II
El camino había sido abierto en marzo y dos meses más tarde, a mediados de mayo, Cayo Craso, su hermana Helena y su amiga Claudia Mario se dispusieron a pasar una semana con unos parientes de Capua.
Salieron de Roma la mañana de un día luminoso, claro y fresco, un día perfecto para viajar, y siendo los tres jóvenes les brillaban los ojos y les deleitaba el viaje y las aventuras que con certeza habrían de ocurrirles. Cayo Craso, joven de veinticinco años, cuyos obscuros cabellos caían en abundantes y suaves rizos y cuyas facciones regulares le habían dado reputación de bien parecido al igual que de bien nacido, montaba un caballo árabe blanco, que le habría regalado su padre el año anterior con motivo de su cumpleaños, y las dos muchachas viajaban en literas descubiertas. Cada litera era llevada por cuatro esclavos, adiestrados para los caminos y que podían hacer dieciséis kilómetros a marcha uniforme sin descanso. Planeaban pasar cinco días de viaje, deteniéndose cada noche en la casa de campo de algún amigo o pariente, y de ese modo, mediante etapas pausadas y agradables, llegar a Capua. Sabían antes de partir que el camino estaba señalado con símbolos de castigo, pero pensaron que aquello no alcanzaría a incomodarles. A decir verdad, las muchachas estaban bastante excitadas por las descripciones que habían oído, y por lo que a Cayo se refería, siempre tenía reacciones placenteras y algo sensuales frente a tales vistas, y también estaba orgulloso de su estómago y del hecho de que cosas como aquéllas no lo afectaran excesivamente.
—Después de todo —les decía a las muchachas— es mejor mirar a un crucifijo que estar en él.
—Nosotras miraremos siempre hacia delante —comentó Helena.
Era mejor parecida que Claudia, que era rubia y lánguida, de tez muy blanca y pálidos ojos y un aire de fatiga que gustaba destacar. Su cuerpo era pleno y atractivo, pero Cayo la encontraba bastante tonta y se preguntaba qué era lo que su hermana veía en ella, enigma que estaba decidido a descifrar en ese viaje. Anteriormente, en varias oportunidades se había propuesto seducir a la amiga de su hermana y siempre su resolución había sido abandonada frente a la desaliñada indiferencia de la muchacha, desinterés que no era específicamente con relación a él, sino general. Estaba hastiada y Cayo tenía la seguridad de que únicamente su aburrimiento impedía que fuera totalmente insoportable. Su hermana era otra cosa. Le excitaba en forma perturbadora; era tan alta como él, muy similar a él en el aspecto, mejor parecida, si fuera posible, y era considerada hermosa por hombres que no se dejaban intimidar por su resolución y su fortaleza. Su hermana lo excitaba y él tenía conciencia de que al planear el viaje a Capua había acariciado la esperanza de que tal excitación encontrara alguna solución. Su hermana y Claudia hacían una combinación extraña pero atractiva, y Cayo estaba a la espera de los incidentes con que había de recompensarle el viaje.
A escasos kilómetros de Roma comenzaron los símbolos de castigo. Había un lugar donde el camino cruzaba un pequeño erial de rocas y arena, de unos cuantos acres de extensión, y la persona a cargo de la exhibición, con un claro sentido del efecto, había elegido dicho lugar para instalar el primer crucifijo. La cruz había sido tallada en madera fresca de pino, que exudaba resina y, desde que el terreno se hundía detrás del lugar, emergía enhiesta, solitaria, formando ángulo contra el cielo mañanero, tan alta e impresionante —más grande de lo normal, ya que era la primera— que difícilmente se advertía el cuerpo desnudo del hombre que colgaba de ella. Caía ligeramente oblicuo, como muy a menudo ocurre con el crucifijo demasiado grande, y esto le añadía cualidades extrañas y semihumanas. Cayo detuvo su caballo y luego lo dirigió hacia el crucifijo; y Helena, con un ligero golpe de su elegante látigo, ordenó a los esclavos de la litera que lo siguieran.
—¿Podemos descansar, oh señora, oh señora? —susurró el encargado de marcar el paso de la litera de Helena, cuando se detuvieron ante el crucifijo. Era hispánico y su latín era imperfecto y cauto.
—Por supuesto —repuso Helena. La joven tenía tan sólo veintitrés años, pero ya manifestaba un carácter fuerte, tal como el de todas las mujeres de su familia, y despreciaba la crueldad insensata hacia los animales, ya fueran esclavos o bestias. Entonces, los lecticiarios descendieron suavemente los carruajes, sentándose en cuclillas, agradecidos, junto a ellos.
Pocos metros frente al crucifijo, en una silla de paja, a la sombra de un toldo remendado, estaba sentado un hombre gordo y afable, que denotaba distinción y pobreza a la vez. Su distinción se manifestaba en cada una de sus varias papadas y en la dignidad de su enorme vientre, y su pobreza, no exenta de abandono, era claramente evidente por sus raídos y sucios vestidos, sus uñas negras y la barba hirsuta. Su afabilidad era la máscara gastada del político profesional; y podía advertirse de un vistazo que durante años se había alimentado de dádivas en el Foro y en el Senado como también en los barrios. Allí estaba ahora, a un peldaño de convertirse en mendigo, con sólo una estera en algún albergue; pero su voz aún vibraba con el recio acento del vociferador de feria. Eran las suertes de las guerras, como claramente lo dejó expresado. Algunos eligen el partido vencedor con misteriosa facilidad. Él siempre había elegido el perdedor, y de nada valía decir que esencialmente ambos no se diferenciaban. Así era como había llegado donde se encontraba, pero hombres mejores lo pasaban peor.
—Me perdonarán por no ponerme de pie, mi gentil señor y mis gentiles damas, pero el corazón… el corazón. —Puso la mano sobre su gran abdomen, en la zona adecuada—. Veo que han salido temprano y temprano debieron salir, ya que ésa es la hora de viajar. ¿Capua?
—Capua —dijo Cayo.
—Capua, claro está; una atrayente ciudad, una hermosa ciudad, una próspera ciudad, una verdadera gema de ciudad. ¿A visitar parientes?
—Así es —respondió Cayo. Las muchachas sonreían. Él era afable; era un gran payaso. Su dignidad se esfumó. Mejor hacer el payaso para aquellos jóvenes. Cayo comprendió que el dinero tenía algo que ver con tan inesperado proceder, pero no le importó. Porque, por otra parte, nunca se le había negado el dinero suficiente para sus necesidades o caprichos y, además, deseaba impresionar a las muchachas como hombre de mundo, y ¿cómo hacerlo mejor que sirviéndose de aquel mundano y gordo payaso?
—Ustedes ven en mí un guía, un narrador de historias, un pequeño proveedor de migajas de castigo y de justicia. ¿Acaso un juez hace más? La posición social es diferente, y no obstante es preferible aceptar un denario y la vergüenza que implica, que mendigar…
Las muchachas no podían apartar sus ojos del hombre muerto que pendía del crucifijo. En ese momento estaba directamente sobre ellas, desnudo, ennegrecido por el sol, picoteado por los pájaros y ellas no dejaban de lanzarle rápidas miradas. Los cuervos ensayaban veloces caídas sobre el cadáver. Las moscas se amontonaban sobre su piel. Por la forma en que había quedado colgado, separado de la cruz, daba la impresión de estar cayendo, siempre en movimiento, un grotesco movimiento de la muerte. La cabeza colgaba hacia delante, y los cabellos, largos y rubios, cubrían lo que de horror pudo haber habido en su rostro.
Cayo dio una moneda al hombre gordo; el agradecimiento no fue mayor que lo que correspondía. Los lecticiarios permanecían en cuclillas, silenciosos, sin levantar la vista hacia el crucifijo, la mirada clavada en el suelo; estaban amansados en el camino y bien adiestrados.
—Éste es simbólico, por así decirlo —manifestó el hombre gordo—. No lo miren, señoras mías, como algo humano u horrible. Roma da y Roma quita y, más o menos, el castigo corresponde al delito. Éste está aquí solo y llama vuestra atención a lo que seguirá. Entre este lugar y Capua, ¿saben ustedes cuántos?
Ellas lo sabían, pero esperaron a que él lo dijera. Había algo de precisión en aquel hombre gordo y jovial que los introdujo en lo inenarrable. Él era una prueba de que no se trataba de nada inenarrable, sino común y natural. Les iba a dar una cifra exacta. Podría no ser verdadera, pero sería precisa.
—Seis mil cuatrocientos setenta y dos —dijo. Algunos de los lecticiarios se movieron. No estaban descansando; estaban rígidos. Si alguien los hubiera mirado, lo habría advertido. Pero nadie los miraba.
—Seis mil cuatrocientos setenta y dos —repitió el gordo. Cayo hizo la observación pertinente: «¡Cuánta madera!». Helena sabía que era una pose, pero el hombre gordo inclinó la cabeza apreciativamente. Ahora se comprendían. Entonces el gordo extrajo un bastón de entre los pliegues de su túnica y señaló hacia el crucifijo.
—Éste… simplemente un símbolo. Un símbolo de símbolos, por así decir.
Claudia dejó escapar una risita nerviosa.
—No obstante, de interés y de importancia. Puesto aparte con razón. La razón es Roma y Roma es razonable. —Le gustaban las máximas.
—¿Ése es Espartaco? —preguntó Claudia tontamente, pero el hombre gordo fue paciente con ella. La forma en que se lamió los labios probaba que su actitud paternal no estaba desprovista de emoción, y Cayo pensó: «¡Este viejo lujurioso!».
—Es difícil que sea Espartaco, querida mía…
—Su cadáver nunca fue hallado —dijo Cayo con impaciencia.
—Hecho pedazos —declaró pomposamente el hombre gordo—. Hecho pedazos, mi querida niña. Mentes tiernas para tan desagradables pensamientos, pero ésa es la verdad…
Claudia se estremeció, pero deliciosamente, y Cayo vio un brillo en sus ojos que nunca había observado antes. «Cuídate de los juicios superficiales», le había dicho cierta vez su padre y, aunque su padre pensaba en cosas de mucha más importancia que valorizar a las mujeres, la advertencia venía al caso. Claudia nunca le había mirado en la forma en que miraba ahora al hombre gordo, y éste continuó:
—… la sencilla verdad del caso. Y ahora dicen que Espartaco nunca existió. ¡Ah! ¿Existo yo? ¿Existe usted? ¿Hay o no hay seis mil cuatrocientos setenta y dos cadáveres colgando de crucifijos desde aquí a Capua, a lo largo de la vía Apia? ¡Ya lo creo que sí! Y permítanme que les haga otra pregunta, jóvenes… ¿Por qué tantos? Un símbolo de castigo es un símbolo de castigo. ¿Pero por qué seis mil cuatrocientos setenta y dos?
—Esos perros se lo merecían —respondió Helena con rapidez.
—¿Se lo merecían? —El hombre gordo arqueó suavemente sus sofisticadas cejas. Era un hombre de mundo, les advirtió claramente, y si ellos estaban en mejor posición social eran lo suficientemente jóvenes como para dejarse impresionar—. Es posible que se lo merecieran, pero ¿para qué desollar tanta carne si uno no puede comerla? Les diré. Mantiene altos los precios. Estabiliza las cosas. Y más que nada, decide algunas delicadas cuestiones de propiedad. Ahí tienen ustedes la respuesta en pocas palabras. Ahora, en cuanto a éste —agregó señalando con el bastón—, mírenlo bien. Fairtrax, el galo, muy importante, muy importante. Hombre muy cercano a Espartaco, sí, ya lo creo, y he observado cómo moría. Sentado aquí mismo, he observado cómo moría. Fueron necesarios cuatro días. Fuerte como un toro. ¡Ay, ay, ay! Ustedes nunca creerían en tal fortaleza. En modo alguno lo creerían. Esta silla me la dio Sexto, el de la Tercera Guerra. ¿Lo conocen? Un caballero… verdaderamente un gran caballero, y muy bien dispuesto hacia mí. Se sorprenderían de la cantidad de gente que vino a mirar, y era algo que valía la pena mirar.
No se trata de que yo podía cobrarles la cantidad apropiada… pero la gente da si uno ofrece algo a cambio. Justa medida por justa medida. Me tomé la molestia de informarme. Se sorprenderían de la ignorancia que hay en todas partes respecto a las guerras de Espartaco. Veamos, por ejemplo: esta joven dama me pregunta: «¿Ése es Espartaco?». Una pregunta natural. Pero no sería extraordinariamente antinatural si tal fuera. Ustedes, mis gentiles amigos, viven una vida protegida, muy protegida, ya que de otro modo la joven dama debería haber sabido que Espartaco fue destrozado en tal forma que nunca llegó a encontrarse ni un cabello de él. Muy distinto de éste… a éste lo apresaron. Un poco lastimado, es cierto… Miren aquí…
Con un bastón señaló el trazado de una extensa cicatriz en el costado del cadáver que pendía sobre él.
—Numerosas cicatrices… y muy interesantes. Al costado o delante. Ninguna en la espalda. Ustedes no dan importancia a tales detalles, que encantan a la chusma, pero en verdad, les diré que…
Los lecticiarios lo observaban ahora y escuchaban mientras les centelleaban los ojos tras la mata de sus largos cabellos.
—… fueron los mejores soldados que jamás han pisado el suelo de Italia. Duele pensar en una cosa así. Volvamos a nuestro amigo de aquí arriba. Fueron necesarios cuatro días para que muriera y habría durado mucho más si no le hubieran abierto una vena y sangrado un poco. Claro que ustedes no tienen por qué saberlo, pero eso hay que hacerlo cuando se los pone en la cruz. O se los sangra o se hinchan como una vejiga. Y si se los sangra debidamente entonces se secan también debidamente y pueden estar colgados allí arriba hasta un mes sin otro agravio que un poquito de mal olor. Lo mismo que curar un trozo de carne, y hace falta mucho sol para lograrlo. Bien; éste era feroz, en verdad; desafiante, orgulloso… pero perdió. El primer día, colgado allí arriba, insultaba a cualquier decente ciudadano que viniera a mirarlo. Lenguaje obsceno, espantoso. A nadie le habría gustado que hubiera por aquí damas que oyeran tal lenguaje. Falta de modales. Un esclavo es un esclavo, pero no le guardo rencor. Aquí estaba yo y allí estaba él, y de vez en cuando yo le decía: «Tu desgracia es mi fortuna y si bien la tuya no será la manera más confortable de morir, la mía no es en modo alguno la forma más confortable de vivir. Y bien, poco voy a percibir si sigues hablando de ese modo». No parecía enternecerse mucho, sea como fuere, pero hacia el atardecer del segundo día enmudeció. Se encerró en sí mismo como una ostra. ¿Saben qué fue lo último que dijo?
—¿Qué? —susurró Claudia.
—«Volveré y seré millones». Eso es lo que dijo. Gracioso, ¿verdad?
—¿Qué quiso decir con eso? —preguntó Cayo. A pesar suyo, el hombre gordo había tejido un hechizo en torno a sí mismo.
—¿Que qué es lo que quiso decir, joven señor? No tengo más idea que la que pueda tener usted, y nunca más pronunció palabra alguna. Lo aguijoneé un poco al día siguiente, pero nunca volvió a decir palabra. Simplemente me miraba con esos ojos sanguinolentos que tiene; me miraba como si quisiera matarme, pero ya no estaba en condiciones de matar a nadie. Así pues, querida mía —agregó dirigiéndose nuevamente a Claudia—, no era Espartaco, pero era uno de sus lugartenientes, un hombre duro. Cercano a Espartaco, pero no tan duro. El que era duro de verdad era Espartaco; duro como no hay otro. No les resultaría agradable encontrárselo a lo largo de esta carretera, y por cierto que nunca lo encontrarán, porque está muerto y pudriéndose. Y ahora ¿qué otra cosa querrían saber?
—Creo que hemos oído lo suficiente —dijo Cayo, lamentando ahora el denario. Debemos seguir nuestro camino.