VIII

Baciato corrió apresuradamente al palco de sus clientes, para pedirles disculpas, para explicarles por qué, habiendo ellos pagado tan bien, el judío había fallado en el final mismo de la lucha, al no proceder a cortar una arteria del cuello o del brazo de modo que abundante sangre proporcionara al final del combate el rico colorido que se requería; pero Braco, con una copa de vino en la mano, le impuso silencio con la otra:

—Ni una palabra, lanista. Fue delicioso. Ha sido suficiente.

—Pero yo tengo mi reputación.

—Al demonio con su reputación. Pero, espere… Le diré lo que tiene que hacer. Traiga aquí al judío. No lo castigue en otra forma. Cuando un hombre ha peleado bien, basta con eso, ¿no es cierto? Tráigalo aquí.

—¿Aquí? Bueno, en realidad… —comenzó a decir Lucio.

—¡Por supuesto! No trate de limpiarlo. Que venga como está.

Mientras Baciato iba a cumplir el mandato, Braco comenzó el intento de explicar, como intentan tan a menudo los conocedores y con las mismas concesiones a lo fútil, la precisa belleza y pericia de lo que acababan de ver.

—Si entre cien peleas de parejas uno ve una como esta tiene suerte. Un momento de gloria es mejor que una hora de tediosas fintas. Éste es el famoso avis jacienda ad mortem. Una lucha a muerte… ¿y qué mejor muerte que ésta puede esperar un gladiador? Consideren las circunstancias. El tracio mide al judío y sabe que él lo aventaja…

—Pero fue el primero en hacer correr sangre —objetó Lucio.

—Lo que no significa nada. Lo más probable es que nunca hubieran peleado antes. De ahí la adopción de precauciones. Cada uno tenía que hacer una serie de pasos para conocer al otro. Si hubieran estado en igualdad de condiciones, habrían finteado, lo que habría significado habilidad y aguante; pero cuando se trabaron el judío rompió el abrazo y golpeó en el brazo del tracio. Si hubiera sido el brazo derecho en vez del izquierdo, la cosa habría terminado allí; pero tal como se produjo, el tracio sabía que lo aventajaban y se jugó todo en un golpe a fondo… un golpe a fondo con el cuerpo. Nueve gladiadores entre diez habrían parado el golpe e intentado trabarse con el otro, e inclusive habrían preferido recibir un mal golpe para pararlo. ¿Saben ustedes lo que significa parar uno de esos cuchillos con todo el peso del cuerpo de un hombre detrás de ellos? ¿Por qué mandé buscar al judío? Les mostraré…

Mientras hablaba, el judío había aparecido, todavía desnudo, oliendo a sangre y a sudor, visión salvaje, terrible de hombre de pie ante ellos, la cabeza inclinada, temblándole aún los músculos.

—¡Arrodíllate! —ordenó Braco.

El judío no se movió.

—¡Arrodíllate! —gritó Baciato.

Los dos entrenadores que estaban con él tomaron al judío y lo forzaron a arrodillarse ante los romanos, y Braco exclamó triunfalmente mientras le señalaba la espalda:

—¡Miren aquí!… ¡Aquí! No son las marcas del látigo. Miren cómo está cortada la piel; como si la uña de una dama lo hubiera rasguñado. Allí fue donde lo tocó el cuchillo del tracio cuando lanzó todo su cuerpo contra él. Avis jacienda ad mortem! Déjelo, lanista —dijo Braco a Baciato—. No más látigo. Déjalo estar y sacarás una fortuna de él. Yo mismo me encargaré de darlo a conocer. ¡A tu salud, gladiador! —gritó Braco.

Pero el judío permaneció impasible, la cabeza inclinada.