VI
Poco tiempo después, un día que estaba en el taller de encuadernación, su amigo Poupin no había acudido ni había mandado tampoco la explicación acostumbrada en caso de enfermedad o accidente doméstico. Había allí también dos o tres empleados cuya no aparición, que solía coincidir con el día siguiente a la paga, era preferible quedara sin explicar, ya que era sólo una muestra de debilidad moral; pero, por regla general, el establecimiento de mister Crookenden era un santuario de puntualidad y buenas costumbres. Eustache Poupin, menos que nadie, nunca acostumbraba a pedir un margen. Hyacinth sabía que no buscaba nunca favores, y ésa era una de las razones por las que tanto admiraba a aquel francés extraordinario, estoico ardiente, conspirador frío y exquisito artista, que era con mucho la persona más interesante que conocía y cuya conversación en el taller le hacía olvidar a veces el olor del cuero y la cola. ¡Su conversación! Hyacinth había disfrutado mucho de ella y, por la atención y el candor con que escuchaba, había hecho que el apasionado francés se encariñara con él. Poupin había ido a Inglaterra para evitar las represalias del gobierno de Thiers, después de los sucesos de la Comuna en 1871, y se había quedado allí a pesar de todas las amnistías y rehabilitaciones. Era un republicano al viejo estilo, de los de 1848, humanitario, idealista, partidario acérrimo de la fraternidad y la igualdad, y exasperado y sorprendido siempre al ver el poco entusiasmo que se sentía por ellas en la tierra de su exilio. Tenía derecho a la gratitud y la estimación de Hyacinth, porque había sido su parrain, su protector en el taller de encuadernación. Cuando mister Vetch encontró algo para el chico de miss Pynsent fue a través del francés, a quien había conocido casualmente, como pudo encontrarlo.
Cuando el chico tenía unos quince años, mister Vetch le había regalado los ensayos de lord Bacon, y la adquisición de aquel volumen trajo grandes consecuencias para Hyacinth. Anastasio Vetch era un hombre pobre, y el lujo de dar algo le estaba normalmente vedado, pero si lograba llegar a probarlo le gustaba que la sensación fuera pura. No había hombre que distinguiera mejor la diferencia entre lo vulgar y lo raro, o que fuera capaz de apreciar mejor un libro que se abría bien, que no tenía los márgenes mal cortados o la impresión poco clara. No habría regalado nunca a nadie un libro que no fuera así, aunque se tratara de un pobre diablillo a quien una modista de quinta fila (sabía que Pinnie era de quinta fila) había sacado del hospicio. Por eso, cuando llegó el momento de ponerle un ropaje nuevo al gran isabelino —un forro de tafilete discretamente dorado—, se fue derecho, con su pequeño volumen, un Pickering en tela, a mister Crookenden, a quien todo el que entendía algo del asunto tenía por el rey de los encuadernadores, aunque sabía también que su trabajo, muy limitado en cantidad, se hacía principalmente para un librero determinado y sólo a través de su agencia. Anastasio Vetch estaba decidido a no pagar la comisión del librero y, aunque pudiera ser espléndido (consigo mismo) a la hora de hacer un regalo, era capaz de aguantar lo que fuera por ahorrar seis peniques. Se encaminó al taller de mister Crookenden, que estaba situado en una vieja placita del Soho, y donde la proposición de tan menguado trabajo fue recibida al principio con una calma heladora. Mister Vetch, a pesar de todo, insistió, expuso con una franqueza irresistible las razones de su encargo: obtener la mejor encuadernación posible por la menor cantidad de dinero. Consiguió dar una idea tan viva y tan ejemplar de lo que él consideraba la mejor encuadernación posible, que el dueño del taller acabó por rendirse a esa simpatía desinteresada que en condiciones favorables se establece entre el artista y la persona entendida. El librito de mister Vetch se tomó como un servicio particular en honor de un señor excéntrico cuya visita había supuesto un intermedio jocoso (para los obreros que escuchaban) en la rutina del día; y cuando volvió tres semanas más tarde para ver cómo iba el trabajo, tuvo el gusto de comprobar que no sólo se habían seguido puntualmente sus instrucciones, sino que se habían mejorado. La habilidad y perfección con que se había hecho le llevó a preguntar a quién tenía que darle las gracias (le habían dicho que lo haría un solo hombre), y así fue cómo llegó a conocer al artesano más admirable del establecimiento, el incorruptible, el imaginativo, el infalible Eustache Poupin.
En respuesta a una apreciación de su trabajo que veía no era banal, monsieur Poupin dijo que tenía en casa una pequeña colección de pruebas hechas en tafilete, piel de Rusia y pergamino, ejemplares de fantasía que se había entretenido en hacer, por amor al arte, en sus horas de ocio, y que tendría mucho gusto en enseñárselos a su interlocutor, si éste le hacía el honor de acudir a su casa, en Lisson Grove. Mister Vetch tomó nota de la dirección y también, por amor al arte, se fue un domingo por la tarde a contemplar los esotéricos estudios del encuadernador. En aquella ocasión conoció a madame Poupin, una señora bajita y gorda, con un bigote erizado, gorrito blanco de ouvrière, un conocimiento del arte de su marido igual al suyo, y sólo tres palabras de inglés: «¿Usted, qué cree? ¿Usted, qué cree?», que introducía en la conversación sin dar muestras de fatiga. Descubrió también que su nueva amistad era un proscrito político y que miraba el inicuo montaje de la Iglesia y el Estado con ojos apenas más reverentes que los del propio violinista. Monsieur Poupin era un socialista agresivo, cosa que Anastasio Vetch no era, y un demócrata constructivo (en lugar de un mero escarnecedor de antiguallas), además de un teórico, un optimista, un colectivista, un perfeccionista y un visionario; creía que había de llegar el día en que todas las naciones de la tierra abolirían sus fronteras, ejércitos y aduanas, se darían un beso en ambas mejillas y cubrirían el globo de bulevares, que tendrían su centro en París, y en los que la familia humana se sentaría en pequeños grupos, según las afinidades de cada cual, y tomaría café (no té, par exemple!) mientras escuchaba la música de las esferas. Mister Vetch no imaginaba ni deseaba tampoco un Estado beatífico tan bien organizado; le gustaba su taza de té, y lo único que ansiaba era que la Constitución británica resultara en buena medida simplificada; consideraba que era un sistema excesivamente encarecido, pero, desde el punto de vista social, sus herejías iban codo a codo con las del pequeño encuadernador, y su amigo de Lisson Grove se transformó para él en el extranjero inteligente cuya conversación presta alas a nuestra cultura de pies de plomo. El celo humanitario de Poupin era tan ilimitado como escaso era su vocabulario inglés, y los nuevos amigos estaban de acuerdo lo suficiente, sin llegar a estarlo demasiado, para poder discutir, cosa que resultaba mucho mejor que una inefable armonía. El violinista volvió a Lisson Grove otras tardes de domingo y, como disfrutaba en su teatro, en su calidad de veterano y fiel servidor, de algún privilegio ocasional, tuvo ocasión de llevar un día un par de entradas de palco. Madame Poupin y su esposo pasaron una tarde tristísima en la comedia inglesa y no entendieron ni una palabra de lo que se decía, pero se consolaron fijando su atención en el arco que su amigo agitaba en la orquesta. Semejante contratiempo no bastó para detener el curso de una amistad en la que Amanda Pynsent llegó también a verse envuelta. Madame Poupin echaba de menos la sociedad femenina entre los fríos isleños, y mister Vetch propuso a su amiga de Lomax Place que fuera a visitarla. La modista, que no había conocido en toda su vida más francesa que la desgraciada Florentine (una muestra recomendable hasta que empezó a torcerse), acogió la idea con la esperanza de tomar algunas ideas de una señora cuya apariencia había de representar sin duda (como Florentine en un principio) el buen gusto de su nación; pero encontró en el encuadernador y su esposa una mezcla desconcertante de brillo y dejadez, y durante mucho tiempo se vio perseguida por el recuerdo del abominable estampado de la camisola de la señora, de sus exuberancias libres de corsé, y sus zapatillas de fieltro.
La amistad, a pesar de todo, quedó sellada tres meses más tarde, con una cena en Lisson Grove, un domingo por la noche, cena a la que mister Vetch llevó su violín, y en la que Amanda presentó a su hijo adoptivo, además de descubrir que si madame Poupin era incapaz de vestir a una francesa, sí sabía aderezar una oca para el día de San Miguel. La señora confesó al violinista que encontraba a miss Pynsent sumamente comme il faut… dans le genre anglais; ni Amanda ni Hyacinth habían asistido nunca a una velada tan espléndida. En el recuerdo del chico pasó a ocupar un lugar junto a la visita que años antes habían hecho al teatro de mister Vetch. Estaba absorto en los comentarios que intercambiaban el violinista y monsieur Poupin. Monsieur Poupin le enseñó sus encuadernaciones, los mejores trofeos de su arte, y Hyacinth tuvo la sensación de que en aquellos momentos estaban iniciándole en un fascinante misterio. Durante media hora anduvo manejando los libros; Anastasio Vetch le observaba sin hacer ningún comentario especial. Pero cuando, por vigésima vez, miss Pynsent consultó a su amigo sobre la «carrera» de Hyacinth —hablaba de ella como si tuviera dudas entre el servicio diplomático, el Ejército y la Iglesia—, el violinista respondió con rapidez:
—Hágale, si puede, lo que es el francés.
Al oír mencionar un trabajo artesano, la pobre Pinnie se ponía siempre muy solemne; pero cuando mister Vetch le preguntó si estaba preparada para mandar al chico a una de las universidades, a pagar la cuota estipulada para entrar en el despacho de un procurador o poder recomendarle a un director de banco o un príncipe del comercio, a proporcionarle siquiera una casa confortable mientras cortejaba a las musas y esperaba los laureles literarios, cuando le expuso, en fin, el caso con toda la lucidez irónica y cínica de que era capaz, ella se limitó a suspirar y a decir que todo lo que había podido ahorrar en su vida eran noventa libras que, como él sabía muy bien, iban a costarle su amistad para siempre jamás si las sacaba del banco. El violinista le había advertido, en forma que no dejaba lugar a dudas, que si se deshacía en favor del chico del único recurso que tenía para su vejez, él se lavaba las manos en todo lo que pudiera pasarle. Su medida de lo que representaba el éxito para Hyacinth era bastante vaga, salvo en un solo punto; ahí se mostraba apasionada y ferozmente firme: estaba decidida a que por nada del mundo entrara en una tienda pequeña. Prefería verle de albañil o de vendedor ambulante, antes que dedicado a la venta por menor, atando velas o dando el cambio de un chelín a través de un mostrador. Prefería, había llegado a decir, verle de aprendiz de zapatero o de sastre.
El dueño de la papelería de una calle cercana había puesto en el escaparate un anuncio en el que pedía un chico listo para recados y Pinnie, al enterarse, había llevado a Hyacinth. El tendero era un tipo bravucón, con un parche en el ojo, que consideraba que el chico estaba muy bien pagado con tres chelines a la semana: un verdadero desprecio, en opinión de la modista, a sus raras habilidades y conocimientos. La educación del chico había sido irregular, precaria, y sólo había tenido cierta continuidad durante sus primeros años, mientras estuvo al cuidado de una señora vieja que combinaba sus funciones de sacristana en una iglesia próxima con el manejo, en el mismo Place donde vivía con una hermana enfermera, de los pocos niños que se libraban de realizar tareas más urgentes en casa, cuidar a los hermanos pequeños o ir a buscar la cerveza. Más tarde Pinnie había pagado durante un año cinco chelines a la semana en una academia del elegante barrio de Islington, en la que había un «instructor de lenguas extranjeras», verdadera plataforma para la oratoria y la promoción social, pero que presentaba el inconveniente de que casi todos los compañeros de Hyacinth eran hijos de tratantes en artículos alimenticios —pastelerías, comestibles y pescaderías— y le hacían pasar la pena negra al llevar a la escuela, para consumo exclusivo o para cambiar y chalanear con los otros, toda clase de bollos, naranjas, pastas y animales marinos, que tenía que ver devorar, sin tomar parte nunca con las manos en los bolsillos vacíos y el corazón encogido al pensar en una casa tan poco sustanciosa como la suya. Miss Pynsent no pretendía que el chico estuviera muy educado en el sentido técnico de la palabra, pero creía que a los quince años había leído ya casi todos los libros del mundo. En realidad, los límites de sus lecturas coincidían con los de las ocasiones que había tenido. Mister Vetch, que, a medida que el chico iba siendo mayor hablaba cada vez más con él, lo sabía, y le prestaba todos los libros que tenía o podía conseguir. Su manía era leer, mientras que la falta de todo contacto directo con una librería representaba para él un duro choque con la realidad; el choque de que más podía lamentarse. Mister Vetch creía que era inteligente, y por eso le parecía una verdadera lástima que no pudiera seguir alguna vía liberal; pero le hubiera parecido mucho más lastimoso todavía que un chico, con aquella expresión en los ojos, se viera condenado a medir cintas o cortar lonchas de queso. Él no tenía influencia que poner en juego ni relación con el mundo del capital o el mercado del trabajo. Sólo tocaba tan poderosas instituciones en un pequeño punto, un punto que, por lo demás, tenía muy presente.
Cuando Pinnie le dijo al tendero de la esquina, una vez oídos los «términos» en que estaba dispuesto a recibir chicos para recados, que, gracias a Dios, no había caído todavía tan bajo, tan bajo como para esclavizar a su querido hijo por tres chelines a la semana, mister Vetch pensó que lo único que había hecho era dar una expresión más florida a sus propios sentimientos. Claro que si Hyacinth no empezaba por llevar paquetes, no podía esperar promocionarse y, después de pasar por la actividad más fina de atarlos, llegar a contable o gerente; pero tanto el violinista como su amiga —miss Pynsent realmente sólo en último extremo— se resignaban a perder esa oportunidad. Mister Vetch vio en seguida que un trabajo artesano bonito era mucho mejor que una «ocupación» vulgar y, cuando su amistad con Eustache Poupin había progresado mucho, preguntó un día al ferviente francés si no encontraría manera de cobijar al mozo bajo sus alas y meterle en el taller de mister Crookenden. No había sitio mejor para ponerle en contacto con la más elegante de las artes mecánicas, y entrar en un establecimiento semejante y de la mano de un artista así era dar un gran paso en la vida. Monsieur Poupin lo meditó, y comunicó por la noche sus meditaciones a la compañera que era una réplica de sus pensamientos y le entendía mejor de lo que pudiera entenderse él mismo. El matrimonio no tenía hijos, y los echaba en falta; conocía además, por habérsela oído a mister Vetch, la dolorosa historia de la venida al mundo del chico. Era uno de los desheredados, uno de los expropiados, uno de los realmente interesantes; y encima podía decirse que era uno de los suyos, un hijo de la inagotable Francia, un retoño de la raza sagrada. Aunque no sea uno de los puntos comprobados en esta veraz historia, hay razones poderosas para creer que aquella noche, en Lisson Grove, se derramaron muchas lágrimas sobre el pobre Hyacinth Robinson. Uno o dos días más tarde, madame Poupin dijo al violinista que llevaba varios años en el empleo de le vieux Crook; que durante todo ese tiempo le había hecho un trabajo que le hubiera costado bien du mal encontrar quien se lo hiciera, y que nunca había pedido una disculpa, un permiso, un favor o un aumento de sueldo. Era hora de que pidiera algo aunque sólo fuera por dignidad, y en favor de su pequeño amigo pensaba hacerlo. «La société lui doit bien cela», comentó cuando, después de haberse mostrado mister Crookenden más bien poco hospitalario, y una vez arregladas formalmente las cosas, mister Vetch le dio las gracias, sin afectación, bondadosa y tímidamente, a la manera inglesa. Se sintió paternal cuando Hyacinth empezó a ocupar un puesto en el maloliente taller del Soho; le protegió y le hizo su discípulo, el heredero de una gloriosa tradición, al mismo tiempo que descubría en él una inclinación hacia la verdad en la filosofía, el universo y el trabajo. Le enseñó el francés y el socialismo, le animó a pasar las tardes en Lisson Grove, le invitó a mirar a madame Poupin como a una segunda, o más bien tercera madre, y, en resumen, causó una profunda impresión en la mente del chico. Alentó y ayudó a manifestarse al galicismo latente en su naturaleza y, al cumplir los veinte años Hyacinth, que había asimilado completamente su influencia, le miraba con una mezcla de veneración y benévola ironía. Monsieur Poupin era la persona que le consolaba cuando se sentía desgraciado, y se sentía desgraciado con mucha frecuencia.
Era tan raro que faltara al trabajo, que Hyacinth, por la tarde y antes de volver a casa, fue a Lisson Grove para ver qué le ocurría. Encontró a su amigo en la cama con una cataplasma en el pecho, y a madame Poupin haciendo una tisane en la cocina. El francés tomaba su indisposición con solemnidad, pero resignadamente, como un hombre convencido de que toda enfermedad era debida a una organización imperfecta de la sociedad y estaba en la cama, tapado hasta los ojos y con un pañuelo rojo anudado en la cabeza. Sentado junto a la cama había otro visitante, un joven a quien Hyacinth no conocía. Hyacinth no había ido nunca a París, naturalmente, pero siempre suponía que el interieur de Lisson Grove daba una idea bastante aproximada de lo que era esa ciudad. Las dos habitaciones pequeñas que constituían su casa tenían gran número de espejos y de pequeños retratos (grabados antiguos) de héroes revolucionarios. La chimenea del dormitorio estaba cubierta por una tela roja que a Hyacinth le parecía algo extraordinario; el adorno principal del salón era un grupo de copas pequeñas y muy decoradas, puestas sobre una bandeja, y acompañadas de una serie de botellas y vasitos dorados, y todavía más pequeños, destinados a tomar café puro y licores. No había alfombras en el suelo, sino felpudos y esterillas de varias formas y tamaños a los pies de las sillas y el sofá; y en el cuarto de estar, junto a un maravilloso reloj imperio, coronado por una composición que representaba a la Virtud recibiendo una corona de laurel de manos de la Fe, madame Poupin, con ayuda de una pequeña estufa, un puñado de carbón vegetal y dos o tres sartenes, se las arreglaba para sacar adelante una gran cuisine. De las ventanas colgaban cortinillas de muselina blanca, muy encañonadas y pomposas, atadas con lazos rojos.