XXXVIII
Aquel invierno, Hyacinth tuvo mucho que hacer en sus ratos perdidos, por las noches, los días de fiesta y los momentos libres, poniéndose a trabajar en los libros que había prometido encuadernar en Medley con cubiertas que fueran dignas de la posición y el esplendor de la que era señora de su vida —tan brillantes atributos no se habían evaporado— y de la confianza y generosidad que le demostraba. Se había propuesto entregarle algo de verdadero valor, y le gustaba pensar que después de que él hubiera desaparecido los libros pasarían de mano en mano, como obras de arte, y que los entendidos se inclinarían sobre ellos y los manejarían con cuidado, entre murmullos y sonrisas. Su imaginación se despertó y le ofreció un centenar de ideas admirables, que se quedaba poniendo en ejecución hasta muy avanzada la noche. Empleó toda su habilidad, y su habilidad por entonces era ya muy grande. El viejo Crook tuvo que reconocerlo subiéndole el sueldo y, aunque entre las tradiciones del propietario del taller de Soho, que seguía llevando el mismo mandil que sus obreros, no estaba la de prodigar alabanzas, el chico supo por casualidad que varios de los libros que había hecho los había llevado a la casa de campo, donde figuraban en un estante con los tesoros de la familia, y eran exhibidos entre las amistades de los Crookenden que iban a tomar el té los domingos. El mismo Hyacinth fue incluido entre ellas en una gran ocasión: le invitaron a una reunión musical en la que conoció a media docena de señoritas Crookenden, y que pasó de pie en un rincón, detrás de una barrera de espaldas de señoras, y viendo cómo se turnaban al piano y al arpa tres o cuatro de las hijas de su patrón.
—En esta casa son terriblemente músicos —dijo una de las señoras a otra que tenía al lado; mas para Hyacinth, la impresión más clara de todo el recital de las señoritas Crookenden fue que era completamente distinto al de la princesa.
Sabía que era el único hombre del taller al que habían invitado, sin contar al encargado, que tenía sesenta años y llevaba peluca que revelaba por sí misma cierta posición social, además de ir acompañado de una mujercita furtiva y asustada que cerraba los ojos, como cegada por el resplandor, cuando la señora Crook le dirigía la palabra. Los Poupin no estaban allí, lo que no fue ninguna sorpresa para Hyacinth, sabedor de que, aunque los hubieran invitado, no habrían ido; tenían objeciones de principio ante la idea de poner los pies chez les bourgeois. No los habían invitado porque, a pesar del puesto que Eustache se había ganado con la prosperidad del negocio, había llegado a saberse que su mujer no acababa de ser su mujer, aunque tampoco fuera la de ningún otro; y la evidencia de esa irregularidad creía hallarse en el hecho de que jamás se la había visto más que con una camisola muy suelta. Se había temido que si iba a la villa no se presentaría con el debido número de corchetes y automáticos en el vestido, aunque Hyacinth, en dos o tres ocasiones, y especialmente la noche en que mister Vetch los llevó al teatro, había sido testigo de que podía reducir las proporciones de su figura cuando deseaba dar la impresión de que el lazo era legal.
Hyacinth no veía claro cómo había llegado a saberse en Soho la distinción que se había hecho con él, pero la verdad es que no despertó ninguna envidia, ya que Grugan, Roker y Hotchin no envidiaban más a una persona condenada a pasar una carde así que a un mono que tuviera que dar volteretas al son de un organillo: ambas cosas indicaban una educación adquirida a costa de muy duros trabajos. Pero Roker le dejó sin aliento al pegarle un codazo y decirle que ya se habría dado cuenta de que el viejo lo destinaba a una de sus niñas, y al preguntarle también qué pensaba hacer con la que se llevó a Francia, ésa a la que había tenido a champaña y langosta. Ésa fue la primera alusión que escuchó Hyacinth a la posibilidad de llegar a casarse con la hija del dueño, como los aprendices virtuosos lo hacían tradicionalmente; pero la sugerencia no acababa de convencerle ni aun después de recordar un par de incidentes que parecían darle color. Ninguna de las señoritas Crookenden le había dirigido la palabra —todas ellas tenían las piernas cortas, la cara grande y un parecido cómico con el viejo de grandes narices que era su padre— y, al contrario que las señoritas Marchant de Medley, sí sabían quién era; pero su madre, que llevaba en la cabeza más plumas que una cacatúa, formando parte de toda una estructura de cuentas de vidrio, le miraba con una expresión caritativa casi aterradora, y le preguntó tres veces si quería tomar un vaso de carraspada.
Le resultó muy difícil llevarse los libros de la princesa; porque cuando le recordó la promesa que le había hecho en Medley de darle lodos los volúmenes que pidiera, ella contestó que las cosas habían cambiado mucho desde entonces, que ella estaba ya completamente dépouillée, que no aspiraba a tener una biblioteca, y que, hablando claro, podía dedicarse a otra cosa. Tenía a su disposición todos los libros de la casa; pero, como podía ver, eran ediciones muy baratas, y sería tonto malgastar tanto trabajo en ellos. Pidió ayuda a madame Grandoni para que le dijera al menos si no quedaban algunos libros buenos entre las cosas que la princesa había mandado al guardamuebles; ella misma le había confesado que había permitido a su doncella salvar algunas cosas del naufragio y embarcarlas en un capitoné. Todo eso había sido obra de Assunta, que había suplicado una y otra vez que guardaran algo que podría ser el pan de su vejez; pero la propia princesa se había lavado las manos. Madame Grandoni se limitó a contestar: «Chè, chè, estoy segura de que hay un poco de todo en esas cajas», y Hyacinth acudió a Assunta, que acogió la idea con su simpatía y expresividad italianas y prometió pescar para él todo lo que encontrara impreso. Llegó un día a casa de Hyacinth en un coche de alquiler y con un montón de libros y, al preguntarle de dónde los había sacado, se pasó el dedo por delante de la nariz, en un ademán muy expresivo. Se los fue llevando a la princesa a medida que los terminaba, pero el recibimiento que les hacía era mover la cabeza y sonreír con cierta tristeza:
—Es muy bonito, no cabe duda, pero he perdido ya el gusto por estas cosas. Además no debes olvidar que me dijiste una vez que una mujer, por muy refinada que fuera, era incapaz de distinguir una encuadernación buena de una mala. Recuerdo que me dijiste que varias señoras elegantes habían llevado al taller trozos de cuero, pretendiendo que se hiciera una imitación. Desde luego, esas diferencias no son las que más aprecio. Hijo mío, esas cosas ya no me dicen nada; no dudo de que son muy bonitas, pero me dejan fría. ¿Qué quieres que le haga? No se puede servir a Dios y a las riquezas.
Sus pensamientos estaban puestos en cosas que no tenían nada que ver con las encuadernaciones delicadas, y era evidente que le parecía que Hyacinth, al preocuparse tanto por esas cosas, recordaba la locura del emperador romano que se dedicaba a tocar la lira mientras ardía Roma. En su opinión, la sociedad europea estaba también en llamas, y no había ocupación frívola que pudiera emocionarla tanto como contemplar ese espectáculo. Algunas veces provocaba demostraciones de hilaridad, de alegría y esperanza, pero estaban siempre relacionadas, de un modo u otro, con la vida del pueblo. Cuando fue con Hyacinth a un music-hall de Edgware Road lo hizo para ver al pueblo, y todos los pasatiempos y excursiones de aquel invierno estuvieron guiados por su interés por las clases a quienes iban destinados los cambios fundamentales.
Lo de preguntarle si lo tomaba en serio era algo que ya había pasado a la historia y, en realidad, llegar a alguna convicción sobre ese punto había dejado de tener mucha importancia. Le bastaba con que fuera como era, superficial o profunda y, en todo caso, el propósito que la animaba era lo bastante serio para traer consecuencias. Algunas de esas consecuencias podían resultar muy graves, aunque ella fuera superficial y había veces en que la princesa no dejaba de preocuparse mucho por ellas. Los domingos, cuando había ido con él a los lugares más tenebrosos, a los rincones más fétidos de Londres, siempre había llevado con ella abundante cantidad de dinero, y se lo había dejado en todos esos sitios. Decía con toda naturalidad que no se podía ir a mirar al pueblo sólo por sacar alguna impresión y sin pagarles por ello, y soltaba limosnas a derecha e izquierda, sin discriminación, sin pararse a preguntar nada, como lo hubiera hecho la abadesa de un convento asediado por los mendigos, o la señora pudiente de siglos pasados que se dedicaba a repartir dádivas con la esperanza de ganar el cielo. Hyacinth no le decía nunca, aunque lo pensara algunas veces, que puesto que estaba tan imbuida por la idea moderna de la caridad debía también administrarla con un sentido moderno, de acuerdo con los principios de la ciencia económica; sabía que no era una mujer a quien se pudiera dirigir o dar normas, podía entender las ideas de los demás, pero nunca seguir su forma de actuar. Además, ¿qué importaba? ¿Qué podía importarle a él adoptar los métodos buenos o los desacertados si le quedaba tan poco tiempo para apenarse o estar contento? La princesa era la encarnación de una pasión, no un sistema; y su conducta se encaminaba más a remediarse a sí misma que a remediar a los otros. Aparte de eso, la miseria se agolpaba de tal forma en su camino que, dondequiera que dejara caer el dinero, encontraba siempre unas ávidas manos dispuestas a agarrarlo. Le extrañaba que tuviera todavía tanto dinero disponible, hasta que le explicó que lo conseguía gracias a unas tremendas economías en su propio tren de vida. Lo que daba eran sus ahorros, el margen que había conseguido crear; y ya que había probado la satisfacción de atesorar pequeñas cantidades con ese propósito, miraba los años de despilfarro y ociosidad, cuando sólo tenía motivos personales como un largo y estúpido sueño de la conciencia. Hacer algo por los demás no era sólo mucho más humano, ¡era muchísimo más divertido!
Conducida por Hyacinth, hizo las más extrañas amistades; escuchó las historias más extraordinarias y formó sobre ellas y sobre las personas que las narraban unas teorías que resultaban con frecuencia más extraordinarias todavía. Se encaprichó por varios vagabundos de uno y otro sexo, intentó establecer relaciones sociales con ellos, y fue causa de infinitas preocupaciones para el caballero que vivía al lado de su casa, en Crescent, el que estaba siempre fumando en la ventana y que a Hyacinth le recordaba a mister Micawber. Recibía visitas que eran el escándalo del barrio, y Hyacinth llegó a abandonar sus deberes, fueran los que fueran, por ver quién era el próximo pordiosero que llegaba a su puerta. Es verdad que todas aquellas relaciones fueron haciéndose más fructíferas a medida que aumentaba su intimidad con lady Aurora; su señoría establecía algunas discriminaciones que la princesa tuvo que aceptar, y antes de terminar el invierno, los servicios del señor Robinson en los suburbios fueron juzgados innecesarios. Él se los traspasó a lady Aurora con verdadero alivio, porque en los cuatro meses anteriores no había acabado de comprender nunca por qué hacía aquello ni se había tomado en serio su papel de cicerone. Se había lanzado a un mar de barbarie, sin tener ninguna energía civilizadora que ofrecer. Comprendía que el pueblo era cruelmente desgraciado; pensaba a veces que lo comprendía mejor que ellos mismos, pues con mucha frecuencia se quedaba asombrado ante su brutal insensibilidad, su ordinariez impermeable a probar cosas mejores o a sentir algún deseo de tenerlas. Lo conocía ya tan bien, que el contacto repetido no podía añadir mayor viveza a sus convicciones; más bien ahogaba y nublaba su impresión, la llenaba de contradicciones y dificultades, le impedía reaccionar, y le daba la sensación de que era algo inevitable que no se podía vencer. En esos momentos, la pobreza y la ignorancia de la multitud parecían tan enormes y preponderantes, eran hasta tal punto ley de vida, que quienes se las habían arreglado para escapar de aquel negro abismo eran sólo los afortunados, los espíritus con recursos y también los niños mimados de la suerte; hasta cierto punto, inspiraban el interés y la simpatía que uno podría sentir por los supervivientes y los vencedores, por los que habían vuelto sanos y salvos del naufragio o de la batalla. La idea que prevalecía en la mente de Hyacinth, y de la que cada una de las pulsaciones de su tiempo constituía una sílaba, era que la ola de la democracia estaba apoderándose del mundo; que se llevaría por delante todas las tradiciones del pasado; que fuera lo que fuera lo que no acertara a traer, sí llevaría al menos en su seno una energía magnífica, y que podía confiarse en que sabría cuidarla. Cuando esa marea salvadora cubriese el mundo y flotara sobre la nueva era, sólo sería culpa suya (¿de quién si no?) si la necesidad, el sufrimiento y el crimen seguían siendo los ingredientes de la vida humana. Debido a su especial naturaleza, siempre dividida, a sus simpatías en eterno conflicto, y a su costumbre de fluctuar de un extremo a otro, miraba el panorama con distinto humor y con distinto interés, según los casos. A pesar del ejemplo que le ofrecía Eustache Poupin de poder reconciliar cosas muy dispares, temía que la democracia no se preocupara de las encuadernaciones perfectas ni de la conversación escogida. La princesa iba olvidando todas esas cosas a medida que avanzaba en la dirección que tan audazmente había escogido; y si la princesa podía prescindir de ellas, sería necesaria una naturaleza muy superior para conservarlas. Al mismo tiempo, era mayor el gozo y la alegría que encerraba la idea de dejarse arrastrar por la ola, de ser llevado sobre sus crestas tumultuosas e iluminadas por el sol, que la que podía encontrarse en la sequedad del esfuerzo personal. Esa visión podía llevarle a uno al éxtasis, hacerle sentirse indiferente ante su destino último, que en ese mar encrespado sería probablemente ir a parar a las profundidades o estrellarse contra las rocas. Hyacinth comprendía que lo mismo si su simpatía terminaba por inclinarse a favor de los vencidos o de los vencedores, la fuerza victoriosa era potencialmente infinita, y no necesitaría el testimonio de los irresolutos.
El lector sonreirá ante tantas oscilaciones y debates mentales y no comprenderá por qué un encuadernador bastardo daba tanta importancia a sus conclusiones. No eran importantes para ninguna de las dos causas, pero sí importantes para él aunque sólo sirvieran para librarle del tormento que era su vida y del golpe doloroso que recibía de rebote. No encontraba paz entre las dos corrientes que llevaba en su naturaleza: la sangre plebeya de su madre y la del lord aristocrático y supercivilizado. Seguían zarandeándole de un lado a otro; le ponían en pie de guerra contra sí mismo. Tenía una gran ambición: quería nada menos que llegar a conocer la verdad y conservarla en su corazón. Con la inocencia de su juventud, creía que era algo tan brillante y bien tallado como un diamante; pero hacia cualquier parte que se volviera en su deseo de encontrarla parecía estar seguro de que, detrás de él, inclinada con un gesto de reproche había una cara trágica y herida. El recuerdo de su madre había llenado la fermentación vaga de sus primeros impulsos hacia la crítica social; pero desde que el problema se había hecho más complejo, al resultarle cada vez más queridas muchas de las cosas que veía en el mundo, había ido tratando de formarse una idea de su padre más fácil de concebir, de dotarla de alguna expresión de honor, de ternura, de sufrimiento inmerecido o, al menos, de una meritoria expiación. Abandonar una de esas dos presencias en favor de la otra era algo que le parecía una vergüenza, una verdadera traición, pues casi le parecía oír la voz de su padre, que le preguntaba si era la conducta que correspondía a un caballero abrazar las opiniones de los fanáticos y emular los actos de la gente de mal vivir. Ya había abandonado la idea de que no era su padre el más indicado para hablar de lo que debía hacer un caballero, de que el bribón más grande de Londres no habría merecido menos consideración. Había dado paso a todas las concesiones, interpretaciones e hipótesis que permitía la evidencia de lo que había leído en The Times una tarde memorable. Aunque los momentos de resentimiento contra el hombre que le había cargado con el estigma que había de llevar toda su vida habían sido frecuentes, y hasta demasiado frecuentes, se lanzó en otras condiciones, y con cierto éxito, a buscar excusas y condonaciones filiales. No le resultaba demasiado difícil considerarse hijo de una francesa ligera de cascos, pero se le hacía más difícil que su padre fuera un noble que carecía de nobleza. Era algo que no se veía capaz de afrontar. Algunas veces sacrificaba en su imaginación a uno de los autores de sus días en favor del otro, generalmente a lord Frederick; otras veces, cuando fallaba la teoría de que su padre habría hecho grandes cosas por él de haber vivido, o cuando se venía abajo la suposición de que había sido el único amante de Florentine Vivier, los maldecía y descartaba a ambos; otras veces se los imaginaba unidos, mirándole con ojos infinitamente tristes, pero sin vergüenza alguna, ojos que parecían decirle que habían sido desgraciadísimos, no infames. Sus peores momentos, como lo habían sido siempre, eran aquellos en los que no encontraba motivos para creer que lord Frederick hubiera sido su padre. Hay que decir que esos momentos pasaban pronto, pues no podía encontrarle otra explicación a la incorregible y atormentadora mezcla que llevaba en su persona.
No menciono todas esas cavilaciones de Hyacinth porque se hubieran hecho más intensas durante el invierno que la princesa pasó en Madeira Crescent, sino porque eran un elemento constante en su vida y hay que recordarlas para comprenderle. Había momentos en aquellas noches de noviembre y diciembre, en las que caminaba por las sucias calles que se extienden entre Westminster y Paddington, abriéndose camino entre la luz mortecina de las farolas y mascando el sabor a humo de la niebla, en que se sentía más feliz que nunca. La influencia permeable de Londres se había apoderado otra vez de él; París, Milán y Venecia se habían desvanecido y eran sólo un recuerdo y, cuando la gran ciudad que era más suya que ninguna, se extendía alrededor bajo el sudario de niebla, como un inmenso monstruo jadeante, tenía la vaga sensación, que había tenido antes, pero que veía luego con más claridad, de que era la expresión más rica de la vida del hombre que existía. Su horizonte se había ensanchado mucho, pero volvía a estar lleno del espacio que enviaba oscuros destellos y emanaciones, y reflejos extraños y borrosos hacia un cielo sin estrellas. Dejaba en suspenso su sensibilidad en medio de él, para vibrar de alegría y esperanza y sentir la ambición y al mismo tiempo el valor de renunciar a todo. Entre aquella inmensidad oscura, el hogar tranquilo de la princesa brillaba con seguridad más profunda, con una intimidad mayor; su imagen le acompañaba siempre, y las relaciones con su dueña estaban mejor organizadas. Fuera o no mejor para la causa que defendía la simplicidad a que se había reducido, al menos sí era mejor para el pobre señor Robinson. Le hacía a ella más próxima y a él más libre; y de haber existido el peligro de que llegara a tomar el tono de las cosas vulgares que la rodeaban, no necesitaba más que recordarla en Medley para restaurar el efecto. Su belleza parecía encontrar siempre el medio que mejor se acomodaba a ella, empapaba todo lo que la rodeaba y, en medio de las cosas más corrientes, constituía una especie de esplendor. Al adoptar ella algunas de las condiciones propias de las horribles masas de Londres, la naturaleza daba énfasis a lo difícil, a lo que parecía imposible. Hyacinth solía reírse de esas pretensiones cuando iba por la noche a Paddington o volvía andando a casa; se encontraba en el camino con los componentes de esas masas, y se preguntaba por qué arte de magia no llegarían a elevarse. Eran noches en las que todas las personas que encontraba parecían apestar a ginebra y suciedad, y en las que se codeaba con hombres tan repelentes como un leproso. Sobre todo algunas mujeres y chicas resultaban aterradoras, atiborradas de alcohol y de vicio, brutales, zarrapastrosas, obscenas. «¿Qué remedio puede haber como no sea otro diluvio, qué alquimia que no sea la aniquilación?», se preguntaba mientras iba por la calle; y le hubiera gustado saber qué destino le estaría reservado a un planeta que era semejante gusanera o qué redención podía tener si no era lanzarle una bola de fuego que lo consumiera todo. Si era culpa de los ricos, como sostenía Paul Muniment, de los ricos congestionados y egoístas que permitían que florecieran tales abominaciones, no había diferencia alguna, de no ser una vergüenza aún mayor; puesto que el globo terrestre, un patente fracaso, producía lo mismo la causa que el efecto.
A Hyacinth no se le ocurría pensar que la princesa le hubiera retirado su confianza por haberse puesto en manos de lady Aurora para seguir adelante con su tarea de investigar las condiciones de los pobres. No podía sentir celos de la aristocrática solterona; sentía demasiado respeto por su filantropía, por el completo conocimiento y la capacidad que tenía para contestar cualquier pregunta extemporánea que se le pasara por la cabeza a la princesa, y también una conciencia muy aguda de lo inconstantes y superficiales que eran sus propios puntos de vista sobre esa cuestión. Le bastaba con saber que el saloncito de Madeira Crescent era un sitio en el que siempre podía pensar, y al que sus pasos podían dirigirse con una sensación de seguridad y privilegio nunca desmentida. Ese cuadro estaba siempre ante sus ojos, aunque la mitad de las veces logrado por el sentimiento de unos colores que no correspondían literalmente a la realidad. Hacía mucho tiempo que sus relaciones con la princesa habían dejado de pertenecer al mundo de la fábula; eran tan naturales como cualquiera otra cosa, ya que todas las cosas eran de sobra extrañas; eran algo que había asimilado y también una parte indispensable de la felicidad de los dos. «De los dos», Hyacinth se atrevía a decirlo, pues no había vanidad alguna en ver que la mujer más notable de Europa le quería también mucho con toda naturalidad. La acogida familiar que le esperaba allí en las noches desapacibles del invierno era prueba de ello. Se sentaban juntos, como viejos amigos a quienes no les importan los silencios, mientras se miran con ojos que pueden entenderse sin hablar. Y los silencios no eran lo más frecuente, pues sólo aparecían después de haber hablado mucho. Hyacinth, sentado al otro lado de la chimenea, tenía a veces la sensación de haberse casado con ella: tantas eran las cosas que se daban por sabidas entre ellos. Para esa clase de trato, íntimo, natural, gracioso, limitado por las cortinas corridas y las lámparas a media luz, y salpicado de confidencias y comentarios domésticos, que siempre tendían a la comicidad, la princesa resultaba incomparable. Ella decía que su existencia en aquellos momentos era como un día de campo, pero que todos los accidentes eran accidentes felices. Había una tranquilidad hogareña en todos sus gestos y pasos, en su forma de sentarse, de escuchar, de jugar con el gato o de atender el fuego, o en la de doblar el chal ubicuo de madame Grandoni; y, más que nada, en su costumbre de pasar las noches en casa, sin salir nunca a cenar o ir a alguna reunión ni preocuparse de las diversiones de Londres. Había algo en el aislamiento de la habitación, cuando el cazo del agua estaba en la repisa de la chimenea, y le había dado a la doncella el paraguas mojado, y la princesa le hacía sentarse en un sitio determinado junto al fuego —el mejor para secarse los zapatos—; había algo que le traía a la memoria la vie de province que conocía por las novelas francesas. Recordaba el término francés porque era el que expresaba mejor el tono de la compañía de la princesa, y la cultura y la facilidad que había en su conversación. Ella misma empleaba con frecuencia la lengua francesa; le iba mejor para expresar ciertos matices, aunque ya le había dicho a Hyacinth que tenía su propia opinión latina y poco favorable del pueblo que lo hablaba. Desde luego, su conversación no tenía nada de provinciana, era muy libre y nada tímida; no había nada que no pudiera decírsele o que no estuviera dispuesta a decir ella misma. Había prescindido de prejuicios y no hacía el menor caso de los avisos convencionales de peligro. Hyacinth se admiraba al ver la facilidad —creía verla con los ojos— con que podía abrir las ventanas a toda corriente intelectual. Había un encanto extraordinario en aquella mezcla de libertad y de humildad, en ver a una criatura que era capaz de emprender los vuelos más audaces, sentada como una paloma y con las alas plegadas.
Hyacinth encontró varias veces a lady Aurora en Madeira Crescent —durante el día, lo mismo que él, estaba muy ocupada, y por eso iba siempre por la noche—, y sabía que su amistad con la princesa había alcanzado una gran madurez. Las dos eran una mina de interés para la otra, y las dos se alegraban de no ser distintas. La princesa pronosticaba con toda libertad que iba a abandonarla cualquier día —todas las personas agradables lo hacían— pero, de acuerdo con lo que el joven podía observar, el loco entusiasmo de su señoría no daba muestras de agotarse. Estaba asombrada, pero fascinada también; creía que su amiga extranjera era no sólo la más distinguida, la más sorprendente y la más original del mundo, sino la persona más divertida y agradable para ir a tomar el té con ella. En cuanto a la propia princesa, lo que sentía ante lady Aurora era lo mismo que había sentido Hyacinth: la tenía por una santa, la primera que había visto en su vida, y el ejemplo más puro que pudiera imaginarse; tan buena, a su modo, como san Francisco de Asís, tan compasiva, tan transparente y tan poco común como él, y con un espíritu de caridad igualmente sublime. Pensaba que cuando uno encontraba una flor como ésa en los caminos polvorientos del mundo, debía echarle mano y conservarla; y se pasaba la vida respirando la fragancia de lady Aurora, besándola y cogiéndole la mano. La solterona estaba aterrada ante su generosidad, ante la forma en que su imaginación fantaseaba; trataba de convencerla —lo mismo que la princesa hacía por su lado— de que esas exageraciones acababan con el desgraciado asunto que los ocupaba. A la princesa le encantaban sus vestidos, la forma en que se los ponía y los llevaba, las economías que hacía para sacar dinero para sus limosnas, y la pasmosa ingenuidad con que conseguía estirar sus menguados recursos. Deseaba emularla en todas esas particularidades, aprender a economizar de una manera aún más ingeniosa, comprarse los sombreros en la misma tienda, preocuparse tan poco como ella de que los guantes no se ajustaran bien, y preguntar en el mismo tono: «¿No es un fastidio que al marido de Susan Crotty le hayan dejado en libertad vigilada?». Decía que lady Aurora le hacía sentirse como una sombrerera francesa, y que si había algo que ella odiara en el mundo era una sombrerera francesa. Las dos se veían afectadas por el modo de ser de la otra, y las dos deseaban que la otra no cambiase, al mismo tiempo que cada una de ellas se transformaba en la imagen de su amiga.
Una noche en que iba a Madeira Crescent un poco más tarde de lo habitual se encontró con la peregrina de Belgrave Square, que acababa de salir de la casa. Tenía un aire muy distinto del que le había conocido siempre, estaba sofocada y un poco nerviosa, como si hubiera recibido un montón de malas noticias. Le saludó con un «¿Cómo está usted?» y con su acostumbrada risita, pero siguió su camino sin pararse a hablar con él. Tres minutos más tarde le dijo a la princesa que la había encontrado y ella contestó:
—Es una lástima que no hayas venido un poco antes. Habrías presenciado una escena.
—¿Una escena? —preguntó él, que no comprendía qué clase de violencia podía haberse producido entre dos personas que se adoraban.
—Me ha hecho una escena de lágrimas y de serias reconvenciones, con la mejor intención por supuesto. Cree que avanzo demasiado.
—Me imagino que le cuenta cosas que no me cuenta a mí —dijo Hyacinth.
—¡Huy, a ti, hijo mío! —murmuró la princesa.
Hablaba distraída, como si estuviera pensando en lo que había pasado con lady Aurora, y como si la inutilidad de decirle cosas al señor Robinson fuera un lugar común.
A Hyacinth eso no le importaba, pues su pretensión de ponerse a la misma altura de la princesa en esos asuntos se le había pasado. El tono que adoptaron generalmente era el de gastarse bromas, de fingir conmiseración por la locura de la una y la pusilanimidad del otro. Cuando discutía con ella exageraba deliberadamente, llevaba sus reacciones a unos extremos fantásticos, y los dos se divertían lanzándose acusaciones a la cabeza. Habían renunciado a discutir en serio y, cuando no se dedicaban a bombardearse con bromas, hablaban de cosas sobre las que no pudieran estar en desacuerdo. Había días en que ella no hacía más que hablar de su vida y de todo lo que había visto en los distintos países desde que era pequeña. Si lo que había tenido ocasión de ver era más malo que bueno, eso no disminuía el interés y la vivacidad de sus recuerdos ni el poder que tenía, el mayor que Hyacinth había conocido, para evocarlos y revivirlos. Era irreverente y envidiosa, pero le tenía pendiente de sus labios y, cuando le contaba anécdotas de las cortes extranjeras —a él le encantaba enterarse de cómo vivían y hablaban los monarcas—, pasaban horas enteras en las que nada podía indicar que a ella le hubiera gustado tomar parte en una conspiración, y que a él también le hubiera gustado verse libre de otra. Sin embargo, no dejaba de preguntarse qué sería lo que realmente estaba haciendo en semejantes tugurios, y a qué condenas podría exponerse. Cuando le preguntaba algo, contestaba que le gustaría saber qué derecho creía tener, dados sus sentimientos, para pretender que le informaran. Lo hacía pocas veces, ya que él mismo tampoco estaba muy convencido de poder hacerlo; pero, en una ocasión en que le había desafiado, contestó sonriendo, después de dudar un poco:
—Pues me parece que, con lo que le he contado, más bien debía pensar que tengo cierto derecho.
—¿Te refieres a tu famoso compromiso de «actuar» si te lo piden? De ahí no saldrá nunca nada.
—¿Por qué no?
—Porque es demasiado absurdo, demasiado vago. Parece una invención tonta de novela.
—Vous me rendez la vie! —exclamó Hyacinth de forma muy teatral.
—No tendrás que hacerlo —añadió ella.
—Creo que piensa que no querré hacerlo. Pero por lo menos me he ofrecido. ¿No es eso un título?
—Bueno, pues no querrás hacerlo —dijo la princesa, y los dos se miraron sin decir nada.
—Usted sí que va a hacerlo al paso que lleva.
—¿Y qué sabes tú del paso que llevo? No mereces saberlo.
Pero sí que lo sabía; sabía que estaba en comunicación con extrañas aves de paso, que tenía o creía tener muchos asuntos pendientes, y manejar algunas de las cuerdas que se pulsan en las grandes ocasiones. Recibía cartas que hacían que madame Grandoni la mirase de reojo y que, aunque ignorase el contenido, la llevaban a olerse el desastre, como más de una vez le había dicho a Hyacinth. Madame Grandoni había empezado a tener visiones muy sombrías sobre la intervención de la policía: estaba obsesionada con la idea de un registro en busca de papeles comprometedores; temía que incluso la arrastraran a ella, como cómplice de algún espantoso complot, ante algún tribunal de justicia y quizá también a la cárcel.
—¡Si los quemara siquiera!, ¡si los quemara siquiera! Pero los guarda, sé que los guarda —se lamentaba ante Hyacinth, en su total desamparo.
Apenas podía adivinar qué era lo que guardaba; y se preguntaba si estaría de veras metida en un lío, si la estarían explotando unos bandidos, aventureros voraces que contaban con que llegaría a asustarse en un momento dado y les ofrecería dinero para hacerlos callar y así salirse de una conspiración que ellos nunca habían tomado en serio, o si lo único que hacía era coquetear con planes hipotéticos, proporcionarse sensaciones baratas, y discutir preliminares que no iban a tener segundo acto. Le habría sido fácil reírse de su idea de que estaba «muy metida», y llegar a la conclusión de que hasta las mujeres más inteligentes no saben cuándo están perdiendo el tiempo, a no ser porque no había podido olvidar la impresión sufrida por sus nervios dos años antes y de la que había hablado a la princesa en Medley, aquella sensación ardiente y nunca apagada de que las fuerzas dispuestas a dar la batalla al orden social estaban en todas partes: en el aire que respiraba, en el suelo que pisaba, en la mano de cualquier conocido al que pudiera saludar, o en los ojos de un desconocido que se posaban un momento en los suyos. Estaban arriba, abajo, dentro y fuera, en todo lo que formaba la vida; y no valía decir que resultaba muy raro que amenazaran sólo de una forma indefinida. Su fuerza residía precisamente en esa amenaza informe, y podían presentar aspectos todavía más absurdos que el de que la princesa fuera una parte de ellas, incluso cuando tanto se jactaba de serlo.
—Sí que va demasiado lejos —le había dicho la tarde en que se cruzó al llegar con lady Aurora.
—Naturalmente que lo hago, eso es precisamente lo que me propongo —contestó ella—. ¿Qué otra forma hay de saber si se ha llegado a donde debía llegarse? Esa pobre mujer es un ángel, pero no está nada comprometida —dijo luego.
No quiso darle más explicaciones sobre el asunto; al pedírselas él, preguntó si no había traído el libro de Browning que había quedado en traer. Si lo había traído quería que se sentara y leyera en voz alta. En un caso como ése, Hyacinth prefería no insistir; se daba por contento con no seguir hablando de la eterna pesadilla. Sacó del bolsillo Hombres y mujeres y estuvo leyendo veinte minutos; pero al comentar unos de los poemas al final de la lectura, comprendió que su compañera no había prestado atención. Cuando la acusó de no haber escuchado, contestó mirándole muy pensativa:
—Después de todo, ¿cómo puede uno ir demasiado lejos? Ésa es una frase de cobardes.
—¿Le parece que su señoría es cobarde?
—Sí, por no tener el valor de mantener sus opiniones, sus conclusiones. ¡Esa manera que tienen los ingleses de ir a hacer una cosa y quedarse luego a medio camino! —exclamó impaciente.
—Desde luego ése no es su defecto —dijo Hyacinth—. Pero a mí me parece que lady Aurora, por su parte, va bastante lejos también.
—Todos tenemos miedo de algunas cosas y somos muy valientes para otras.
—Lo que más miedo le da a lady Aurora es la princesa Casamassima —contestó Hyacinth.
Ella le miró, pero no quiso responder a esa alusión:
—Hay una cosa en la que se mostraría muy valiente. Se casaría con su amigo, tu amigo, el señor Muniment.
—¿Que se casaría con él cree usted?
—¿Pues qué si no? —preguntó la princesa—. Adora el suelo que pisa.
—¿Y qué dirían Inglefield y Belgrave Square y todo lo demás?
—Lo que ya dicen ahora, y ya ves lo poco que se conmueve. Lo haría a la primera, y eso sí merecería la pena verlo, sería algo sensacional —dijo con el entusiasmo que le producía siempre la idea de un golpe maestro.
—Eso desde luego no sería lo que llama quedarse a la mitad —comentó Hyacinth.
—Porque no sería cuestión de lógica, sería cuestión de pasión. Y cuando se trata de una cosa así, los ingleses, para hacerles justicia, no se quedan a medio camino.
Esa especulación de la princesa no era nueva para Hyacinth, que ya había pensado que después de todo no sería nada heroico, que su linajuda asociada se sintiera capaz de sacrificar su familia, su nombre y las pocas costumbres aristocráticas que le quedaban, y transformarse en escándalo y en la comidilla de ocho días en honor de Muniment: pues es sabido que el químico era en su opinión justo el tipo de hombre que podía provocar con toda facilidad cualquier trastorno, renunciación o ruptura. Pero lo que estaba menos claro era lo que opinaba Muniment de una mujer que tuviera que salirse de su clase social para casarse con él. Era seguro que se casaría algún día, porque haría todas las cosas que fueran normales, pero de momento tenía bastante que hacer con lo que llevaba entre manos y que eran cosas que le corrían más prisa. Además —Hyacinth había podido comprobarlo—, no era partidario de que la gente se saliera de la clase que le correspondía; creía que el sello que llevaba cada uno de su origen era imborrable, y que lo mejor que podía hacer era mantenerlo y luchar por él. Hyacinth podía imaginarse lo nervioso que le pondría el estar íntimamente unido a una persona que, como lady Aurora, luchaba en el lado contrario:
—Supongo que no puede casarse con él como no se lo pida y… a lo mejor no se lo pide.
—Sí, a lo mejor no se lo pide —repuso pensativa la princesa.