II
Debido al enorme cansancio y al trastorno emocional que la aquejaba, Helena terminó por dormirse, y la pesadilla del despertar, que marcaba siempre sus relaciones con un hombre, se convirtió en un extraño e inquietante sueño. El sueño combinaba de tal manera realidad e irrealidad que era difícil separarlas. En su sueño recordó ella el día en que, en las calles de Roma, su hermano Cayo le había señalado a Léntulo Baciato, el lanista. Había ocurrido hacía apenas siete meses, y pocos días antes el contable griego había degollado a Baciato a consecuencia, como se decía en las murmuraciones, de una disputa acerca de una mujer que el griego había comprado con dinero robado al lanista. Baciato había logrado en cierto sentido una reputación al estar relacionado con Espartaco. En esa oportunidad se encontraba en Roma para defenderse en una querella referente a sus casas de vecindad. El edificio se había derrumbado y los familiares de seis inquilinos muertos lo habían demandado.
En su sueño lo recordaba muy bien y normalmente: un inmenso individuo obeso, producto del exceso de alimentación y disipación, que no alquilaba literas, sino que acostumbraba caminar envuelto en una gran toga, carraspeando y escupiendo constantemente y echando de la calle a bastonazos a los rapaces pordioseros que imploraban limosna. Más tarde, ese mismo día, ella y Cayo se detuvieron en el Foro y por simple casualidad ocurrió que lo hicieron ante el tribunal en que se estaba defendiendo Baciato. Esto, en el sueño, era prácticamente igual a lo que había ocurrido en la realidad. El tribunal estaba reunido al aire libre. Había un enjambre de espectadores —holgazanes, mujeres a las que les sobraba el tiempo, jóvenes de los alrededores, niños, forasteros que no querían marcharse de la gran urbe sin presenciar cómo se administraba la famosa justicia romana, esclavos que iban y venían de realizar algún recado—, y, en verdad, parecía milagroso que pudiera sentenciarse algo mínimamente razonable, no digamos justo, en medio de tal muchedumbre. Pero así era como actuaban los tribunales, semana tras semana. Baciato era interrogado y respondía a las preguntas con rugidos de toro, y todo esto era como había sido en la realidad. Pero entonces, como ocurre en sueños, se encontró sin explicación alguna de pie en el dormitorio del lanista observando al contable griego acercándose con un cuchillo desenvainado. El cuchillo era una curva sica de esas con las que los tracios luchan en el circo, y el piso del dormitorio era como el de un circo, o sea de arena, ya que ambas cosas tienen el mismo nombre, arena, en latín. El griego cruzó la arena con la cuidadosa agilidad de un tracio, y el lanista, despierto y sentado en su cama, lo miraba horrorizado. Pero ninguno de los hombres pronunció palabra alguna ni hizo ruido alguno. Entonces, junto al griego apareció una gigantesca figura, un poderoso hombre bronceado cubierto con una armadura y Helena comprendió inmediatamente que se trataba de Espartaco. Su mano se había cerrado sobre la muñeca del tenedor de libros y la había estrujado apenas, y el cuchillo cayó sobre la arena. Entonces el bronceado y bien parecido gigante, que era Espartaco, hizo una señal a Helena y ésta levantó el cuello y cortó el cuello del lanista. Después, el griego y el lanista desaparecieron y ella quedó a solas con el gladiador, pero cuando le abrió los brazos él le escupió a la cara, giró sobre sus talones y salió. Entonces ella corrió tras él, sollozando e implorando que la esperara, pero él desapareció y ella quedó sola en medio de un infinito espacio de arena.