VIII

Cayo compartía su baño con Licinio Craso y se sintió aliviado al constatar que el gran hombre no era de la escuela de los que lo tomaban a él, Cayo, para que personalmente realizara todas las envejecidas cualidades de la juventud bien nacida de su tiempo. Encontró a Craso agradable y afable, y advirtió que tenía ese modo cautivador que consiste en solicitar la opinión de los demás, aunque se trate de personas sin mayor importancia. Se tendieron en el baño, chapoteando perezosamente en el agua, flotando para atrás y para adelante, gozando del agua tibia y perfumada, bien impregnada de sales aromáticas. El cuerpo de Craso estaba en forma; nada del vientre de la edad mediana, sino recio y neto, y él era juvenil y vivaz. Le preguntó a Cayo si habían llegado por el camino de Roma.

—Sí, en efecto, y mañana seguiremos hacia Capua.

—¿No les molestaron los símbolos de castigo?

—Teníamos mucha curiosidad por verlos —respondió Cayo—. Pero en realidad no nos molestaron demasiado. De vez en cuando había un cadáver despanzurrado por los pájaros, que resultaba poco agradable, especialmente si el viento soplaba en nuestra dirección, pero eso no podía impedirse, de modo que las muchachas corrieron las cortinas de sus literas. Sin embargo, usted sabe, se sintieron afectados y en algunos casos los lecticiarios se indispusieron.

—Supongo que advirtieron la identidad —dijo sonriendo el general.

—Es posible. ¿Usted cree que entre los esclavos hay ese tipo de sentimientos? Nuestros lecticiarios han nacido en establos en su mayor parte, y muchos de ellos han sido amansados a latigazos durante la infancia, en la escuela de Appio Mundelio, y si bien son fuertes, su condición no es superior a la de los animales. ¿Podrían ellos identificarse? Me resulta difícil creer que haya cualidades semejantes entre los esclavos. Pero usted debe de estar mejor informado. ¿Cree usted que todos los esclavos sintieron algo por Espartaco?

—Creo que la mayor parte de ellos.

—¿Realmente? Es como para intranquilizarse.

—De otro modo no hubiera sido partidario de este asunto de las crucifixiones —explicó Craso—. Es un derroche y no me gusta el derroche por el derroche mismo. Además, pienso que matar puede volverse contra quienes lo hacen… el exceso de matanza. Creo que a nosotros nos hace algo que más tarde puede dañarnos.

—¡Pero son esclavos! —protestó Cayo.

—¿Cómo es eso que tanto le gusta decir a Cicerón?… El esclavo es el instrumentum vocale, que se distingue de la bestia, el instrumentum semivocale, que se distingue de la herramienta común, que podríamos denominar el instrumentum mutum. Es una forma muy hábil de plantear la cuestión y estoy seguro de que Cicerón es un individuo muy inteligente, mas él no tuvo que luchar contra Espartaco. Ciceron no tuvo que calcular el potencial lógico de Espartaco porque no tuvo que pasar noches en vela, como yo, tratando de prever lo que Espartaco estaba pensando.

Cuando usted lucha contra ellos, descubre de pronto que los esclavos son algo más que instrumenta vocalia.

—¿Acaso usted lo conoció a él…, quiero decir personalmente?

—¿A él?

—Me refiero a Espartaco.

El general sonrió pensativamente.

—No, en realidad —manifestó—. Me hice mi propia imagen de él, uniendo esto y aquello, pero no conozco a nadie que lo haya conocido. ¿Cómo podía no conocerlo? Si usted tiene un perrito que de pronto ataca furiosamente y lo hace con mucha inteligencia, seguirá siendo un perrito, ¿no es así? Difícil de saber. Me hice mi propia imagen de Espartaco, pero no me atrevería a escribir una descripción suya. No creo que nadie pueda hacerlo. Los que podrían haberlo hecho están colgados a lo largo de la vía Apia y el hombre mismo es ya como si hubiera sido un sueño. Nosotros lo reharemos ahora en su vieja condición de esclavo.

—Que es lo que era —dijo Cayo.

—Sí… sí, supongo que sí.

A Cayo le resultaba difícil continuar con el tema. No se trataba de que tuviera escasa experiencia de la guerra; la verdad era que ésta no le interesaba; y, sin embargo, la guerra era obligatoria para su casta, para su clase, para su condición de vida. ¿Qué pensaba Craso de él? ¿Serían sinceras su atención considerada y su cortesía? De todos modos la familia de Cayo no podía ser ignorada o negársele importancia, y Craso necesitaba amigos; porque, por irónico que parezca, el general que libró las más cruentas batallas de la historia romana obtuvo muy escasa gloria de ellas. Luchó contra esclavos y los derrotó… cuando esos esclavos casi habían derrotado a Roma. Todo el asunto constituía una curiosa contradicción, y la humildad de Craso bien podía haber sido real. Sobre Craso no podían tejerse leyendas ni canciones para cantar. La necesidad de olvidar esa guerra rebajó notablemente el alcance de sus victorias.

Salieron del baño y las esclavas que los esperaban los recibieron con toallas calientes. Más de un lugar con más ostentación que la residencia de Antonio Cayo no podría haber sido mejor en anticipar y satisfacer los menores deseos de sus huéspedes. Cayo pensó en eso mientras lo secaban. En los viejos tiempos, según le habían contado, existió un mundo lleno de pequeños principados y diminutos reinos y ducados, pero pocos de ellos pudieron haber vivido y atendido en el estilo en que lo hacía Antonio Cayo, terrateniente no del todo poderoso o importante y ciudadano de la República. Dijeran lo que dijeran, la manera de vivir romana era un reflejo de los mejor dotados y más capaces de gobernar.

—Nunca me he podido acostumbrar a ser vestido y tocado por mujeres —dijo Craso—. ¿A usted le gusta?

—Nunca he prestado mucha atención al asunto —respondió Cayo.

Lo cual no era enteramente cierto, ya que el joven encontraba un indudable placer y cierta excitación en ser tocado por esclavas. Su propio padre no lo permitía y en ciertos círculos se lo criticaba; pero en los últimos cinco o seis años la actitud hacia los esclavos había cambiado considerablemente, y Cayo, al igual que tantos de sus amigos, los había despojado de la mayoría de los elementos Romanos. Era una manera muy sutil de condicionar la cosas, en ese momento no sabía en realidad qué aspecto tenían las tres mujeres que los estaban atendiendo y, si de pronto se lo hubieran preguntado, no habría podido describirlas. La pregunta del general hizo que las observara.

Pertenecían a alguna tribu o lugar de Hispania, jóvenes, de esqueleto menudo, no mal parecidas en su modo suave y silencioso. Descalzas, vestían túnicas cortas y lisas, y sus ropas estaban humedecidas por el vapor de agua del baño y salpicadas de manchas de transpiración, a causa del esfuerzo que realizaban. Lo excitaban un poco, solamente a consecuencia de su propia desnudez, pero Craso atrajo hacia sí a una de ellas, la manoseó bobaliconamente y le sonrió, mientras ella se retorcía servilmente, pero sin ofrecer resistencia.

Aquello desconcertó enormemente a Cayo; sintió un súbito menosprecio por aquel gran general que manoseaba a una muchacha de casa de baños; no quiso mirar. Le pareció algo pequeño y sucio, que restaba dignidad a Craso, y Cayo pensó además que, cuando Craso lo recordara más adelante, se volvería también contra él, por haber estado presente.

Se dirigió a la mesa de masajes y se tendió y poco después se le acercó Craso.

—Hermosa cosita —comentó Craso. Y Cayo se preguntó si aquel hombre era completamente idiota en cuestión de mujeres. Pero Craso no estaba perturbado.

—Espartaco —dijo, retomando el hilo de la conversación anterior— era tan enigmático para mí como lo es para usted. Nunca lo vi… pese a los endemoniados bailes a que me condujo.

—¿Así que usted nunca lo vio?

—Nunca, pero eso no significa en absoluto que no lo conociera. Pieza por pieza lo compuse. Me gusta eso. Otra gente compone música o arte. Yo compuse un retrato de Espartaco.

Craso se extendió complacido bajo los hábiles dedos de la masajista. Una de las mujeres tenía un pequeño recipiente con aceite perfumado, del que dejaba caer ruidosa y constantemente el lubricante necesario bajo los dedos de la masajista, quien iba venciendo la tensión de un músculo tras otro. Craso se retorcía cual un enorme gato a quien le acariciaran el lomo, suspirando de placer.

—¿Qué aspecto tenía… su retrato? —preguntó Cayo.

—A menudo me pregunto qué idea tendría él de mí —dijo Craso con una mueca—. Al final vino a buscarme. Al menos eso dicen. No podría jurar haberlo oído, pero aseguran que gritaba: «¡Craso, espérame, bastardo!» o algo por el estilo. No se hallaba a más de cuarenta o cincuenta metros de distancia, y empezó a abrirse paso a hachazos en dirección a mí. Fue algo asombroso. No era un hombre muy grande… tampoco muy fuerte, pero estaba poseído por la furia. Ésa es la palabra, precisamente. Cuando luchaba con sus propios brazos, era algo así, una furia, una cólera. Y, en efecto, se abrió paso hasta medio camino de donde yo estaba. En esa desenfrenada carrera final debe de haber dado muerte por lo menos a diez o doce hombres y no se detuvo hasta que lo destrozaron.

—¿De modo que es verdad que nunca fue hallado su cuerpo? —preguntó Cayo.

—Así es. Lo cortaron en pedazos, y no quedó nada de él. ¿Usted sabe lo que es un campo de batalla? Allí hay carne y sangre y resulta muy difícil decir de quién es esa carne y de quién esa sangre. Así que se fue por donde vino, de la nada hacia la nada, del circo al puesto del carnicero. Vivimos por la espada y morimos por la espada. Así fue Espartaco. Yo lo saludo.

Lo que había contado el general le hizo recordar a Cayo la conversación que había tenido con el fabricante de salchichas, y estuvo a punto de formular la pregunta pertinente, pero en cambio inquirió:

—¿No lo odia?

—¿Por qué? Fue un buen soldado y un condenado y sucio esclavo. ¿Qué es lo que debería yo odiar en particular? Él está muerto y yo estoy vivo. A mí me gusta eso —dijo mientras se retorcía de agrado bajo los dedos de la masajista, pero dando por sentado que sus palabras eran algo aparte de ella y más allá de ella—, pero mi experiencia es limitada. Usted no pensaría lo mismo, seguramente, pero su generación mira las cosas de forma distinta. No hablo de porquerías, sino de refinamientos, como éste. ¿Hasta dónde puede uno llegar, Cayo?

Al principio el joven no se dio cuenta de qué estaba hablando el general y se le quedó mirando con curiosidad. Los músculos de la nuca de Craso evidenciaban su vehemencia y todo su cuerpo se veía poseído por la pasión. Cayo se turbó y sintió un poco de miedo; hubiera querido salir rápidamente de la habitación, pero no había modo de hacerlo con decoro; y no porque le importara qué era lo que iba a ocurrir sino porque estaba dispuesto a estarse allí para verlo ocurrir.

—Puede preguntarle a ella —dijo Cayo.

—¿Preguntarle a ella? ¿Se imagina que este animalejo habla latín?

—Todos hablan un poco.

—¿Sugiere que le pregunte directamente?

—¿Por qué no? —repuso entre dientes Cayo y, a continuación, se volvió boca abajo y cerró los ojos.