III

De modo que ocurrió que antes de que se hablara de un infierno cristiano en libros y en sermones —y posiblemente también después— ya existía en la tierra un infierno que los hombres habían visto y al que miraban y conocían muy bien. Porque está en la naturaleza del hombre el que solamente pueda escribir sobre los infiernos que él mismo ha creado primero.

En el mes de julio, cuando el tiempo es seco y horrible, sube por el Nilo desde Tebas. Sube hasta la primera catarata. Te encontrarás ya en la propia tierra del demonio. ¡Mira cómo la cinta verde a lo largo de la ribera se ha encogido y blanqueado! ¡Mira cómo las colinas y montículos del desierto lo son de arena cada vez más fina! Humo y polvo; el viento las toca y vuelan aquí y se levanta en tentáculos más allá. Cuando el río discurre lentamente —y así ocurre durante el tiempo seco— una costra de polvo blanco lo cubre. El polvo está también en el aire y ya el calor es intenso.

Pero por lo menos corre un poco de viento en el lugar. Ahora has pasado la primera catarata y debes internarte en el desierto de Nubia, que se extiende hacia el sur y hacia el este.

Intérnate en el desierto lo suficiente como para dejar atrás el escaso viento que sopla sobre el río, pero no tanto como para alcanzar al menos un soplo de la brisa del mar Rojo. Y ahora sigue hacia el sur.

De pronto el viento se ha detenido y la tierra está muerta. Únicamente el aire está vivo, cristalizado, y resplandece por el calor, y los sentidos humanos carecen ya de valor porque el hombre ya no ve nada tal como es; todo está alterado y se ve encorvado y torcido y combado por el calor. Y el desierto también ha cambiado. Es una idea errada la que tiene mucha gente de que el desierto es igual en todas partes; pero desierto significa solamente falta de agua y esta falta de agua varía enormemente en grados, y el desierto varía también de acuerdo con la naturaleza del suelo y del paisaje donde se encuentra. Hay desiertos rocosos y desiertos montañosos y desiertos de arena, y blancos desiertos de sal y desiertos de lava… y existe también el desierto del movedizo polvo blanco, donde la muerte es el mandato absoluto.

Aquí no crece absolutamente nada. No se conocen aquí los arbustos secos, retorcidos, duros, del desierto de rocas; ni la solitaria maleza rastrera del desierto de arena; aquí no se conoce nada.

Entra, pues, en este desierto. Avanza con ahínco por el polvo blanco y siente cómo golpea en tus espaldas ola tras ola de terrible calor. Tan caliente como todo lo imaginable pero lo suficiente como para permitir que un hombre viva, tal es el calor que existe allí. Abre una huella a través de este desierto caliente y terrible, y tiempo y espacio se harán infinitos y monstruosos. Pero seguirás y seguirás y seguirás. ¿Qué es el infierno? El infierno comienza cuando los más sencillos y necesarios actos de la vida se hacen monstruosos, y esta convicción ha sido compartida en todas las edades por aquellos que han probado los infiernos que el hombre hace sobre la tierra. Ahora es espantoso caminar, respirar, ver, pensar.

Pero esto no sigue así para siempre. De pronto se observa un trazado y aparece un aspecto más del infierno. Ante ti surgen negras colinas, extrañas colinas negras de pesadilla. Éste es el campamento de las piedras negras. Avanzas hacia la piedra negra y entonces ves que está toda veteada con filones de brillante mármol blanco. ¡Oh, cuan blanco es este mármol! ¡Oh, cómo centellea y brilla y con qué celestial lustre, porque los senderos del cielo están pavimentados con oro y el blanco mármol es rico en oro! Por eso es por lo que los hombres vienen a este lugar, y es por eso por lo que estás aquí, porque el mármol es rico y abundante en oro.

Acércate más y mira. Hace mucho tiempo que los faraones egipcios descubrieron este campamento de rocas, y en esos tiempos sólo disponían de herramientas de cobre y bronce. De modo que solamente pudieron picar y raspar en la superficie y nada más. Mas después de generaciones de estar raspando la superficie, el oro se agotó y fue necesario ir hacia la profundidad de la roca negra y echar a un lado el mármol blanco. Eso fue posible porque pasó la edad del cobre y vino la edad del hierro, y ahora los hombres pueden trabajar el mármol con picos y con cuñas de hierro y machos de diez kilos.

Pero fue necesaria una nueva clase de hombres. El calor y el polvo y las contorsiones físicas necesarias para seguir la retorcida vena conteniendo oro, dentro de la roca, hizo imposible el empleo de campesinos, ya fueran de Etiopía o de Egipto y el esclavo común costaba demasiado y moría muy pronto. De modo que a este lugar fueron traídos endurecidos soldados hechos prisioneros y niños koruu, nacidos de esclavos que habían nacido de esclavos en un proceso en el que podían sobrevivir únicamente los más fuertes y duros. Y hacían falta niños, porque cuando la vena se estrechaba, en la profundidad del campamento de roca, únicamente un niño podía ir allí a trabajar.

El viejo esplendor y el poderío de los faraones desapareció y las arcas de los reyes griegos de Egipto quedaron vacías, la mano de Roma había caído sobre ellos y los tramites de esclavos de Roma se hicieron cargo de la explotación de las minas. De todos modos, nadie como los romanos sabía hacer trabajar verdaderamente a los esclavos.

Llegas a las minas como llegó Espartaco, con ciento veintidós tracios encadenados de cuello a cuello, arrastrando sus cadenas ardientes a través del desierto, por el largo camino desde la primera catarata. El duodécimo hombre contando desde adelante es Espartaco. Está casi desnudo, como están casi desnudos todos ellos, y pronto estará completamente desnudo. Le cubre los ijares un jirón de género, y tiene largo cabello y le ha crecido la barba, tal como todos los hombres de la línea tienen barba y largos cabellos. Las sandalias están completamente gastadas, pero lleva lo poco que ha quedado de ellas por la protección que aún puedan proporcionarle; si bien la piel de sus pies tiene poco más de un centímetro de espesor y es dura como el cuero, no por ello constituye suficiente protección contra el ardiente desierto de arena.

¿Qué apariencia tiene este hombre, Espartaco? Tiene veintitrés años de edad ahora que arrastra la cadena a través del desierto, pero no se sabe por su aspecto; para los de su clase existe la intemporalidad de la herramienta, ni juventud ni madurez ni envejecimiento, sino la intemporalidad de la herramienta. De la cabeza a los pies, en los cabellos, en la barba y en el rostro, está cubierto con la polvorienta arena blanca, pero debajo de la arena su piel es de un tostado marrón, como sus ojos obscuros e intensos que salen de su cadavérico rostro al igual que ardientes carbones de odio. La piel bronceada es inherente a la vida de los de su tipo, porque los esclavos de piel blanca y rubios cabellos de las tierras nórdicas no pueden trabajar en las minas; el sol los quema y los mata, y mueren en medio de los más tremendos dolores.

Es difícil afirmar si es alto o bajo, porque los hombres encadenados no caminan erectos, pero el cuerpo está curtido a latigazos, reseco por el sol, deshidratado pero no descarnado.

Porque en tantas generaciones hubo un proceso de espigamiento, de aventamiento y en las rocosas colinas de Tracia la vida nunca fue fácil, de modo que cuanto sobrevive es fuerte y se aferra con denuedo a la vida. El puñado de trigo con que se alimentan a diario, los chatos y duros bizcochos de cebada son absorbidos hasta extraerles el último residuo de sustancia y el cuerpo es lo suficientemente joven para sostenerse a sí mismo. La nuca es gruesa y musculosa, pero presenta llagas ulceradas allí donde se asienta el collar de bronce. Los hombros están cubiertos de músculos y tan iguales son las proporciones del cuerpo que el hombre parece más pequeño de lo que es. El rostro es ancho y debido a que la nariz le fue rota a raíz de un bastonazo asestado por un capataz, aparece más chata de lo que en realidad es, y como sus obscuros ojos están muy separados, adquiere una mansa expresión ovejuna. Bajo la barba y el polvo, la boca aparece ancha y con labios gruesos, sensuales y sensitivos, y si se contraen —en una mueca, nunca en una sonrisa— se ve que los dientes son blancos y parejos. Las manos son grandes y cuadradas y tan hermosas como suelen ser algunas manos; en realidad, lo único hermoso que tiene son las manos.

Éste, pues, es Espartaco, el esclavo tracio, hijo de un esclavo que fue a su vez hijo de esclavo. No hay hombre que conozca su destino y el futuro no es un libro que se pueda leer y aun el pasado —cuando el pasado es trabajo agotador y nada mas que trabajo agotador— puede disolverse en un lóbrego lecho de incontables dolores. Éste, pues es Espartaco, que no conoce el futuro y no tiene motivos para recordar el pasado y a quien nunca se le ha ocurrido que los que trabajan puedan llegar jamás a hacer otra cosa que trabajar, ni tampoco que nunca llegue un tiempo en que el hombre pueda trabajar sin que el látigo fustigue sus espaldas.

¿En qué piensa mientras avanza penosamente a través de la arena caliente? Bueno, habría que saber que cuando un hombre arrastra una cadena, piensa muy poco, en muy pocas cosas, y la mayor parte del tiempo lo mejor es no pensar en otra cosa que en cuándo se volverá a comer otra vez, beber nuevamente, dormir de nuevo. De modo que no hay pensamientos complicados en la mente de Espartaco o en la mente de cualquiera de los tracios, los camaradas que con él llevan las cadenas. A los hombres se los transforma en bestias y ellos no piensan en los ángeles.

Pero ahora estamos al final de un día y la escena está cambiando, y los hombres de ese tipo se aferran a pequeñas excitaciones y cambios. Espartaco mira hacia arriba y allí está la negra cinta de la escarpa. Hay una geografía de los esclavos y aunque ellos no conocen la forma de los mares, la altura de las montañas o el curso de los ríos, conocen muy bien las minas de plata de Hispania, las minas de oro de Arabia, las minas de hierro del África del Norte, las minas de cobre del Cáucaso y las minas de estaño de Galia. Tienen su propio léxico del horror, su propio refugio en el conocimiento de otros lugares peores que en el que están; pero en el mundo entero no hay nada peor las negras escarpas de Nubia.

Espartaco lo mira; los otros lo miran, y toda la línea detiene su penosa marcha, su empecinada marcha, y los camellos con sus cargas de agua y trigo también se detienen, y hasta se detienen los capataces con sus látigos y sus picas. Todos miran a la negra cinta del infierno. Y entonces la línea reanuda la marcha.

Cuando llegan a ella, el sol se está poniendo tras la negra roca, que ha ennegrecido aún más, que se ha tornado más salvaje, más siniestra. Ha terminado el día de trabajo y los esclavos van saliendo de los pozos.

«¿Qué son ésos, qué son ésos?», piensa Espartaco.

Y el hombre que camina detrás de él murmura: «¡Dios me ayude!».

Pero Dios no los ayudará a ellos allí. Dios no se encuentra allí; ¿qué podría estar haciendo Dios allí? Y entonces Espartaco comprende que las cosas que ve no son extrañas especies del desierto, sino hombres como él mismo y niños como él lo fuera una vez. Eso es lo que son. Pero la diferencia en ellos ha sido compuesta desde adentro y desde fuera; y para aquellas fuerzas que les dieron formas distintas a las de la humanidad ha habido una respuesta interior, un lento desaparecer del deseo de ser humano. Basta mirarlos… ¡Miradlos! El corazón de Espartaco, que con el transcurrir de los años se había endurecido como la piedra, comenzó a contraerse con miedo y horror. Las fuentes de su íntima piedad, que creía habíanse secado, aún estaban húmedas, y su deshidratado cuerpo todavía era capaz de verter lágrimas. Él los mira. El látigo cae sobre sus espaldas, para obligarlo a moverse, pero no obstante se queda allí y los mira.

Se han estado arrastrando en las galerías y ahora que salen al exterior siguen arrastrándose como animales. No se han bañado desde que se encuentran aquí, y nunca más volverán a bañarse. Su piel es un conjunto de retazos de polvo negro y mugre marrón; su cabello es largo y esta apelotonado, y, cuando no son niños, tienen barbas. Algunos son negros y otros blancos, pero la diferencia es ahora tan pequeña que difícilmente se la toma en cuenta. Todos tienen desagradables callosidades en las rodillas y los codos, y están desnudos, completamente desnudos. ¿Por qué? ¿Es que las ropas los harán vivir más tiempo? La mina tiene un solo propósito, proporcionar beneficios a los accionistas romanos, y aun unas sucias hilachas de vestidos cuestan algo.

Pero hay algo que todos ellos llevan. Cada uno tiene en su cuello un collar de bronce o de hierro, y cuando van saliendo arrastrándose fuera de la roca negra, los capataces unen cada collar a una larga cadena y, cuando el número de encadenados llega a veinte, los hacen marchar hacia su barraca. Debe tenerse en cuenta que jamás nadie escapó de las minas de Nubia; nadie pudo escapar. ¿Un año en las minas y cómo podría uno pertenecer nuevamente al mundo de los hombres? La cadena, más que una necesidad, es un símbolo.

Espartaco clava la vista en ellos y busca a los de su clase, a su propia raza, al género humano, a la humanidad, que es la raza y la clase del hombre cuando el hombre es un esclavo. «Hablad», se dice a sí mismo, «hablad entre vosotros». Pero no hablan. Están silenciosos y muertos. «Sonreíd», se suplica a sí mismo. Pero nadie sonríe.

Llevan con ellos sus herramientas, los picos de hierro, las barras y los formones. Muchos de ellos llevan rústicas lámparas atadas a sus cabezas. Los niños, flacos como arañas, se contorsionan al caminar y pestañean constantemente al entrar en contacto con la luz. Los niños nunca crecen: sirven para dos años a lo más, después de llegar a las minas, pero no hay otro modo de seguir la veta de oro de las piedras cuando se hace más delgada y cambia de rumbo. Llevan las cadenas junto a los tracios, pero ni siquiera vuelven la cabeza para mirar a los recién llegados No tienen curiosidad. No les importa.

Y Espartaco sabe. «Dentro de muy poco a mí tampoco me importará», se dice a sí mismo. Y esto es más aterrador que cualquier otra cosa.

Ahora los esclavos van a comer y los tracios son llevados con ellos. La caverna en la piedra, que es su barraca, ha sido construida en la base de la propia escarpa. Fue construida hace mucho, mucho tiempo. Nadie recuerda cuándo fue construida. Está hecha de bloques macizos de piedra negra, y dentro no hay luz, y la ventilación proviene únicamente de la abertura de cada extremo. Nunca se la ha limpiado. La suciedad depositada allí durante décadas se ha podrido y endurecido sobre el piso. Los capataces nunca entran allí. Si dentro se produjera algún motín, se limitarían a suspender la ración de alimentos y agua; después de haber estado suficiente tiempo sin alimentos ni agua, los esclavos se volverán dóciles y se arrastrarán hacia afuera, como animales que son. Cuando alguien muere dentro, los esclavos sacan el cadáver. Pero a veces un niñito muere en la profundidad de la caverna y nadie lo advertirá ni nadie lo echará de menos hasta que la descomposición de su cuerpo lo ponga en evidencia. Tal clase de lugar es la barraca.

Los esclavos entran allí sin las cadenas. Al entrar se las retiran y les entregan un tazón de madera con alimento y una bota de cuero con agua. La bota contiene poco menos de un cuarto, y ésta es la ración que les proporcionan dos veces al día. Pero dos cuartos de agua al día no son suficientes para reponer lo que el calor sustrae del cuerpo en un lugar tan seco, de modo que los esclavos están sujetos a un proceso progresivo de deshidratación. Si otras cosas no los matan, tarde o temprano aquello destruirá sus riñones y, cuando el dolor llegue al extremo de impedirles trabajar, serán abandonados en el desierto, para que mueran.

Todo eso lo sabía Espartaco. El lo sabe todo respecto a los esclavos y la comunidad de los esclavos es la suya. Ha nacido en ella; ha crecido en ella; ha madurado en ella. Conoce el secreto fundamental de los esclavos. Es un deseo, no de placeres, comodidades, alimentos, música, risa, amor, abrigo, mujeres o vino; nada de eso. Es el deseo de aguantar, de sobrevivir. Eso y nada más que eso: sobrevivir. No sabe por qué. No hay razón para tal supervivencia ni lógica en ese sobrevivir; pero tampoco la hay en el conocimiento y en el instinto. Ningún animal podría sobrevivir en esa forina; el modo de sobrevivir no es sencillo; no es una tarea fácil; es mucho más complejo y se requiere más meditación y es más difícil que todos los problemas que haya afrontado la gente que nunca afrontó este problema. Y también hay una razón para ello. Y lo que justamente no conoce Espartaco es la razón.

Pero quiere sobrevivir. Se adapta, se amolda, acepta las condiciones, se aclimata, se sensibiliza. El suyo es un organismo de profunda fluidez y flexibilidad. Su cuerpo conserva fuerza de la libertad de ser liberado de las cadenas. ¡Cuánto tiempo él y sus camaradas llevaron las cadenas a través del mar, remontando el río Nilo, cruzando el desierto! ¡Semanas y semanas encadenado, y ahora se ve libre de ellas! Se siente más liviano que una pluma, pero esa fortaleza que acaba de encontrar no debe ser desperdiciada. Acepta el agua… más agua de la que ha visto en semanas. La guardará y la sorberá durante horas, de modo que cada gota caiga en los tejidos de su cuerpo. Toma sus alimentos, trigo y cebada pisada cocida con langostas secas. Bueno, en las langostas secas hay fuerza y vida y el trigo y la cebada son el tejido de su carne. Ha comido peor, y hay que hacer honor a todo alimento; aquellos que no lo honran, aunque sea con el pensamiento, se convierten en enemigos de los alimentos, y pronto mueren.

Camina en la obscuridad de la barraca y la fétida oleada del olor a podrido agrede sus sentidos. Pero no hay hombre que muera por el mal olor, y solamente los tontos y los hombres libres se pueden dar el lujo de vomitar. Él no gastará un gramo del contenido de su estómago en cosa parecida. No luchará contra ese olor; no se puede luchar contra tales cosas. En cambio, abrazará ese olor; le dará la bienvenida y dejará que lo penetre y pronto no tendrá por qué aterrorizarse de él.

Marcha en la obscuridad y sus pies lo guían. Sus pies son como ojos. No debe ni tropezar ni caer, porque en una mano lleva la comida y en la otra el agua. Se orienta hacia la pared de piedra y se sienta con la espalda contra ella. No se está tan mal aquí. La piedra es fría y tiene donde apoyar la espalda. Come y bebe. Y en torno a él se sienten los movimientos y el masticar de otros hombres y niños que hacen exactamente lo que hace él, y dentro de él los expertos órganos de su cuerpo le ayudan y con experiencia extraen lo que necesitan del poco alimento y de la escasa agua. Ingiere los últimos granos de alimento de su tazón, bebe lo que pueda quedar y lame luego el interior del recipiente. Esto no está condicionado por el apetito; alimento es supervivencia; cada residuo insignificante de comida constituye supervivencia.

Una vez comidos los alimentos, algunos de los que han comido se sienten más contentos y otros se entregan a la desesperación. No toda desesperación se ha desvanecido en este lugar; la esperanza puede perderse, pero la desesperación se aferra más empecinadamente, y se sienten gemidos y suspiros y se vierten lágrimas, y en alguna arte se deja oír un grito tembloroso. Y hasta alguien habla un poco, una voz débil llama:

—¿Espartaco, dónde estás?

—Aquí, estoy aquí, tracios —responde.

—Aquí está el tracio —dice otra voz. «Tracio, tracio». Ellos son su pueblo y se reúnen en torno de él. Siente sus manos mientras se apretujan junto a él. Tal vez los otros esclavos escuchan, pero de cualquier manera están profundamente silenciosos. Se trata solamente del cumplido de los recién llegados al infierno. Es posible que los que llegaron antes allí recuerden ahora qué era lo que más temían recordar. Algunos entienden las palabras de la lengua ática y otros no. Es posible que en alguna parte hasta exista memoria de las montañas coronadas de nieve de Tracia, la bendita, la bendita frescura, los arroyuelos discurriendo entre los bosques de pinos y las cabras negras brincando entre las rocas. ¿Quién sabe qué recuerdos perduran en el pueblo condenado de la escarpa negra?

«Tracio» lo llaman, y ahora los siente en todos lados, y cuando extiende una mano siente el rostro de uno de ellos, todos cubiertos de lágrimas.

Ah, las lágrimas son un derroche.

—¿Dónde estamos, Espartaco, dónde estamos? —murmura uno de ellos.

—No estamos perdidos. Recordamos cómo hemos venido.

—¿Quién se acordará de nosotros?

—No estamos perdidos —repite.

—Pero ¿quién se acordará de nosotros?

No se puede hablar de esa manera.

Él es casi un padre para ellos.

Porque para hombres que lo doblan en años él es el padre, según la vieja costumbre de la tribu. Todos ellos son tracios, pero él es el tracio.

De modo que él les canta suavemente, al igual que un padre cuenta un cuento a sus hijos:

Así como en la playa rompe impetuosa el agua.

En cerrada formación ante el viento del oeste,

Surgiendo translúcida desde el fondo del océano

Y encurvándose sobre la tierra al romper,

Su blanca espuma con decisión arroja lejos.

Así también y en tal orden los danaítas avanzaron,

Sin titubeos, hacia el frente de batalla…

Se posesiona de ellos y contiene sus penas, pensando para sí mismo: «¡Qué maravilla, qué magia hay en la vieja canción!». Los libera de aquella terrible obscuridad y los lleva a las perladas playas de Troya. ¡Allí están las blancas torres de la ciudad! ¡Allí están los dorados guerreros, cubiertos de bronce! El suave canto sube y desciende y suelta los nudos del terror y la ansiedad, y en la obscuridad se siente cómo se mueven y cómo gesticulan. Los esclavos no necesitan saber griego y, además, en el dialecto tracio de Espartaco poco queda de la lengua ática; ellos conocen ese canto, en que se conserva la vieja sabiduría de un pueblo y se la mantiene para los tiempos de tribulaciones…

Finalmente Espartaco se echa a dormir. Dormirá. Joven como es, hace mucho que hizo frente y dominó al terrible enemigo del insomnio. Ahora él mismo se sosiega y explora los recuerdos de la infancia. Quiere frescura, limpios cielos azules y sol y suaves brisas, y allí está todo eso. Yace entre los pinos observando cómo pacen las cabras, y junto a él está un hombre viejo, muy viejo. El viejo le enseña a leer con un palo, el viejo traza letras y más letras en la tierra.

—Lee y aprende, hijo mío —le dice el viejo—. Así nosotros los esclavos, llevamos un arma con nosotros. Sin ella, somos como las bestias del campo. El mismo Dios que le dio el fuego al hombre le dio el poder de escribir sus pensamientos, de modo que pueda recordar los pensamientos de los dioses en los dorados tiempos pasados. En aquel entonces los hombres estaban cerca de los dioses y podían hablar con ellos cuando querían, y entonces no había esclavos. Y ese tiempo volverá.

Y Espartaco recuerda y sus recuerdos se transforman en un sueño y duerme…

Por la mañana es despertado por el doblar del tambor. Hacen doblar el tambor a la entrada de la barraca y su retumbar hace eco y vuelve a repetirse a lo largo de la caverna de piedra. Se levanta y en torno a él siente cómo se levantan sus compañeros esclavos. En la extrema obscuridad avanzan hacia la entrada. Espartaco lleva consigo su tazón y su bota; si los olvidara, no habría para él alimentos ni agua en ese día; pero él conoce bien la vida de la esclavitud y no hay en ella variantes tales que no pueda prever. Al avanzar siente la presión de los cuerpos en torno a él y se deja llevar con ellos hacia la abertura del extremo de la barraca de piedra. Y durante todo ese tiempo el tambor sigue retumbando.

Falta una hora para que amanezca y el desierto tiene la frescura que siempre tendrá. En esta única hora del día el desierto es un amigo. Una suave brisa refresca el rostro de la escarpa. El cielo es de un maravilloso azul obscuro y el suave centelleo de las estrellas desaparece lentamente, único signo de feminidad en aquel triste, desahuciado mundo de hombres. Hasta los esclavos de las minas de oro de Nubia —de las que ninguno volverá— deben tener un pequeño descanso; y entonces se les da la hora antes del amanecer, de modo que sus corazones se llenen de un punzante amargo dulzor que reviva sus esperanzas.

Los capataces están agrupados a un lado, masticando pan y bebiendo agua. Hasta dentro de cuatro horas no se les dará ni pan ni agua a los esclavos, pero una cosa es ser capataz y otra es ser esclavo. Los capataces están envueltos en mantas de lana y cada uno de ellos lleva un látigo, una pesada cachiporra y un largo cuchillo. ¿Quiénes son estos hombres, los capataces? ¿Qué es lo que los trae a este terrible lugar del desierto donde no habita mujer alguna?

Son hombres de Alejandría, amargos, duros, y están aquí porque se les paga bien y porque obtienen un porcentaje sobre todo el oro que producen las minas. Están aquí con sus sueños de riqueza y ociosidad, y con la promesa de obtener la ciudadanía romana una vez que hayan servido cinco años en beneficio de la corporación. Viven para el futuro, cuando alquilen una vivienda en una casa de vecindad de Roma, cuando cada uno de ellos compre tres o cuatro o cinco muchachas esclavas para que duerman con ellos y para que les sirvan, y cuando pasen el día entero en los juegos o en los baños, y cuando se emborrachen todas las noches. Creen que viniendo a este infierno, anticipan su futuro paraíso terrenal; pero la verdad es que ellos, al igual que los guardianes de las cárceles, necesitan más del insignificante señorío sobre los condenados que el perfume, los vinos o las mujeres.

Son extraños hombres, producto único de los arrabales de Alejandría y hablan un lenguaje que es una jerga de arameo y griego. Hace dos siglos y medio que los griegos conquistaron Egipto y estos capataces no son ni egipcios ni griegos, sino alejandrinos. Lo que quiere decir que son versátiles en su corrupción, cínicos en sus apreciaciones e incrédulos de todo dios. Su codicia es grande pero barata. Se acuestan con hombres y duermen adormecidos por la droga del jugo de las hojas de Khat, que crece en las costas del mar Rojo. Tales son los hombres a los que observa Espartaco en la fresca hora anterior al amanecer, mientras los esclavos salen de las grandes barracas de piedra, echan al hombro sus cadenas y van hacia la escarpa. Ésos serán sus amos; y sobre él detentarán poder de vida y muerte; y por eso observa en busca de pequeñas diferencias, costumbres, maneras e indicaciones. En las minas no hay guardianes buenos, pero es posible que algunos sean menos crueles y menos sádicos que otros.

Observa cómo se apartan, uno a uno, para hacerse cargo allí donde están formando los esclavos. Aún hay demasiada obscuridad para poder distinguir sutilezas de rasgos o formas, pero sus ojos tienen práctica en tales cosas, y hasta en la manera de caminar y en el peso de un hombre existe algo que los define.

Está fresco y los esclavos están desnudos. Ni siquiera un jirón de género oculta sus lastimosos, inútiles órganos sexuales quemados por el sol, y allí están de pie tiritando y cruzando sus brazos en torno al cuerpo. La ira llega lentamente hacia Espartaco, ya que la ira no es productiva en la vida de los esclavos, pero piensa: «Podemos soportar todo menos esto, porque cuando no hay ni un pedazo de genero para cubrir nuestras partes, somos como animales». Y entonces revisa mentalmente: «No, menos que animales. Porque cuando los romanos se apoderaron de las tierras a que pertenecíamos y de las plantaciones en que trabajábamos, los animales quedaron en el campo y solamente nosotros fuimos enviados a las minas».

Ahora ha cesado el maldito redoble del tambor y los cuidadores desenrollan sus látigos y ablandan la tiesura del cuero de modo que el ambiente se llena de chasquidos y estallidos. Descargan sus látigos al aire, porque es demasiado temprano para descargarlos sobre la carne, y la pandilla avanza hasta el frente de las formaciones. Está más claro ahora y Espartaco puede ver el flaco niño que tirita a su lado y que deberá arrastrarse al fondo de la tierra para picar en la piedra blanca donde se encuentra el oro. Los otros tracios también ven, ya que se han reunido en torno a Espartaco, y algunos murmuran:

—Padre, oh padre, ¿qué clase de infierno es éste?

—Todo marchará bien —declara Espartaco; porque cuando a uno le llaman padre los suficientemente viejos como para ser padres de uno, ¿qué otra cosa se puede decir? De modo que dice las palabras que debe decir.

Todos los grupos se han ido hacia la escarpa y solamente ha quedado el desordenado grupo de los tracios. Queda una media docena de capataces, dirigido por uno de ellos. Avanzan hacia los recién venidos arrastrando los látigos, que dejan trazos sobre la arena. Uno de los capataces habla y pregunta en su jerga:

—¿Quién es vuestro líder, tracios?

Nadie responde.

—Es demasiado pronto para el látigo, tracios. Espartaco interviene entonces:

—Ellos me llaman padre.

Los cuidadores lo miran de arriba abajo y lo miden.

—Eres demasiado joven para que te llamen padre.

—Ésa es la costumbre de nuestra tierra.

—Aquí tenemos otras costumbres, padre. Cuando los hijos pecan, los padres son azotados. ¿Me oyes?

—He oído.

—Entonces oíd todos vosotros, tracios. Éste es un mal lugar pero puede ser peor. Mientras viváis, os exigiremos trabajo y obediencia. Una vez hayáis muerto, no os exigiremos nada. En otros lugares es mejor vivir que morir. Pero aquí podemos hacer que sea preferible morir que vivir. ¿Me entendéis, tracios?

Está saliendo el sol. Se los encadena y llevan sus cadenas hacia la escarpa. Allí se las quitan. La breve frescura de la mañana ya ha desaparecido. Se les entregan herramientas, picos de hierro, barrenos, barras. Se les muestra una veta blanca en la roca negra, en la base de la escarpa. Puede ser el comienzo de una vena; puede no ser nada. Deben extraer la roca negra y dejar al descubierto la piedra que contiene oro.

El sol se ha remontado en el cielo y el terrible calor del día comienza de nuevo. Picos y barras y barrenos. Espartaco enarbola un martillo. Cada hora hay medio kilo más de peso en el martillo. Es fuerte, pero nunca antes en su vida de trabajo hizo un trabajo como éste, y pronto cada músculo de su cuerpo se retuerce y gime bajo la tensión. Es muy sencillo decir que el martillo pesa más de ocho kilos; pero no hay palabras para describir las torturas de un hombre que enarbola y descarga tal martillo hora tras hora. Y aquí, donde el agua es tan preciosa, Espartaco comienza a sudar. El sudor mana de su piel, corre por su frente, y le cae en los ojos. Con toda la fuerza de su voluntad quiere que el sudor cese. Sabe que en ese clima, sudar es perecer. Pero el sudor no se detiene y la sed se convierte en un terrible, salvaje, doloroso animal dentro de sí.

Cuatro horas se han ido para siempre. Cuatro horas son una eternidad. ¿Quién mejor que un esclavo sabe cómo controlar los deseos del cuerpo? Sin embargo, cuatro horas se han ido para siempre y, cuando las botas de agua circulan entre los grupos, Espartaco siente como si muriera de sed, como lo sienten todos los tracios. Y extraen de las botas de cuero el verde y gorgoteante fluido bendito. Y entonces saben qué insensatez han hecho.

Así son las minas de oro de Nubia. Cuando es mediodía, la fuerza y el poder de trabajo han disminuido y entonces el látigo comienza a urgirlos. ¡Oh, qué gran maestría la de los capataces en el manejo del látigo! Pueden tocar cualquier parte del cuerpo, con delicadeza, suavemente, amenazadoramente, como una advertencia. Pueden tocar la ingle del hombre o su boca o su espalda o su frente. Es igual que un instrumento y puede ejecutar música en el cuerpo del hombre. La sed es ahora diez veces más intensa que antes, pero el agua se ha terminado y no se les proporcionará más hasta que termine la jornada de trabajo. Y un día así es una eternidad.

Y sin embargo termina. Todo termina. Hay un tiempo para comenzar y un tiempo para terminar. Una vez más redobla el tambor y la jornada de trabajo ha finalizado.

Espartaco deja caer el martillo y mira sus manos sangrantes. Algunos de los tracios se sientan. Uno de ellos, un muchacho de dieciocho años, se revuelca y cae sobre el costado, las piernas encogidas en apretada agonía. Espartaco se dirige hacia él.

—¿Padre… padre, eres tú?

—Sí, sí —dice, y besa al muchacho en la frente.

—Bésame entonces en los labios, porque me estoy muriendo, padre mío, y lo que queda de mi alma quiero dártela a ti.

Y Espartaco lo besa, pero no puede llorar, porque está seco y chamuscado como cuero quemado.