VII
Varinia tuvo un sueño. Soñó que se la sometía a un interrogatorio en el honorable Senado. Allí estaban sentados los hombres que gobernaban el mundo. Todos estaban sentados en sus grandes escaños, envueltos en sus blancas togas, y cada uno de ellos tenía el rostro alargado, elegante y duro de Craso. La suma del poder estaba expresada en todo cuanto les concernía, en la forma en que estaban sentados, inclinados hacia delante, con la mejilla apoyada en la mano, en la expresión de sus rostros, tan ceñudos y llenos de presagios, en su confianza, en su seguridad… Representaban el poder y la fortaleza y nada en el mundo podía oponérseles. Estaban sentados en sus blancos asientos de piedra en la amplia sala circular del Senado y bastaba verlos para sentir temor.
Varinia soñó que estaba ante ellos y que tenía que prestar testimonio contra Espartaco. Se hallaba de pie ante ellos con un fino vestido de algodón y estaba lúcida y dolorosamente consciente de que la leche de sus senos lo estaba manchando. Ellos comenzaron a interrogarla.
—¿Quién era Espartaco?
Iba a responder, pero antes de que pudiera hacerlo ya le fue formulada la siguiente pregunta.
—¿Por qué trató de destruir a Roma?
Nuevamente trató de responder y nuevamente se le formuló la pregunta siguiente.
—¿Por qué asesinó a todos cuantos cayeron en sus manos? ¿No sabía acaso que nuestras leyes prohiben el asesinato?
Trató de negar, pero antes de que de sus labios salieran dos palabras desmintiendo lo afirmado en la pregunta, va estaba presente la siguiente.
—¿Por qué odiaba todo cuanto es bueno y amaba todo cuanto es malo?
Nuevamente intentó hablar, pero uno de los senadores se puso de pie y señaló su pecho.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Leche.
Entonces se reflejó ira en todos los rostros, una terrible ira, y ella se sintió más atemorizada que nunca. Y luego, sin que hubiera razones para ello, al menos que ella recordara en su sueño, el temor se desvaneció. En su sueño se dijo a sí misma:
—Esto sólo ocurre porque Espartaco está conmigo.
Volvió el rostro y, en efecto, él estaba a su lado. Estaba vestido en la forma en que casi siempre vistió durante sus campañas. Llevaba botas altas, de cuero. Vestía una túnica lisa, de color gris, y sobre sus cabellos se alzaba un pequeño gorro de fieltro. No llevaba armas, ya que había hecho cuestión de no llevar armas a menos que fuera en el campo de batalla. No usaba anillos, ni joyas ni brazaletes. Su rostro estaba bien afeitado y su rizado cabello estaba cortado al rape.
Su apariencia tenía un aire de extraordinaria tranquilidad y seguridad en sí mismo. Ella recordaba —en su sueño— que siempre había sido así. Espartaco se acercaba a un grupo y un sentimiento de tranquilidad se apoderaba de todos. Pero ella experimentaba una reacción distinta. Siempre que lo veía lo inundaba una sensación de alegría como si se abriera un círculo. Y cuando él aparecía, el círculo se cerraba y completaba. Una vez ella había estado en su tienda de campaña. Por lo menos había cincuenta personas esperándolo. Finalmente, él llegó y ella se hizo a un lado mientras atendía a la gente que lo había estado esperando. Se limitó a observarlo, pero su felicidad fue en constante aumento, y cada palabra que él decía y cada movimiento que él hacía en su tienda de campaña contribuían a intensificar ese placentero estado de ánimo. Llegó un momento en que no pudo continuar así y salió de la tienda y buscó un lugar donde estar sola.
En su sueño, Varinia experimentaba un sentimiento algo similar.
—Pero ¿qué estás haciendo aquí, querida mía? —le preguntó él.
—Me están interrogando.
—¿Quiénes?
—Ellos. —Y señaló a los honorables senadores—. Me asustan. —Y advirtió en ese momento que los senadores estaban completamente inmóviles, como si hubieran sido congelados.
—Pero puedes ver que están más asustados que tú —le dijo Espartaco. ¡Lo que era tan típico de él! Veía algo y lo definía lisa y llanamente. Y luego solía asombrarse de que ella no lo hubiera visto del mismo modo. Por supuesto que ellos estaban atemorizados.
—Vamos, Varinia —dijo Espartaco sonriente. Le puso el brazo en la cintura y ella hizo lo mismo con él.
Salieron del Senado y entraron en las calles de Roma. Caminaron por ellas y nadie los advirtió ni los detuvo. En su sueño, Espartaco le dijo:
—Siempre que estoy contigo ocurre lo mismo. Cada que estoy contigo te deseo. ¡Oh, cómo te deseo!
—Cada vez que me desees, puedes tenerme.
—Lo sé, lo sé. Pero es difícil recordarlo. Me imagino se debería dejar de desear lo que se sabe que se puede obtener. Pero yo sigo deseándote. Cada vez te deseo más y más. ¿Tú me deseas en la misma forma?
—En la misma forma.
—¿Siempre que me ves?
—Si.
—Eso es lo que yo siento. Siempre que te veo.
Caminaron un poco más y entonces Espartaco le dijo:
—Tengo que ir a un lugar. Debemos ir a algún lugar y acostarnos.
—Conozco un lugar donde podemos ir —dijo Varinia en su sueño.
—¿Dónde?
—A la casa de un hombre llamado Craso; yo vivo allí.
El se detuvo y retiró el brazo. Se volvió hacia ella y buscó su mirada. Y entonces advirtió la mancha de leche sobre su vestido.
—¿Qué es esto? —le preguntó, olvidando aparentemente lo que le había dicho ella sobre Craso.
—La leche con que alimento a mi hijo.
—Yo no tengo ningún hijo —dijo él. De repente, sintió miedo y retrocedió, alejándose de ella, y luego se marchó. Entonces el sueño llegó a su fin y Varinia despertó y en torno a ella no había sino obscuridad.