XXXII
El último rellano de la escalera de Audley Court estaba siempre oscuro; pero Hyacinth lo encontraba más oscuro que nunca al buscar a tientas el picaporte de la puerta, después de haber oído la chillona voz de Rosy que le decía que entrara. En ese momento le pareció oír otra voz, y eso le preparó un poco para el espectáculo que se presentó a su vista en cuanto Muniment —con el nerviosismo no había conseguido encontrar la aldabilla— le abrió la puerta. Allí estaba su amigo, alto y hospitalario, diciendo con voz fuerte algo jovial que no entendía. Sus ojos atravesaron el umbral en un segundo, pero sus pies tropezaron, para obedecer en seguida al tirón de la mano de Muniment. Su mirada había ido directa y, aunque la habitación de Rosy parecía atestada en cuanto había cuatro personas dentro, no vio más que el objeto que ya tenía en la mente, no vio más que a la princesa Casamassima, sentada junto al sofá bajo, gran innovación introducida durante su ausencia de Londres, y en donde, engalanada con la famosa bata rosa, la señorita Muniment recibía sus visitas. Luego se extrañaba de haberse sorprendido tanto, pues se había dicho muchas veces a sí mismo y a su maravillosa amiga que estaba ya curado de espanto en todo lo que tuviera que ver con ella; era evidente que su conducta no dejaría nunca de ser un estallido de libertad y de sorpresas. Al darse cuenta de que había llegado hasta Camberwell sin su ayuda, sintió cierta contrariedad, y se azoró al entrar en el círculo de los reunidos, cuyo cuarto miembro era la inevitable lady Aurora Langrish. ¿Era que su intimidad con la princesa le hacía un poco responsable de haber ido a casa de unas personas que la conocían muy poco y que no veía nada claro por qué se lanzaba sobre ellos con tanta confianza? Pensó también que quizá entonces ya la conocieran mucho; y además el comportamiento de una mujer hablaba por sí mismo cuando era capaz de estar allí sentada como un ángel radiante, vestida con un abrigo y un sombrero muy sencillos e interesadísima en aquel conmovedor rincón de la tierra. Hyacinth comprendió en seguida que su carácter estaba en una fase muy diferente de las que antes había exhibido ante él. La noche en que la conoció parecía estar aureolada por una gran amabilidad, y desde entonces en ningún momento había dejado de dar la sensación de ser una persona afable y compasiva, salvo en relación con su marido, con quien por razones harto comprensibles tenía una dureza absoluta. Esa amabilidad se había hecho más profunda y se había transformado en caridad activa. Se había despojado de su esplendor, pero su belleza seguía siendo la misma; había tomado una actitud humilde para su piadosa excursión y, al lado de Rosy (que con la bata nueva era la más lujosa de las dos) parecía casi la enfermera de un hospital; y a juzgar por la pobreza de su vestido, se lo había tomado muy en serio. Si Hyacinth estaba nervioso, ella no mostraba la menor confusión; era evidente que creía que aquel saloncito extraño y pobre le parecía el sitio más apropiado para que él reapareciera. El silencioso saludo que le hizo con los ojos podía haber expresado muy bien que le estaba esperando, que sabía que vendría y que había habido un acuerdo tácito para que fuera en ese momento. Podían decir otras muchas cosas por el hermoso afecto con que le miraban: «No te fijes demasiado en mí ni se te ocurra ninguna escena. Tengo muchas cosas que decirte, pero recuerda que me queda toda la vida para hacerlo. Piensa sólo en lo que pueda ser más natural o más agradable para esta gente, esta gente a la que encuentro encantadora (¿por qué no me dijiste más sobre ellos?). No resultará un especial cumplido para ellos que te quedes ahí con aire de estar viendo un milagro. Me alegro mucho de que hayas vuelto. La “señoría” temblorosa y agitada es tan chocante como los otros».
El recibimiento que le hicieron a Hyacinth sus viejos amigos fue bastante cordial para hacer olvidar la ironía que asomaba en los votos con que le despidieron quince semanas antes; la bienvenida no fue ruidosa, pero parecía decir que la ocasión, de por sí extraordinaria y agradable, sólo necesitaba su llegada para resultar perfecta. Al cabo de tres minutos de estar allí podía calibrar la impresión producida por la princesa, que había hechizado sin duda a todos los reunidos. Era algo que estaba en el aire, en las caras de todos, en su sonrisa, en sus ojos brillantes y su tono encendido; hasta la mueca enfermiza de Rosy parecía contraerse en éxtasis; tenía la expresión radiante de las grandes ocasiones. Lady Aurora parecía más desmelenada que nunca por el interés y el asombro; las hebras largas y sedosas de su pelo flotaban como telas de araña mientras escuchaba con religiosa atención, con las manos cruzadas sobre el pecho como si estuviera rezando, mientras su respiración subía y bajaba. No había visto jamás una persona como la princesa, pero el miedo que Hyacinth había sentido unos meses antes carecía de fundamento, estaba claro que no la encontraba «llamativa». La encontraba divina y una verdadera revelación de belleza y bondad; y en la habitación iluminada y engrandecida por ella no cabían opiniones contrarias. Era ante todo su belleza la que los había «subyugado», y a Hyacinth no se le ocultaba que a Paul Muniment le había causado la misma impresión que a sus compañeras. Paul no era muy expresivo, ni había perdido la cabeza en aquel momento, pero se había dado cuenta de la diferencia que existía entre una señora amanerada y de relumbrón y el poder real de aquella persona. Era más agradable, hermosa y discreta de lo que un experto en química podía imaginar de antemano. En resumen, tenía a los tres metidos en un puño y había reducido a lady Aurora con la misma sencillez que a los otros, mientras les hacía el obsequio de actuar artística y admirablemente ante ellos. Casi no había tenido tiempo Hyacinth de preguntarse cómo habría podido encontrar a los Muniment —no recordaba haberle dado la dirección exacta— cuando dijo que el capitán Sholto había tenido la amabilidad de presentarla; y lo dijo como si le debiera una explicación y como si fuera una mujer que se preocupara de esas cosas. Le sentó más bien como una bofetada saber que había aceptado la mediación del capitán, y las cosas no mejoraron al decir que estaba demasiado impaciente para esperar a que volviera: parecía encontrarse tan a gusto con la vida errante que no se podía estar seguro del momento en que lo hiciera. La princesa podía haber comprendido que para ser feliz le hacía más falta volver a verla pronto que todo lo que pudiera ofrecerle la vida errante. No existía aventura tan prodigiosa como estar pegado a ella y con la mayor fuerza posible.
En la conversación que sostuvo con ella, y que los otros escuchaban con respetuosa curiosidad, descubrió que el capitán Sholto la había llevado allí una semana antes, pero sólo había encontrado a Rose Muniment.
—Me tomé la libertad de volver hoy sin que nadie me invitara porque quería ver a toda la familia —declaró, con tanta naturalidad mirando a Paul y a lady Aurora, que sus palabras perdieron todo lo que pudieran tener de impertinencia para su señoría.
Luego dijo con toda franqueza que había tenido cuidado de llegar a una hora en la que pudiera encontrar al señor Muniment en casa:
—Cuando voy a ver a unos caballeros, me gusta por lo menos encontrarlos —añadió.
Y era de verdad tan gran señora, que no había nada que pudiera parecer de mal gusto en su actitud: para ella era la cosa más natural del mundo visitar a un chico empleado en una fábrica de productos farmacéuticos si tenía alguna razón para hacerlo. Y Hyacinth comprendía que la razón estaba a la vista: era su inmenso interés por los problemas que Muniment conocía muy bien, y sobre todo su amistad común con el hombre extraordinario cuya misión era resolverlos. Más tarde supo que había pronunciado el nombre del poderoso y grande Hoffendahl. Parte del brillo que había en los ojos de Rosy procedía sin duda de la declaración que se había creído obligada a hacer sobre cualquier simpatía que pudiera imputársele hacia esas teorías tan perversas; y claro que el efecto de aquella intensa pero pequeña protesta individual, viniendo del sofá y de la bata rosa, había sido el de siempre: hacer que la casa de los Muniment resultara todavía más original y absurda. A propósito de ese tema, Paul Muniment contestaba siempre con evasivas a todo intento que se hiciera de averiguar su punto de vista; y se habría creído, al oírle, que sólo se permitía tenerlo para sacar de quicio a su hermana y demostrar a los visitantes el ingenio que tenía para combatirlo. Sin embargo, ésa era una de las razones que animaban a la princesa a seguir el rastro. Sin duda no esperaba llegar hasta el fondo de sus ideas en Audley Court y esa oportunidad se presentaría si tenía la amabilidad —con la que seguramente podía contar— de ir a verla y discutirlas en su propia casa.
Hyacinth le habló de la desilusión que había tenido al llegar a South Street, y ella contestó:
—Sí, he dejado esa casa y he cogido otra muy distinta.
Pero no dijo dónde estaba, y a pesar de que él tenía suficientes motivos para esperar que le comunicara algo tan importante para los dos como un cambio de dirección, sentía vergüenza de preguntárselo.
Sus compañeros los contemplaban como si esperaran que de un momento a otro fuera a desvelarse algo más o menos sensacional entre los dos; pero Hyacinth respetaba demasiado lo que le había dado a entender su bella amiga, que no debían dar la impresión de ser íntimos, lo que después de todo era más halagador para él de lo que podían haberlo sido las más inquisitivas preguntas y todas las noticias que pudiera haber dado sobre sí misma. No le preguntó cuándo había vuelto, pero no pasó mucho tiempo antes de que Rose Muniment tomara el asunto por su cuenta. Hyacinth sí se aventuró a asegurarse de que madame Grandoni continuaba en su puesto, y hasta se atrevió a decir después de que la princesa contestara: «Sí, sí, allí está. El gran rechazo, como dice Dante, no ha llegado todavía», quien debía traerla a ver a Rosy, persona que le agradaría especialmente.
—Estoy segura de que me alegraría muchísimo recibir a cualquier amiga de la princesa Casamassima —dijo la muchacha desde el sofá.
Y cuando la princesa contestó que no dejaría de llevar a madame Grandoni, Hyacinth, aunque dudaba de que semejante presentación se llevara a cabo algún día, comprendió lo que le hubiera gustado que su vieja amiga pudiera oír decir esas palabras a aquella pobre inválida disfrazada.
No había más que tres asientos, pues la introducción del sofá —cuestión tan debatida de antemano— había hecho necesario eliminar otros muebles, así que Muniment permanecía de pie, y andaba por allí con las manos en los bolsillos sonriendo de buena gana, pero sin mirar a la princesa, aunque Hyacinth veía que no por eso estaba menos nervioso en su presencia.
—Deberías contarnos algo de todos esos países extranjeros y de las grandes cosas que has visto; claro que nuestra distinguida visitante ya sabrá todo lo de ellos —le dijo Muniment. Luego añadió—: De todas maneras, es seguro que no has visto nada tan digno de respeto como Camberwell.
—¿Ésta es la parte peor de todas? —preguntó la princesa con mucho interés.
—¿La peor, señora? ¡Qué ideas tan extraordinarias debe de tener usted! Nosotros admiramos muchísimo Camberwell.
—Las ideas de mi hermano son las raras —dijo Rose Muniment para ponerle en evidencia—. Quiere cambiarlo todo, lo mismo que usted, princesa; pero él es más astuto y no da ninguna pista para que no puedan pescarle. Pone muchas objeciones a toda esta zona, como si la gente sucia no fuera a ensuciar cualquier sitio en donde viva. Me parece que lo que opina es que no debería haber gente sucia, y puede que así sea; sólo que si todo el mundo fuera limpio, ¿qué mérito iba a tener? No ganaría uno ningún crédito por estar aseado. Aparte de eso, todo es cuestión de agua y jabón, y cada uno puede empezar por su cuenta. Mi hermano cree que este barrio tendría que ser tan bonito como Brompton.
—¡Ah, sí!, allí viven los artistas y los escritores, ¿no? —preguntó la princesa.
—Yo no le he visto nunca, pero sé que está muy bien —dijo Rose Muniment, tan enterada como siempre.
—Pues a mí me gusta mucho más Camberwell —comentó su hermano para divertirse.
La princesa se volvió hacia lady Aurora, y con aire de pedirle su opinión, recorrió con la mirada desde el último lazo de su sombrero, grande y mal encajado, a las punteras arrugadas de los zapatones que llevaba:
—Tengo que acudir a usted para saber la verdad. Me apetece mucho conocer Londres, el verdadero Londres. ¡Y parece que es muy difícil!
Lady Aurora dio la impresión de estar un poco aterrada, pero contenta al mismo tiempo, y pasado un momento contestó:
—Yo creo que muchos artistas viven en Saint John’s Wood.
—No me importan nada los artistas —dijo la princesa meneando la cabeza despacio y con la sonrisa triste que hacía que algunas veces su belleza resultara tan conmovedora.
—¿No le importan cuando le han hecho unos retratos tan bonitos? —preguntó Rosy—. Nosotros conocemos sus retratos y los hemos admirado. El señor Hyacinth nos ha descrito todas sus preciosas posesiones.
La princesa transfirió su sonrisa a la arrugada cara de la chica, y continuó moviendo la cabeza:
—Me hace demasiado honor. Yo no tengo posesiones.
—¡Bueno! ¿Entonces todo eso era invención? —exclamó Rosy, que miró a Hyacinth con unos ojos que nunca resultaban más elocuentes que cuando pedían una explicación.
—¡Yo no tengo nada en el mundo, nada más que la ropa que llevo puesta! —repitió la princesa muy seria y sin mirar a su indiscreta amiga.
Las palabras le sonaron a Hyacinth como una advertencia, y aunque estaba completamente desconcertado no intentó deshacer la contradicción por el momento. Se limitó a contestar:
—Yo me refería a las cosas que había en la casa. Desde luego no sabía a quién pertenecían.
—Ya no hay cosas en mi casa —dijo la princesa, y sus palabras parecían indicar una gran resignación.
—¡Caramba! Pues a mí eso sí que no me gustaría —declaró Rosy, que miraba complacida sus paredes, cubiertas de chismes—. Todo lo que hay aquí me pertenece.
—Ya traeré a madame Grandoni para que la vea —dijo la princesa sin que viniera muy a cuento, pero cariñosamente.
—¿Le parece que no está bien tener muchas cosas? —preguntó lady Aurora, armándose de valor, apuntando con la barbilla a su distinguida amiga, pero con los ojos puestos en un rincón del techo.
—Supongo que cada uno debe decidirlo por sí mismo. A mí no me gusta rodearme de objetos que no me importan nada, y sólo puede importarme una cosa, bueno una clase de cosas, en cada momento. Querida señora, tengo que confesarle que no estoy por los bibelots. Cuando se sabe que hay millares y decenas de millares que no pueden llevarse un pedazo de pan a la boca, puedo pasarme sin tapices y sin porcelanas chinas.
Inclinaba la cara hacia lady Aurora, conciliadora, sonriente, como si quisiera decir que si andaba mal de dinero era por lo menos muy honrada.
Hyacinth estaba preguntándose qué nuevo giro habría tomado, y si aquel cuadro de su singular pobreza no sería uno de sus famosos caprichos, alguna broma o una manera de ponerlos a prueba. Oyó que lady Aurora preguntaba nerviosa:
—Pero ¿no cree que debíamos hacer que el mundo fuera más hermoso?
—¿No lo hace más hermoso la princesa por el mero hecho de existir? —intervino Hyacinth, que dejó escapar así su perplejidad, sin daño para nadie y con una hipérbole galante.
Había observado que aunque la señora en cuestión pudiera prescindir de los tapices y las porcelanas no podía prescindir de un par de guantes inmaculados que le sentaban estupendamente.
—Mi familia tiene un montón de cosas, ¿sabe?, pero realmente yo no tengo nada —dijo lady Aurora, como si le debiera esa aclaración a aquella representante de la humanidad doliente.
—El mundo sería de sobra bonito si fuera bastante bueno —añadió la princesa—. ¿Puede haber algo más feo que las distinciones injustas y los privilegios de unos pocos a costa de la degradación de los demás? Si queremos embellecer las cosas, tenemos que empezar por el principio.
—Pero no hay ninguno de nosotros que no tenga sus privilegios —dijo Rose Muniment, impaciente—. ¿Qué dice usted de los míos, aquí tumbada entre dos miembros de la aristocracia y con el señor Hyacinth además?
—Sí, no cabe duda de que tiene mucha suerte… con lady Aurora Langrish. Me gustaría que fuera a verme a mí —dijo la princesa con amabilidad al tiempo que se levantaba.
—¡Vaya, milady, y dígame si es tan pobre! —exclamó Rosy riéndose.
—Yo creo que nunca hay demasiados cuadros ni estatuas ni obras de arte —intervino Hyacinth—. Cuantos más haya, mejor, y lo mismo si hay gente hambrienta que si no. Si se trata de introducir influencias beneficiosas, ¿no son ésas las más claras?
—Un pedazo de pan con mantequilla sienta mucho mejor si tienes el estómago vacío —declaró la princesa.
—A Robinson le ha corrompido la influencia extranjera —comentó Paul Muniment—. Ya no le importa el pan con mantequilla; ahora está por la cocina francesa.
—Sí, pero no la pruebo. ¿Y ha despedido al hombrecillo, al italiano del mandil y el gorro blanco? —preguntó Hyacinth a la princesa.
Dudó un momento, pero por fin contestó, riéndose, y sin sentirse ofendida por la pregunta, que podía dejarla en mal lugar, y que Hyacinth no había sido capaz de contener en su asombro ante las pretensiones de ascetismo:
—¡Le he despedido muchas veces!
Lady Aurora se había levantado también; y estaba contemplando a su preciosa compañera de visita con una timidez que ponía más de relieve su asombro:
—Sus criados deben de adorarla.
—¡Huy, mis criados! —exclamó la princesa, como si hubiera que ampliar mucho el sentido de la palabra para considerar que disfrutaba de sus servicios.
Al oírla, cualquiera habría pensado que tenía una asistenta que iba sólo una hora al día. Hyacinth comprendió lo que decía, y pensó que si iba a marcharse, como parecía, podía dar por terminada igualmente su visita y acompañarla. Después de pasar tres semanas en Medley se felicitaba de conocerla en todas sus fases, pero aparecía otro campo inexplorado. Ella se volvió hacia Paul Muniment y le tendió la mano para dársela y, mientras él la cogía, su cara recibió el regalo de los ojos más bonitos que la hubieran mirado:
—¿Querría ir a verme un día de estos? —preguntó con una voz tan clara como la mirada.
Hyacinth esperaba la respuesta de Muniment con una emoción que sólo podía achacarse al cariño que le tenía, a la forma en que le había hablado de él a la princesa y que quería justificar, y a su interés por ver que resultaba un chico tan estupendo como él creía. Muniment no vaciló ni se puso colorado; se mantuvo erguido y miró a su interlocutora con unos ojos tan abiertos como los de ella para todo lo que le concerniese. Luego le dijo a modo de respuesta:
—Mire, señora, haga el favor de decirme, ¿de qué iba a servirme?
Y lo dijo con tan buen humor y de una forma tan cariñosa, y tan de acuerdo con su estilo varonil, que aunque no fueran unas palabras muy galantes, Hyacinth no sintió ninguna vergüenza. Al mismo tiempo, observó que lady Aurora estaba tan pendiente de su amigo como si tuviera el mismo interés que él en ver lo que iba a decir.
—De nada, claro; quizá me sirviera un poco a mí.
Con esta respuesta, y con una dulzura y una dignidad maravillosas en las que no había sombra de orgullo o de resentimiento, la princesa se apartó de él y se acercó a lady Aurora. Le preguntó si tendría la bondad de ir a verla. Le gustaría muchísimo conocerla y creía que tenían muchas cosas de que hablar. Lady Aurora dijo que estaría encantada de ir, y la princesa sacó una tarjeta del bolso y se la dio a la aristocrática solterona. Después de entregársela, retuvo un momento su mano y dijo:
—No puede imaginarse lo que me he alegrado de conocerla. Por favor, no lo tome a mal si le digo que la aprecio mucho.
Lady Aurora daba muestras de estar sumamente impresionada y conmovida; pero Rosy, cuando la princesa se despidió de ella, y después de haberle dicho lo que le gustaría recibirla otra vez, no pudo contenerse y dejar de decir la verdad de lo que pensaba sobre todas aquellas teorías:
—Si todo el mundo fuera igual —preguntó Rosy—, ¿qué satisfacción iba a sacar yo de recibir la visita de un grande? Eso es lo que le he dicho muchas veces a su señoría, y creo que he conseguido mantenerla un poco en su sitio. No, no, nada de igualdad mientras yo ande por aquí.
Todos parecían encontrar muy natural que Hyacinth acompañase a la gran señora, y no hicieron ningún esfuerzo por detenerle. La condujo con ayuda de la iluminación auxiliar de Muniment por la oscura escalera y, al llegar a la puerta de la casa, tuvieron otras pocas palabras de despedida, sin que Paul diera señales de ablandarse o retractarse en lo referente a la invitación de la princesa. La noche, que era calurosa, se había puesto sofocante, y los habitantes de Audley Court parecían decididos a pasarla al aire libre. Mientras Hyacinth ayudaba a la princesa a abrirse camino entre grupos de niños sentados en el suelo, mujeres que charlaban con niños al pecho y la cabeza descubierta, y hombres que fumaban unas pipas apestosas, tenía la sensación de que el proyecto de explorar los suburbios estaba ya en marcha. No dijo nada hasta que salieron a la calle; entonces se detuvo un momento y preguntó a la princesa cómo quería que la llevase a casa. ¿La esperaba el coche en algún sitio o quería que buscase uno de alquiler?
—¿Un coche, hijo mío? Pero ¿por quién me tomas? No tienes que molestarte en buscarme un coche: ahora voy a pie a todas partes.
—¿Y si no estuviera yo aquí?
—Me habría ido sola —dijo sonriendo en el turbio anochecer de Camberwell.
—¿Y adonde, si tiene a bien hacerme el favor? Creo que por lo menos puedo tener el honor de acompañarla.
—Desde luego, si puedes llegar tan lejos.
—¿Tan lejos como qué, querida princesa?
—Como Madeira Crescent, Paddington.
—¿Madeira Crescent, Paddington? —dijo Hyacinth asombrado.
—Así es como lo llamo cuando estoy con gente con la que quiero ser fina, como en este caso. Tengo una casita allí.
—¿Entonces es verdad que ha dejado todas sus cosas?
—Lo he vendido todo para dárselo a los pobres.
—¡Ay, princesa…! —el joven soltó casi un gemido; recordaba algunos de los tesoros que tenía.
Ella se puso muy seria, casi enfadada, y en tono de reproche, como si la hubiera herido en lo más vivo, preguntó:
—Cuando dije que deseaba llegar hasta el último sacrificio, ¿creías entonces que estaba mintiendo?
—Pero ¿no se ha quedado con nada? —continuó diciendo él sin hacer caso de la pregunta.
Le miró un momento:
—¡Me he quedado contigo!
Hyacinth comprendió lo que había hecho; estaba viviendo en una casita fea y desnuda de clase media y vistiéndose con trajes sencillos; y la energía y buena fe con que actuaba, junto con lo brusco de la transformación, le dejaron sin aliento.
—Creía que iba a gustarte —dijo ella después de haber andado unos cuantos pasos.
Y antes de que tuviera tiempo de contestar, al entrar en la parte de la calle en que había tiendas pequeñas, carnicerías, comestibles y tiendas de salchicheros abiertas, con sus lámparas encendidas y sus humildes compradores, exclamó entusiasmada:
—¡Así es como me gusta a mí ver Londres!