VII

Cuando se vio que el gladiador estaba muriendo, el interés por él decayó. A la hora décima, a media tarde, tan sólo permanecían a la espera del desenlace un pequeño grupo formado por los decididos partidarios de las crucifixiones, además de unos cuantos granujas que vivían de la mendicidad y algunos holgazanes con el cuerpo lleno de costras, cuya presencia no era permitida en las numerosas y provechosas diversiones que se podían disfrutar por la tarde aun en una ciudad como Capua. Es cierto que por aquel entonces no había carreras en Capua, pero no cabe duda de que se estaría presentando algún espectáculo en uno de los dos hermosos circos que había en la urbe. Debido a que se trataba de una ciudad tan popular entre los viajeros, era cuestión de orgullo para los más ricos ciudadanos de Capua proporcionar el espectáculo de combates de parejas por lo menos durante trescientos días del año. Había en Capua un excelente teatro y numerosos y amplios burdeles que funcionaban tan abiertamente como nunca se hubiera permitido en Roma. En esos lugares había mujeres de todas las razas y naciones, especialmente adiestradas para mantener en alto la reputación de la ciudad. Había además buenas casas de comercio y bazares, y en la hermosa bahía se practicaban numerosos deportes acuáticos.

De modo que no es de sorprender que el espectáculo de la agonía de un gladiador crucificado constituyera una distracción pasajera. Si no hubiera sido el héroe de la munera, difícilmente se le hubiera concedido una segunda mirada, y aun siendo así, no era objeto de gran interés. En una carta dirigida «a todos los ciudadanos de Roma que se encuentra en Capua» los tres adinerados comerciantes que encabezaban la pequeña comunidad judía negaron todo conocimiento o responsabilidad respecto a él. Señalaban que en su tierra habían sido desarraigados todos los elementos de rebelión y descontento y al mismo tiempo hacían notar que la circuncisión no era prueba de origen judío. La circuncisión era muy común entre los egipcios, los fenicios y aun entre los persas. Tampoco correspondía a la naturaleza de los judíos atacar al poder que había establecido aquel estado de paz y abundancia y orden sobre la mayor parte del mundo. Así pues, abandonado por todos, el gladiador se acercaba a su muerte en solitaria y dolorosa dignidad. No constituía distracción alguna para los soldados y ya no interesaba demasiado a los curiosos. Había una pobre anciana que permanecía sentada, con las manos cruzadas sobre las rodillas, la vista clavada en el hombre de la cruz. Los soldados, a causa de su aburrimiento, comenzaron a hacerle bromas.

—Oye, hermosa —le dijo uno de ellos—, ¿acaso estás soñando con ese tipo de allí arriba?

—¿Quieres que lo bajemos y te lo regalemos? —le preguntó otro—. ¿Cuánto tiempo hace que te acostaste con un tipo tan guapo como éste?

—Hace mucho tiempo —murmuró ella.

—Bueno, se portará como un toro contigo en la cama. Te hará disfrutar como un semental encima de una yegua. —¿Qué te parece, vieja?

—¡Qué manera de hablar! —les recriminó—. ¿Que clase de gente sois vosotros? ¡Qué manera de hablarme!

—¡Oh, señora mía, perdónanos!

Uno tras otro los soldados hicieron ante ella respetuosas reverencias. Los pocos curiosos se unieron a la broma y los rodearon.

—No doy dos centavos por vuestras disculpas —dijo la anciana—. ¡Inmundicia! Yo soy sucia. Pero vosotros sois un inmundicia. Yo puedo lavar mi mugre en los baños. Vosotros no podéis.

No les gustó que la broma se volviera contra ellos y se reafirmaron en su autoridad. Adoptaron una actitud agresiva mientras les centelleaban los ojos.

—Ten cuidado, vieja —le dijo uno—. Ponle un candado a tu lengua.

—Digo lo que me viene en gana.

—Entonces, ve a bañarte y vuelve. Estás dando un espectáculo penoso, sentada a las puertas de la ciudad, con ese aspecto.

—Claro que soy un espectáculo —les respondió agriamente—. Un espectáculo desagradable, ¿verdad? ¡Qué tipos sois vosotros los romanos! ¡La gente más limpia del mundo! No hay un romano que no tome un baño todos los días, aunque se trate de un holgazán, como sois la mayor parte de vosotros, y luego no pierda el tiempo apostando por las mañanas y yendo al circo por las tardes. Sois tan limpios, maldita sea…

—Basta ya, anciana. Cierra la boca.

—No basta ni mucho menos. No puedo bañarme. Soy una esclava. Los esclavos no van a los baños. Soy vieja y estoy agotada y vosotros nada podéis hacerme. ¡Absolutamente nada! Me siento al sol y a nadie le importa, pero a vosotros eso no os gusta, ¿no es así? Dos veces al día voy a casa de mi amo y me da un pedazo de pan. El buen pan. El pan de Roma hecho con el trigo que los esclavos cultivan, que los esclavos cosechan y que los esclavos hornean. Camina por las calles y ¿que hay en ellas que no haya sido hecho por los esclavos?, ¿creéis que me asustáis? ¡Os escupo en la cara! "

Mientras esto ocurría, Craso volvió a la puerta Apia. Había dormido mal, como ocurre a menudo a la gente cuando intenta dormir durante el día lo que no durmió durante la noche. Si alguien le hubiera preguntado por qué había vuelto al lugar de la crucifixión, seguramente se habría encogido de hombros. Pero en realidad lo sabía muy bien. Con la muerte del último de los gladiadores se completaba todo un gran período de la vida de Craso. Craso iba a ser recordado no solamente como hombre muy rico, sino como el hombre que había sofocado la rebelión de los esclavos. Es muy sencillo decirlo, pero no fue muy sencillo hacerlo. En toda su vida, Craso no podría nunca separar de su memoria el recuerdo de la guerra librada contra los esclavos. Viviría con esos recuerdos, se levantaría con ellos y se iría a dormir con ellos. No podría despedirse de Espartaco hasta que él mismo, el general Craso, muriera. Entonces terminaría la lucha entre Espartaco y Craso, pero solamente entonces. De modo que Craso volvía ahora a la puerta para contemplar la parte viviente que quedaba de su adversario.

Un nuevo capitán estaba a cargo de la guardia, pero conocía al general —como casi toda la gente de Capua— y se desvivió por mostrarse atento y servicial. Hasta se disculpó por el hecho de que quedara tan poca gente esperando la muerte del gladiador.

—Esta llegando muy rápidamente a su fin —declaró—. Es sorprendente. Parecía ser un tipo duro, de los que aguantan mucho. Debería resistir por lo menos tres días. Pero habrá muerto antes de que llegue la mañana.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Craso.

—No es difícil saberlo. He visto gran número de crucifixiones y casi todas siguen el mismo curso. Salvo que los clavos corten alguna arteria importante, en cuyo caso el condenado se desangra rápidamente. Sin embargo éste no sangra mucho. Simplemente, no quiere seguir viviendo cuando ocurre eso, mueren con rapidez. No se imaginaba que sería así, ¿verdad?

—Nada me sorprende —dijo Craso.

—Me imagino que no. Después de todo lo que habrá visto…

En ese momento, los soldados aprehendieron a la anciana y la forma en que comenzó a gritar al resistírseles atrajo la atención del general y del capitán apostado con la puerta. Craso se les acercó, con sólo una mirada se dio cuenta de la situación, y los reprendió mordazmente:

—¡Qué gran grupo de héroes sois vosotros! ¡Dejad en paz a la anciana!

El tono de su voz les hizo obedecer de inmediato. Dejaron que la anciana se marchara. Uno de ellos reconoció a Craso y lo susurró a los otros, y entonces el capitán se acercó y quiso saber de qué se trataba y si es que no tenían nada mejor que hacer que perder el tiempo.

—Ella habló de manera insolente y grosera —explico uno de los soldados.

Un hombre que estaba parado cerca del lugar lanzó una carcajada.

—Marchaos de aquí todos vosotros —ordenó el capitán a los ociosos. Los aludidos retrocedieron unos poco pasos, pero no se alejaron mucho, y la vieja bruja se encaro irónicamente con Craso:

—Así que el gran general es mi protector —dijo.

—¿Quién eres tú, vieja bruja? —preguntó Craso.

—Gran general, ¿debo arrodillarme ante ti o escupirte en la cara?

—¿Lo ve? ¿No se lo dije? —gritó el soldado.

—Sí está bien. Veamos, anciana, ¿qué es lo que quieres? —preguntó Craso.

—Lo único que quiero es que me dejéis en paz. Vine a ver cómo moría un buen hombre. No debería morir abandonado. Me senté y estuve observándolo mientras moría. Le ofrecí mi cariño. Le dije que nunca morirá. Espartaco nunca murió. Espartaco vive.

—¿De qué demonios estás hablando, anciana?

—¿No sabes de lo que estoy hablando, Marco Licinio Craso? Estoy hablando de Espartaco. Sí, yo sé por qué has venido aquí. Nadie más lo sabe. Ellos no lo saben. Pero tú y yo lo sabemos, ¿no es así?

El capitán ordenó a los soldados que la aprehendieran y se la llevaran lejos, ya que se trataba de una inmunda porquería, pero Craso, con enojo, los detuvo.

—Os he dicho que la dejéis en paz. ¡Basta de haceros los valientes delante de mí! Si sois tan extraordinariamente valientes, ¿por qué no os alistáis en las legiones en vez de quedaros aquí, en una ciudad veraniega? No necesito ayuda de nadie. Puedo defenderme solo de esta anciana.

—Tienes miedo —dijo sonriendo la anciana.

—¿Miedo de qué?

—Tienes miedo de nosotros, ¿verdad? ¡Qué miedo tenéis todos! Por eso has venido aquí. Para verlo morir. Para tener la certidumbre de que ha muerto hasta el último. ¡Dios mío! ¡Lo que os han hecho unos esclavos! Y aún sientes miedo. Y cuando muera, ¿será acaso el final? ¿Llegará alguna vez el final, Marco Licinio Craso?

—¿Quién eres tú, anciana?

—Soy una esclava —respondió, y en ese momento pareció que se tornaba simple, infantil y senil—. Vine aquí a ver a uno de los míos y reconfortarlo un poco. Todos los demás tienen miedo de venir. Capua está llena de mi gente, pero tienen miedo. Espartaco nos dijo: «¡Levantaos y sed libres!». Pero tuvimos miedo. Somos fuertes y, sin embargo, nos acobardamos, lloriqueamos y huimos.

Y entonces se llenaron de lágrimas los legañosos ojos de la anciana.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —dijo implorante.

—Nada, anciana. Siéntate allí y llora, si quieres.

Le arrojó una moneda y caminó pensativamente. Se dirigió hacia la cruz, miró al gladiador que moría en lo alto mientras pensaba en las palabras que había dicho la anciana.