur Poupin le dijera que tenía la main parisienne.
—Quiero decir una fuerza que hará a los burgueses bajar a la bodega y esconderse, pálidos de miedo, detrás de sus barriles de vino y sus montones de oro —exclamó monsieur Poupin, moviendo unos ojos terribles.
—Y espero que en este país los haga bajar a la carbonera. La, la!, pero los encontraremos aunque se metan allí —comentó su mujer.
—El 89 fue una fuerza irresistible —dijo monsieur Poupin—. Creo que habría pensado lo mismo si hubiese estado allí.
—Y también lo fue la entrada de los versalleses, que le mandó a usted para acá hace diez años —contestó el joven.
Vio que Hyacinth estaba mirándole, y le miró él también a los ojos, sonriendo un poco, lo que hizo aumentar el interés de nuestro héroe.
—¡Pardon, pardon, yo resisto! —gritó Eustache Poupin, asomando entre las sábanas, bajo su improvisado gorro de noche.
Madame repitió que ellos resistían, ¡vaya si resistían!, y el joven rompió a reír, lo que hizo declarar a Poupin, con una dignidad que ni siquiera su posición yacente lograba abatir, que era una frivolidad por su parte hacer semejantes preguntas, sabiendo, como sabía… todo lo que sabía.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé —admitió el joven con naturalidad, bajando los brazos y metiendo las manos en los bolsillos, mientras estiraba un poco las piernas—. Pero todo hay que intentarlo todavía.
—¡Oh!, pero será un intento en gran escala, soyez tranquille. Va a ser uno de esos experimentos que valen por una prueba completa.
Hyacinth se preguntaba de qué estarían hablando, y veía que tenía que ser algo importante, porque el desconocido no era hombre que se interesara por cualquier cosa. Estaba muy intrigado con él, le parecía un tipo notable, y se sentía algo agraviado por no conocerle: es decir, le molestaba que siendo un habitual de Lisson Grove, monsieur Poupin no se hubiera dignado presentarlo a su amigo de Lomax Place. Yo no sé hasta qué punto el visitante que ocupaba la otra silla se daba cuenta de lo que pensaba Hyacinth; pero, al cabo de un momento, le miró y preguntó, amistosamente pero con cierta desconfianza que no dejó de agradarle:
—¿Y usted también lo sabe?
—¿Si sé qué? —exclamó Hyacinth asombrado.
—¡Ah, nada! Si supiera, lo sabría —contestó el chico echándose a reír otra vez.
Semejante salida por parte de cualquier otra persona hubiera irritado a nuestro sensible héroe, pero sólo le hizo sentir mayor curiosidad por su interlocutor, que tenía una risa fuerte y extraordinariamente alegre.
—Mon ami —intervino madame Poupin—, debías presentar a ces messieurs.
—Ah ça!, ¿se puede bromear así con los secretos de Estado? —exclamó su marido sin hacer caso. Luego añadió en otro tono de voz—: monsieur Hyacinthe es un chico muy bien dotado un enfant tres doué, por quien siento un interés profundo. Él también tiene que saldar una cuenta, ¡y menuda cuenta!, ¿verdad, mon petit?
Lo había dicho con muy buena intención, pero Hyacinth se puso colorado y, sin saber muy bien lo que decía, murmuró:
—Yo lo único que quiero es que me dejen en paz.
—Es muy joven —dijo Eustache Poupin.
—De todas las personas que hemos conocido en este país, es el que más nos gusta —añadió su mujer.
—A lo mejor es francés —sugirió el joven desconocido.
A Hyacinth le parecía que los tres estaban esperando una respuesta; había como una calma expectante, y resultaba un paso dificultoso, en parte por la atención algo incitante y embarazosa del otro chico, y en parte porque era una cuestión sobre la que todavía no se había decidido. En realidad, no sabía si era inglés o francés ni cuál de las dos cosas prefería ser. La sangre de su madre, sus sufrimientos en una tierra extraña, y la espantosa desgracia que había acabado con ella, en un lugar y entre unas gentes a las que tenía que detestar, le hacían sentirse francés; pero se daba cuenta de que había también otras cosas que no tenían nada que ver con eso. Desde hacía mucho tiempo había ido tejiendo una leyenda en torno a su madre, la había levantado pieza a pieza, entre apasionadas meditaciones, con las mejillas ardiendo y los ojos llenos de lágrimas; pero había momentos en que flaqueaba y se desvanecía, días en que ya no le servía de consuelo ni contaba con ella. También había tenido un padre, un padre que había sufrido igualmente, había muerto de una puñalada, había pagado con la vida; y también le sentía en su espíritu, cuando el esfuerzo que hacía por imaginársele no acababa en pura oscuridad y confusión y le producía un desconcierto que le helaba de terror. En todo caso, se sentía bien enraizado en el lugar en que sus padres habían sufrido, y no sabía nada de ningún otro. Además, lo de que el viejo Poupin le llamara «monsieur Hyacinthe», como hacía muchas veces, no acababa de gustarle; le parecía que de esa manera su nombre, que en inglés le gustaba, sonaba en francés como el de un peluquero. Llevaba sobre sí una nube y un estigma, pero no estaba dispuesto a resultar ridículo:
—Yo creo que no soy nada —dijo por fin.
—En v’là des bêtises! —exclamó madame Poupin—. ¿Va a decirnos ahora que no vale tanto como cualquier otro? ¡Me gustaría verlo!
—Todos tenemos una cuenta que saldar, ¿no es verdad? —dijo el joven desconocido.
Quería sin duda animar a Hyacinth, porque había visto las ganas que tenía de evitar las alusiones de monsieur Poupin; pero nuestro héroe comprendía que era también uno de los que estaban dispuestos a cobrar primero. Provocaría la quiebra de la sociedad, pero cobraría. Era alto y bien parecido, pero no se podía afirmar —Hyacinth al menos no podía hacerlo— si era guapo o feo, con su cabeza grande y su frente cuadrada, el pelo espeso y lacio, la boca gruesa y una nariz bastante ordinaria; tenía una mirada admirablemente clara y segura, y los ojos muy hundidos y, a pesar de faltarle finura en algunos rasgos de la cara, tenía en ella una expresión inteligente y resuelta, como si su alma respirara por ella y diera indicios de una buena salud moral. Estaba vestido como un obrero en domingo, y era evidente que se había puesto lo mejor que tenía para acudir a Lisson Grove, donde había una señora, y llevaba sobre todo una corbata, barata y pretenciosa al mismo tiempo, que Hyacinth, que se fijaba mucho en esas cosas, encontraba que tenía un azul horrible. Calzaba unos zapatos muy grandes, casi zapatos de campesino, y hablaba con un acento provinciano que a Hyacinth le pareció de Lancashire. Todo eso no indicaba inteligencia, pero tampoco impidió que Hyacinth comprendiera que no tenía nada de idiota, que hasta era probable que disfrutara de un buen entendimiento, lo mismo que algunas personas tienen buenos puños. Nuestro héroe ansiaba conocer personas superiores, y se sentía interesado por aquel desconocido tranquilo, cuya importancia estaba bien equilibrada y aparecía, como la de un metal precioso, en las piezas pequeñas y en las grandes. Tenía la piel de un gañán y la mirada de un comandante jefe, y podía pasar por un distinguido savant joven disfrazado de artesano. El disfraz debía de ser muy completo, porque tenía varias manchas oscuras en los dedos. La curiosidad de Hyacinth se vio en aquella ocasión gratificada, porque después de dos o tres alusiones ininteligibles a un determinado lugar en el que Poupin y su amigo se habían encontrado y esperaban volver a encontrarse, madame Poupin dijo que era una vergüenza no admitir a monsieur Hyacinthe que, ella respondía, era de la raza de los puros.
—A su debido tiempo, a su debido tiempo, ma bonne —dijo el enfermo—. Monsieur Hyacinthe sabe que cuento con él, lo mismo si le transformo hoy en interne que si espero un poco más de tiempo.
—¿Qué quiere decir con eso de interne? —preguntó Hyacinth.
—Mon Dieu!, ¿qué quiere que le diga? —Eustache Poupin le miró solemne desde su almohada—. Es usted muy simpático, pero temo que demasiado joven.
—Nunca es uno demasiado joven para contribuir con su obole —dijo madame Poupin.
—¿Puede guardar un secreto? —preguntó el otro joven, pero más bien como poniéndolo en duda.
—¿Es un complot, una conspiración? —exclamó Hyacinth.
—Lo pregunta como si preguntara si es un budín de ciruela —dijo monsieur Poupin—. No es una cosa de comer y no lo hacemos para divertirnos. Es un asunto muy serio, hijo mío.
—Es un grupo de obreros al que nosotros y otros muchos pertenecemos. No importa nada decirle eso —comentó el joven.
—Le aconsejo que no se lo diga a mademoiselle; sus ideas son de las viejas —sugirió madame Poupin a Hyacinth, mientras probaba su tisane.
Hyacinth estaba allí perdido y asombrado, mirando unas veces a su compañero de trabajo en el Soho y otras al amigo nuevo de enfrente.
—Si tienen algún plan, algo a lo que uno pueda entregarse, creo que debían habérmelo dicho —dijo dirigiéndose a monsieur Poupin.
El francés le contempló un poco, como si se tratara de un objeto agradable, y dijo luego al joven desconocido:
—Está celoso de usted; pero no hay ningún mal en ello: es cosa de la edad. Otro día le contaremos su historia, y comprenderá que tiene que ser por fuerza uno de los nuestros. Ha sido una casualidad que no le haya encontrado aquí antes.
—¿Cómo iban a poder encontrarse esos messieurs si monsieur Paul no viene nunca? ¡Desde luego no nos mima! —exclamó madame Poupin.
—Bueno, ya sabe que tengo que cuidar a mi hermana cuando no estoy en el trabajo —explicó monsieur Paul—. Esta tarde ha habido suerte porque una señora a la que conocemos ha venido a estar con ella.
—¿Una señora, una lady de verdad?
—Sí, de pies a cabeza.
—¿Y les gusta que se metan así en su casa sólo porque tienen el désagrément de ser pobres? Parece que es la costumbre de esta tierra, pero a mí no me va nada —prosiguió madame Poupin—. Me gustaría ver a una de esas dames, de las de verdad, venir aquí a estar conmigo.
—Pero ¡usted no es una inválida, puede valerse de las piernas!
—¡Sí, y de los brazos también! —dijo la francesa.
—Esta señora atiende a varias personas que viven en el patio nuestro, y va a leerle a mi hermana.
—¡Ah, muy bien! Ustedes los ingleses tienen mucha paciencia.
—No haríamos nunca nada si no la tuviéramos —dijo monsieur Paul sin perder su buen humor.
—Tienen mucha razón; eso no puede decirse muchas veces. Va a ser una tarea tremenda y sólo los fuertes podrán vencer —murmuró el francés algo cansado, volviendo los ojos a madame Poupin, que se acercaba despacio, con una taza llena hasta arriba de tisane, y probándola una y otra vez mientras andaba.
Hyacinth había estado mirando a su compañero de visita cada vez con más interés; y monsieur Paul pareció darse cuenta pues comentó con un gesto en dirección a la cama:
—Asegura que debíamos conocernos. Yo, desde luego, no tengo nada en contra. Me gusta conocer a la gente siempre que merezca la pena.
Hyacinth estaba tan contento que no sabía cómo tomarlo; llegó a pensar por un momento que no iba a acertar, pero dijo por fin con bastante ansiedad:
—¿Me contará todo lo del complot?
—¡Huy, si no es complot! Me parece que no les tengo mucha afición.
Y realmente, monsieur Paul, con sus ojos ingleses, claros, tranquilos y dulces, no tenía demasiado aire de conspirador.
—¿Es una nueva era? —preguntó Hyacinth, más bien desilusionado.
—Bueno, no sé, no es más que tomar una postura sobre uno o dos puntos.
—¡Ah, bien, voilà du propre, entre todos hemos conseguido que le suba la fiebre! —gritó madame Poupin, que había dejado la taza encima de una mesa y se inclinaba sobre su marido para tocarle la frente. El enfermo estaba sofocado y con los ojos cerrados, y era evidente que la conversación había sido demasiado para él. Madame Poupin dijo que si los jóvenes querían trabar amistad era mejor que lo hicieran fuera, porque el enfermo debía estar tranquilo. Ellos se disculparon y prometieron volver al día siguiente para saber cómo estaba y, dos minutos más tarde, Hyacinth se encontró cara a cara con su compañero, delante de la casa de los Poupin, y bajo la luz de un farol que trataba inútilmente de disipar la oscuridad invernal.
—¿Su nombre es monsieur Paul? —preguntó Hyacinth mirándole.
—¡Huy, no, por Dios! Ésa es la manera afrancesada que tienen ellos de decirlo. Mi nombre sí es Paul, pero Paul Muniment.
—¿Y en qué trabajas? —preguntó Hyacinth con repentina familiaridad al ver que su amigo le había dicho ya mucho más de lo que solía decirse en tales casos.
Paul Muniment le miró desde su altura y sus anchos hombros:
—Trabajo en una firma de productos farmacéuticos, en Lambeth.
—¿Y dónde vives?
—Vivo también al otro lado del río, en el extremo sur de Londres.
—¿Y vas a casa ahora?
—Sí, voy a dar una vuelta.
—¿Puedo yo darme la vuelta contigo?
Mister Muniment volvió a contemplarle y se echó a reír:
—Puedo llevarte a cuestas si quieres.
—Gracias; espero que podré andar tanto como tú —dijo Hyacinth.
—Muy bien, admiro el espíritu que tienes y me atrevo a decir que va a gustarme tu compañía.
Había algo en su cara que, unido a la idea de que andaba metido en adoptar una postura —nuestro ardiente amigo veía una hilera de bayonetas de punta—, hizo a Hyacinth sentir deseos de ir con él hasta que no pudiera con su alma; y al cabo de un momento echaron a andar juntos en la dirección que había dicho Muniment. Iban hablando mientras andaban, e intercambiaron muchas opiniones y comentarios, pero llegaron a la parte sudoeste de Londres, donde el joven vivía con su hermana enferma, antes de que le hubiera dicho a Hyacinth nada definitivo sobre los «puntos» a que había aludido anteriormente y sin que Hyacinth, a su vez, hubiera explicado las circunstancias que le convertían, según monsieur Poupin, en uno de los desheredados. Hyacinth no quería apremiarle, ni por nada del mundo parecer indiscreto y, aunque le había cogido mucha simpatía a Muniment, no estaba tampoco preparado para que le apremiase él. Por lo tanto, no llegó a quedar bien claro cómo había entablado amistad con Poupin ni cuánto tiempo había disfrutado de ella. Sin embargo, Paul Muniment se mostró más bien comunicativo, sobre todo a la hora de explicar que vivía en un rinconcito muy pobre. Tenía que cuidar a su hermana, que no podía valerse por sí misma, y pagar un alquiler muy bajo, porque necesitaba médicos, medicinas y toda clase de pequeñas atenciones. Gastaba un chelín a la semana en flores para ella. Le dijo también que la casa, una vez arriba, resultaba mejor, y que desde las ventanas de atrás se veía la cúpula de la catedral de San Pablo. Audley Court, a pesar de ese nombre tan bonito que a Hyacinth le recordaba a Tennyson, resultó un rincón más cochambroso aún que Lomax Place; y tenía además el inconveniente de que había que entrar por una calleja estrecha, una especie de pasadizo entre altos muros negros. Se pararon ante la puerta de una de las casas y, después de entretenerse un poco, Muniment dijo:
—Oye, ¿por qué no subes? Me caes lo bastante bien para hacerlo, y podrías conocer a mi hermana. Se llama Rosy.
Hablaba como si se tratara de un privilegio, y comentó luego en broma que a Rosy lo que más le gustaba era que la visitara un caballero. Hyacinth no necesitaba que le animaran, así que emprendió la subida a tientas, detrás de su compañero, y por una escalera oscura en la que no pararon hasta llegar arriba, y que le pareció la más larga y empinada que había subido en su vida. Paul Muniment abrió una puerta y, al ver desde el umbral que la habitación estaba a oscuras, preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Te has ido a la cama?
—¡No! —respondió una vocecilla clara—, estamos sentadas a oscuras. Lady Aurora es tan amable que sigue aquí.
La voz salía de un rincón tan tenebroso que no se veía a la que hablaba.
—¡Ah, muy bien! —contestó Paul Muniment—. Pues vas a tener una reunión entonces, porque yo traigo a alguien más. Somos pobres, sabes, pero honrados, y no tenemos miedo de que nos vean, y creo, además, que podríamos encender una vela.
En aquel momento, a la débil luz del fuego, Hyacinth vio que se levantaba una figura, una figura alta, angulosa y delgada, que llevaba un sombrero grande y vago y un velo flotante sobre la cara. La desconocida soltó una risa muy especial y dijo:
—He traído algunas velas; podríamos haber tenido luz si hubiéramos querido tenerla.
El tono y el sentido de las palabras anunciaron a Hyacinth que era lady Aurora quien las había pronunciado.