XXXV
El domingo siguiente pasó casi todo el día con los Muniment, con los que, desde su vuelta al trabajo, no había podido tener una de aquellas conversaciones fraternales que habían caracterizado sus primeras relaciones. Aquel domingo fue un día feliz, y contribuyó a que su estimación por el inescrutable Paul aumentara considerablemente. La luz dorada y cálida de septiembre enriquecía hasta la miseria de Audley Court, y cuando el hermano de Rosy y su amigo estaban sentados por la mañana al lado del sofá, los tres se divirtieron mucho trazando una docena de planes para darle un aire festivo al día. Durante los últimos seis meses, había habido momentos en los que Hyacinth estaba convencido de no volver a interesarse por ideas como ésas, y esos momentos iban siempre unidos a la transformación que había sufrido en su mente la imagen del hombre cuya dureza —desde luego estaba obligado a ser duro— no había esperado nunca pudiera volverse contra un admirador apasionado. Pero en aquellos momentos al menos, las nubes se habían disipado y la compañía de Paul era otra vez un apoyo. Nunca se había mostrado tan cariñoso, alegre y seguro; nunca le había parecido tan deseable estar unido a él. Menos que nunca hubiera podido adivinar un observador por qué los dos jóvenes se miraban de cierta manera al estar uno frente a otro. Rosy, naturalmente, tomaba parte en la cuestión que debatían sus compañeros: si limitarían la excursión a un paseo por Hyde Park; si embarcarían en el muelle de Lambeth en el vapor de un penique que los llevara a Greenwich o si irían a la estación de Waterloo para tomar el tren hasta Hampton Court. Rosy no había estado en ninguno de esos sitios, pero tomaba parte en la discusión, para la que parecía estar muy cualificada; hablaba de que el barco iba muy lleno y de los muchos borrachos que iban en él a la vuelta, como si hubiera sufrido todos esos inconvenientes; recordaba a los otros que la vista desde la colina de Greenwich era siempre muy mala por la cantidad de humo que había, y que en aquella época no había gente elegante en Hyde Park, con lo que se perdía casi todo el atractivo del paseo, y se mostraba muy favorable al viejo palacio de Wolsey, cuya historia parecía conocer bien. Tomaba parte en la excursión de su hermano con el mayor entusiasmo, y Hyacinth se sentía una vez más maravillado ante el estoicismo de aquella criatura tan fuerte, curtida por el dolor, y cuya imaginación no se preocupaba jamás de sus propias privaciones, de modo que podía quedarse encerrada en su cuarto toda una tarde de otoño, sin echarse a llorar al ver cómo se colaban los rayos de poniente e iluminaban el mismo papel sucio y feo de las paredes, mientras ella pensaba en unos campos y unos jardines que no vería en su vida. Habló muchísimo de la princesa, y no encontraba palabras para alabar su belleza, su gracia y su bondad; diciendo que de todas las caras que se habían inclinado sobre su cama —y parecían muchas—, ninguna era ni de lejos tan noble y agradable como la suya. Daba la impresión de haber iluminado el cuarto y dejar su luz aun después de marcharse. Rosy podía revivir su imagen igual que podía tararear la música de una canción escuchada y, mientras estaba allí sola en la cama, repetía para sí misma las hermosas tonadas otra vez. La princesa podía ser cualquier cosa, lo mismo una reina que una emperatriz, y ella se daba cuenta de que no podía quejarse del aburrimiento de una vida en la que tales apariciones podían presentarse un día. Había hecho cambiar aquel sitio, le había dado otro aire sólo por ir allí; si le bastaba a una princesa, debía bastarles a quienes eran como ella, y esperaba no volver a oír hablar a su hermano de cambiar de casa y dejar una habitación a la que estaban asociados tan maravillosos recuerdos. La princesa había sabido encontrar el camino a Audley Court, pero quizá no supiera llevarlo a otro sitio, pues no podían esperar que fuera siguiéndolos por Londres como a ellos les apeteciera; y además, como el cuartito le había gustado, si eran un poco listos y se quedaban tranquilos, a lo mejor se le antojaba un día mandarles un trozo de alfombra o un cuadro o un espejo de marco dorado para que estuviera más bonito. Las transiciones de Rosy del puro entusiasmo al cálculo interesado se hacían siempre con una serenidad peculiar y personal. Hablaba tan bien y con tanta gracia, que siempre atraía la atención, pero Hyacinth aquel día se notaba menos tolerante que de costumbre, pues mientras ella hablaba Muniment estaba callado, y lo que deseaba saber era la impresión que la princesa le había causado a él. Rosy no aludió para nada al monopolio que había disfrutado tanto tiempo sobre tan maravillosa señora; había mostrado siempre una incredulidad indulgente a propósito de las aventuras de Hyacinth entre la alta sociedad, y estaba viendo que pronto llegaría el día en que empezara a hablar de la princesa como si hubiera sido ella quien la había descubierto. Sí tenía mucho que hablar de la amistad que había establecido con lady Aurora y le entusiasmaba la idea de haber sido ella quien pusiera en contacto a dos personas tan relevantes. Se las imaginaba hablando entre ellas, en el gran mundo, de la ocasión en que «nos encontramos por vez primera en casa de la señorita Muniment»; y contaba que lady Aurora, que había estado en Audley Court la víspera, decía que había contraído con ella una deuda que nunca podría pagarle. Las dos señoras se habían gustado muchísimo y, ¿no era todo un cuadro imaginárselas andando por los aires cogidas de la mano como dos azucenas? Muniment preguntó con cierta grosería y malos modos qué era lo que buscaba de ella, lo que llevó a Hyacinth a preguntar a su vez:
—¿Qué quieres decir? ¿Quién busca algo de nadie?
—¿Qué quiere la bella entre las bellas de nuestra pobre y simplona lady? Son dos tipos completamente distintos. No entiendo mucho de mujeres, pero eso sí puedo verlo.
—¿Dónde ves tú que sean dos tipos distintos? Las dos tienen el sello que corresponde a su rango —dijo Rosy.
—¿Y quién puede decir lo que quieren las mujeres en cualquier momento? —preguntó Hyacinth con la despreocupación de un hombre de mundo.
—Hijo mío, si no sabes más que lo que sé, me has producido una gran desilusión. Si esperamos un poco, quizá nos lo diga ella misma algún día.
—¿Decirte lo que quiere de lady Aurora?
—No me importa demasiado lady Aurora; pero sí lo que quiere de nosotros para pegarse esas caminatas.
—Pero ¿no crees que te mereces una caminata? —preguntó Rosy riéndose—. Si no fueras hermano mío, y no te tuviera tan a mano gracias a eso, y no estuviera condenada a estar en este sofá, recorrería Inglaterra de punta a punta para conocerte. Está enamorado de la princesa —le dijo a Hyacinth— y dice todas esas tonterías para ocultarlo. ¿Qué quiere nadie de nada?
Por fin se decidió que fueran a Greenwich, y después de tomar pan y queso con Rosy se embarcaron en el vapor de un penique. El barco iba muy lleno, y los dos apretujados en la parte delantera, apoyados en la barandilla de cubierta y mirando la franja negra de la amarillenta corriente. Para Hyacinth el río siempre había tenido un gran encanto. La extraña llamada que desde niño habían tenido todos los aspectos de Londres para él, se repetía desde sus oscuras orillas y la sórdida agitación de su seno: los grandes arcos y los pilares de los puentes donde se arremolinaba el agua y se balanceaban las chimeneas de los barcos, donde se repetía el eco de los ruidos y parecía haber una procesión amenazadora e interminable; las millas de muelles y almacenes; las chimeneas, los mástiles y grúas que sobresalían, los letreros de las fábricas que llamaban desde la orilla, las barcazas planas que se afanaban de un lado a otro, dedicadas a algún negocio que nunca se sabría lo que era, pero que siempre resultaba sucio; los barcos de cabotaje y los que transportaban carbón, cada vez más numerosos a medida que iban río abajo, y las barcas pequeñas, que se balanceaban en la estela aceitosa del vapor, y cuyos ocupantes, al levantar la vista hacia ellos, daban la impresión de burlarse; en fin, todo el ajetreo, los humos, los chirridos y el chapoteo del río. Entre la masa de pasajeros, el olor a tabaco malo, la lluvia de hollín y el acompañamiento de una gaita con la que un escocés tocaba de cuando en cuando una danza poco convincente, Hyacinth no quiso hablar a su compañero de lo que más le importaba, pero más tarde, cuando estaban tumbados en la agostada hierba de una de las lomas de Greenwich Park, viendo brillar el río al otro lado de la pomposa columnata del hospital, le preguntó si había algo de verdad en lo que había dicho Rosy de que estaba enamorado de su amiga la princesa. Dijo «su amiga» refiriéndose a los dos, como si por haber estado dos veces en Audley Court, Muniment la conociera tan bien como él mismo. Quería conjurar la idea de estar celoso de Paul, y si deseaba tener información sobre el asunto era porque le molestaba tanto como antes que su camarada pudiera tomarlo a broma. No acababa de comprender que un chico como Muniment cambiara así de un día para otro, pero sabía que había asistido a la mejor exhibición hecha por la princesa de su divino poder de conciliación que, si no era el arte que acostumbraba a poner más en juego en sus relaciones sociales, sí era el más maravilloso de sus secretos, y sería realmente muy raro que un hombre joven y sano no se hubiera visto afectado por él. Hyacinth sabía que Muniment no era muy accesible ni le importaban demasiado las mujeres, pero muy bien podía haber sido ese el caso, sin detrimento de la habilidad de la princesa para hacer milagros. Habían vagado los dos por las grandes salas y patios del hospital, habían contemplado las glorias de la famosa sala de pinturas y habían admirado la larga y colorista serie sobre las victorias navales de Inglaterra; y Muniment le había dicho que suponía que habría visto otras cosas comparables en el extranjero siendo como era, un repugnante golfillo viajero. No encargaron cena de pescado en el Trafalgar ni en el Ship, porque pensaban tomarse a la vuelta otra más frugal con Rosy a base de té y camarones, pero subieron y bajaron las ondulaciones del parque, tan descuidado y encantador; hicieron algunos avances a los tímidos ciervos, que echaban a correr; vieron chicos y chicas, que colorados y riendo a carcajadas se lanzaban a rodar juntos por las pendientes, miraron el pequeño observatorio de ladrillo, colgado en una de las colinas, que señala la hora de la historia inglesa, y en el que Muniment puso el interés de un experto; salieron del parque por una de las puertas y admiraron el primor de las casitas de Blackheath, donde Muniment declaró que su máxima aspiración sería vivir allí. Señaló dos o tres casitas semiindependientes, revocadas de estuco y con letreros como Villa Mortimer y Los Ciclamoros en la puerta, y Hyacinth comprendió que aquél era el lugar donde le gustaría acabar sus días, en un sitio de aire puro, y con una bonita ventana para colocar al lado la cama de Rosy y ver desde ella a los alegres excursionistas suburbanos. Al volver a entrar en el parque fue cuando, por el calor y por estar algo cansados, se tumbaron bajo un árbol, y Hyacinth no pudo contener su curiosidad:
—¡Enamorado de ella, enamorado de ella; vamos, hombre! —dijo Muniment—. Igual podría enamorarme de la cúpula de San Pablo, que también veo desde allí.
—La cúpula de San Pablo no va a verte y no te dice que le devuelvas la visita.
—Yo no devuelvo visitas, tengo bastantes cosas que hacer para dedicarme a eso. ¿No te basta con saber que no me molesto en ir a ver a la princesa?
—Pues no estoy muy seguro —repuso Hyacinth—. Si fueras a verla por las buenas, y por educación, en vista de que te lo ha pedido, no lo consideraría una prueba de que estás encaprichado. Que te eches atrás es más sospechoso: puede significar que no confías en ti mismo, que tienes miedo de enamorarte si la conoces más íntimamente.
—Es un antojo bien raro que te empeñes en que vaya a ver si puedo lograr algo de ella. Nunca hubiera creído que era eso lo que te convenía —contestó Muniment, mirando al cielo y con las manos cruzadas debajo de la cabeza.
—¿Crees que te tengo miedo? —preguntó Hyacinth, y luego comentó—: Además, ¿qué diablos puede importarme a mí ahora?
Paul no contestó de momento; dio media vuelta con el brazo en el suelo y la cabeza apoyada en la mano. Hyacinth notaba que le estaba mirando, pero como también notaba que se ponía colorado no quiso mirarle. Se había propuesto no caer en la tentación de alusiones poco gratas, pero las palabras se le habían escapado.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó por fin Muniment.
Y cuando Hyacinth le miró no vio más que su cara de siempre, inocente, tranquila, de hombre sano y fuerte. Su dueño había tenido tiempo de cambiarla antes de hablar.
De repente se apoderó de él un impulso que nunca había sentido, o más bien que había resistido siempre. Había un misterio que necesitaba aclarar para ser feliz, y prescindió de sus escrúpulos, de su orgullo y de la fuerza que creía tener, la fuerza de llevar a cabo su trabajo y desaparecer sin mirar atrás. Estaba sentado en la hierba, con las piernas encogidas y los brazos sobre las rodillas. Los dos se miraron de frente un momento, y luego Hyacinth dijo:
—¡Qué tipo más extraordinario eres!
—¡Ahora sí que has acertado! —sonrió Paul.
—No quiero hacer una escena ni meterme en tus sentimientos, pero ¿qué te parecerá cuando me cuelguen en el patíbulo?
—¿Por lo de Hoffendahl? ¿A eso te referías antes? —Muniment seguía en la misma postura, mordiendo una brizna de hierba que tenía en la mano.
—No pensaba hablar de ello; pero ¿por qué no sacarlo a relucir? Lo he pensado mucho, naturalmente.
—¿Y qué se consigue? —contestó Muniment—. Yo esperaba que no lo hicieras, veía que no hablabas nunca… No te gusta. Más valdría que lo dejaras.
No había en su voz ni un asomo de ironía o de desprecio, ningún signo de que condenara esa actitud. Hablaba con toda tranquilidad, como si hubiera contado siempre con tener que disculpar esas debilidades. Pero precisamente ese tono tan razonable fue lo que le heló el corazón a Hyacinth; era como el roce de una mano muy firme y suave al mismo tiempo, pero espantosamente fría.
—No quiero volverme atrás ni muchísimo menos pero ¿podías creer que me gustaba? —preguntó Hyacinth con una risa más bien forzada.
—Chico, ¿qué quieres que te diga? Te gustan muchísimas cosas que a mí no me gustan nada. Te gustan las emociones fuertes y los cambios, te gustan las sensaciones especiales, mientras que lo que me sienta a mí es la santa calma, el dulce reposo.
—Pues si no te gustan los cambios y eres tan amigo del agua mansa, ¿cómo se te ha ocurrido meterte en un movimiento revolucionario? —preguntó Hyacinth, como si hubiera hecho un hallazgo.
—Precisamente por eso —contestó Paul con la misma calma—. ¿Acaso nuestro movimiento revolucionario no es tan tranquilo como una tumba? ¿Quién sabe, quién sospecha siquiera la importancia que tiene?
—Ya comprendo. Tú te quedas con la parte tranquila.
Al decir esas palabras, Hyacinth no tenía intención de burlarse, pero se puso colorado en seguida al ver que sonaban bastante mal. Paul, sin embargo, no daba muestras de sentirse ofendido, y contestó con toda amabilidad, como si hubiera estado pensando la mejor forma de animar a su amigo:
—Hay algo que no debes olvidar: las muchas probabilidades de que la maldita llamada no llegue a hacerse nunca.
No deseo que me lo recuerdes —dijo Hyacinth— y además permíteme que te diga que no acabo de imaginarme que tú te metas en cosas que no prosperarán. Todo lo que tenga que ver contigo tiene que resultar, me parece a mí.
Muniment se quedó pensativo, como si encontrara que su amigo era muy ingenuo:
—Pues te aseguro que no tengo nada que ver en ese asunto.
—Con la ejecución puede que no; pero a ver qué me dices de la idea. La noche que me llevaste dabas la impresión de tener mucho que ver con ella.
Paul cambió de postura, se levantó y se sentó a estilo turco al lado de su amigo. Le pasó el brazo por los hombros, y le dio la vuelta para mirarle la cara; luego le dijo en tono muy cariñoso:
—Hay tres o cuatro cosas que están claramente a favor tuyo.
—No quiero consuelos de segunda mano —comentó Hyacinth, con la vista perdida en la bruma lejana que era desde allí Londres.
—¿Pues qué demonios quieres entonces? —dijo Paul sin soltarle y sin perder el humor.
—Pues entenderte un poco; saber lo que siente un hombre cuando está a punto de perder a su mejor amigo.
—¿A punto de perderle?
—Bueno, poniéndonos en lo peor.
—Creí que ya sabrías… si estás a punto de perderme a mí.
Al oír eso, Hyacinth se echó de bruces sobre la hierba y se tapó la cara con las manos. Estuvo mucho tiempo así, sin decir una palabra; y mientras permanecía en esa postura, se le agolparon una serie de ideas y pensó muchas cosas extrañas. Sentía más que nada el esplendor de un día tan hermoso, la calma cálida rota por gritos alegres, la dulzura de estar allí, en una pausa del trabajo, con un amigo que era un tío estupendo, aunque no entendiera ciertas cosas. Paul también estaba callado, y Hyacinth comprendía que no sabía qué hacer. Quería animarle, hizo un esfuerzo por sobreponerse y se levantó; y para salir de la cuestión personal dijo lo primero que se le pasó por la cabeza, sin dejar el tema de que estaban hablando:
—Te lo he preguntado y me lo has dicho, pero no he llegado a entenderlo del todo: por eso vuelvo a tocar el asunto, a ver si me explicas bien para qué crees tú que va a servir.
—El golpe… Bueno, ten en cuenta que hasta ahora sólo lo sabemos muy vagamente. Por lo tanto, es muy difícil calcular la verdadera importancia que pueda tener, y no creo que yo haya pretendido nunca decírtelo cuando he hablado contigo. Supongo que no tendrá demasiada importancia que tu trabajo se lleve adelante o no; pero si se hace, habrá sido un detalle en un esquema, cuyo efecto general ha de ser sin duda beneficioso. Yo creo, y tú pretendes creer también, aunque no estoy muy seguro de que lo hagas, en la llegada de la democracia. Pues a la democracia le servirá mucho conseguir que las clases que los sojuzgan sean amonestadas de cuando en cuando, y que sepan que los otros están completamente decididos a hacerlo. Una gran parte depende de eso, y Hoffendahl es un amonestador de primera clase.
Hyacinth escuchó la explicación con un interés que no era nada fingido; luego contestó:
—Cuando dices que crees en la democracia doy por sentado que deseas que lleguen al poder, como siempre he supuesto. Pero lo que no he entendido nunca es esto: por qué poner en primera fila a toda una masa de personas que casi sin excepción te parecen unos asnos descomunales.
—¡Ay, hijo mío! —rió Paul—, cuando uno se mete en asuntos humanos no tiene más remedio que manejar materiales humanos. Las clases altas son las que tienen las orejas más largas.
—Te he oído decir que estabas trabajando por conseguir la igualdad en las condiciones humanas, por abolir las diferencias inmemoriales. Pues entonces lo que pretendes es que la humanidad entera se transforme en un rebaño de asnos.
—Eso está muy bien. ¿Lo has aprendido en Francia? Pero lo que está muy bien es una marranada tan grande como lo que está muy mal. El bajo nivel de nuestros desgraciados conciudadanos se debe a las malas condiciones; y son las condiciones lo que yo quiero cambiar. Cuando los que no pueden empezar a hablar estén en situación de hacerlo, no dudes de que irán adelante. Quiero ponerlos a prueba, ¿comprendes?
—Pero ¿por qué igualdad? —preguntó Hyacinth—. No sé por qué, pero esa palabra ya no me dice tanto como antes. ¡Desigualdad, desigualdad! No sé si habrá sido a fuerza de repetírmela, pero no me choca tanto.
—¡Pues eso estoy seguro que no te lo han enseñado en Francia! Lo que pasa es que ha cambiado tu punto de vista. Tú has subido.
—¿Subido? ¡Santo Dios!, ¿qué he subido yo?
—Claro que sí, no has dejado nunca de ser presuntuoso.
Y el experto de los laboratorios químicos dio una palmada en la espalda a su amigo.
Hyacinth sintió una momentánea amargura al verse acusado, aunque fuera en broma, de aliarse con los afortunados como clase social, y estuvo a punto de preguntarle a Paul si no había adivinado todavía de qué podía vanagloriarse: si de ser hijo natural de una asesina, de haber nacido en la calle y de que le hubiera recogido una pobre costurera. Pero tenía tanta costumbre de ocultar todas esas cosas que, antes de que pudiera hablar, Paul añadió:
—Si has dejado de creer que podemos hacer algo, la situación será bastante absurda, ¿sabes?
—Yo no sé lo que creo, ¡válgame Dios! —exclamó Hyacinth, en mi tono tan lúgubre que Paul se echó a reír para atenuarlo. Pero Hyacinth le dijo:
—No quiero que creas que ya no me importa el pueblo. ¿Qué soy yo más que uno de los pobres y más poca cosa?
—¿Tú? Tú eres un duque disfrazado, y lo pensé nada más verte. Lo que pasa es que la noche que te llevé a nuestro precioso «intercambio de ideas» (me gustaba ese maldito nombre) tenías algo que me hizo olvidarlo; quiero decir que tu disfraz era aquella noche superior a lo corriente. Y en cuanto a que uno deba preocuparse por el pueblo, no hay ninguna obligación de hacerlo. Yo no lo haría si pudiera; puedes apostar la vida por eso. Todo depende de lo que veas. La forma en que yo he mirado ese pozo de iniquidad que está allí, me ha llevado a comprender que los arreglos que hay ahora no sirven. No pueden servir —repitió con toda tranquilidad.
—Sí, yo eso también lo veo —dijo Hyacinth, en el mismo tono doliente con que había hablado un momento antes; una tristeza que nacía de su sensación de impotencia al comprobar, una y otra vez, que veía siempre muchas cosas más. Veía la inmensa miseria del pueblo, pero veía también todo lo que había sido rescatado y redimido de esa miseria: los tesoros, los hallazgos, los esplendores y éxitos del mundo. Todo eso tomaba a veces en su imaginación la forma de una vasta presencia vaga y deslumbrante, una luz irradiada por objetos indefinidos, mezclados con la atmósfera de París y de Venecia.
Dijo que muchas de las cosas que Muniment le había contado sobre los horrores que sucedían en los barrios más pobres de Londres, cuadros de increíble vergüenza y sufrimiento que había puesto ante sus ojos, volvían a su memoria y le recordaban la indignación que le habían producido entonces.
—No quiero que te guíes por lo que yo te he dicho; quiero que te guíes por lo que tú mismo has visto. Recuerdo que me dijiste algunas cosas que a su modo tampoco estaban mal.
Y dicho esto, Paul se levantó como si la conversación hubiera llegado a su fin y tuvieran que pensar en volver a casa. Hyacinth también se levantó, mientras su compañero permanecía de pie, mirando hacia Londres, con una cara que expresaba toda la sencillez y sinceridad de sus creencias. De repente, como si quisiera completar o confirmar la declaración que había hecho poco antes, dijo:
—No, no creo en la edad dorada, pero sí que creo en la democracia con un poco de suerte.
Al decir esas palabras, a Hyacinth le pareció la mejor encarnación del espíritu del pueblo; estaba allí, con toda su poderosa naturalidad, y con tal aire de haber aprendido lo que había aprendido y de estar dispuesto a emplearlo, que Hyacinth sintió que le invadía una vez más el orgullo de tener por amigo a una persona tan prometedora y de una naturaleza tan capaz. Le pasó la mano por el brazo, que era mucho más largo y fuerte que el suyo, y dijo con imperceptible temblor en la voz:
—No sirve de nada que digas que no me guíe por lo que tú dices. Siempre me guiaré por lo que me digas. No hay por qué ocultarlo. No sé si creo exactamente lo que tú crees, pero en lo que sí creo es en ti. Después de todo, ¿no viene a ser lo mismo?
Paul apreció sin duda la cordialidad y la ingenuidad de aquel pequeño tributo, y su manera de demostrarlo fue pegarle un codazo a su compañero antes de andar, y mirarle desde su altura con cierta ansiedad amistosa:
—No te habría llevado nunca aquella noche de no haber sabido que ibas a lanzarte sobre el asunto. Fue aquel discursito tan ardiente que echaste en el club, cuando dejaste por los suelos a Delancey por decir que tenías miedo, lo que me animó a llevarte.
—¡Vaya si me lancé!; y no era otra cosa lo que yo andaba buscando. ¡De eso no hay duda! —dijo Hyacinth muy contento mientras echaban a andar.
Había una nota de heroísmo en esas palabras, un heroísmo cuyo sentido no se le comunicó a Muniment a través de sus brazos entrelazados. Hyacinth no se paraba a pensar que era un hombre de un prosaísmo infernal; desechó el problema sentimental que le había preocupado; olvidó, perdonó y admiró, y se dejó absorber, sintiéndose feliz por el momento, en la idea de que Paul era una gran persona, que la amistad era un sentimiento más puro que el amor, y enorme el afecto que entre los dos existía. Ni siquiera se daba cuenta en aquel momento de que era él quien tenía que ponerlo casi todo.