XXII

Hyacinth se levantó temprano, operación que le costó muy poco esfuerzo, pues apenas había pegado el ojo en toda la noche. Lo que vio desde la ventana le hizo vestirse todo lo de prisa que fuera posible a un joven que deseaba más que nunca que su aspecto no despertara extrañas ideas sobre él: un viejo jardín, con parterres que formaban curiosas figuras, y pequeños trozos de pradera que, a sus ojos de cockney, parecían fantásticamente verdes. En un extremo del jardín se alzaba un parapeto cubierto de musgo, que daba sobre un canal, foso o viejo estanque (no sabía cómo llamarlo), y desde donde se veía una gran parte del cuerpo principal de la casa —la habitación de Hyacinth pertenecía a una de las alas de atrás—, que tenía un hermoso color gris en las partes que no cubrían la hiedra u otras plantas trepadoras, y que resultaba desde dondequiera que se mirara un verdadero cuadro; con su empinado tejado rojizo, cortado por enormes chimeneas y caprichosos tragaluces, y con toda suerte de ventanas de distintas formas, además de muchos parches y salientes, y con una protuberancia arquitectónica especialmente fascinante, en la que estaba alojado un reloj, un reloj dorado y cubierto de adornos, pero con muchas huellas del paso del tiempo y de las inclemencias atmosféricas. No había estado nunca en el campo —en el verdadero campo, como él lo llamaba, el campo que no era sólo la franja que rodeaba Londres—, y por la abierta ventana entró el aliento de un mundo fabulosamente nuevo y, después de las horas febriles que había vivido, indeciblemente fresco, una sensación de aire suave y lleno de sol, mezclado con toda suerte de olores, todos ellos puros y agradables, y un silencio musical, formado sobre todo por el canto de los pájaros. Cerca, lejos, y en todas partes, había grandes árboles quietos, y todas las cosas que alegraban sus ojos no eran más que una parte de otros espacios más grandes y de un paisaje mucho más complicado. Un mundo entero se abría ante él: estaba esperándole bajo su ventana, cubierto de rocío, y tenía que bajar y tomar posesión de todo lo que pudiera.

Al llegar el día anterior, a las diez de la noche, sólo había tenido la impresión de atravesar un parque larguísimo después de haber cruzado una verja; del ruido de las ruedas del coche sobre la grava, de una serie de ventanas iluminadas, que sugerían un ambiente acogedor, y una fachada borrosa, que hacía un gran efecto a la luz de las estrellas. Fue un alivio para él que le dijeran que la princesa, debido a lo avanzado de la hora, le rogaba que la excusase hasta el día siguiente: el retraso le permitiría serenarse y ver un poco dónde estaba. Esta última oportunidad se le ofreció por primera vez al sentarse a cenar, en una sala grande y de techos altos, y con el criado que había conocido en South Street, colocado detrás de su silla. No se había preocupado de pensar cómo iban a tratarle: no tenía ni idea de si se hacían envidiosas distinciones en una casa de campo o si se marcaban las diferencias. En cualquier caso, estaba más que contento de la acogida, y cada vez más excitado ante ella. La cena fue escogida —aunque tenía los otros sentidos tan despiertos que se le quitó el hambre, y comió, como si dijéramos, sin haber comido—, y el autómata que tenía detrás le llenó el vaso de una bebida que le recordaba algunas estrofas de Keats en la Oda a un ruiseñor. Pensaba si podría escuchar a un ruiseñor en Medley (no estaba muy seguro de la época en que cantaba el pajarito), y también si el criado le hablaría, si sabría algo de él o sospecharía quién y qué era; cosa que, después de todo, no había razón para que supiera, a no ser por el escaso equipaje que llevaba el visitante de Lomax Place. Pero el señor Withers (ése era el nombre que le había oído al cochero), no dio más muestra de sociabilidad que preguntarle a qué hora quería que le llamasen por la mañana; a lo que contestó que prefería que no le llamaran a ninguna, que se levantaría él solo. El criado respondió: «Muy bien, señor», mientras Hyacinth pensaba que debía de tenerle asombrado y hasta consideraba para sus adentros si no sería mejor darle alguna pista, como precaución ante el posible descubrimiento de su identidad en circunstancias menos favorables. El objeto de semejante diplomacia era no verse agobiado por atenciones que no tenía costumbre de recibir; pero el propósito quedó en nada, por la sencilla razón de que antes de empezar a hablar se encontró con que le gustaba todo lo que había temido. Su intención de rechazar los servicios desapareció, se había dado cuenta de que no existía ninguno que le importara perderse o para el que no estuviera preparado. Creía que probablemente le había dado las gracias demasiadas veces al señor Withers, pero eso era algo que no podía evitar, una tendencia irresistible y un error que sin duda alguna volvería a cometer.

Había dormido en una cama tan perfectamente calculada para asegurar el descanso que le debía en cierto modo el no acabar de encontrarse a gusto, y en un cuarto grande, de techos altos, y con unos espejos tan largos que, aun después de apagada la luz, seguían lanzando destellos espectrales. Colgados de las paredes había muchos dibujos y grabados antiguos, que él, quizá sin motivo, creía de gran mérito. Se levantó varias veces por la noche, encendió la palmatoria y se dedicó a mirarlos. Se miró también en uno de los espejos, y en aquel sitio en el que todo estaba hecho en tan gran escala vio más claro que nunca que el hijo de mademoiselle Vivier no tenía dimensión social alguna, y era una persona a la que apenas podía distinguirse. Al bajar la escalera se encontró con varias criadas que llevaban escobas y trapos del polvo o las vio a través de las puertas abiertas, arrodilladas delante de las chimeneas; y le parecía que le miraban con más descaro que si hubiera sido uno de los huéspedes habituales. Esas ideas dejaron de preocuparle en cuanto salió y empezó a vagar por el parque, por donde al principio fue caminando sin rumbo, y luego en círculos cada vez más estrechos y más próximos a la casa. Estuvo andando una hora, extasiado y casi sin aliento, tocando al pasar el rocío de los helechos y los setos del jardín, disfrutando la fragancia del aire y parándose en todas partes, transportado al encontrarse con alguna exquisita impresión. Todo su paseo estuvo poblado de encuentros: se había pasado la vida soñando con un sitio y unas cosas así, con una mañana y una oportunidad semejantes. Era a fines de abril y todo estaba fresco y lleno de vida; los grandes árboles eran una confusión de brotes en el aire matutino. Dio varias vueltas alrededor de la casa, fijándose en todo y apreciando cada detalle, disfrutando del conjunto y con miedo de que la princesa le mirara desde alguna ventana y no le pareciera bien lo que hacía. La casa no era suya, la había alquilado sólo por tres meses, y podía no halagarle a su principesco orgullo que le asombrara tanto. Había algo en la forma de alzarse sus muros grises sobre la verde hierba que le llevó lágrimas a los ojos; el espectáculo de algo que duraba mucho tiempo sin ir acompañado de la enfermedad o la pobreza era una cosa nueva para él; había vivido entre gentes para quienes la vejez significaba casi siempre una supervivencia a regañadientes. Medley aguantaba el paso del tiempo con una serenidad que era un éxito, una acumulación de dignidad y honor.

Un criado salió a buscarle al jardín para decirle que el desayuno estaba servido. No se le había ocurrido pensar en el desayuno, y al volver hacia la casa, escoltado por aquel misterioso sirviente, el ofrecimiento le parecía un regalo extravagante y gratuito, algo inesperado y romántico. Vio que tenía que desayunarse solo, y no hizo ninguna pregunta; pero, al terminar, apareció el criado para decirle que la princesa le vería después del almuerzo y que deseaba supiera que podía disponer de la biblioteca. Lo de «después del almuerzo» le parecía que retrasaba mucho el momento motivo de su venida, y le asombraba bastante que le invitara a estar con ella desde el sábado por la noche al domingo por la mañana, para pasar la mayor parte del tiempo sin verse. Pero no lo tomó a mal ni se impacientó: las impresiones que había acumulado eran ya una recompensa en sí mismas y, además, ¿qué mejor cosa podía hacer en una casa como aquella que esperar a una señora maravillosa? El señor Withers le condujo a la biblioteca, y le dejó allí en medio, asombrado ante los tesoros que había. Era una habitación muy grande y antigua de color castaño —el techo mismo era de ese color, aunque tenía algunas figuras ligeramente doradas—, en la que hileras e hileras de lomos con hermosas letras parecían llamarle a uno. Un fuego de leña chisporroteaba en la gran chimenea, y había unos entrantes profundos con asientos junto a las ventanas, y unos sillones como no había visto en su vida, lujosos, tapizados de cuero, y con un atril para sostener el libro; y una enorme mesa al lado de una de las ventanas, con un surtido completo de papel, plumas, tinteros, secantes, sellos, estampillas, palmatorias, pisapapeles, rollos de cordel y cortaplumas. No había imaginado nunca que la correspondencia pidiera tantos accesorios y, antes de apartarse de la mesa, escribió una tarjeta a Millicent con más esmero que nunca —su letra era muy cuidada, pero al mismo tiempo suelta y bonita—, y más que nada por el gusto de ver el membrete «Medley Hall» grabado en rojo y que parecía heráldico. En una hora había pasado revista a toda la colección, había sacado casi todos los libros, con ganas de tenerlos una semana, y había vuelto a meterlos en cuanto sus ojos se fijaban en el siguiente, todavía más tentador. Había encontrado algunas encuadernaciones raras y sacado algunos indicios que se consideraba muy capaz de aprovechar. De momento, pensaba que la felicidad sería encerrarse dos o tres meses entre los tesoros de Medley. Se olvidó del mundo exterior, y la mañana —el hermoso domingo de primavera— se desvaneció para él mientras andaba por allí.

Estaba en lo alto de una escalera cuando oyó una voz que decía:

—Temo que haya mucho polvo; en esta casa, ¿sabe?, es el polvo de los siglos.

Miró hacia abajo y vio a madame Grandoni en medio de la habitación. Se dispuso a bajar en seguida a saludarla, pero ella exclamó:

—¡No se mueva, no se mueva si no tiene vértigo! Podemos hablar desde aquí. Sólo he venido para demostrarle que estamos en la casa y para decirle que tenga paciencia. Es probable que la princesa le vea dentro de unas horas.

—Eso espero —contestó desde su percha, más bien desalentado ante el «probable».

Natürlich, pero ha habido gente que ha venido y se ha marchado sin verla. Todo depende del humor que tenga.

—¿Quiere usted decir aunque haya mandado llamarlos?

—¿Quién puede saber si ha mandado llamarlos o no?

—Pero ya sabe usted que a mí sí que me mandó llamar —dijo Hyacinth mirando hacia abajo y asombrado del extraño efecto que producía la peluca de madame Grandoni a vista de pájaro.

—¡Sí, claro que mandó por usted, pobre muchacho! —La señora le miró sonriente, y se comunicaron un poco en silencio—. El capitán Sholto ha venido más de una vez de la misma manera y no ha salido mejor librado.

—¿El capitán Sholto? —repitió Hyacinth.

—La pura verdad, pero si hablamos a esta distancia tengo que cerrar la puerta.

Volvió a desandar el camino, mientras él la contemplaba, cerró la puerta, y avanzó hacia el centro de la biblioteca, con aire cansado, arrastrando los pies, como si los zapatos le estuvieran demasiado grandes. Hyacinth bajó de la escalera.

—Eso es lo que pasa. Es una capricciosa.

—No acabo de entender la forma en que habla de ella —dijo Hyacinth muy serio—. Parece su amiga, pero dice cosas que no le son favorables.

—Querido joven, le digo a ella cosas peores de las que digo a usted. Soy un poco bruta, sí, incluso con usted, con quien no hay duda que tendría que ser especialmente amable. Pero no soy falsa. Eso no lo tenemos los alemanes. Algún día me oirá. Soy amiga de la princesa, y no sería nada malo que no tuviera nunca otra peor. Pero también me gustaría ser amiga suya, ¿qué quiere que le haga? Quizá no sirva de nada. En todo caso, aquí está usted.

—Sí, aquí estoy —intentó sonreír Hyacinth.

—¿Y cuánto tiempo se quedará? Perdóneme si se lo pregunto; forma parte de mi brusquedad.

—Hasta mañana por la mañana. Debo estar en el trabajo a mediodía.

—Eso está muy bien. ¿No recuerda que la otra vez le dije que se mantuviera fiel?

—Sí, fue un consejo muy bueno. Pero yo creo que exagera los peligros que corro.

—Tanto mejor —dijo madame Grandoni—; aunque ahora que le miro bien, empiezo a ponerlo en duda. Veo que es uno de esos tipos que gustan a las mujeres. Puedo asegurarlo… Me gusta a mí también. A mi edad —ciento veinte años— creo que puedo decirlo, ¿no? Pero si la princesa dijera lo mismo sería otra cosa; recuerde que cualquier lisonja que salga de sus labios resultaría mucho menos discreta. Pero quizá no tenga ocasión de hacerlo; a lo mejor no vuelve a venir. Hay quien ha venido una sola vez. Vedremo bene. Debo decirle que no estoy en modo alguno en contra de que un joven se tome unas vacaciones, una pequeña expansión de cuando en cuando. —Madame Grandoni continuó en un tono discursivo, confidencial y algo desconectado—: En Roma se la toman cada cinco días; no cabe duda que es demasiado. En Alemania con menos frecuencia. En este país, pues no sé qué decirle, siempre que suponga un esfuerzo: ¡el domingo inglés es tan difícil! En todo caso, para usted ésta tiene que haber resultado muy bonita. Que lo pase bien y que se encuentre a gusto pero ¡vuelva a casa mañana!

Y con estas palabras madame Grandoni se encaminó hacia la puerta, mientras él iba también para abrírsela.

—Puedo decirlo porque no es mi casa. Estoy aquí igual que usted. Y algunas veces también pienso en marcharme al día siguiente.

—Me imagino que no tendrá que ganarse la vida todos los días como yo. Para mí es bastante motivo —dijo Hyacinth.

Estaba parada en el umbral, y tenía clavados en él sus ojillos feos, amables y expresivos:

—Creo ser casi tan pobre como usted. Y en cambio, no tengo aspecto de noble. Pero lo soy —dijo la señora sacudiendo la peluca.

—¡Y yo no lo soy! —contestó Hyacinth con una gran sonrisa.

—Es preferible que no le suban a uno tanto como a nuestra amiga. Eso no da la felicidad.

—A uno mismo quizá no, ¡pero a los otros!

Desde el sitio donde estaban contempló el gran hall decorado con paneles de madera, que recibía luz de arriba y tenía un fresco borroso en el techo. Toda aquella grandeza le impresionó.

—¿Admira mucho todo lo que hay aquí, disfruta mucho viéndolo? —preguntó madame Grandoni.

—¡Mucho!, ¡mucho!

Se quedó mirándole un momento y dijo antes de marcharse:

Poverino!

Dos horas más tarde la princesa envió por él y fue conducido al piso de arriba a través de corredores con alfombras rojas y cuadros en las paredes e introducido en un salón grande y claro, que luego supo que ella usaba como gabinete. Había oído la música antes de llegar a la puerta, y estaba preparado para verla sentada al piano, ya que no para ver que seguía tocando después de llegar él. Volvió la cabeza hacia la puerta y le sonrió sin levantar las manos del teclado, mientras el criado, como si acabara de llegar, anunciaba en voz alta su nombre. La habitación estaba en una esquina de la casa, recibía la luz por los dos lados y era grande y soleada; estaba tapizada con una seda alegre y clara, y amueblada con toda suerte de sofás, asientos más pequeños y mesitas, muchas de ellas con grandes jarrones de flores recién cortadas. Por todas partes se veían libros, periódicos, revistas y fotografías de celebridades que habían estampado su firma, y daba la impresión de ser un sitio donde se vivía con lujo y sin trabajar demasiado. Hyacinth estaba allí de pie, sin decidirse a avanzar, y la princesa, que seguía tocando y sonriendo, le hizo señas para que se sentara junto al piano:

—Siéntese ahí y escuche.

Hizo lo que le indicaba, y ella continuó tocando un buen rato sin mirarle. Eso le daba mayor libertad para contemplarla, al tiempo que con los ojos recorría la habitación, un poco ausente, pero con una expresión de felicidad, como perdido en la música, apaciguado y mecido por ella. Una ventana que había junto a ella estaba medio abierta, y la claridad del día y todo el olor de la primavera se difundían y daban alegría y pureza al ambiente. Encontraba a la princesa extraordinariamente joven y guapa, tenía un aire tan esbelto y sencillo, y al mismo tiempo tan amistoso, a pesar de no haber dejado de tocar y no haberle ofrecido la mano, que acabó por recostarse en el asiento con la sensación de que todo su malestar y su tensión nerviosa estaban desapareciendo y que podía confiar en su amabilidad, en aquella manera tan original y espontánea en que parecía tratarle siempre. Esa peculiar manera, mitad consideración, mitad camaradería, le parecía dictada por tan sabia y amable intención. Siguió tocando con el mismo sentimiento, una pieza tras otra; no había escuchado nunca una música ni un talento semejantes. Dos o tres veces volvió los ojos hacia él, y en esos momentos brillaba en ellos aquella expresión que era la esencia de su belleza; una luz entremezclada que parecía pertenecer a un eterno verano, pero que sugería otras estaciones ya pasadas, una experiencia que era sólo una exquisita memoria. Le preguntó si le gustaba la música, y luego añadió riendo que debía haberse asegurado antes, mientras él contestaba —ya se lo había dicho en South Street, pero parecía haberlo olvidado— que era aficionadísimo a ella.

Hyacinth poseía en alto grado el sentido de lo que era la belleza en las mujeres; era una facultad que le llevaba a apreciar, hasta el punto de adorarlas, todas las virtudes de ese poder y las profundidades de semejante misterio; la delicadeza de los rasgos, cada detalle y cada matiz que pudiera contribuir al encanto. Por eso, aunque no hubiera sabido apreciar la armonía que el genio de la princesa arrancaba a su instrumento, su situación no habría carecido de interés al tener ocasión de contemplar su admirable silueta y movimientos, la forma noble de la cabeza, las glorias acumuladas en el pelo, y la frescura como de flor que no necesitaba tener miedo de la luz. Estaba vestida en tonos claros y con tanta sencillez como una niña. Antes de dejar de tocar, le preguntó qué le gustaría hacer por la tarde: ¿podía poner alguna objeción a dar un paseo en coche con ella? Era muy probable que le gustara ver el campo. No pareció esperar su respuesta, ahogada por el sonido del piano, pero si la hubiera oído no le habrían quedado dudas sobre lo que deseaba. Siguió contemplando la cornisa de la habitación durante un rato, mientras sus manos se movían de un lado a otro; luego, de repente, dejó de tocar, se levantó y se acercó a él:

—Probablemente no le daré más la lata. Ya conoce lo peor. ¿Quiere hacer el favor de cerrar el piano?

Hyacinth hizo lo que se le pedía, y ella fue hacia el otro lado de la habitación y se sentó en una butaca. Al acercarse él, dijo:

—¿Es verdad que no ha visto nunca un parque ni un jardín ni ninguna de las bellezas de la naturaleza y todas esas cosas?

La alusión se refería a algo que él había comentado en su carta, cuando contestó a la nota en que ella le proponía ir a Medley y, después de asegurarle que era verdad, la princesa exclamó:

—¡Cuánto me alegro, cuánto me alegro! Jamás he podido enseñar a nadie una cosa nueva, y siempre he pensado que me encantaría hacerlo, sobre todo a una persona sensible. Entonces, ¿irá a dar un paseo conmigo?

Hablaba como si se tratara de un gran favor.

Aquel fue el principio de la relación —tan extraña si se consideran sus respectivas situaciones— que había venido a disfrutar a Medley y que había de pasar por fases bastante singulares. La princesa tenía una propensión extraordinaria a dar las cosas por sentadas, a ignorar las dificultades y a suponer que sus preferencias habían de traducirse en hechos. Después de estar diez minutos más con su invitado —tiempo que se pasó principalmente entre exclamaciones de alegría al ver que había visto tan poco de lo que era la esencia de Medley (dónde querría que lo hubiera visto, se preguntaba él)—; después de haber descansado un poco de sus esfuerzos al piano, propuso que salieran al jardín. Ella andaba muchísimo —dijo—, le convenía andar. Tenía que dejarle solo un momento; le dio el último numero de la Revue des Deux Mondes para que se entretuviera, y le dijo que se fijara sobre todo en un cuento de Octave Feuillet porque tenía curiosidad por saber lo que opinaba. Reapareció poco después con un sombrero oscuro y una sombrilla, llevando unos guantes frescos y sueltos, y dándole al chico la impresión de que era la heroína de la narración de Feuillet que había estado leyendo. Al bajar la escalera se acordó de que todavía no le había enseñado la casa y que podría divertirle hacerlo; dio media vuelta y le llevó por todas partes, arriba y abajo, hasta a la gran cocina anticuada, donde encontraron a un hombre bajito y colorado, que llevaba chaqueta, delantal y gorro blanco (adorno que se quitó para saludar al encuadernador), a quien la princesa hablaba en italiano, lengua que Hyacinth entendía lo suficiente para darse cuenta de que hablaba al cocinero en segunda persona del singular, como si fuera un servidor de la época feudal. Recordó que era así como los tres mosqueteros trataban a sus criados.

La princesa explicó que el caballero del gorro blanco era una criatura encantadora (no podía soportar a los criados ingleses, aunque se veía obligada a tener dos o tres) y que le hacía gran cantidad de risottos y polentas, porque ella tenía el paladar de una campesina italiana. Le enseñó todas las cosas: el extraño rincón que había sido en otros tiempos capilla; la escalera secreta utilizada durante la persecución de los católicos (los dueños de Medley, al igual que la princesa, profesaban el antiguo credo); la galería de los músicos, situada sobre el hall; la sala de los tapices, que la gente acudía a ver desde muy lejos, y el cuarto encantado (había quien los confundía, pero eran distintos) en que algunas veces aparecía una horrible figura, un fantasma enano con una cabeza enorme, que era el espectro de un hermano mayor desposeído de la herencia hacía muchos años, y al que habían quitado de en medio no sabía cómo, después de hacerle pasar por idiota. La princesa ofreció a su visitante el privilegio de dormir en esa habitación, aunque confesó que ella no entraría allí sola por nada del mundo; era una persona de pocas luces, consumida por miserables supersticiones:

—No sé si soy una persona religiosa o si en el caso de que lo fuera mi religión sería supersticiosa, pero en lo que realmente creo es en mis supersticiones.

Le hizo pasar por el salón muy de prisa, dijo que volverían a verlo y que era más bien soso —los salones de las casas inglesas de campo siempre eran una estupidez—, pero si le divertía podía estar allí después de cenar. Madame Grandoni y ella solían quedarse en el piso de arriba, pero estaban dispuestas a hacer lo que fuera con tal que se encontrase a gusto.

Al fin salieron de la casa y mientras iban andando, para justificarse y no ser acusada de extravagante, le explicó que aunque pareciera un disparate haber cogido una casa tan grande para dos apacibles mujeres, no era en modo alguno lo que ella habría preferido y que además era mucho más barata de lo que probablemente se imaginaba; no la habría cogido nunca de no ser barata. Debía parecerle absurdo que una mujer se asociara a la sublevación de los pobres y, en cambio, viviera en un palacio, una casa con cuarenta o cincuenta habitaciones. Ésa fue una de las dos únicas alusiones que hizo a su interés por la «causa», pero resultó muy oportuna, porque Hyacinth ya había pensado que la cosa era bastante anormal. No se le había quitado de la cabeza en todo el día; contribuía grandemente a fortalecer su sentido de lo tragicómico pensar que la princesa se había retirado a un paraíso privado para resolver el problema de los suburbios. Por eso la escuchaba con gran atención mientras ella aclaraba que sólo había contratado la casa por tres meses, pues quería descansar después de haber pasado un invierno de tantas visitas y vida en público (como se la pasaban los ingleses tras de tanto hablar de su veneración por el home) y que no le apetecía volver a Londres tan pronto; aunque tenía que confesar que conservaba la casa de South Street, porque se le había ocurrido de repente que era mejor conservarla que tener que sacar sus cosas. Uno tenía que guardarlas en algún sitio y, después de todo, ¿por qué no iba a ser aquél un dépôt como otro cualquiera? Medley no era lo que ella habría escogido de haber podido decidir por sí misma, pero no había podido hacerlo, no podía hacerlo nunca; eran los propietarios los que la habían embarcado, se los había encontrado en algún sitio y habían estado dándole coba, convenciéndola de que podía alquilarla casi por nada, por no más de lo que iba a pagar por el cottage, con enredadera de madreselva, o por la casita del vicario con su cenador y su clemátide, que eran realmente lo que ella había estado buscando. Además, era una de esas mansiones viejas y mohosas, que están siempre muy lejos de la ciudad y es muy difícil alquilarlas; y encima era una verdadera desgracia de casa, sin ninguna comodidad. Hyacinth, para quien las tres horas de tren habían sido una sucesión de felices sobresaltos y que no se había dado cuenta de que su situación geográfica fuera tan remota, preguntó a la princesa qué quería decir con la palabra «desgracia». Ella contestó que se caía a pedazos, que era algo imposible en todos los aspectos y estaba llena de fantasmas y de malos olores.

—Ésa fue la única razón de que la alquilara. No quiero que crea que vivo entre toda clase de lujos o que tiro el dinero. ¡No, no!

A Hyacinth le era imposible calcular la importancia que su opinión pudiera tener para ella, y veía que aunque le juzgaba un ser todavía virgen, cuya naïvete le divertía, tenía también el capricho de tratarle como a un viejo amigo, una persona con quien tuviera costumbre de comentar sus dificultades. Su actuación en el papel que había decidido representar era perfecta, y todo quedaba clarísimo para él, salvo el motivo que la llevaba a representarlo.

Uno de los jardines de Medley le entusiasmó más que los otros; estaba cerrado por altos muros de ladrillo, y en las partes más soleadas se cultivaban albaricoques y ciruelas; tenía unos caminos estrechos bordeados con flores caseras y pasadas de moda, que encerraban inmensos cuadros con árboles frutales y en donde olía a menta y lavándula. Por la parte sur daba sobre un pequeño canal ya en desuso, y se había levantado allí un dique de tierra alto que era también muy largo y ancho y estaba cubierto de hierba; de forma que la parte de arriba que daba sobre el canal formaba una magnífica terraza y era un sitio estupendo para pasear por él con un acompañante en un día de verano, y más aún por tener en ambos extremos un curioso pabellón, una especie de casita de té japonesa, que acababa de darle un aire de otros tiempos y era un lugar privado y de descanso, un refugio contra el sol o el posible chaparrón. Uno de esos pabellones estaba dedicado a almacén de herramientas y macetas sobrantes, el otro estaba empapelado por dentro con un extraño papel chino que representaba siempre el mismo grupo de personas con cara de gatitos ciegos que tomaban el té sentadas en el suelo. Había también una vitrina desvencijada con incrustaciones, en la que se veían a través de cristales verdosos varias tazas y platos, además de un coco labrado y un par de ídolos exóticos. Sobre un sofá, no muy cómodo a pesar de sus cojines deslucidos que parecían un muestrario, había un estante con una hilera de novelas, novelas pasadas de moda y que ya no se publicaban, libros que no podían encontrarse más que allí. Encima de la chimenea había un recipiente con hojas de rosa secas mezcladas con alguna hierba aromática, y todo el lugar daba la impresión de humedad.

Hyacinth estuvo paseando por la terraza con la princesa hasta que ella se dio cuenta de que no había tomado nada. Él aseguró que eso era lo que menos le preocupaba, pero ella dijo que no le había llevado hasta Medley para matarle de hambre, y que tenía que volver y alimentarse. Volvieron, pero dando un gran rodeo por el parque, de forma que pudieron hablar media hora más. Ella le dijo que se desayunaba a las doce, como en el extranjero, y tomaba té por la tarde; como él tenía mucho de extranjero, quizá lo prefiriera también, y en ese caso podían desayunarse juntos por la mañana. Podían llevarle café o lo que quisiera a su habitación cuando se despertara. Cuando Hyacinth se recobró del susto que le produjo la noticia —se imaginaba a un criado disponiendo un servicio de plata junto a su cama—, dijo que realmente, en lo tocante a la mañana, lo que tenía que hacer era volver a Londres. Había un tren a las nueve, y esperaba que no le importaría que lo cogiese. Le miró seria y cariñosa, como si tuviera que pensarlo mucho, y dijo después:

—¡Ah, sí! Me importa muchísimo. Mañana no, cualquier otro día.

Él no contestó, y la princesa se puso a hablar de otra cosa; pero su respuesta había sido privada y consistía en pensar que tenía que marcharse de Medley por la mañana, dijera lo que dijera. No podía quedarse, perdería el trabajo. Y además madame Grandoni lo creía muy importante; lo que la señora quería decir no estaba muy claro, pero no dejaba de impresionarle. Por otra parte, tenía que contar con la protesta de la princesa; comprendía que podía tomar otra forma que no fueran sólo las palabras que acababa de pronunciar y que sería para él un compromiso. Era menos solemne y menos explícita que madame Grandoni, pero había algo en su forma agradable de oponerse y en el tono en que mostraba su preferencia que parecía decirle que estaba a punto de perder su libertad, la libertad que había conseguido conservar (hasta el día en que la hipotecó con Hoffendahl) y que hasta cierto punto le había consolado de carecer de otras cosas. Eso le inquietaba; ¿qué iba a ser de él si tenía que añadir una servidumbre más a la que ya había echado sobre sus hombros al final de aquel largo y angustioso viaje bajo la lluvia, en el dormitorio de una casa que aún no sabía muy bien dónde paraba, y mientras Muniment, Poupin y Schinkel, muy pálidos los tres, escuchaban y aceptaban el juramento? Muniment, Poupin y Schinkel, ¡qué lejos se sentía de ellos en aquel momento, y qué poco tenía que ver con el chico que había hecho la peregrinación en el coche, y lo asombrados que iban a quedarse, al menos los dos últimos, si pudieran verle por un agujero y preguntarse en qué andaba metido!

Hyacinth también se lo preguntaba mientras la princesa hablaba de la gente y los sitios que había visto, las impresiones y conclusiones a que había llegado después de su primer encuentro. Su conversación no tocaba otros temas; parecía no querer aludir a las cosas que le concernían, y estaba sorprendido al ver que evitaba hablar de los suburbios y de los sacrificios que pensaba hacer. No nombraba a ninguno de sus amigos por su nombre, pero hablaba de su carácter, su casa, sus costumbres, dando siempre por sentado que Hyacinth podía seguirla. Por lo que podía comprender, se sentía edificado, pero tenía que confesarse que la mitad de las veces no sabía de qué hablaba. En cualquier caso, de haber sido él quien estaba con los duques —no llamaba duques a sus amigos, pero estaba seguro que pertenecían a esa especie—, habría logrado más satisfacciones. En conjunto, parecía juzgar a los ingleses con mucha severidad; considerar que tenían poco talento y todavía menos moralidad. «La gente no debería ser viciosa encima de ser pesada», decía; y Hyacinth le daba vueltas, pensando que no debía de haber comprendido aún el punto de vista de una persona para quien la aristocracia era una colección de pelmazos. Se había alegrado muchas veces de oírlos llamar sinvergüenzas, pero se sentía más bien desilusionado por la versión que de ellos daba la princesa. Comentó también que ella no tenía ninguna moralidad convencional —debía haberlo dicho antes—, pero que nunca la habían acusado de ser tonta. A lo mejor no se daba cuenta, pero muchos de los que tenían que ver con ella pensaban que era demasiado lista. La segunda alusión que hizo a sus ulteriores designios (los de Hyacinth y los suyos) fue cuando dijo:

—Decidí verla —seguía hablando de la sociedad inglesa— para comprobar por mí misma lo que es antes de que la hagamos volar por los aires. Y sigue siendo el antiguo régimen, toda la podredumbre y la extravagancia, plagados de toda suerte de iniquidades y abusos, sobre los que pasó la Revolución francesa como un torbellino; o quizá sea más bien la reproducción del mundo romano de la decadencia, gotoso, apoplético, depravado, atiborrado de riqueza y despojos, egoísmo y escepticismo, y esperando la llegada de los bárbaros. Usted y yo somos los bárbaros, ¿comprende?

La animadversión de la princesa resultaba más bien vaga y no le había obsequiado con ninguna anécdota —quizá tampoco la hubiera entendido— que traicionase la hospitalidad de que había disfrutado. No podía tratarle como si fuera un embajador. A modo de defensa de la aristocracia, él le dijo que no podía creer que todos fueran una caterva de sinvergüenzas (empleó esa expresión porque había dado a entender que le gustaba que hablara en el lenguaje del pueblo), sobre todo teniendo en cuenta que él conocía a uno de ellos —una señora de la nobleza— que era uno de los seres más puros, buenos y honrados que pudiera imaginarse. Al oírlo dejó de hablar, le miró y preguntó luego:

—¿A quién se refiere… una señora de la nobleza?

—No creo que haya ningún mal en decirlo. Lady Aurora Langrish.

—No la conozco. ¿Es agradable?

—A mí me gusta mucho.

—¿Es guapa, inteligente?

—No es guapa, pero no es nada corriente —dijo Hyacinth.

—¿Y cómo la ha conocido? —En vista de que vacilaba, añadió—: ¿Le encuadernó algún libro?

—No, la conocí en un sitio que se llama Audley Court.

—¿Dónde está eso?

—En Camberwell.

—¿Y quién vive allí?

—Una chica joven a la que había ido a visitar y que está imposibilitada.

—Y la señora de quien habla (¿cómo se llama; lady Lydia Languish?), ¿va a verla?

—Sí, muy a menudo.

La princesa, sin apartar los ojos de él, hizo una pausa:

—¿Quiere llevarme a mí allí?

—Con mucho gusto. La chica de que hablo es hermana del hombre —el que trabaja para una gran firma de productos farmacéuticos— del que a lo mejor recuerda que le hablé otra vez.

—Sí, sí que me acuerdo. Ése es uno de los primeros sitios a los que tenemos que ir. Lo siento, ¿sabe?

La princesa echó a andar, y Hyacinth preguntó qué era lo que sentía, pero ella no hizo caso de la pregunta y dijo en seguida:

—A lo mejor va a verle a él.

—¿Va a ver a quién?

—Al joven farmacéutico, al hermano —dijo ella muy seria.

—Es posible —contestó Hyacinth riendo.

La princesa dijo otra vez que lo sentía, y él intentó saber por qué, ¿porque lady Aurora fuera así? A lo que ella contestó:

—No, no es por eso, es por no ser yo la primera… (¿cómo los llama?), la primera señora de la nobleza que conoce.

—No veo qué diferencia pueda haber. No necesita tener miedo de no impresionarme.

—No estaba pensando en eso. Estaba pensando que a lo mejor no es tan inexperto como creí en un principio.

—Desde luego, no sé lo que pensó en un principio.

—No, claro, ¿cómo iba a saberlo? —suspiró la princesa de una manera bastante rara.