IV
La mañana resultó ser más calurosa de lo que Cayo había esperado, y, después de un tiempo, el olor de los muertos se hizo bastante desagradable. Las muchachas empaparon sus pañuelos con perfume, que aspiraban constantemente, pero eso no era suficiente para cubrir las súbitas oleadas del fétido y nauseabundo olor que flotaba en el camino, ni podían impedir que se reaccionara contra tal hedor. Las muchachas estaban descompuestas y Cayo finalmente tuvo que quedarse atrás, ir a un lado del camino y buscar allí alivio para sí mismo. Casi se les arruina la mañana.
Felizmente, en un trecho de poco menos de un kilómetro, hasta la posada donde se detuvieron para almorzar, no había crucifijos, y si bien era escaso el apetito que les quedaba, pudieron al menos sobreponerse a su indisposición. Aquella taberna junto al camino había sido construida en estilo griego; se trataba de un curvo edificio de un piso con una agradable terraza. La terraza, donde habían sido puestas las mesas, estaba construida sobre una pequeña barranca por la que corría un arroyo, y enfrente había una gruta rodeada por grupos de fragantes y verdes pinos. Allí no se aspiraba otra cosa que olor a pino, el húmedo, el dulce olor de los bosques, y no había otro ruido que el cortés rumor de las conversaciones de los comensales y la música del arroyuelo. «¡Qué lugar tan delicioso!» exclamó Claudia, y Cayo, que ya había estado allí antes encontró una mesa para ellos y comenzó a ordenar el almuerzo con gran autoridad. El vino de la casa, una bebida burbujeante y ambarina, seca y reconfortante, les fue servido de inmediato y mientras lo sorbían les volvió el apetito. Estaban en la parte de atrás de la casa, separados del ambiente general del frente, donde comían los soldados, los que conducían carromatos y los extranjeros; allí había sombra y se estaba fresco y, aunque raras veces se suscitaba la cuestión, se reconocía que era sitio para servir sólo a caballeros y patricios. Esto no hacía del lugar nada exclusivo, ya que los caballeros eran viajantes de comercio, negociantes y manufactureros y comisionistas y tratantes de esclavos; pero era una posada y no una residencia privada. Además, desde fecha reciente, los caballeros imitaban las maneras de los patricios, lo que los hacía menos bulliciosos, inoportunos y desagradables.
Cayo ordenó pato frío ahumado y prensado y naranjas glaseadas y, hasta que llegó la comida, estuvo conversando sobre la última obra representada en Roma, una comedia más bien artificial, una pobre imitación del teatro griego, como tantas había.
La trama se refería a una mujer fea y vulgar que había hecho un pacto con los dioses de entregarles, a cambio de un día de gracia y de belleza, el corazón de su esposo. El esposo había dormido con la amante de uno de los dioses, y el argumento, complicado y falso, se basaba en una débil cuestión de venganza. Por lo menos, eso era lo que pensaba Helena, pero Cayo protestaba de que a pesar de su superficialidad, tenía a su entender varios pasajes diestramente concebidos.
—A mí me gustó —dijo sencillamente Claudia.
—A mí me parece que estamos demasiado preocupados con lo que una cosa dice en vez de la forma en que se dice —sonrió Cayo—. Por mi parte, yo voy al teatro a entretenerme con lo que es original. Si uno prefiere el drama de la vida y de la muerte, puede ir al circo y ver cómo los gladiadores se destrozan entre sí. He observado, sin embargo, que no son los tipos particularmente brillantes o profundos los que frecuentan las peleas.
—Estás justificando el escribir mal —protestó Helena.
—De ninguna manera. Simplemente, creo que la calidad de lo que se escribe para el teatro no tiene mayor importancia. Es más barato emplear a un escritor griego que a un lecticiario, y yo no soy de los que hacen un culto de los griegos.
Al decir esto último Cayo advirtió que había un hombre de pie junto a la mesa. Las otras mesas estaban ocupadas y el hombre, un tipo de comerciante viajero, dudaba si podía unirse a ellos o no.
—Tan sólo un bocado y me iré —dijo—. Si no les molesta la intromisión.
Era alto, musculoso, bien plantado, evidentemente próspero, costosamente vestido y nada respetuoso, salvo para el rango y abolengo de aquellos jóvenes. En los tiempos pasados los caballeros no habían tenido tal actitud hacia la nobleza terrateniente; fue tan sólo cuando ésta se convirtió en una clase muy acaudalada cuando descubrieron que el abolengo era uno de los lujos más difíciles de adquirir y, en consecuencia, su valor aumentó. Cayo, al igual que tantos de sus amigos, hacía notar a menudo la contradicción que existía entre los estentóreos sentimientos democráticos de esa gente y sus intensas aspiraciones de clase.
—Me llamo Cayo Marco Servio —dijo el caballero—. No vacilen, si no les agrada mi presencia.
—Haga el favor de sentarse —respondió Helena.
Cayo se presentó a sí mismo y presentó a las muchachas y le satisfizo la reacción del otro.
—He hecho algunos negocios con familiares suyos —hizo notar el caballero.
—¿Negocios?
—Hemos negociado en ganado, por decirlo así. Soy fabricante de salchichas. Tengo una fábrica en Roma y otra en Tarracina, que es de donde vengo ahora. Si ustedes han comido salchichas, han probado las que yo fabrico.
—Estoy seguro —sonrió Cayo pensando: «Odia mi estirpe, mírenlo, pero sin embargo está encantado de sentarse aquí. ¡Qué puercos que son!».
—Negocios en puercos —dijo Servio, como si hubiera leído el pensamiento del otro.
—Estamos encantados de haberlo conocido y transmitiremos a nuestro padre sus saludos —declaró Helena con amabilidad. Sonrió cortésmente a Servio y él la miró nuevamente, como diciendo: «Así que eres una mujer, querida, patricia o no». Y así fue como lo entendió Cayo: «¿Te gustaría acostarte conmigo, putita?». Se sonrieron mutuamente y Cayo hubiera querido matarlo, pero mayor era el odio hacia su hermana.
—No he querido interrumpir vuestra conversación —dijo Servio—. Continuad, por favor.
—Nos aburríamos hablando de obras teatrales aburridas.
La comida llegó en ese momento y comenzaron a almorzar. De pronto Claudia retuvo el trozo de pato que se llevaba a la boca y dijo lo que a Cayo se le ocurrió tiempo después ser la cosa más sorprendente:
—Usted debe de haberse alterado mucho por los símbolos.
—¿Qué símbolos?
—Las crucifixiones.
—¿Alterado?
—Por el desperdicio de tanta carne fresca —dijo Claudia con calma, no con maña, simplemente con calma, y continuó comiendo pato. Cayo tuvo que reprimirse para no estallar en una carcajada, y Servio se puso primero rojo y luego intensamente pálido. Pero Claudia, sin la menor idea de lo que había ocasionado, se limitó a seguir comiendo. Solamente Helena intuyó una dureza mayor que la ordinaria en el fabricante de salchichas y su piel experimentó una picazón premonitoria. Quería que replicara y se alegró cuando lo hizo.
—Alterado no es la palabra —repuso finalmente Servio—. No me gusta el derroche.
—¿Derroche? —preguntó Claudia, dividiendo en pequeños trozos la naranja glaseada y colocando delicadamente cada uno de los trozos entre sus labios. «¿Derroche?». Claudia sentía piedad por algunos hombres y otros pocos la irritaban; y hacía falta un hombre extraordinario para que sus sentimientos sobrepasaran esos límites.
—Hombres bien plantados, los de Espartaco —explicó Marco Servio— y también bien alimentados. Supongamos que pesaran por término medio setenta kilos cada uno. Hay más de seis mil esclavos colgados allí afuera, como si fueran pavos trufados. Son cuatrocientos veinte mil kilos de carne fresca… o que por lo menos fue fresca.
«¡Oh, no!, no puede decirlo en serio», pensó Helena. Todo su cuerpo se erizó, a la expectativa, pero Claudia, que prosiguió comiendo naranja glaseada, sabía que el otro había hablado en serio. Y Cayo preguntó:
—¿Por qué no hizo usted una oferta?
—La hice.
—¿Pero no querían vender?
—Me las arreglé para comprar ciento diez mil kilos.
—¿Qué es lo que andará buscando éste? —se preguntó Cayo, y pensó—: Trata de asombrarnos. En sus maneras vulgares, en sus puercas maneras, va a replicar lo que dijo Claudia. Helena, sin embargo, vio el fondo de la verdad y Cayo tuvo la satisfacción de comprender que por fin algo había aparecido bajo la epidermis de su hermana.
—¿De hombres? —susurró Claudia.
—De instrumentos —declaró con precisión el fabricante de salchichas—, para citar a ese admirable joven filósofo, Cicerón. Instrumentos inservibles. Los ahumé, los piqué y los mezclé con cerdo, especias y sal. La mitad va para Galia; la otra mitad a Egipto. Y el precio es bastante razonable.
—Me parece que su broma es un poco pesada —gruñó Cayo.
Era muy joven y le resultó difícil soportar la madura mordacidad del fabricante de salchichas. El caballero jamás olvidaría en su vida el insulto de Claudia y lo referiría también a Cayo por haber cometido éste el error de estar presente.
—No estoy bromeando —dijo Servio con naturalidad—. La joven hizo una pregunta y yo le respondí. He comprado ciento diez mil kilos de esclavos para convertirlos en salchichas.
—Eso es lo más horripilante y desagradable que haya oído en mi vida —dijo Helena—. Su natural grosería, señor, ha tomado un extraño rumbo.
El caballero se puso de pie y los miró uno a uno.
—Con su perdón —dijo, y dirigiéndose a Cayo, agrego—: Pregúntele a su tío, Silio. Él se encargó de la transacción, y obtuvo una sustancial ganancia al hacerlo.
En seguida se alejó. Claudia prosiguió comiendo con calma la naranja glaseada, deteniéndose tan sólo para comentar:
—¡Qué individuo imposible resultó ser!
—Sin embargo, estaba diciendo la verdad —comentó Helena.
—¿Qué?
—¡Claro que sí! ¿Por qué habría de asombrarte tanto?
—Fue una estúpida mentira —dijo Cayo—, inventada a propósito para molestarnos.
—La diferencia entre nosotros, querido, es que yo sé cuándo alguien está diciendo la verdad.
Claudia se puso más pálida que de costumbre. Se levantó, se excusó y con estudiada dignidad y se dirigió hacia los aseos; Helena sonrió levemente, casi para sí misma, y Cayo comentó:
—Nada nos choca a nosotros, ¿verdad, Helena?
—¿Por qué habría de chocarnos?
—Por lo menos yo nunca volveré a comer salchichas.
—Yo nunca las he comido —dijo Helena.