XX
No debe suponerse que sus relaciones con Millicent no se habían visto afectadas por el extraordinario incidente que le había rozado también a ella en el teatro. Todo el asunto le había causado gran impresión a la señorita de Pimlico; durante semanas enteras no volvió a verla sin que tuviera mucho que decir de él; y a pesar de que cultivaba el asombro ante tan descarados procedimientos, y no dejaba de decir que la princesa era una extranjera caradura y que cualquiera que tuviera cierta idea de lo que se hacía en Londres tendría cuidado de ponerse a buen recaudo, no era difícil ver que se alegraba mucho de haberse codeado en el teatro con una persona tan espléndida, y haber podido comprobar que la estimación que ella hacía de su amigo quedaba confirmada en tan altas esferas. Pretendía basar su baja opinión de la señora del palco en la afirmación que le había dado el capitán Sholto cuando estuvo con ella, información de la que daba distintas versiones en los distintos momentos, y que sólo coincidían en ser siempre adversas a la princesa. Hyacinth tenía muchas dudas sobre la indiscreción del capitán; le parecía anormal que hubiera sido indiscreto. Era poco normal —eso era verdad—, y podía haberle dicho a Millicent, que era capaz de freírle a preguntas, que su distinguida amiga estaba separada de su marido; en cuanto a todo lo demás, resultaba más probable que la chica hubiera dado rienda suelta a su imaginación, de la que ya había tenido frecuentes atisbos, y que actuaba bajo un impulso primitivo, medio infantil, medio plebeyo, de destrucción, el instinto de echar abajo lo que estaba por encima de ella, la inagotable energía que la haría ser tan efectiva en el caso de una revolución. Hyacinth no creía que Millicent fuera falsa, y le parecía una prueba de ingenuidad que inventara historias tan absurdas sobre una persona de quien sólo sabía que no le gustaba, y de la que no podía esperar estima ni reconocimiento alguno por su parte. Cuando la gente era realmente falsa, uno no sabía a qué atenerse y, en lo tocante a ese punto, no se podía acusar a la señorita Henning de dejarle a uno a oscuras. Sobre el capitán Sholto decía poco más, y no tenía intención de repetir el resto de su charla; afectaba un aire indiferente cuando Hyacinth se divertía devolviéndole la crítica que hacía de su nueva amistad trazando un retrato lo bastante ridículo de la que había hecho ella.
Él pretendía que la admiración de Sholto por la llamativa belleza del segundo piso era lo que había dado pie a todo el episodio: había convencido a la princesa para que simulara ser una revolucionaria deseosa de comunicarse con el agitador de arriba, y pasar así a ocupar el asiento del inocente jovencito. Al mismo tiempo, no pretendía ocultar que la señora del palco había querido seguir el juego; se conformaba con decir que eso no formaba parte del plan original, pero había sido la consecuencia —muy natural después de todo— de haber resultado mucho más atractivo de lo que pudiera suponerse. Describía con amenas variaciones su visita a South Street, consciente de que con su amiga de la infancia no sentiría nunca necesidad de explicar con más detalle esa clase de experiencias. Podía haberle hecho de entrada una escena de celos, pero había cosas que le aterrorizaban mucho más que eso, porque sus celos, con toda su violencia, su energía, y hasta cierta inconsecuencia y un endiablado humor que ponía en ellos, le divertían, hacían aumentar la naturalidad, la pasión y el valor que admiraba en ella. No necesitaba preocuparse de no herir la susceptibilidad de la señorita Henning; no habría podido decir hasta qué punto le quería, pero su cariño no podía alcanzar nunca ese grado de delicadeza, y sus relaciones estaban de antemano condenadas a ser un intercambio de golpes y coscorrones de ataques sarcásticos y mutuos défis. Millicent, en el fondo, le gustaba de un modo extraño, absurdo, pero le bastaba con atormentarla —tenía aguante de sobra— y no le hacía falta mimarla. No se le pasaba por la cabeza que la chica tuviera motivos fundados para sentir celos de la princesa; no se le ocurría nunca comparar los sentimientos que pudiera despertar en pechos tan opuestos ni los que el espectáculo de cualquiera de esas emociones pudiera encender en el suyo. Aunque no le faltaba su parte de presunción, se sentía incapaz de asociar mentalmente a una gran señora y a la explosiva chica de una tienda en todo tipo de disputa cuyo premio tuviera algo que ver con su persona. ¿Cómo iban a tener la más mínima cosa en común, aunque sólo fuera el deseo de tomar posesión de Hyacinth Robinson? Una cosa que no le comunicó a Millicent, ni sentía ningún deseo de hacerlo, era el otro asunto de su peregrinación a Belgrave Square. Podía estar enamorado de la princesa (¿cómo calificar si no el asombro que le había producido?) y desde luego era imposible que sintiera una pasión por la pobre lady Aurora; sin embargo, le habría causado un dolor mucho mayor oír a Millicent poner de vuelta y media al ángel tutelar de Audley Court. Quizá la distinción radicara en que ella daba la impresión de no poder acercarse a la princesa, mientras que lady Aurora quedaba más a su alcance.
Después de haber estado en su casa, Hyacinth había perdido de vista al capitán Sholto, que no había vuelto a aparecer por el Sol y Luna, la pequeña taberna que presentaba ante el mundo un aspecto tan corriente, pero ofrecía en su parte trasera una seguridad tan insospechada que podía desafiar toda clase de maquinaciones. Era muy natural que en aquella época el capitán estuviera entregado a las diversiones propias de su clase; Hyacinth daba por sentado que si no andaba alrededor de la princesa, en aquella extraña posición que uno tenía esperanzas de llegar a aclarar algún día, estaría desafiando las olas en el mar del Norte o persiguiendo a los ciervos en los Highlands. El conocimiento que nuestro héroe tenía de la literatura ligera de su país le llevaba a pensar que en otoño la gente acomodada estaba por fuerza inmersa en una de esas dos ocupaciones. Si el capitán no dedicaba su atención a ninguna de las dos tenía que haber marchado a Albania o, por lo menos, a París. Afortunado capitán, pensaba Hyacinth, mientras le seguía con la imaginación a través de animados y exóticos episodios, y mientras sus incansables pies continuaban pateando, en las aburridas semanas de septiembre y octubre, los mismos pavimentos familiares de Soho, de Islington y Pentonville, y los caminos sinuosos y en mal estado que unen esos barrios obreros. Le había dicho a la princesa que algunas veces tenía vacaciones en esa época, y que era posible que acompañase a su respetable tía a pasar unos días en la costa; pero tal como habían ido las cosas, la hucha destinada a esa excursión estaba vacía. En aquellos momentos, Hyacinth tenía un sentido muy agudo de lo que era la falta de dinero, y se veía forzado a recordar que la agradable compañía de las mujeres era una llamada constante y directa al bolsillo. No sólo no tenía dinero sino que estaba entrampado, debía peniques y chelines, como quien dice, en todas partes, y la explicación de aquella falta de dinero tenía que buscarla, entre arrepentido y resignado, en las numerosas ocasiones en que no había podido mostrarse sin fondos, so pena de desilusionar a una señorita cuyas necesidades eran perentorias, y especialmente en el gran momento de su vida (podía llegar a serlo), cuando se dio cuenta de que uno no podía ir a visitar a una princesa como si se tratara de cualquier otra cosa. Por eso, aquel año no pidió a Crook la semana que otros hombres pedían —Eustache Poupin, que no se había movido de Londres desde su llegada, se lanzó aquel verano a lo desconocido británico, alentado por su brava mujer y con un billete de ida y vuelta a Worthing—, pero él no pedía la semana porque no sabía qué hacer con ella. La mejor manera de no gastar dinero, aunque desde luego no la mejor manera de hacerlo, seguía siendo encaminarse todos los días al viejo taller familiar y desastrado donde, a medida que los días se acortaban y noviembre ponía un aire más denso y le daba un tinte amarillento y lívido, la llama del gas, muchas veces encendida desde por la mañana, iluminaba aquella fealdad en la que las manos se esforzaban por sacar un poco de belleza; la fealdad de un interior sucio y cubierto de desperdicios, de unas paredes desconchadas, unas mesas llenas de manchas y tajos, unas ventanas que daban a una calle en que lloviznaba, y los brazos remangados, los chalecos sórdidos, los delantales tiznados, el olor a sudor, los hombros pacientes, obstinados e irritantes, y las inevitables caras vulgares y obtusas de sus compañeros de trabajo. Las relaciones de nuestro amigo con sus camaradas podían constituir por sí mismas un capítulo aparte, pero todo lo que puede decirse aquí de ellas es que aquel artesanillo listo de Lomax Place tenía a su manera una doble personalidad y que, aunque era mucho lo que vivía en el taller de Crookenden, aún era mucho más lo que vivía fuera de él. En aquel mundillo ajetreado, pegajoso, pastoso y de cuero, donde el salario y la cerveza eran los temas más importantes, hacía su papel de una forma que le destacaba como un tipo raro, pero capaz de mostrar también una rara ecuanimidad. No había logrado ganarse su puesto sin descubrir que el obrero británico, cuando está de buen humor, tiene una mano más bien pesada, y había tenido que soportar una serie de bromas que alcanzaban todos los grados de violencia. Durante el primer año, soñaba con rabia contenida y casi con lágrimas con el día venturoso en que le dejaran en paz, un día que con el tiempo llegó, porque siempre es una ventaja ser listo si uno sabe serlo bastante. Hyacinth lo era, y supo inventarse un modus vivendi, a propósito del cual monsieur Poupin le decía: Enfin vous voilà ferme! El mismo francés había sido terriblemente éprouvé al principio, había mostrado siempre una gran firmeza y opuesto a la grosería insular una dignidad refinada. Gracias a eso, el escenario de Soho era una exhibición diaria y borrosa de sombras, confinada a la parte pasiva de la vida, que no podía albergar ninguna realidad, o al menos ambición, como no fuera un número insuficiente de chelines el sábado por la noche, algunas reminiscencias ocasionales de un trabajo delicado, que podía haber sido más delicado todavía, y del empleo de la herramienta, en el que se afanaba de no ser sobrepasado por nadie, salvo por el incomparable Eustache.
Una tarde de noviembre, después de haberse descargado con Pinnie de una considerable deuda, le quedaba todavía en el bolsillo una moneda de oro, una moneda que parecía ir bailando ante la perspectiva de una docena de empleos. Había salido a dar un paseo con la remota intención de llegar hasta Audley Court; y en medio de ese designio nebuloso que había enfriado un poco el aliento húmedo de las calles, que hacía que aquella noche los objetos aparecieran especialmente borrosos y los lugares especialmente distantes, estaba la idea de lo bonito que sería llevarle algo a Rose Muniment, que disfrutaba con un regalo de seis peniques, y a quien no le había ofrecido ningún obsequio desde hacía tiempo. Por fin, después de haber ido de un lado para otro, dudando entre la peregrinación a Lambeth y la posibilidad de asociar esas dos o tres horas a las que por una feliz casualidad pudiera tener libres Millicent Henning, se le ocurrió que si había que descuartizar la moneda lo más sencillo era cambiarla. Había ido a parar a la zona de Mayfair, en parte con la intención de atajar y en parte por instinto de defensa; cuando uno estaba expuesto a gastarse el dinero, era mejor meterse en un barrio como aquél, donde, a esas horas sobre todo, no había tiendas para encuadernadores. Pero la victoria de Hyacinth resultó imperfecta al ocurrírsele entrar en un bar para cambiar su oro por la correspondiente plata. Cuando era cuestión de entrar en uno de esos establecimientos, elegía a ser posible el más decente; no sabía nunca con quién podía encontrarse al otro lado de la puerta giratoria. Los que brillan a intervalos entre la oscuridad del barrio residencial que linda con Grosvenor Square participan del buen tono general de la vecindad, así que nuestro amigo no se sorprendió (había entrado en la parte designada como «bar privado») al ver que sólo había un cliente apoyado en el mostrador sobre el que, con mucha educación, había depositado su moneda para que se la cambiasen. Lo que sí le sorprendió, al levantar la vista, fue ver que el juerguista solitario era el capitán Godfrey Sholto.
—¡Vaya, querido muchacho, qué coincidencia tan grande! —exclamó el capitán—. ¡Para una vez que entro cada cinco años en un sitio como éste!
—Yo tampoco vengo mucho. Creía que estaba en Madagascar —dijo Hyacinth.
—¡Ah!, ¿porque no he ido al Sol y Luna? Bueno, he estado fuera constantemente. Y además… ¿comprendes lo que quiero decir? Debo tener un cuidado tremendo. Así es cómo puede uno seguir adelante, ¿no? Pero me atrevería a decir que no confías en mi discreción —rió Sholto—. ¿Qué haré para que lo entiendas? Mira, tómate un coñac con soda —añadió, como si eso pudiera contribuir a la comprensión de Hyacinth.
Daba la impresión de estar un poco nervioso y, si fuera posible imaginar semejante cosa de un personaje tan independiente y caprichoso, un poco avergonzado o molesto de que le hubieran encontrado en un sitio tan poco elegante. Sin embargo, no era en modo alguno menos elegante que el Sol y Luna. Esa vez estaba vestido como le correspondía, sin el hongo y la chaqueta vieja, y Hyacinth le miraba con pena, pensando lo que era capaz de hacer un buen sastre. A nuestro héroe le chocó más que nunca ver que era justo el tipo de hombre que, cuando iba por la calle mirando a la gente, él había contemplado con admiración y envidia, ese tipo de hombre que uno se dice para sus adentros que es un «señorito», y piensa que él y los que son de su especie tienen el mundo en el bolsillo. Sholto pidió por favor a la camarera que no tardara en preparar el coñac con soda, que Hyacinth había aceptado para hacer más fáciles las cosas: realmente eso debía de ser lo que haría un señorito. Y cuando el chico cogió el vaso del mostrador, el capitán daba la impresión de animarle a bebérselo pronto, y sonreía amable y divertido, como si la combinación de un vaso tan grande y un encuadernador tan pequeño fuera verdaderamente cómica. A pesar de la prisa, tuvo tiempo de preguntarle cómo había pasado el otoño y qué noticias tenía de Bloomsbury; luego preguntó por aquella gente tan alegre que vivía al otro lado del río:
—No puedo decirte la impresión que me hicieron… aquella tarde, ya sabes.
Después preguntó de repente y sin venir a cuento:
—¿Entonces estás decidido a pasarte aquí el invierno tranquilamente?
Hyacinth se quedó asombrado: no comprendía qué otra gran cosa podía esperar que hiciese; de momento no se dio cuenta de que eso era lo que se preguntaban los señoritos cuando volvían a verse después de su elegante dispersión, y que su amigo sólo era culpable de una inadvertencia momentánea. En realidad, el capitán no tardó en rehacerse:
—Claro que tú tienes tu trabajo y todas esas cosas.
En vista de que Hyacinth no acababa de tragarse de golpe el contenido de su enorme vaso, le preguntó si había oído algo de la princesa. El joven contestó que no sabía nada más que lo que el capitán tuviera la amabilidad de decirle; pero añadió que había ido a verla antes de que se marchara.
—¡Ah!, ¿fuiste? Hombre, eso está muy bien, estupendamente.
—Fui porque tuvo la amabilidad de escribirme para que lo hiciera.
—¡Ah!, ¿te escribió diciendo que fueras? —El capitán fijó en él sus ojos, incoloros—. ¿Sabes que eres un mortal endiabladamente privilegiado?
—Claro que lo sé. —Hyacinth se puso colorado y se sintió algo tonto.
La camarera, que había oído a aquella extraña pareja hablar de una princesa, con los codos apoyados en el mostrador, no apartaba la vista de él.
—¿Sabes que hay gente que daría la cabeza porque les escribiera diciéndoles que fueran?
—No me cabe la menor duda —Hyacinth buscó refugio en una carcajada que sonó menos natural de lo que hubiera deseado, al tiempo que se preguntaba si su interlocutor sería precisamente uno de ellos.
En ese caso, la camarera tenía motivos para estar asombrada; por muy convencido que estuviera de ser el hijo de lord Frederick Purvis, resultaba demasiado raro que alguien lo prefiriese —y nada menos que una princesa— al capitán Sholto. Si algo podía haber que aumentara en aquel momento su sensación de anormalidad, habría sido la forma indescriptiblemente caballeresca en que el capitán, como si tuviera con él toda suerte de secretos en común, comentó:
—Bueno, ya veo que sabes cómo tomarlo. Pero si mantienes correspondencia con ella, ¿cómo dices que sólo puedes tener noticias suyas a través de mí? Querido muchacho, yo no tengo correspondencia con ella. Podría parecerte natural que la tuviera, pero no la tengo.
Al ver que Hyacinth se reía de manera un poco ambigua, añadió:
—Pues tanto peor para mí. ¿Es eso lo que quieres decir?
Hyacinth dijo que él sólo había tenido una vez el honor de recibir una carta de la princesa, y que le había oído comentar que eso de escribir lo hacía de tarde en tarde; cuando le entraba el ataque, escribía a veces mucho, pero luego estaba meses enteros sin tocar una pluma.
—Ya me imagino lo que te dijo —comentó el capitán como hombre enterado—. Pues espera al próximo ataque. Anda por ahí, ¿sabes?, visitando un montón de grandes casas. Es una gran cosa estar con ella en cualquier sitio, una comedia inagotable.
Dijo luego que recordaba haber oído que había cogido o pensaba coger una casa en el campo algunos meses, y comentó también que si Hyacinth no quería terminar el coñac con soda podían marcharse. La sed de Hyacinth era muy superficial y, después de haber salido, el capitán, a modo de explicación por haberle encontrado en un bar (único intento que había hecho por aclararlo), dijo que cualquiera de sus amigos sabía que tenía la manía de andar por rincones extraños.
—Ya habrás comprendido que me gusta hacer exploraciones. Si no me dedicara a explorar nunca te habría conocido, ¿no es verdad? La chiquita que estaba allí era bastante mona, ¿eh? ¿Te fijaste que estaba muy bien de busto? Es una lástima que tengan siempre unas manos tan horrorosas.
Hyacinth, instintivamente, se había dirigido hacia el sur, pero Sholto, cogiéndole del brazo, le llevó en la otra dirección. El bar del que habían salido estaba próximo a una esquina, la doblaron, y el capitán tiró de él como si tuvieran prisa. Pero su prisa se vio frenada por la aparición de una mujer joven, que venía en la otra dirección y que volvió la esquina con tanta rapidez como ellos. En ese momento le dio un gran tirón a su amigo, pero no antes de que Hyacinth echara una ojeada a la cara de la chica —le pareció como un relámpago en la oscuridad— y exclamara sorprendido:
—¡Eh, Millicent!
Fue el grito espontáneo que se le escapó de los labios, mientras el capitán seguía adelante y preguntaba nada más:
—¿Qué pasa? ¿Quién es tu amiguita?
Hyacinth renunció a contestar, pero volvió a llamar a la señorita Henning por su nombre de pila, y en voz tan alta que la chica, que había pasado junto a ellos sin volver la cabeza, se vio obligada a pararse. Entonces vio que no se había equivocado, aunque Millicent no dijo nada. Estaba allí, mirándole con la cabeza muy alta, y se acercó a ella, soltándose del brazo de Sholto, que tardó un momento en reunirse con ellos. El corazón de Hyacinth se había puesto a palpitar a toda prisa; era mucho sobresalto que la chica apareciera allí justo en aquel momento. Pero cuando empezó a reírse, y a carcajadas, y a preguntarle por qué la miraba como si fuera un caballo encabritado, comprendió que, después de todo, no era nada extraordinario que dos personas que siempre andaban por las calles de Londres se encontraran por casualidad. Millicent nunca había ocultado que «trotaba» mucho por la noche para hacer algunos recados; y cuando una vez le había dicho que cuanto menos saliera a tomar el aire por la noche una chica respetable, mejor para ella, le había preguntado hasta qué punto creía que pretendía ser respetable, y le había dicho también que, si le regalaba una berlina o iba por lo menos a buscarla tres o cuatro veces a la semana en un coche de alquiler, le ayudaría muchísimo a conservar su dignidad social. Como Millicent sabía muy bien darle la vuelta a la tortilla, se mostró igualmente asombrada y preguntó:
—¿Qué andáis buscando por aquí? Me apuesto lo que sea a que no es nada bueno.
—Buenas noches, señorita Henning. ¡Qué agradable sorpresa! —dijo el capitán, haciendo una cómica reverencia con el sombrero.
—¿Cómo está usted? —contestó Millicent, como si no le reconociera.
—¿Adonde ibas tan de prisa? ¿Qué estás haciendo? —preguntó Hyacinth, que estaba mirándolos a los dos.
—¡Anda! No he visto nunca una cosa semejante, y encima una persona como tú, que siempre anda de un lado a otro. Voy a ver a una amiga mía, a la doncella de una señora que vive en Curzon Street. ¿Tienes algo que decir?
—¡No diga nada, no diga nada! —intervino el capitán, aunque la chica no había vacilado ni un momento—. Yo, al menos, desapruebo la indiscreción. ¿Adonde no podrá ir una mujer bonita cuando se lanza con pie ligero a través de la oscuridad?
—Pero, bueno, ¿de qué está hablando? —preguntó la chica con mucha dignidad. Hablaba como si lamentara que no hubiera podido comprobarse que tenía el pie ligero.
—¿Con qué bendita misión, a qué secreto servicio? —rió el capitán.
—¡El secreto será usted! —gritó Millicent—. ¿Salen siempre de caza por parejas?
—Muy bien, daremos la vuelta y te acompañaremos hasta casa de tu amiga —dijo Hyacinth.
—Muy bien —contestó Millicent.
—Muy bien —añadió el capitán.
Los tres marcharon juntos en dirección a Curzon Street. Durante unos minutos fueron en silencio, aunque el capitán iba silbando, y Millicent le dijo de repente a Hyacinth:
—Todavía no me has dicho adonde ibais vosotros.
—Nos encontramos en ese bar —dijo el capitán—, y estábamos los dos tan avergonzados de habernos encontrado en un sitio semejante que salimos dando tumbos juntos y sin saber demasiado bien qué hacer de nuestras personas.
—Pues cuando sale conmigo dice que no puede aguantar esos sitios —declaró Millicent—. Me gustaría haber visto quién había allí.
—Pues está bastante bien —contestó el capitán—, y me dijo que se llamaba Georgiana.
—Yo entré para que me cambiaran una moneda —dijo Hyacinth, que notaba algo turbio en el ambiente y se alegraba de permitirse decir la verdad.
—¡A que te cambiaran el gorro de noche de tu abuela! Te recomiendo que procures conservar el dinero todo junto; no te sobra demasiado —exclamó Millicent.
—¿Y es ése el motivo de que estés engañándome? —saltó Hyacinth.
Había estado pensando mucho mientras andaban; alimentando y tratando al mismo tiempo de ahogar una sospecha. La idea de que le hubieran tomado el pelo le ponía pálido de rabia, pero pensaba que por suerte también podía darse alguna coincidencia, y que cometería un error tremendo si hacía una acusación sin fundamento. Fue más tarde cuando empezó a atar cabos y tuvo la impresión de que coincidían; de momento, y nada más haberlo dicho, casi sentía vergüenza de haber contestado tan de prisa a la indirecta de Millicent. Debía haber esperado siquiera a ver qué resultaba de Curzon Street.
La chica replicó inmediatamente, repitiendo: «¿Engañándote, engañándote?», burlándose y diciendo si era ésa la manera de zarandear a una mujer en público. Se había parado al borde de un cruce, y daba tales gritos que el chico se alegraba de estar en una calle apta para aparecer desierta a tales horas.
—Pues sí que eres tú bueno para hablar de engaños, cuando te basta que una mujer te mire desde un palco.
—No digas ni una palabra de ella —dijo el chico temblando.
—¿Y podrías decirme por qué no de «ella»? Me gustaría saberlo. Supongo que no pretenderás decir que es una mujer decente. —La risa de Millicent resonó en toda la silenciosa vecindad.
—Chico, ya sabe que has ido a verla —sonrió exquisitamente el capitán Sholto.
Hyacinth se volvió hacia él; se sentía a un mismo tiempo ofendido y desconcertado por el ambiguo papel que había desempeñado en un incidente que, si era posible exagerar, no podía tratarse como una cosa corriente:
—Por supuesto que he ido a casa de la princesa Casamassima, y gracias a usted. ¿Si es el que vino a buscarme y pedirme que fuera, el que me arrastró allí, va a reprochármelo ahora? ¿Quién demonios es usted, después de todo, y qué quiere de mí?
A Hyacinth se le amontonaban en la cabeza todas las cosas que había visto en el capitán, todo lo que le asombraba, la fastidiaba y no conseguía entender. Aquella marea en alza borraba cuanto pudiera haberle seducido.
—Mira, chico, sea lo que sea, no soy un asno —dijo el caballero con imperturbable buen humor—. Yo no te reprocho nada. Sólo quería decir una palabrita para hacer las paces. Queridos amigos, queridos amigos… —puso la mano como acostumbraba sobre el hombro de Hyacinth y, con la otra en el corazón, se inclinó ante la chica con mucha galantería y cierto aire paternal—. Estoy decidido a que este equívoco absurdo termine como deben terminar todas las peleas entre enamorados.
Hyacinth se zafó de la mano del capitán y le dijo a Millicent:
—Tú no estás celosa de nadie. Lo único que pretendes es echarme tierra en los ojos.
La señorita Henning contestó a esa salida con una respuesta que prometía ser muy sabrosa, pero que el capitán barrió entre una profusión de protestas. Declaró que eran una pareja abominable y deliciosa, y dijo que le interesaba muchísimo ver que entre la gente de su clase las pasiones estaban siempre a flor de piel; estuvo a punto de echar al uno en brazos del otro, y acabó de redondear la cosa proponiendo que, para terminar sus pequeñas diferencias, se encaminaran juntos al music-hall del Pavilion, el lugar de diversión más próximo de la vecindad, y que dejaran en paz a la doncella de Curzon Street para que pudiera peinarle la peluca a su señora. Al lector, el capitán le ha sido presentado como un hombre cabal, y sin duda se verá que la calificación está justificada, al saber que acertó a presentar la idea bajo una luz tan atractiva, que sus compañeros se metieron con él en un coche de alquiler, y marcharon dando tumbos hacia el reino del placer, Hyacinth, sentado al borde del asiento y emparedado entre los dos. Tres o cuatro veces sintió que las orejas le ardían; pensaba que si había algo entre ellos era el momento de ponerlo en práctica a sus espaldas. Si la broma se hacía a costa suya, la tarde entera constituía una oportunidad para ellos, y esa idea hacía que la diversión resultara para él poco apasionante, a pesar de que el capitán tomó un gran palco privado y encargó que les subieran helados. A Hyacinth le importaba tan poco su pequeña pirámide rosa, que permitió a Millicent que se la comiera después de haber acabado la suya. De todas maneras, pensaba que si se ponía a hacer el tonto la tontería iba a ser de las grandes, y eso impidió que soltara lo que le venía continuamente a la boca, el impulso de preguntarle por qué diablos le había sacado con tanta prisa del bar, si no se había citado allí con Millicent. Ya sabemos que a los ojos de Hyacinth una de las virtudes de la señorita era no ser mentirosa, y se preguntaba si una chica podía cambiar así de un mes a otro. Eso era tomarlo con optimismo; pero, de todas maneras, antes de abandonar el Pavilion, tuvo un momento de inspiración, y comprendió lo que había querido decir lady Aurora al llamar vulgar al capitán Sholto.