VII

—Mirad al viejo Graco —dijo Antonio Cayo al observar la forma en que tenía caída hacia delante la cabeza aquel viejo político, si bien mantenía aún en su mano la copa de agua perfumada de manera tan equilibrada que no se había derramado una sola gota.

—¡No os riáis de él! —exclamó Julia.

—¿Quién se ríe de Graco? Nadie, mi querida Julia —manifestó Cicerón—. Toda mi vida trataré de tener esa dignidad.

«Y siempre te quedarás corto», pensó Helena.

Graco despertó, pestañeando.

—¿Estaba durmiendo? —Era típico de él dirigirse a Julia—. Querida, te ruego que me perdones. Estaba soñando despierto.

—¿Sobre cosas buenas?

—Sobre cosas pasadas. No creo que al hombre se le bendijera al otorgársele la memoria. Más bien parece una maldición. Tengo demasiados recuerdos.

—No más que el prójimo —intervino Craso—. Todos tenemos recuerdos igualmente desagradables.

—¿Y nunca placenteros? —preguntó Claudia.

—Mi recuerdo de ti, querida —dijo Graco estentóreamente—, será como la luz del sol hasta que muera. Permítele a un anciano decir eso.

—También se lo permitiría a un joven —dijo riendo Antonio Cayo. Craso nos estaba contando, mientras dormíais.

—¿Es que no hemos de hablar de otra cosa que de Espartaco? —exclamó Julia—. ¿No hay otro tema que no sea política y guerras? Detesto esas conversaciones…

—Julia —interrumpió Antonio Cayo.

Ella se detuvo, tragó saliva, y luego lo miró. Él le hablaba como quien se dirige a un niño difícil.

—Julia, Craso es nuestro huésped. Para los presentes es agradable oírle contar cosas que en otra forma no podríamos conocer. Creo que a ti también te resultaría agradable, Julia, si escucharas.

Ella apretó los labios y sus ojos enrojecieron y se volvieron acuosos. Inclinó la cabeza, pero Craso fue amable al disculparse:

—A mí me aburre tanto como a ti, Julia querida. Perdóname.

—Creo que a Julia le agradará escuchar, ¿verdad Julia? —dijo Antonio Cayo—. ¿No es así, Julia?

—Sí —murmuró ella—. Continúa por favor, Craso.

—No, no, de ninguna manera…

—Fue una tontería y estuvo muy mal —dijo Julia como repitiendo una lección—. Continúa, por favor.

Graco intervino en lo que se estaba transformando en una situación sumamente desagradable. Hizo que el centro de interés se desplazara de Julia a Craso diciéndole al general:

—Estoy seguro de que puedo imaginar la tesis del general. Nos estaba diciendo que los esclavos ganaron sus batallas porque no tenían miramientos para con la vida humana. Sus hordas cayeron sobre nosotros y nos arrollaron. ¿Estoy en lo justo, Craso?

—Difícilmente podría estar más equivocado —dijo Helena riendo.

Graco permitió que lo dejaran en entredicho y hasta se mostró tolerante con Cicerón cuando éste dijo:

—Siempre sospeché, Graco, que a cualquiera cuya propaganda fuera tan buena como la suya había que creerle necesariamente.

—En parte —dijo Graco en tono conciliador—. Roma es grande porque Roma existe. Espartaco es despreciable porque Espartaco no es más que esos símbolos de castigo. Ése es el factor que uno debe considerar. ¿No está de acuerdo conmigo, Craso?

El general asintió con la cabeza.

—Pero —dijo Cicerón— Espartaco ganó cinco grandes batallas. No esas batallas en que hizo retroceder a las legiones, ni siquiera aquellas en que las puso en fuga. Me refiero a las cinco veces en que las derrotó y las barrió de la faz de la tierra y se apoderó de sus armas. Craso intentaba convencernos de que Espartaco no era un brillante maestro de la táctica, sino más bien un afortunado «o desdichado, según como se miren las cosas» líder de un determinado grupo de hombres. Eran imbatibles porque no se podían permitir el lujo de la derrota. ¿No es eso lo que usted quería señalar, Craso?

—Hasta cierto punto —admitió el general. Sonrió a Julia—. Permíteme ilustrarlo con un relato que te gustará más, Julia. Algo de guerra, algo de política y algo sobre Varinia. Ella era la mujer de Espartaco, como vosotros sabéis.

—Lo sé —dijo suavemente Julia. Y miró a Graco con alivio y agradecimiento.

«Lo sé —pensó Graco—. Lo sé, mi querida Julia. Ambos somos un poco patéticos y un poco ridículos, y la diferencia principal reside en que yo soy hombre y tú eres mujer. Tú no puedes volverte pretenciosa. Pero esencialmente somos iguales, con la misma hueca tragedia en nuestras vidas. Ambos estamos enamorados de fantasmas, porque nunca aprendimos cómo amar o ser amados por seres humanos».

—Siempre pensé —dijo Claudia bastante inesperadamente— que alguien la inventó.

—¿Por qué, querida?

—No existen tales mujeres —respondió Claudia con rotundidad.

—¿No? Bueno, es posible. Es difícil decir qué es verdad y qué no lo es. He leído sobre una acción en la que yo mismo tomé parte y lo que leí tenía muy poco que ver con la realidad. Así son las cosas. Yo no certifico la verdad de esto, pero tengo muchas razones para creerlo. Sí, me parece que yo lo creo.

Había un extraño tono en la voz de Craso, y Helena, mirándolo detenidamente, comprendió repentinamente cuan guapo era. Sentado allí en la terraza al sol mañanero, su fino y firme rostro traía reminiscencias del legendario pasado de la joven República. Pero, por alguna razón, el pensamiento no era agradable y la muchacha miró de soslayo a su hermano. Cayo tenía la vista clavada en el general en una especie de rapto de adoración. Los otros no lo advirtieron. Craso atraía la atención de todos; su voz baja, sincera, los mantenía en suspenso, incluido a Cicerón, que lo miraba con renovada atención. Y Graco advirtió nuevamente lo que antes había despertado su interés: la forma en que Craso podía evocar lo pasional sin apasionarse en lo más mínimo.

—Tan sólo unas palabras en general, a manera de prólogo —comenzó diciendo Craso—. Cuando asumí el mando, la guerra se había venido librando desde hacía varios años, como ustedes saben. Siempre es tarea delicada hacerse cargo de una causa perdida, y cuando la guerra es para someter a esclavos, muy escasa es la gloria que se conquista con la victoria e inenarrable la vergüenza que acompaña a la derrota. Cicerón tiene bastante razón. Cinco ejércitos habían sido derrotados por Espartaco, derrotados por completo. Hizo una inclinación de cabeza a Graco. Vuestra propaganda es tentadora, pero tenéis que admitir que yo debía hacer frente a la situación tal cual era.

—Por supuesto.

—Me encontré con que no había tales hordas de esclavos. Nunca hubo un momento en que no los superáramos en número, si es que hemos de decir toda la verdad. Así fue al comienzo y así fue al final. Si Espartaco hubiera tenido en algún momento a su mando los trescientos mil hombres que se suponía estaba dirigiendo, entonces no estaríamos sentados aquí hoy en esta agradable mañana, en la más hermosa residencia de Italia. Espartaco habría tomado Roma y el mundo entero también. Otros pueden dudarlo. Pero yo combatí contra Espartaco suficientes veces como para no dudarlo. Lo sé. La verdad es que la mayor parte de los esclavos que hay en Italia nunca se unió a Espartaco. ¿Creéis vosotros que, si hubieran tenido su temple, nosotros estaríamos sentados aquí, en una casa de campo en que los esclavos nos superan en una proporción de cien a uno? Por supuesto que muchos se les unieron, pero él nunca llegó a tener bajo su mando a más de cuarenta y cinco mil combatientes, y eso sucedió tan sólo cuando se hallaba en el apogeo de su poderío. Nunca dispuso de caballería, como ocurrió con Aníbal, y, sin embargo, estuvo mucho más cerca de poner a Roma de rodillas que lo que estuvo jamás Aníbal, a una Roma tan poderosa que podría haber aplastado a Aníbal en una sola batalla.

No, solamente los mejores, los más indómitos, los más desesperados, se unieron a Espartaco.

»Esto fue algo que tuve que descubrirlo personalmente. Yo me sentía avergonzado de Roma cuando comprendí el estado de pánico y de alucinación que habían creado los esclavos. Yo quería conocer la verdad. Quería saber con precisión contra qué estaba luchando; qué clase de hombres, qué tipo de ejército. Quería saber por qué las mejores tropas del mundo, que habían luchado valientemente y arrasado a sus oponentes, desde los germanos hasta los hispánicos y los judíos, habían de arrojar los escudos y huir a la sola vista de los esclavos. En ese entonces yo había fijado mi campamento en la Galia Cisalpina, un campamento que haría que Espartaco lo pensara dos veces antes de atacarlo, y entré en materia. Tengo pocas virtudes, pero una de ellas es la de ser concienzudo, y debo haber interrogado a cientos de personas y leído millares de documentos. Entre las personas con que me entrevisté estaba Baciato, el lanista, y también estaba un grupo de oficiales y soldados que habían luchado contra Espartaco. Y este relato me lo narró uno de ellos. Y yo lo creo.

—Si la historia es tan larga como la introducción —hizo notar Antonio Cayo—, almorzaremos aquí.

Los esclavos ya habían comenzado a servir melón y uvas egipcias y un ligero vino matutino. En la terraza había un ambiente fresco y agradable, y aun los que se proponían continuar viaje ese día no tenían prisa en moverse.

—Es más larga aún. Pero a un hombre rico hay que escucharlo…

—Continúe —dijo Graco ceñudo.

—Es lo que pienso hacer. Este relato es para Julia. Con su permiso, Julia.

Ella inclinó la cabeza y Graco pensó: «No es un hombre carente de perspicacia. No obstante, ¿adonde demonios quiere llegar?».

—Esto sucedió cuando Espartaco derrotó por segunda vez a un ejército romano. La primera vez, es decir, lo que sucedió con las cohortes de la ciudad, me imagino que mi amigo Graco lo recuerda muy bien… y todos nosotros, por supuesto —dijo Craso con un tono malévolo en la voz—. Después de eso el Senado envió a Publio contra él. Toda una legión, y una muy buena, creo. Fue la tercera… ¿No es así, Graco?

—El ser concienzudo es virtud suya, no mía.

—Creo que estoy en lo cierto. Y si no me equivoco, acompañaron a la legión algunas fuerzas de caballería de la ciudad… En total, unos siete mil hombres. Julia —continuó—, por favor créame que nada hay de particularmente misterioso en la guerra. Hace falta más cerebro para ganar dinero o tejer una pieza de hilo que el que se requiere para ser un buen general. Mucha de la gente que se dedica a la guerra es poco inteligente… por razones obvias. Espartaco era bastante inteligente. Comprendió algunas sencillas reglas de la guerra, y comprendió dónde estaban la fuerza y la debilidad de las armas romanas. Muy pocos lo hicieron. Aníbal lo hizo, pero han sido muy pocos. Nuestro estimado contemporáneo Pompeyo no lo comprende, me temo.

—¿Y nosotros tenemos que escuchar esos sublimes secretos? —preguntó Cicerón.

—No son ni sublimes ni tienen nada particularmente secreto. Los repito para Julia. Parecen ser cosa imposible para que la comprenda un hombre. La primera regla es no dividir nunca las fuerzas, salvo que sea necesario para sobrevivir. La segunda regla es atacar, si es que uno va a luchar, y si no conviene atacar, eludir la lucha. La tercera regla es elegir el tiempo y el lugar de la batalla y nunca dejar que eso lo haga el enemigo. La cuarta regla consiste en evitar el envolvimiento a toda costa. Y la regla final es atacar y destruir al enemigo allí donde es más débil.

—Una especie de abecé —comentó Cicerón— que puede encontrarse en cualquier manual militar, Craso. Carece de profundidad, si es que puedo decirlo así. Es demasiado sencillo.

—Tal vez. Pero nada que sea tan sencillo carece de profundidad, se lo aseguro.

—Y para que no quede nada sin aclarar —dijo Graco—, ¿cuáles son la fuerza y la debilidad de las armas romanas?

—Algo igualmente sencillo, y Cicerón, estoy seguro, volverá a estar en desacuerdo conmigo.

—Soy un atento estudiante a los pies de un gran general —dijo Cicerón con ligereza.

Craso sacudió la cabeza.

—No, de ninguna manera. Hay dos tareas para las cuales los hombres están convencidos de que tienen talento, sin que para ello haga falta ni preparación ni estudios. Escribir un libro y dirigir un ejército. Y con buenas razones, ya que un número tan asombroso de idiotas hacen ambas cosas. Me refiero a mí mismo, por supuesto —agregó con apabullante franqueza.

—Eso es muy ingenioso —dijo Helena.

Craso asintió con la cabeza mirando a la joven. Le preocupaban las mujeres pero no estaba realmente interesado en ellas; en todo caso, ésa era la opinión de Helena.

—En lo que a nuestro propio ejército se refiere —continuó Craso—, su fuerza y su debilidad pueden ser resumidas en una palabra: disciplina. Tenemos el ejército más disciplinado del mundo; posiblemente el único ejército disciplinado. Una buena legión somete sus tropas a ejercicios diarios durante cinco horas, los siete días de la semana. Los ejercicios proporcionan una serie de ventajas para el momento de combatir, pero no pueden proporcionarlo todo. La disciplina es, en cierta medida, mecánica, y cuando se produce una contingencia nueva, la disciplina es sometida a prueba. También tenemos un excelente ejército de ataque y sus armas son armas de ataque. Por ese motivo las legiones levantan campamentos fortificados allí donde deben pasar una noche. El talón de Aquiles de las legiones es el ataque nocturno. La primera táctica de los ejércitos romanos es nuestra elección del campo de batalla. Pero ése fue un lujo que raramente nos permitió Espartaco. Y Publio, cuando fue al sur con la tercera legión, quebrantó todas estas extremadamente sencillas propuestas. Y es muy comprensible. Por Espartaco no sentía sino desprecio.

Las dos hijas de Antonio Cayo se unieron al grupo de la terraza. Llegaron corriendo, coloradas por los juegos, la risa y la excitación, y encontraron refugio en los brazos de Julia a tiempo para oír solamente las últimas palabras de Craso.

—¿Usted conoció a Espartaco? —preguntó la mayor—. ¿Usted lo vio?

—Nunca lo vi —dijo Craso, sonriendo—. Pero lo respetaba, querida. —Graco mondaba gravemente una manzana y observaba a Craso con los ojos entrecerrados. Craso no le gustaba, y reflexionaba que nunca había conocido a un militar que le inspirara afecto alguno. Levantó en alto la piel de la manzana, toda en una larga pieza, y las chicas aplaudieron felices. Fueron a cogerla, pero él insistió en que primero expresaran un deseo.

—Después envolved la piel en torno al deseo. La manzana contiene toda la sabiduría.

—Y ocasionalmente un gusano —subrayó Julia—. Ésta era una historia sobre Varinia, Craso.

—En este momento nos encontramos con ella. Me limito a señalar los antecedentes. En ese tiempo, Espartaco se hallaba todavía en la región del Vesubio. Y Publio, demostrando cuan necio era, dividió sus tropas en tres partes, cada una integrada por algo más de dos mil hombres, e intentó sorprender al enemigo en aquel dificultoso terreno mientras buscaba a Espartaco. En tres encuentros separados Espartaco barrió sus ejércitos de la faz de la tierra. Cada vez hizo lo mismo: los sorprendió en un estrecho desfiladero, donde no podían desplegarse los manípulos, y los destruyó. No obstante, en una de esas oportunidades, toda una cohorte de caballería y la mayor parte de una cohorte de infantería lograron abrirse paso, llevando los jinetes a los soldados de infantería colgados de las colas de los caballos y corriendo éstos a fuerza de látigo. Si comprendéis la forma de luchar de los esclavos, sabréis que no se permiten nada que se parezca a una distracción. Se concentran en lo que tienen entre manos. Que es lo que hicieron, y los ochocientos o novecientos hombres de infantería y caballería retrocedieron por los bosques, se perdieron y fueron a parar al campamento de los esclavos donde estaban las mujeres y los niños. Digo campamento, pero era algo más que una pequeña aldea. En torno tenía un foso, un muro de tierra y en lo alto una empalizada. Con Espartaco deben de haber estado bastantes desertores de las legiones, porque aquello había sido construido en la forma en que nosotros fijamos un campamento, y los cobertizos interiores estaban tendidos en calles regulares. Bueno, las puertas estaban abiertas y había afuera un grupo de niños jugando y algunas mujeres cuidándolos. Vosotros debéis comprender que, cuando los soldados han sido derrotados y han huido, también desaparece el control que se ejerce normalmente sobre ellos. No quiero juzgar aquí a quienes matan esclavos, sean éstos niños, mujeres u hombres. Tenemos razones de sobra para odiar esa porquería, y aquellos soldados estaban llenos de odio. Cayeron sobre el lugar y los de caballería lancearon a los niños de la misma forma en que se ensartan ratas. En el primer ataque mataron también a algunas mujeres, pero las otras respondieron al ataque y entonces las demás mujeres salieron del campamento, armadas con cuchillos, espadas y lanzas. No sé qué se proponían los soldados, si es que los movía algo más que el odio y la venganza. Debieron de haber matado a algunas de las mujeres y violado a las otras. Debéis recordar que por aquel entonces había gran encono contra los esclavos en todas partes. Antes de Espartaco, si un hombre mataba a una de sus propias esclavas, no podía salir a la calle y mantener la cabeza en alto. Esto era considerado, en mayor o menor medida, como un acto degradante, y si podía probarse que el dueño de la esclava había procedido sin razón, era susceptible de ser severamente multado. Esa ley fue modificada hace tres años, ¿no es así, Graco?

—Así es —repuso Graco desabridamente—. Pero continúe con su historia. Era sobre Varinia.

—¿Ah, sí? —Graso parecía haberlo olvidado por un instante. Julia estaba mirando más allá de él, hacia el césped.

—Marchaos —dijo ella a las niñas—. Marchaos y jugad.

—¿Quiere decirnos que las mujeres lucharon contra los soldados? —preguntó Claudia, interesada en el tema.

—Así fue —respondió Craso asintiendo con la cabeza—. A la entrada del campamento se libró una terrible batalla. Sí, las mujeres lucharon contra los soldados. Y los soldados se volvieron locos y olvidaron que estaban luchando contra mujeres. La batalla duró casi una hora, creo. Tal como me lo contaron, las mujeres eran dirigidas por una rubia aguerrida que se supone era Varinia. Estaba en todas partes. Sus ropas estaban hechas jirones, y luchó desnuda con una lanza. Era como una furia…

—No creo nada de eso —interrumpió Graco.

—No hace falta que lo crea si no quiere —dijo Craso, comprendiendo que su relato había fracasado lamentablemente.

—¿Por qué era para mí? —inquirió Julia.

Mirándolo fijamente, Helena dijo:

—Por favor, termine la historia, sea verdadera o no. Tiene un final, ¿verdad?

—Un final corriente. Todas las batallas tienen esencialmente el mismo fin. Uno los derrota a ellos o ellos lo derrotan a uno. Esta vez perdimos. Volvieron algunos esclavos y entre ellos y las mujeres dieron cuenta de todos, salvo un puñado de soldados de caballería que pudieron escapar. Ellos informaron de lo ocurrido.

—¿Pero a Varinia no la mataron?

—Si aquélla era Varinia, ciertamente no la mataron. Vuelve a aparecer una y otra vez.

—¿Y ahora vive? —preguntó Claudia.

—¿Está viva ahora? —repitió Craso—. No tiene importancia, ¿verdad?

Graco se puso de pie, echó hacia atrás la toga, con gesto característico, y salió. Hubo un instante de silencio, y entonces Cicerón preguntó:

—¿Qué es lo que está masticando el viejo?

—Sólo Dios lo sabe.

—¿Por qué dice que no tiene importancia si Varinia vive o no? —quiso saber Helena.

—El asunto ha terminado, ¿verdad? —dijo Craso de manera inexpresiva—. Espartaco ha muerto. Varinia es una esclava. El mercado de Roma está abarrotado de esa mercancía. Varinia y diez mil más… —Y su voz de pronto resonó plena de ira.

Antonio Cayo se disculpó y salió en busca de Graco. Le molestaba que dos hombres como Graco y Craso, unidos como estaban políticamente, se hubieran enfadado por algo insignificante. Nunca había visto a Graco comportarse antes de ese modo. ¿Se trataría de Julia?, se preguntó. No… no con el viejo Graco, no con ese gordo solterón de Graco. Graco podía tener muchos calificativos, pero Antonio Cayo no podía considerarlo sino como un capón en materia de sexo. ¿Y por qué habría de preocuparse Craso, que podía tener a cualquier mujer de Roma, libre o esclava, por la pobre y patética Julia? ¡Dios sabe que si cualquiera de ellos deseara a Julia, sería bien recibido por ella, y él le daría su lecho y su mesa junto con ella! Nada le haría más feliz.

Encontró a Graco sentado pensativo en el invernadero. Avanzó hacia su viejo amigo y le dio un suave codazo diciéndole:

—¿Va todo bien, viejo amigo, va todo bien?

—Algún día —respondió Graco—, el mundo resultará demasiado pequeño para Craso y para mí.