III
Mistress Bowerbank le había dicho que se encontraría con ella casi en la puerta misma del espantoso lugar; y esa idea era la que había mantenido a miss Pynsent en aquel viaje largo y tortuoso que habían hecho en parte a pie y en parte en distintos carruajes. Había pensado primero en alquilar un coche, pero decidió reservarlo para la vuelta, pues era muy probable que estuviera tan hundida y abrumada por la emoción, que resultaría un consuelo que no pudieran verla. No tenía confianza en que una vez traspasada la puerta de la cárcel fueran a devolverla a la libertad y a sus clientes. Le parecía una aventura tan arriesgada como tenebrosa, y estaba impresionadísima por la ansiedad que veía en la cara del niño que llevaba al lado, que participaba con todo entusiasmo, como lo había hecho en otra ocasión, presente todavía en los anales de miss Pynsent, cuando le había llevado a la Torre un sábado sofocante del mes de agosto. Una vez que se había decidido, representaba para ella un terrible problema pensar lo que iba a decirle sobre el viaje que emprendían. Decidió hablar lo menos posible, decir únicamente que iba a ver a una pobre mujer que estaba recluida por un delito cometido hacía muchos años, y que había mandado a buscarla y díchole también que si había algún niño al que pudiera ver —como los niños, cuando son buenos, son tan alegres y tan cariñosos— se sentiría dichosa de que le llevaran con ella. Con Hyacinth era muy difícil andarse con reservas y misterios; quería saberlo todo de todo y disparaba la despiadada luz de sus preguntas sobre la encarcelada amiga de miss Pynsent. Ella tenía que admitir que había sido amiga suya (si no, ¿por qué ir a verla?), pero hablaba de su amistad como si fuera muy ligera, a la presa sólo la recordaba porque todos los demás —el mundo era tan cruel— le habían vuelto la espalda, y creyó haber tenido una inspiración feliz al decir que el delito que la había llevado allí había sido el robo de un reloj de oro en un momento de extrema necesidad. El marido de la mujer era malísimo, la maltrataba y la había abandonado. Ella era muy pobre, se veía acosada por todas partes, estaba casi muriéndose de hambre. Hyacinth escuchaba embebido la historia, y luego preguntó:
—¿Y no tenía hijos? ¿No tenía un niño pequeño?
Esa pregunta le pareció a miss Pynsent augurio de otras igualmente embarazosas que vendrían después, pero afrontó como pudo, diciendo que la desgraciada víctima de la ley había tenido, hacía mucho tiempo, un niño pequeñín, pero que ya no sabía nada de él. Además, en las cárceles no dejaban tener niños pequeños. Hyacinth replicó que a él sí que le dejarían entrar, porque era ya bastante mayor. Miss Pynsent intentaba fortalecer su espíritu con el recuerdo de la otra peregrinación anterior, su visita a New Gate diez años antes. Había podido salir de aquella prueba, y hasta había tenido el consuelo de ver que el fruto de la entrevista había sido provechoso. La responsabilidad, sin embargo, era mucho mayor, pues no se trataba sólo de sus propios temores, sino de la sombra que en la sensibilidad del niño podía proyectar la casa de la vergüenza.
La última parte del camino la hicieron a pie, después de que los hubieran dejado lo más cerca posible del río, y sin apartarse nunca de él (como le habían aconsejado a miss Pynsent, en más de una docena de consultas con policías, conductores y tenderos) hasta llegar a un edificio grande y oscuro, flanqueado de torres, que reconocerían en cuanto lo tuvieran delante. Y desde luego lo reconocieron al ver levantarse su mole desde la orilla del Támesis, plantado allí y cubriendo todos los alrededores con sus muros pardos, desnudos y sin ventanas, sus torreras mochas y feas, y un aspecto indeciblemente triste y adusto. A los ojos de miss Pynsent resultaba algo tan siniestro y avieso que no dejaba de preguntarse por qué una prisión había de tener tan mal aspecto si era una cosa que se erigía en interés de la justicia y del orden, una especie de protesta alzada precisamente frente al vicio y la maldad. Pero aquella cárcel le parecía tan mala y tan ofensiva como los que estaban dentro: era una injuria a la luz del día, hacía que el río pareciera sucio y ponzoñoso, mientras que la orilla opuesta, erizada de chimeneas, horrendos gasómetros y montones de basura, daba la impresión de ser la zona destinada a poblar las celdas de la cárcel. Miró hacia las puertas, cerradas y oscuras, y apretó la manita del niño; le costaba trabajo creer que algo tan cerrado, tenebroso y sordo pudiera llegar a abrirse para dejarla entrar, y sentía al mismo tiempo que se le encogía el corazón de pensar que salir de allí iba a ser igualmente difícil. Mientras murmuraba palabras sueltas y sentía deseos de echarse atrás ante la meta de su viaje, ocurrió un incidente que revivió una vez más todos sus escrúpulos y prevenciones. El niño soltó la mano, se puso las suyas a la espalda y, colocándose a considerable distancia, dijo con respeto, pero también con decisión:
—No me gusta este sitio.
—Ni a mí tampoco, hijo —exclamó lastimosamente la modista—. ¡Ay, si supieras lo poco que me gusta!
—Pues entonces vámonos. Yo no quiero entrar.
Hubiera acogido la proposición con muchísimo gusto si, mientras permanecía allí, no se le hubiera presentado con tanta viveza, en medio de sus congojas, que detrás de aquellos muros adustos la propia madre del niño seguía contando los minutos. Estaba viva dentro de aquella inmensa tumba, y miss Pynsent tenía la sensación de que ya se habían puesto en relación con ella. Estaban cerca y ella lo sabía; al cabo de pocos minutos podía saborear el único trago de clemencia (excepto el librarla de la horca) que había tenido desde el día de su caída. Unos pocos, poquísimos minutos podrían hacerlo, y le parecía a la peregrina que si su caridad fallaba entonces, las vigilias de la noche en Lomax Place estarían acosadas por el remordimiento, quizá peor. Había allí dentro algo que estaba a la escucha, algo que estallaría con un sonido terrible, un grito o una maldición si se llevaba al niño. Miró la pálida cara del pequeño, consciente de que era inútil adoptar un tono autoritario; le parecía además que no era el momento de hacerlo. Tuvo otra inspiración, y le habló de la misma manera que lo había hecho antes:
—Aquí sólo hemos venido para ser buenos; por eso, si somos buenos, no nos daremos cuenta de que es muy desagradable.
—¿Y por qué tenemos que ser tan buenos si ella es una mujer mala?
—Calla, calla —dijo la pobre Amanda, dirigiéndose hacia él con las manos enlazadas—. Ya no es mala; todo se ha borrado, todo está expiado.
—¿Y qué es «expiado»? —preguntó el niño, mientras ella casi se ponía de rodillas en el suelo para abrazarle.
—Es cuando has sufrido muchísimo, cuando has sufrido tanto, que te has vuelto bueno otra vez.
—¿Ella ha sufrido mucho?
—Durante años y años. Y ahora está muriéndose. Prueba de que es muy buena es que quiere vernos.
—¿Quieres decir porque nosotros somos buenos? —continuó Hyacinth, dándole un giro al asunto que hizo temblar a su compañera y ponerse a mirar, con toda seriedad, hacia la desolación de Battersea, al otro lado del río.
—Seremos buenos si somos compasivos, si hacemos un esfuerzo —dijo la modista, que parecía levantar los ojos en lugar de bajarlos hacia él.
—Pero si se está muriendo, yo no quiero ver morirse a nadie.
Miss Pynsent no sabía qué hacer, pero la desesperación acudió en su ayuda:
—Si vamos a verla a lo mejor no se muere, sino que la salvamos.
El niño la miró a la cara, con aquellos ojos tan especiales que parecían los de una persona mayor y más fuerte que ella.
—¿Y por qué voy a salvar yo a una mujer así si no la quiero?
—Conque te quiera ella, basta.
Miss Pynsent empezó a ver que estaba emocionado.
—¿Va a quererme mucho?
—Mucho, muchísimo, más de lo que nadie te ha querido.
—¿Más que tú ahora?
—¡Ay! —replicó Amanda—. Quiero decir más de lo que quiere a nadie.
Hyacinth había metido las manos en los bolsillos de sus pantalones ajustados y, con las piernas un poco separadas, contemplaba la cárcel, inmensa y triste. Ella pensaba que casi todo dependía de aquel momento.
—Bueno —dijo por fin—, entraré un momento.
—¡Hijo mío, hijo mío! —murmuró la modista, al tiempo que cruzaban el semicírculo vacío que separaba la puerta de entrada de la poco frecuentada calle. Hizo un esfuerzo por tirar de la campana, que le pareció dura y pesada y, mientras esperaba los resultados de su esfuerzo, el niño preguntó de repente:
—¿Y cómo puede quererme tanto si nunca me ha visto?
Miss Pynsent deseaba que la puerta se abriera antes de tener que dar una respuesta, pero los del interior lo tomaban con calma, y Hyacinth tuvo tiempo de repetir la pregunta. Ella respondió agarrándose al primer pretexto que se le había ocurrido:
—Porque ese niño chiquitín que tenía hace mucho tiempo también se llamaba Hyacinth.
—Pues es bien raro —murmuró el niño, sin dejar de mirar a la orilla de Battersea.
Un momento más tarde los dos se encontraron metidos en una vasta penumbra interior, mientras un ruido de llaves y cerrojos resonaba detrás de ellos. A partir de entonces, miss Pynsent se puso en manos de la Providencia, y no recordaba después nada de lo que le había sucedido hasta que la humanidad de mistress Bowerbank se alzó amenazadora en la estrechez de un extraño y oscuro corredor. Hasta entonces sólo había tenido la confusa impresión de verse rodeada por altas paredes negras, cuya cara interior resultaba todavía más aterradora que la otra, la que daba sobre el río; de haber pasado por patios de piedra grises en los que algunas figuras horribles, que apenas parecían mujeres, daban vueltas en círculo, vestidas con uniformes oscuros y monstruosos y unas capuchas que daban miedo; de haber trepado por una escalera oscura, siguiendo los pasos de una mujer que había tomado posesión de ella en el primer piso y hacía observaciones incomprensibles a otras mujeres de aspecto estúpido, que se levantaban de repente como espectros, con unos gorros sucios y desatados, en los rincones y recovecos de aquel misterioso laberinto. Si a la pobre modista el sitio le había parecido tan cruel por fuera, puede afirmarse que no le resultaba una mansión de piedad mientras se abría camino a través de hileras circulares de celdas, en las que distinguía a las presas tras las mirillas enrejadas o pasaba junto a otras, que habían sacado al corredor: mujeres silenciosas, con la mirada fija, que se aplastaban contra el muro de piedra al oír el roce del vestido de miss Pynsent y a las que ella no se atrevía a mirar. No se había sentido nunca tan emparedada, tan asegurada por todas partes; había muros y más muros y galerías sobre galerías; hasta la luz diurna perdía allí el color y era imposible imaginar qué hora era. Mistress Bowerbank parecía haber fallado, y eso la hacía sentirse peor. Tenía verdadero pánico por el niño. Suponía que el horror de la escena le había sobrecogido también a él, y temía que tuviera un ataque de nervios al volver a casa. Aquél no era sitio para llevarle, fuera quien fuera quien le llamaba y aunque se estuviera muriendo. Estaba segura de que iban a aterrorizarle la quietud, el silencio penitente de aquellas mujeres aisladas o en grupos. Notaba que le apretaba la mano con más fuerza y que iba pegado a ella sin decir una palabra. Por fin, en el umbral de una puerta, ensombrecido por su gran humanidad, apareció mistress Bowerbank, y la modista tomó como un signo más de su poder e importancia el hecho de que no se disculpase por no haber aparecido hasta entonces ni se molestara en explicar a sus asombrados peregrinos el motivo de no haber acudido a recibirlos en la entrada, como había prometido. Miss Pynsent no podía comprender la mentalidad de la gente que no daba excusas, aunque la admirara y envidiara vagamente, ya que ella perdía gran parte del tiempo en disculparse de ofensas que no había cometido. Pero, en realidad, mistress Bowerbank no era arrogante, era maciza y musculosa; por eso, en cuanto cogió por su cuenta a sus atemorizados amigos, la modista tuvo el consuelo de comprobar que aquella mujer tan dominante era incapaz de causar molestias gratuitas a una persona que había hecho que su visita a Lomax Place transcurriera de un modo tan agradable.
Había estado planeando por los alrededores de la enfermería, y fue a unas habitaciones tétricas, dedicadas a las reclusas enfermas; allí condujo a sus huéspedes. Eran unas habitaciones desnudas y con rejas, lo mismo que todas las otras, y a miss Pynsent la llevaron a pensar que era una bendición estar enfermo en semejante agujero porque, como la recuperación era imposible, el caso quedaba solucionado. De todas formas, esa solución había alcanzado a muy pocas de las compañeras de Florentine, pues sólo tres de las camas estaban ocupadas, ocupadas por unas mujeres pálidas, con gorros ajustados, sobre quienes la luz misma parecía caer sin piedad en aquel cuarto feo y mal ventilado.
Mistress Bowerbank, discretamente, no prestó la menor atención a Hyacinth; se limitó a decir a miss Pynsent, con su claridad acostumbrada:
—La encontrará muy decaída, no hubiera podido esperar otra fecha.
Los condujo a través de otra puerta a la habitación más pequeña de todas, en la que había sólo tres camas puestas en fila. Los aterrados ojos de miss Pynsent vacilaban mucho más que veían, pero pudieron distinguir a una mujer que estaba en la cama del centro y tenía la cara vuelta hacia la puerta. Mistress Bowerbank fue derecha hacia ella, le dio un golpecito profesional en la almohada e hizo una seña para invitar y animar a los visitantes, que estaban pegados el uno al otro en el umbral. Su conductora les recordó que eran muy pocos minutos los que tenían y que, por tanto, valía más no desperdiciarlos. En vista de eso, y ya que el niño seguía echándose atrás, la modista avanzó sola, mirando a la enferma con todo el valor que era capaz de mostrar. Nueve años presa habían transformado de tal modo a Florentine que tenía la impresión de acercarse a una persona absolutamente extraña. Comprendió que había sido un acierto no decirle a Hyacinth que era guapa (lo había sido), pues no quedaba rastro de belleza en aquella máscara exangüe y hundida que no hacía el menor movimiento. Le había dicho que la pobre mujer era buena pero no lo parecía, ni debió parecérselo al niño, que había retirado la vista de aquel último trozo que se resistía a cruzar, aunque sin decidirse a escapar tampoco, ante la llamada de sus ojos extraños y fijos, única parte de su persona que conservaba una apariencia de vida. Amanda Pynsent la encontraba rara y terriblemente vieja; una criatura que no hablaba ni se movía, trastornada e idiota, mientras que Florentine Vivier había sido para ella la idea que tenía del brillo personal, no del social. La encontraba sobre todo desfigurada y fea, cruelmente desfavorecida por el gorro y el pelo tan áspero y corto. Mientras permanecía a su lado, pensaba con cierto alivio que era imposible que Hyacinth adivinara que una persona en la que no había resto alguno de elegancia o ingenio pudiera ser su madre, cosa que haría cambiar mucho el asunto. Todo lo más que podía ocurrírsele era que fuera su abuela, como había dicho mistress Bowerbank, que permanecía sentada sobre la última cama, con las manos cruzadas, como un guardián del tiempo monumental, y que, llevada por su sentido del deber, comentó que la pobre enferma iba a sacar muy poco provecho si el niño no mostraba un poco más de confianza. La observación no alcanzó desde luego al niño, que estaba absorto contemplando a la reclusa. Habían colocado una silla junto a su almohada, y miss Pynsent se sentó, sin que la enferma pareciera darse cuenta. Hubo luego un momento en que levantó un poco la mano y la puso sobre la colcha, y la modista colocó con suavidad la suya sobre ella. Eso no provocó respuesta alguna; pero, poco después, y sin dejar de mirar al niño, Florentine murmuró unas palabras que ninguno de los presentes estaba en condiciones de entender:
—Dieu de Dieu, quil est donc beau!
—Desde que está tan mal no habla nada más que en francés; no hay quien le saque una palabra normal —comentó mistress Bowerbank.
—Resultaba muy agradable cuando hablaba aquel inglés extraño… y divertido además —aventuró miss Pynsent en un débil intento de animar la escena—. Supongo que se le ha olvidado todo.
—Puede muy bien haberlo olvidado, nunca le dio mucho trabajo a la lengua. Costaba pocos esfuerzos no dejarla charlar —añadió mistress Bowerbank, dando un tirón a la colcha de la enferma.
Miss Pynsent la arregló también un poco del otro lado, sin dejar de pensar al mismo tiempo que aquella separación de idiomas era una auténtica bendición porque, ¿cómo iba a infundirle a su compañero que él era el vástago de una persona que no podía ni decirle buenos días? Al mismo tiempo, comprendía que la escena hubiera resultado menos penosa de haber podido comunicarse con quien era objeto de su compasión. Tal como iba la cosa, parecía que se habían reunido sólo para mirarse, y eso producía un malestar espantoso, dada la delicada situación de Florentine. No era que mirase mucho a su antigua camarada, parecía que se daba cuenta de la presencia de miss Pynsent, y hasta que le gustaría agradecérsela, que se alegraba de comprobar por su parte los cambios que aquellos horribles años habían producido en ella, pero comprendía que no podía desperdiciar las pocas fuerzas que le quedaban en ninguna otra cosa que no fuera tener al niño. Trataba de cogerle con la súplica helada de sus ojos, olvidándose completamente de quien la había sustituido: estaba claro que había de dar su gratitud por sabida. Hyacinth, por su parte, después de algunos momentos de embarazoso silencio —la respiración de mistress Bowerbank era lo único que podía oírse— se daba ya por satisfecho, y se puso a buscar un sitio donde esperar con paciencia que miss Pynsent terminara su negocio, que hasta entonces daba tan poco de sí. No parecía querer salir del cuarto, eso hubiera sido confesar que estaba impresionadísimo, sino adoptar una actitud que dejara bien claro su total desacuerdo con tan desagradable situación. No se encontraba a gusto, y no encontró mejor manera de demostrarlo que sentarse en un taburete, en un rincón de la puerta por donde habían entrado.
—Est-il possible, mon Dieu, qu’il soit gentil comme ça? —gimió su madre en un susurro.
—Nos alegramos mucho de que se haya preocupado… de que la cuiden tan bien —dijo miss Pynsent confusa y sin saber muy bien lo que decía.
Le parecía que la frialdad de Hyacinth era excesiva y su escepticismo demasiado notorio, al mismo tiempo que sentía que las alusiones a la forma en que cuidaban a la pobre mujer no eran precisamente felices. No importaba mucho tampoco, pues era evidente que no oía nada ni mostró el menor interés cuando mistress Bowerbank, queriendo animar la entrevista o mostrar que sabía tratar a los niños, se dirigió al pequeño diciendo:
—¿Y no le gustaría al señorito decirle algo a esta desgraciada? ¿No tiene que contarle nada agradable después de haber venido de tan lejos para verla porque está mala? Es muy raro que un niño pueda andar por este sitio (como el hombrecito lo ha hecho) y habría muchos que se sentirían felices si hubieran visto lo que ha visto él.
—Mon pauvre joujou, mon pauvre chéri —continuó la reclusa con su cariñoso y trágico susurro.
—Lo único que quiere es ser muy bueno; siempre se sienta así en casa —intervino miss Pynsent, alarmada ante la intervención de mistress Bowerbank y esperando que no hubiera una escena.
—Podía haberse quedado en casa entonces… y con esta pobre mujer tan encantada con él —observó mistress Bowerbank con cierta dureza.
Estaba convencida de que la situación amenazaba no alcanzar interés ni color, y quería dar a entender que, aunque no descuidara la disciplina, tampoco le gustaba que salieran del aprieto con tanta facilidad.
—Yo vine porque me trajo Pinnie —dijo Hyacinth desde su asiento—. Al principio creí que iba a gustarme. Pero no me gusta. No me gustan las cárceles. —Y colocó los pies en el travesaño del taburete, como si quisiera tocar la institución en el menor número de puntos posible.
La mujer desde la cama continuó con su extraño, casi inaudible lamento:
—Il ne veut pas sapprocher, il a honte de moi.
—Hay más de cuatro que empiezan así —rió mistress Bowerbank, irritada ante el desprecio del chico por uno de los mejores establecimientos de Su Majestad.
La carita de Hyacinth no denotaba confusión; no hizo más que volverla hacia la reclusa, pero miss Pynsent comprendió que estaba estableciéndose entre los dos un intercambio mudo y extraordinario:
—Iba siempre muy elegante; era una mujer muy guapa —observó dulce e impotente.
—Il a honte de moi, il a honte de moi, Dieu le pardonne! —insistió Florentine Vivier, sin desviar los ojos.
—Está preguntando algo en su lengua. Yo antes sabía algunas palabras —dijo, golpeando la cama, nerviosa.
—¿Quién es esa mujer?, ¿qué quiere? —exclamó Hyacinth con su clara vocecilla, que resonó en el lúgubre cuarto.
—Lo que quiere es que se acerque usted y que le dé un beso, caballero —puntualizó mistress Bowerbank, como si fuera más de lo que se merecía.
—No quiero besarla; Pinnie dice que robó un reloj —contestó el niño.
—¡Demonio de niño!, ¿cómo has podido…? —gritó Amanda toda colorada y dando un salto de la silla.
Fue quizá la agitación de Amanda, que al saltar empujó a la enferma, o el tono penetrante y expresivo en que Hyacinth pronunció su negativa, lo que hizo que Florentine se levantara inesperadamente, con los ojos dilatados y las manos extendidas, gritando:
—Ah quelle infamie! ¡Yo no he robado nunca un reloj, yo no he robado nunca nada, nada! Ah par exemple! —Y volvió a caer hacia atrás sollozando, vencida por la excitación que le había dado fuerzas un momento.
—No necesitaba usted añadirle más de lo que le corresponde por derecho —dijo mistress Bowerbank a la modista, con dignidad, y poniendo su manaza roja sobre la enferma para mantenerla en su sitio.
—¡Atiza!, ¿más? Pues yo creía que era bastante menos —gritó miss Pynsent completamente trastornada y saltando de la madre al hijo, como si quisiera lanzarse sobre el uno para vengarse y sobre la otra para pedir disculpas.
—Il a honte de moi, il a honte de moi! —repetía Florentine entre sollozos—. Dieu de bonté, quelle horreur!
Miss Pynsent cayó de rodillas al lado de la cama y, tratando de volver a coger la mano de la enferma, repetía con igual excitación (sentía que los nervios se le habían puesto de punta y estaban hechos jirones) que no se había dado cuenta de lo que le decía al niño, que no la había entendido, que Florentine tampoco la había entendido, y que lo que ella había dicho era que la habían acusado, pero que nadie se lo había creído. La francesa, por lo demás, no le hacía el menor caso y Amanda ocultaba su cara y su vergüenza en uno de los lados de la dura cama carcelaria, cuando por encima de las comunes lamentaciones se oyó el tono imparcial de mistress Bowerbank:
—El niño es delicado… ¡ya lo creo que lo es! Me he llevado un chasco, porque esperaba que iban a reconfortarla un poco. Encima, voy a cargármela con el médico por haberla puesto en ese estado, así que más vale que nos marchemos.
—Siento mucho haberla hecho llorar. Y tiene que perdonar a Pinnie. Le hice muchas preguntas.
Estas palabras sonaron justo al lado de la atribulada modista, que se levantó corriendo y vio que el niño había avanzado hasta ella y miraba de cerca a la misteriosa reclusa. Produjeron en ella un efecto aún más fuerte que las que había pronunciado un momento antes, pues tuvo fuerzas para levantarse un poco y extender los brazos hacia él en medio de sus sollozos. Hablaba todavía, pero era imposible entenderla, y miss Pynsent apenas tuvo tiempo de echar una ojeada a su cara desfigurada, las cuencas hundidas de sus ojos y el terrible corte de pelo. Amanda agarró al niño con una ansiedad casi tan grande como la de Florentine y, llevándole a la cabecera de la cama, le empujó hacia los brazos de su madre.
—¡Bésala, bésala y nos vamos a casa! —gritaba desesperada, mientras la pobre mujer le abrazaba y apretaba su cabeza contra la cara del niño.
Fue un abrazo tremendo e irresistible al que Hyacinth se sometió con paciencia. Mistress Bowerbank había tratado al principio de que su triste carga no se levantara queriendo sin duda abreviar la escena; luego, al ver que el niño estaba abrazado aceptó la situación y ayudó por detrás a sostenerla, con la idea de despejar la habitación en cuanto el esfuerzo hubiera terminado. Empinó a la paciente con vigoroso brazo; miss Pynsent se levantó y se volvió de espaldas, y hubo un momento de silencio en el que el niño se acomodó como pudo a tan extraña prueba. Los pensamientos que pasaron en aquellos momentos por su asombrada cabecita la modista no iba a conocerlos hasta otra ocasión. Antes de que se volviera otra vez hacia la cama, ya la había sacado de la habitación mistress Bowerbank, que volvió a reclinar a la reclusa, exhausta y con los ojos cerrados, sobre la almohada, y dio de paso un empujoncito profesional a Hyacinth para que marchara delante. Miss Pynsent volvió a casa en un coche de alquiler; estaba completamente agotada y, aunque pensó con horror que Hyacinth iba a tener ocasión de asaetearla a preguntas, con gran sorpresa por su parte, el niño no hizo ninguna. Fue todo el tiempo en silencio, mirando por la ventanilla, hasta que llegaron a Lomax Place.