VIII

Paul Muniment sacó del bolsillo una cerilla, la encendió en la suela del zapato y la aplicó luego a una vela de sebo que había encima de la chimenea, en un cacharro de hojalata. Eso permitió a Hyacinth distinguir en un rincón una cama estrecha, y un pequeño bulto tendido en ella, bulto en el que veía sobre todo un par de ojos brillantes, con unas pupilas muy oscuras que contrastaban vivamente, y que le miraban por encima de una colcha de colores. La habitación estaba atestada de los más heterogéneos objetos, pero daba la impresión de estar muy decorada gracias a los muchos grabados pequeños, en negro y color, que cubrían las paredes. La chica del rincón parecía que se había acostado en un museo y, cuando Hyacinth se dio cuenta, acabó de confirmar que Paul Muniment y su hermana eran unos seres maravillosos. Lady Aurora planeaba ante él de un modo extraño, erecta, pero tambaleante y a punto de caer al mismo tiempo, y se reía mucho, insegura y tímida, como si pensara que era muy raro que todavía estuviera allí.

—Rosy —dijo el guía de Hyacinth—, te he traído una visita. Este chico ha venido a pie desde Lisson Grove para conocerte.

Rosy seguía mirándole por encima de la colcha, y Hyacinth se sentía algo cohibido, porque nunca le habían presentado a una chica en esa posición.

—No tienes que preocuparte de que esté en la cama —dijo su hermano—, está siempre en la cama. Pero está en la cama lo mismo que una trucha resbaladiza en el agua.

—¡Pobre de mí si no recibiera visitas porque estoy en la cama!, no serviría de mucho. ¿Verdad, lady Aurora?

Rosy había hecho esa pregunta en un tono alegre y ligero, clavando los ojos en su compañera, que contestó con mayor hilaridad todavía y con una voz que a Hyacinth le pareció muy extraña y afectada:

—¡Huy, no, por Dios! Es el sitio más indicado. Y además es una cama deliciosa, una cama muy cómoda.

—Sí que lo es cuando su señoría la hace —contestó Rosy.

Hyacinth, entretanto, se sentía asombrado ante el extraño fenómeno de que una hija de un par del reino (porque estaba convencido de que tenía que serlo) realizara las funciones de una doncella.

—Pero ¿no habrá estado haciéndola otra vez? —dijo Muniment, golpeando el colchón de la enferma con su vigorosa mano.

—¿Y quién iba a hacerla si yo no la hago? —preguntó lady Aurora—. No supone más de un minuto si se sabe hacer.

Su manera de actuar era una especie de apología jocosa, y daba la impresión de declararse culpable por haber hecho una cosa absurda. Hyacinth creyó ver en la penumbra que se sonrojaba, como si estuviera muy azorada. Pero, a pesar del sonrojo, recordaba a un personaje de comedia. Pronunciaba la r como si fuese una w.

—Sé hacerla muy bien. La hago muchas veces cuando no sube mistress Major —dijo Paul Muniment, que seguía golpeando la cama de su hermana, para probarla, pero con fuerza excesiva.

—¡Ah, no tengo la menor duda! Mistress Major debe de tener mucho que hacer.

—Pero me temo que no deben de ser camas; no tienen más que dos o tres para tanta gente —contestó el joven en voz alta, y con una alegría más bien inconsecuente.

—Sí, lo he pensado muchas veces. Pero tampoco habría sitio para poner más, me parece —dijo lady Aurora, esta vez muy seria.

—Para una familia como ésa no hay mucho sitio en ninguna parte. Trece personas de todas las edades y tamaños —comentó el joven—. El mundo es bastante grande, pero parece que no hay sitio.

—En casa también somos trece —se apresuró a decir lady Aurora—. También estamos más bien apretados.

—¿No querrá decir en Inglefield? —preguntó Rosy desde su oscuro rincón.

—Yo no sé nada de Inglefield. Estoy casi siempre en Londres.

Hyacinth veía que Inglefield era un asunto del que no quería hablar. Por eso añadió:

—En casa también somos de todas las edades y de todos los tamaños.

—¡Vaya! Pues es una suerte que no sean todos de su tamaño —declaró Paul Muniment, con una tranquilidad que extrañó a Hyacinth y le hizo pensar que, aunque su amigo era un chico encantador, tenía muy poco tacto.

Luego lo justificó pensando que había nacido en el campo y no había tenido, como él, la ventaja de vivir en la ciudad; y un poco más tarde se preguntó por qué un tipo así había de tener tacto y finura y si no podía hacer mucho mejor el papel que le correspondía en el mundo con el simple ejercicio de su fuerza ruda y masculina.

Ante esa familiar alusión a su estatura, lady Aurora iba de un lado para otro, un poquito confusa; Hyacinth tuvo la impresión de que su alta y delgada figura casi se balanceaba por el cuarto. La conmoción la llevó hacia la puerta y, entre una serie de exclamaciones muy difíciles de entender, estaba ya a punto de marcharse cuando Rosy, más hábil que su hermano en el trato social, la detuvo diciendo:

—¿No te das cuenta de que su señoría parece tan alta porque está de pie, majadero? Nosotros no somos trece y tenemos todos los muebles que queramos, y hay una silla para cada uno. Haga el favor de sentarse otra vez, lady Aurora, y ayúdeme a atender a este caballero. No sé su nombre, señor; a lo mejor mi hermano lo dice cuando recobre el juicio. Me alegro mucho de verle, aunque la verdad es que no le veo muy bien. ¿Por qué no encendemos una de las velas de la señora? Son mucho mejores que ésas.

Hyacinth encontraba encantadora a miss Muniment; empezaba a verla mejor, y contemplaba su carita, pálida y afilada, enmarcada en la almohada por abundante pelo negro. Era una persona diminuta, consumida por una larga enfermedad. Le parecía una persona muy bien dotada, pero encontraba imposible calcular su edad. Lady Aurora insistió en que tenía que haberse marchado hacía tiempo, pero se sentó en la silla que le había acercado Paul.

—¡Anda, qué cosas! —exclamó—. Me dijiste tu nombre, pero se me ha olvidado completamente.

Luego, cuando Hyacinth había vuelto a decirlo, Paul se dirigió a su hermana:

—Eso no va a decirte mucho; hay montones de Robinson en el norte. Pero te gustará porque está muy bien. Le encontré en casa de los Puppin.

Le llamaba «Puppin» al encuadernador francés, y ése era el nombre que oía siempre Hyacinth en el taller de Crookenden. Hyacinth sabía que su pronunciación se parecía mucho más al nombre verdadero.

—Su nombre, igual que el mío, es el nombre de una flor —dijo la mujercita de la cama—. El mío es Rose Muniment y el de su señoría Aurora Langrish. Quiere decir el amanecer o la mañana; es el más bonito, ¿no le parece?

Rose Muniment dirigió esa pregunta a Hyacinth, mientras lady Aurora la miraba en silencio y con timidez, como si admirase su educación, el dominio que tenía sobre sí misma y su manera de hablar. Su hermano encendió una de las velas que había traído la señora, y la chica añadió, sin esperar la respuesta de Hyacinth:

—¿No le parece bien que se llame Aurora si lleva la luz adonde vaya? Los Puppins son esos extranjeros tan encantadores de que he hablado a usted.

—¡Ay, sí, es tan agradable conocer a algunos extranjeros! —exclamó lady Aurora, casi presa de un espasmo—. ¡Resultan muchas veces tan espontáneos!

—Mister Robinson es una especie de extranjero, y es muy espontáneo —dijo Paul Muniment—. Cuando está con mister Puppin, se encuentra como en su casa. No me vendría a mí mal tener su don de lenguas.

—Me gustaría mucho ayudarte a aprender francés. Comprendo que es una ventaja saberlo —dijo Hyacinth amablemente y, como se dio cuenta de que atraía hacia él la atención de lady Aurora, empezó a pensar qué podría decir luego para mantenerse a la misma altura.

Era la primera vez que se encontraba junto a un miembro de esa aristocracia a la que, según las teorías ya conocidas de miss Pynsent, él pertenecía también; y el momento resultaba muy interesante, aunque la apariencia de la señora no llevara muchas señales de las cualidades que distinguían a su casta. Tenía unos treinta años de edad; la nariz grande, y la cara delgada y larga, a pesar de que su barbilla daba la impresión de escaparse hacia atrás. Debía de ser muy corta de vista; tenía los dientes superiores muy salientes, y enseñaba las encías al reírse; llevaba el pelo, que era bonito, peinado en sedosas madejas (Rose Muniment creía que maravillosas) que le caían sobre las mejillas. Parecía que durante mucho tiempo hubiera dejado su ropa a la intemperie, bajo la lluvia, y el descuido general de su atuendo se completaba con el agujero de uno de sus guantes negros, por el que se veía un dedo muy blanco. Se mostraba sencilla y poco segura, y podría haber sido pobre; pero en su fina fibra general, en la delgadez como sesgada de toda su persona, en la delicadeza de sus curiosas facciones, y en cierta calidad cultivada que había en su expresión, dulce, indefinida y cortés, se veía algo que sugería casta, que decía que aquél era un organismo que tenía que haberse hecho a través de una larga transmisión y de una serie de toques afortunados. No era una mujer vulgar, era uno de los caprichos de una aristocracia. Hyacinth no la definió así en su fuero interno, pero pensó que, aunque ella fuera una criatura sencilla (cosa que luego demostró no ser), la aristocracia era una cosa muy complicada.

Lady Aurora comentó que había libros franceses maravillosos, y él dijo que era también un tormento saberlo cuando no podían conseguirse. Eso llevó a lady Aurora a decir, después de un momento de duda, que tenía gran cantidad de ellos y que se los prestaría con mucho gusto si lo deseaba. Hyacinth dio las gracias, las dio incluso demasiado, al ver la amabilidad de la oferta y las perspectivas que abría (conocía la desesperación de tener los volúmenes en la mano para manejarlos por fuera, pero sin poder llevarlos a casa por la noche, pues cuando había probado subrepticiamente el sistema en sus primeras semanas en el taller de Crook habían estado a punto de echarle), y se preguntaba al mismo tiempo cómo podría ponerse en práctica el ofrecimiento, si le dijera que fuese a su casa y esperase en el vestíbulo hasta que le dieran los libros. Rose Muniment dijo que así era siempre su señoría, siempre queriendo hacer algo por los otros, porque eran menos afortunados que ella: sería capaz de quitarse los zapatos si se le antojaban a alguno. La señora declaró que iba a dejar de ir a verla si la chica seguía alabándola de esa manera; pero Rosy, sin hacer ningún caso, le explicó a Hyacinth que creía que lo menos que podía hacer era dar lo que tenía. Estaba tan avergonzada de ser rica, que no comprendía cómo las clases bajas no habían entrado todavía en Inglefield y habían cogido todos los tesoros del cuarto italiano. Era una socialista temible, peor que ninguno, peor que Paul mismo.

—Me gustaría saber si es peor que yo —se aventuró a decir Hyacinth, que no había entendido las alusiones a Inglefield y el cuarto italiano, de los que la señorita Muniment hablaba como si los conociera perfectamente.

Más adelante, al tener un mayor conocimiento del mundo, recordaba el tono de la hermana de Muniment —iba a tener muchas ocasiones de observarlo— como el de una persona que tuviera costumbre de visitar a la nobleza en sus casas de campo; hablaba de Inglefield como si hubiera estado allí.

—¡Caramba!, no sabía que fueras tan avanzado —exclamó el dueño de la casa, que había permanecido callado, sentado de medio lado en una silla demasiado estrecha para él, con el brazo agarrado al respaldo—. A lo mejor hemos estado hablando con un ángel sin darnos cuenta.

Hyacinth comprendió que estaba tomándole el pelo, pero que lo mejor en ese caso era exagerar sus opiniones:

—¿No sabías que era avanzado? Pues yo creo que eso es lo más importante que tengo. Creo que puedo llegar hasta donde llegue cualquiera.

—Creía que lo más importante que tenías era que sabías francés —dijo Paul Muniment en tono de broma, y Hyacinth comprendió que no trataría de ridiculizarle, si no le tuviera simpatía, al tiempo que veía que era él mismo quien había estado a punto de ponerse en ridículo.

—Pues si lo sé es por algo. Y puedo decir una cosa que te haría perder la cabeza si no estás preparado… una cosa que dicen en francés precisamente.

—¡Ay, dígalo, dígalo, nos encantaría! —dijo Rosy con la mejor buena fe y juntando las manos, excitada.

La petición resultaba embarazosa, pero Hyacinth se libró de sus consecuencias gracias a una observación de lady Aurora, que balbució por fin las palabras, después de dos o tres arranques frustrados, y hablándole, al dirigirse a él, con una consideración exagerada:

—Me gustaría saber, sería interesante, si no le parece mal, hasta dónde llega usted exactamente.

Echó la cabeza atrás, sacó los hombros y, si hubiera tenido una barbilla más apropiada para el caso, habría dado la impresión de que le apuntaba con ella.

Ese nuevo reto era poco menos alarmante que el otro, porque además no llevaba preparada ninguna contestación impresionante. Respondió, sin embargo, con una naturalidad en la que trataba de disimular lo mejor posible su falta de firmeza:

—Bueno, creo que estoy muy decidido. Que llego a conclusiones ante las que incluso monsieur y madame Poupin se echarían atrás. Poupin, desde luego; en cuanto a su mujer, ya no estoy tan seguro.

—Me gustaría conocer a madame —murmuró lady Aurora, como si la educación pidiese que había de contentarse con esa respuesta.

—¡Bah! Poupin no está decidido. Puedes aventajarle con toda facilidad —dijo Muniment—. Tiene un buen repertorio de frases, cosas que gusta oír realmente; pero no se le ha ocurrido una idea nueva desde hace treinta años. Es el surtido viejo que se aja de estar en el escaparate. Pero a pesar de todo, le calienta a uno; tiene una chispa del fuego sagrado. La conclusión a que llega mister Robinson —añadió dirigiéndose a lady Aurora—, es que a su padre debían cortarle la cabeza y ponerla en una pica.

—¡Ah, sí!, la Revolución francesa.

—¡Por Dios! Yo no sé nada de su padre, milady —intervino Hyacinth.

—¿No ha oído hablar nunca del conde de Inglefield? —preguntó Rose Muniment.

—Es uno de los mejores —dijo lady Aurora como si abogara por él.

—Es muy probable, pero es un terrateniente, y tiene un puesto hereditario y un parque de cinco mil acres para él, mientras nosotros estamos aquí hacinados en esta especie de perrera.

Hyacinth admiraba la firmeza del joven, hasta que vio que se estaba divirtiendo; y luego admiró que pudiera mezclar la broma con las tremendas opiniones que estaba seguro de que tenía. Él asociaba en su imaginación la amargura con el entusiasmo revolucionario, pero el otro chico, más experto, hacía planes para el futuro y se divertía al mismo tiempo, poniendo en ridículo a los revolucionarios, aunque sólo fuera para entretener a las presuntas víctimas.

—Ya te he dicho muchas veces que no estoy de acuerdo en absoluto —dijo Rose Muniment, a quien el hecho de estar tumbada no parecía impedir que tomara parte—. Vais a cometer un error tremendo si tratáis de trastornarlo todo. Tiene que haber diferencias, y altos y bajos, y las habrá siempre, y es tan verdad como que estoy aquí tumbada. Yo creo que va contra todo tratar de echar abajo al que está arriba.

—Todo apunta a grandes cambios en este país, pero si Rosy está contra ellos, ¿cómo vamos a estar seguros? Es lo único que me hace dudar —añadió su hermano, mirándola con tranquilidad, que demostraba que estaba muy acostumbrado a ser indulgente.

—Bueno, yo puedo estar mala, pero no estoy enterrada, y si estoy contenta con mi posición, a pesar de ser como es, puede haber otros que estén contentos con la suya. Su señoría, si lo mira de esa manera, puede pensar que valgo tanto como ella, pero le costaría mucho trabajo hacérmelo creer a mí.

—Creo que es mucho mejor que yo, y conozco muy poca gente que sea tan buena —intervino lady Aurora, ruborizándose, no por sus opiniones, sino por timidez.

Se notaba que, aunque era original, hubiera querido serlo más todavía. Se dio cuenta de que una declaración así podía parecer vulgar a personas que no acababan de comprender lo que decía, y para arreglarlo añadió con toda la rapidez que le permitían sus dudas:

—Ya saben que hay algo que no deben olvidar a propos de revoluciones y cambios y todo ese tipo de cosas; y lo menciono únicamente porque estábamos hablando de algunos de los horrores cometidos en Francia. Si llegara a producirse un gran trastorno en este país, y espero que no se produzca, tengo la impresión de que el pueblo se comportaría de una forma muy distinta.

—¿Qué pueblo quiere usted decir? —se permitió preguntar Hyacinth.

—¡Ah, la clase alta!, la gente que lo tiene todo.

—Es que nosotros no los llamamos pueblo —observó Hyacinth, aunque comprendió en seguida que había dicho una tontería.

—Supongo que los llamáis los desgraciados, los canallas —comentó Rose Muniment riéndose.

—Todas las cosas sí, pero no todos los cerebros —dijo su hermano.

—Por supuesto que no. ¿No son idiotas? —exclamó su señoría—. Pero es lo mismo, no creo que se marcharan.

—¿Que se marcharan?

—Quiero decir que emigraran, como hicieron muchos nobles franceses. Se quedarían en casa y aguantarían; se dedicarían a luchar y lucharían de firme, me parece.

—Me alegro mucho de oírlo, y además estoy segura de que iban a ganar —dijo Rosy.

—No se vendrían abajo, desde luego —prosiguió lady Aurora—. Lucharían hasta que los derrotasen.

—¿Y cree usted que los derrotarían por fin? —preguntó Hyacinth.

—¡Ay, hijo, sí! —contestó con una familiaridad que le sorprendió muchísimo—. Pero, por supuesto espero que no suceda.

—Por lo que ha dicho, me imagino que lo hablan mucho entre ellos, para decidir la línea que van a seguir —comentó Paul Muniment.

Pero Rosy intervino antes de que lady Aurora pudiera contestar:

—Me parece que está muy mal hablar tanto de eso, y creo que no tenemos por qué seguir hablando. Cuando oigo decir a su señoría que la aristocracia va a oponer una buena resistencia, me alegro de oírselo decir y creo que habla como corresponde a su posición. Pero hay algo más en su tono que, si me está permitido decirlo, considero que es un gran error. Si su señoría espera, en el caso de que las clases bajas se levanten de tan odiosa manera, que se va a librar por las buenas, gracias a las concesiones que ha hecho por adelantado, me atrevería a aconsejarle que se ahorre la desilusión y el disgusto. Si van a pisotear a los que son mejores que ellos, no será por habérnoslo dado todo por lo que le van a perdonar a ella. Van a pisotearla igual que a los otros, y dirán que tiene que pagar por llevar un título, y tener grandes relaciones y una hermosa apariencia. Por tanto, le aconsejo que no malgaste su bondad en tratar de ponerse abajo. Cuando se está tan alto hay que mantenerse allí; y si los poderes de arriba le han hecho a usted una lady, lo mejor que puede hacer es llevar la cabeza bien alta. Puedo asegurar que yo lo haría.

La lógica clara del discurso, y la extraña seguridad con que la pobre oradora lo había soltado desde la cama, dejaron a Hyacinth pasmado, y le confirmaron en la idea de que el hermano y la hermana formaban una pareja extraordinaria. Los efectos sobre lady Aurora fueron terribles, pues era evidente que no esperaba recibir semejante reprimenda, y menos en un sitio como aquél. Intentó buscar refugio en una serie de suspiros suplicantes, mientras que Paul Muniment, con su humor deliberado y agudo, y sin ver o sin querer tener en cuenta que había sido suficiente con el rapapolvo de su hermana, le infligió una nueva humillación al decir:

—Tiene razón Rosy, milady. No sirve de nada que intente compensarlo. Nunca podrá hacer bastante; su sacrificio no cuenta. Deja de pasarlo bien ahora, y no se lo agradecerán más tarde. A la gente como usted nunca se le descontará nada. Cómase el budín mientras lo tiene a mano, pues no podrá hacerlo mucho tiempo.

Lady Aurora le escuchó sin apartar los ojos de su cara, y Hyacinth no sabía realmente cómo interpretar su expresión. Luego creyó encontrarle un significado. Se levantó de prisa en cuanto Muniment terminó de hablar; el movimiento parecía indicar que se sentía ofendida, y le hubiera gustado demostrarle que creía que habían estado groseros con ella. Pero no le dio ocasión de hacerlo, porque ni le miró siquiera. Luego vio que se había equivocado y que, si se había puesto muy colorada, era sólo por la excitación y el placer que le había producido escuchar una charla tan original y ver por fin en sus amigos la familiaridad que siempre había deseado que tuvieran:

—Sois la gente más maravillosa; me gustaría que todo el mundo os conociese —exclamó—. Pero tengo que marcharme ya. Fue hacia la cama, se inclinó sobre Rosy y le dio un beso.

—Paul la acompañará hasta donde usted quiera —dijo la joven.

Lady Aurora protestó, pero Paul, sin decir nada por su parte, cogió el sombrero y la miró sonriente, como si conociera cuál era su deber.

En vista de eso, su señoría dijo:

—Puedes acompañarme por la escalera; se me había olvidado que estaba tan oscura.

—Tienes que coger la vela de su señoría y buscar un coche —ordenó Rosy.

—No cojo coche, voy a pie.

—Bueno, puede ir en la baca de un ómnibus, si le parece; de todas formas, seguirá siendo soberbia —declaró miss Muniment, mirándola con simpatía.

—¿Soberbia? ¡Pobre de mí! —dijo la grotesca y abnegada señora saliendo de la casa con Paul, que pidió a Hyacinth que le esperase un momento.

Se había olvidado de despedirse de nuestro joven, que se preguntaba qué podía esperarse de esa clase de gente cuando, hasta los mejores, los que deseaban resultar agradables al demos, acababan siendo altaneros. No había vuelto a hablar de prestarle libros.