XLIII

—Hijo mío, eres siempre bien venido —dijo Eustache Poupin, cogiendo la mano de Hyacinth y reteniéndola entre las suyas unos momentos.

El joven, nada más entrar, había tenido la impresión de que estaban hablando de él antes de que apareciera y que hubieran preferido seguir hablando sin testigos. Llegó a creer ver en la cara de Poupin esa expresión que aparece cuando a uno le descubren o al menos le interrumpen en el momento de hacer algo indigno. Sin embargo, con Poupin era muy difícil saberlo: tenía siempre un aire tan exaltado, tan de conspirador que desafía la llegada de la justicia. Hyacinth se fijó en los otros; estaban de pie, como si hubieran escamoteado algo de encima de la mesa, como si hubieran estado dedicados a falsificar moneda. Poupin seguía cogiéndole la mano; los ojos del francés, ardientes, fijos y sin pestañear, expresaban siempre la grandeza de la ocasión, cualquiera que esa ocasión fuera, y nunca le habían parecido tan a punto de salírsele de la cabeza.

—Querido amigo mío, nous causions justement de vous —comentó Eustache, como si fuera algo realmente extraordinario.

Oh!, nous causions, nous causions…! —exclamó su mujer, como para salir del paso—. Me imagino que se puede mencionar a un amigo, cuando se está hablando, sin tomarse tanta libertad.

—Un gato puede mirar a un rey, como dice su proverbio inglés —añadió Schinkel jocosamente.

Se rió con tantas ganas de su propia broma que se le cerraron los ojos hasta desaparecer, un efecto que Hyacinth ya había observado antes y que consideraba particularmente desfavorable para él, pues parecía acabar de rematar su perfecta fealdad. En interés de su cara, valía más que se dedicara a cultivar la inexpresión.

—¡Huy, un rey, un rey! —objetó Poupin, moviendo la cabeza—. Eso es lo que no conviene ser, au point où nous en sommes.

—Sólo he venido para darles las buenas noches —dijo Hyacinth—. Me temo que es demasiado tarde para visitas, aunque Schinkel no parece creerlo así.

—Siempre es demasiado tarde cuando llegas, mon très-cher —contestó el francés—. Ya sabes que tienes siempre un sitio en nuestro hogar.

—Lo estimo demasiado para alterarlo —dijo Hyacinth, sonriendo y mirando a los tres.

—Podemos volver a sentarnos con toda tranquilidad; somos un grupo muy bien avenido. Ponte a mi lado.

Y el francés acercó otra silla a la mesa, y la colocó al lado de la que acababa de dejar.

—Ha andado mucho y está cansado, no rechazará una copita —dijo madame Poupin muy decidida, mientras se dirigía hacia la bandeja en la que estaba el servicio dorado de los licores.

—Todos la aceptaríamos, ma bonne; es una gran ocasión para tomar una gota de fine —añadió su marido, mientras Hyacinth se sentaba en la silla que le había ofrecido.

Schinkel volvió a ocupar su sitio, que estaba enfrente; miraba al nuevo visitante sin hablar, pero su larga cara seguía aplanándose, como si fuera la representación de la alegría. Llevaba una chaqueta verde que Hyacinth había visto antes; era una prenda de ceremonia, y de un tipo que al chico le parecía imposible de encontrar en Londres o en la época moderna. Era eminentemente germánica y de gran antigüedad, y tenía un cuello alto y tieso que le llegaba hasta las orejas y casi le tapaba el vendaje que perpetuamente llevaba. Eustache Poupin se quedó de pie después de sentarse Hyacinth, y permaneció a su lado, poniéndole una mano sobre la cabeza. Al sentir ese contacto recordó de pronto algo que le puso el corazón en la garganta. La posibilidad que se le ocurrió, reflejada tanto en todo el comportamiento de Poupin como en la intención tranquilizadora de su caricia y en el súbito ofrecimiento de un refrigerio por parte de su mujer, explicaba la confusión de los reunidos y le recordaba a nuestro héroe la promesa que se había hecho a sí mismo de estar a la altura y permanecer tranquilo en el momento en que cierta crisis se presentara en su destino. Tenía la sensación de que esa crisis estaba en el aire, muy cerca, tanto que podía tocarla si hacía otro movimiento: la mano del francés, que pretendía ser una atenuante, sólo había servido de aviso. Al mirar a Schinkel sintió una especie de mareo; por un momento, tuvo la sensación de que la habitación entera daba vueltas. Su resolución de permanecer tranquilo parecía demasiado fácil; ni siquiera sentía fuerzas para hablar. Sabía que iba a temblarle la voz, y por eso no contestó a las palabras almibaradas de Schinkel, pronunciadas tras de alguna vacilación:

También, querido Robinson, ¿ha pasado bien el domingo, ha tenido un día feliz?

Sus ojos interrogaron a la mesa, pero sólo vio en ella una superficie muy bien limpiada, a la que los codos del francés y su mujer habían sacado brillo durante años, y las cartas sucias con que la señora hacía «solitarios» —parecía haber estado dedicada a ese entretenimiento cuando llegó Schinkel—, y que realmente daban un poco la impresión de unos jugadores sorprendidos que hubieran retirado las puestas. Madame Poupin, después de sumergirse en un armario, volvió con una botella de chartreuse verde, aparición que hizo exclamar al alemán:

—¡Lieber Gott, los franceses, los franceses, qué bien se las arreglan siempre! ¿Qué más se puede pedir en el mundo?

La señora distribuyó el licor, pero el chico no pudo tragar ni una gota, y dejó que lo apreciaran sus amigos. Su indiferencia hacia esa exquisitez suscitó discusiones y conjeturas e hizo que los otros se lanzaran teorías, contradicciones y hasta bromas sobre su cabeza, todo ello con una volubilidad que le resultaba muy poco natural. En opinión de Poupin y de Schinkel, algo iba mal para un hombre que no pudiera chascar la lengua al probarlo; tenía que estar enamorado o tener algo aún peor de qué quejarse. Era verdad que Hyacinth andaba siempre enamorado, eso no era ningún secreto para sus amigos; pero nunca se había visto que le quitara la sed. La francesa se burló de esa versión del caso, declarando que el efecto de tan tierna pasión era hacerle a uno disfrutar de sus provisiones —siempre que todo fuera bien, bien entendu—; ¿y qué oído era el que podía mostrarse sordo a las engañosas palabras de una persona tan atractiva? En prueba de lo cual, declaró que ella nunca había comido y bebido con tanto gusto como cuando guardaba (hacía ya muchos años) un rinconcito en su corazón para el pillo de su marido. Para madame Poupin, el calificar a su compañero de fatigas de pillo indicaba un alto grado de jovialidad. Hyacinth continuaba sentado, contemplando la mesa con la sensación de ser en cierto modo un testigo indiferente e irresponsable de la evolución de su destino. Por fin levantó la vista y dijo a sus compañeros:

—¿Qué es lo que ocurre y qué demonios les pasa a todos?

Después de esa pregunta les rogó que le dijeran qué era lo que habían estado diciendo de él, ya que admitían que había sido el tema de su conversación.

Madame Poupin respondió por todos que no habían hecho más que hablar de lo mucho que le querían, pero que iban a dejar de quererle si se volvía tan suspicaz y tan grincheux. Que le había echado las cartas a Schinkel para adivinar su porvenir, y que se las echaría también a él si quería. Las de Schinkel no habían dicho gran cosa, sólo que algún día iba a encontrar una cosa que había perdido, pero que probablemente volvería a perderla y que le estaba muy bien empleado. Él había objetado que nunca había tenido nada que perder y que no esperaba tenerlo; pero eso era una tontería, pues se acercaba la hora en que todo el mundo tendría algo, y era de esperar que Schinkel lo conservara cuando llegara a tenerlo. Eustache riñó a su mujer por su falta de seriedad, le recordó que al chico no le interesaban nada los trucos de las viejas, y dijo que estaba seguro de que Hyacinth había ido para hablar de otra cosa muy distinta: la cuestión —tenía la bondad de interesarse por ella, lo mismo que se interesaba por todo lo que les concernía— de los términos que monsieur Poupin debía establecer, porque se lo debía a sí mismo, a su dignidad, y a un justo aunque no exagerado sentimiento de su valía, para aceptar la oferta de Crook de convertirse en encargado del taller de Soho; una oferta que no se había hecho formalmente, pero que se palpaba en el aire, y que tenía que llegar —al menos eso parecía— en el plazo de uno o dos días. El viejo que ocupaba el cargo pensaba establecerse por su cuenta. El francés dio a entender que antes de aceptar esa proposición debería tener muy sólidas garantías.

Il me faudrait des conditions très particulières —comentó.

A Hyacinth le sonaba muy raro, ahora que el abismo que le separaba del futuro había doblado su anchura, oír hablar a Poupin con tanta tranquilidad de grandes posibilidades. El dueño y la dueña de la casa estaban sentados a ambos lados de él, y Poupin trazó un esquema, con tintas más bien sombrías, de la situación de Soho, enumerando una serie de elementos de descomposición que veía estaban actuando, y con los que no se comprometería a tratar a menos que se le diera carta blanca. ¿Lo comprendía Schinkel y, si lo hacía, de qué se reía con aquella cara de pascuas? ¿Comprendía Schinkel que el pobre Eustache era víctima de una alucinación y que no existía ni la más remota posibilidad de que le ofrecieran un cargo importante? Estaba menos capacitado para tratar con el obrero británico de lo que lo había estado al empezar a codearse con él, y el viejo Crook no había cometido una equivocación en su vida, al menos en el manejo de las herramientas. Las respuestas de Hyacinth eran escasas y mecánicas, y en ese momento no se molestó más en dar a entender que compartía las ideas de su amigo.

—Usted tiene noticias… usted tiene noticias sobre mí —dijo de repente a Schinkel—. No le gusta, no le gusta tener que dármelas y ha venido a hablar con nuestros amigos para ver si podían ayudarle. Pero no creo que vayan a ayudarle mucho, ¡pobrecillos! ¿Por qué se preocupa? No debía preocuparse más de lo que me preocupo yo. Ésa no es forma de hacerlo.

Qu’est-ce quil dit, quest-ce quil dit, le pauvre chéri? —preguntó madame Poupin muy nerviosa, mientras que Schinkel miraba fijamente a su marido como para pedirle algún sabio consejo.

—Hijo mío, vous vous faites des idées! —exclamó el francés, que volvió a poner una mano acariciadora sobre el joven.

Pero Hyacinth empujó la silla y se levantó:

—Si tienen algo que decirme es una crueldad dejármelo ver como lo han hecho, y no aclarármelo.

—¿Por qué voy a tener algo que decirle? —preguntó Schinkel, casi con un gemido.

—No lo sé, pero creo que lo tiene. Yo comprendo las cosas, las adivino en seguida. Ése es siempre mi modo de ser, y ahora lo es mucho más que nunca.

—Lo hace realmente; es maravilloso —concedió Schinkel tímidamente.

—Señor Schinkel, ¿quiere hacerme el favor de marcharse, adonde sea, pero fuera de esta casa? —preguntó madame Poupin en francés.

—Sí, eso sería lo mejor, y yo me iré con usted —dijo Hyacinth.

—Creo que si te retirases, hijo mío, nos harías un gran favor —intervino Poupin, como si disculpara su mal humor—. ¿No vas a hacernos justicia creyendo que puedes dejar tus asuntos en nuestras manos?

Hyacinth discutía con toda seriedad; estaba ya convencido de que Schinkel tenía algún mensaje para él, y la curiosidad por saber de qué se trataba le resultaba insoportable:

—Estoy sorprendido ante su debilidad —le dijo a Poupin con la mayor severidad posible.

El francés le miró, y luego se agarró a su cuello:

—Eres sublime, amigo mío, eres verdaderamente sublime.

—¿Quiere tener la bondad de decirme qué piensa hacer con ese chico? —preguntó madame Poupin, sin apartar los ojos de Schinkel.

—No tiene nada que ver con usted, señora —contestó Hyacinth, al tiempo que se separaba de Poupin—. Schinkel, me gustaría que se viniera usted conmigo.

Calmons-nous, entendons-nous, expliquons-nous. La situación es muy sencilla —continuó Poupin.

—Iré con usted si eso le complace —dijo Schinkel con mucha amabilidad.

—Entonces tendrá que darme primero la carta, la sellada —dijo madame Poupin, erguida, y dirigiéndose a Schinkel.

—¡Esposa mía, eres bien sotte! —rugió Poupin, que levantó las manos, se encogió de hombros y dio media vuelta.

—Puedo ser lo que se te antoje, pero no voy a tomar parte en esto, no, ¡no lo quiera Dios, no voy a hacerlo! —declaró la buena mujer, que se puso delante de Schinkel para impedir que se marchara.

—Si tiene una carta para mí debiera dármela, ¡maldita sea! —dijo Hyacinth a Schinkel—. No tiene derecho a dársela a nadie más.

—Se la llevaré a su casa —contestó Schinkel con un guiño vano, que parecía indicar cómo había que tratar a madame Poupin.

—¡Ah, a su casa… soy yo la que irá a su casa! —gritó la señora—. Te miro, te he mirado siempre como si fueras mi hijo —añadió dirigiéndose a Hyacinth—, y si ésta no es ocasión para una madre…

—Es usted quien está convirtiéndola en una ocasión. Yo no sé de qué habla —dijo Hyacinth.

Había estado consultando la cara de Schinkel, y creía ver en ella una súplica extraña y convulsa, pero sincera, de que confiase en él.

—Los he trastornado, y creo que lo mejor que puedo hacer es marcharme.

Poupin había vuelto a acercarse; tomó al joven por el brazo, como para impedir que se marchara antes de comprender que estaba equivocado:

—¿Cómo es posible que te importe cuando sabes que todo ha cambiado?

—¿Qué quiere decir con que todo ha cambiado?

—Tus opiniones, tus simpatías, tu actitud. Yo no lo apruebo, je le constate. Le has retirado tu confianza al pueblo; has dicho cosas, en ese mismo sitio en que estás ahora, que nos han causado mucha pena a mi mujer y a mí.

—Si no te quisiéramos, diríamos que nos has traicionado de la forma más insensata —corroboró en seguida la mujer.

—No los traicionaré nunca de una forma insensata —sonrió Hyacinth con cierta desgana.

—No vas a entregarnos, eso es lo que quieres decir. Pero no tienes derecho a hacer algo por el pueblo cuando has dejado de creer en el pueblo. Il feut être conséquent, nom de Dieu! —añadió Poupin.

—Tienes que abandonar toda idea de actuar por mí, je ne permets pas ça! —intervino su mujer, grandilocuente.

—La cosa probablemente no tiene importancia… unas palabras nada más —sugirió Schinkel para suavizar la situación.

—Te repudiamos, te negamos, te denunciamos —gritó Poupin con soberbio acaloramiento.

—Amigos míos, son ustedes los que han perdido la cabeza, no yo —dijo Hyacinth—. Les agradezco mucho su solicitud, pero la inconsecuencia es suya. En cualquier caso, buenas noches.

Se había separado de ellos y estaba a punto de salir de la habitación cuando madame Poupin se abalanzó sobre él, lo mismo que había hecho su marido un momento antes, sólo que en silencio y con gran apasionamiento y congoja. Dado que era una mujer fuerte y robusta, se apoderó de él y le apretó contra su generoso pecho, en un abrazo largo y mudo.

—No sé qué quieren que haga —dijo en cuanto pudo hablar—, lis a mí a quien corresponde juzgar mis convicciones.

—No queremos que hagas nada, porque sabemos que has cambiado —insistió Poupin—. ¿No es algo que salta a la vista en cuanto miras o abres la boca? Es sólo por eso, porque eso lo cambia todo.

—¿Cambia acaso mi juramento? Hay cosas en las que uno no puede cambiar. Yo no prometí creer: prometí obedecer.

—Queremos que seas sincero eso es lo que importa —comentó Poupin, edificante—. Yo iré a verlos, haré que lo comprendan.

—¡Eso tenías que haberlo hecho antes! —exclamó su mujer.

—No sé de quién están hablando, pero no permito que nadie se entrometa en mis asuntos. —Hyacinth hablaba con vehemencia; la escena resultaba cruel para sus nervios, que no estaban en condiciones de soportarla.

—Cuando se trata de alguna cosa de Hoffendahl es mejor no entrometerse —comentó Schinkel muy serio.

—Y dígame usted, ¿quién es Hoffendahl y de dónde le viene la autoridad? —preguntó madame Poupin, que había comprendido el comentario—. ¿Quién le ha puesto por encima de todos nosotros y a ver si no vamos a tener que hacer otra cosa que arrastrarnos delante de él? Que se ocupe en sus asuntos y no se los cargue a muchachos inocentes, estén o no estén a favor o en contra de nosotros.

La protesta había ido tan lejos que Poupin se creyó obligado a recobrar la dignidad:

—No tiene más autoridad que la que nosotros le damos, pero sabes muy bien cómo le respetamos y también que es uno de los puros, ma bonne. Hyacinth puede hacer lo que quiera, eso lo sabe tan bien como yo. Sabe que no se le va a forzar ni con una pluma; sabe que, por mi parte, hace mucho que dejé de esperar nada de él.

—Desde luego no se le va a forzar —dijo Schinkel—. Es una cosa que se toma o se deja. Sólo que ellos llevan los libros.

Hyacinth estaba allí frente a los tres, con los ojos fijos en el suelo:

—Claro que puedo hacer lo que quiera, y lo que quiero es lo que haré. Aparte de eso, ¿de qué estamos hablando con tanta excitación? No tengo avisos, no tengo señal ni orden alguna. Cuando reciba la llamada tendremos tiempo de discutir. Que llegue o que no llegue, es asunto mío.

Ganz gewiss, no es asunto suyo —dijo Schinkel.

—No puedo comprender por qué el señor Paul no ha hecho nada durante todo este tiempo, sabiendo que ahora todo es distinto —comentó madame Poupin.

—Sí, hijo mío, no comprendo a nuestro amigo —añadió su marido, mirando a Hyacinth con desconfianza.

—No es asunto suyo ni tampoco nuestro, no es asunto de nadie —opinó nervioso Schinkel.

—Muniment va derecho; lo mejor que pueden hacer es imitarle —dijo Hyacinth, tratando de rodear a Poupin, que se había colocado delante de la puerta.

—Prométeme sólo una cosa: no hacer nada antes de haberme visto a mí —le rogó el francés.

—Pobre amigo mío, es usted un hombre muy débil.

Y Hyacinth, a pesar de su oposición, salió.

—¡Muy bien, si estás con nosotros es todo lo que deseaba yo saber! —le oyó gritar desde lo alto de la escalera, con una voz muy distinta, un tono de súbita y extravagante fortaleza.