VI

El Senado se reunió en sesión plenaria a puertas cerradas y afuera la multitud fue congregándose hasta llenar la plaza; las calles que conducían a ella quedaron bloqueadas, y en todas partes circulaban rumores, porque ahora el Senado conocía lo que había ocurrido con las cohortes de la ciudad.

Solamente un par de bancas estaban vacías. Graco, recordando la sesión, pensó que en tales momentos —momentos de crisis y de malas noticias— era cuando el Senado se mostraba en plena forma. En los ojos de los ancianos, que permanecían sentados, silenciosamente envueltos en sus togas, había preocupación, pero desprovista de temor, y en los rostros de los jóvenes se advertía dureza e ira. Pero todos ellos tenían plena conciencia de la dignidad del Senado romano, y durante tal contingencia Graco podía deponer su cinismo. Conocía a aquellos hombres; sabía a qué bajo precio y por qué corruptos medios habían adquirido sus bancas y cuál era el sucio juego político que realizaban. Los conocía a todos y conocía cada partícula de la suciedad que cada uno de ellos anidaba y, no obstante, experimentó la emoción y el orgullo de ocupar un lugar entre ellos.

No era hombre capaz de deleitarse con su victoria personal. Ésta no podía ser separada de lo que estaban enfrentando, y en consecuencia lo eligieron senator inquaesitor, y él se hizo cargo de la aflicción de los demás y descartó su pequeño triunfo personal. Ocupó un lugar, de pié ante ellos, enfrentando al soldado romano que había regresado, un soldado romano criado y alimentado en las calles y callejuelas de la ciudad, pero colocado ahora, por primera vez en su vida, en posición de firme ante el augusto Senado, de rostro enjuto, ojos obscuros, sospechoso y atemorizado, con un tic nervioso en un ojo, la lengua lamiendo ansiosamente sus labios, aún con su armadura desarmado, tal como debe uno presentarse ante el Senado, afeitado y al menos parcialmente aseado, pero con un vendaje manchado de sangre en un brazo y, además, muy fatigado. Graco hizo lo que otros habrían hecho. Antes de iniciar el interrogatorio oficial ordenó que un asistente trajera vino y lo colocara sobre una mesa junto al soldado. El hombre estaba débil y Graco no quería que se desvaneciera allí mismo. Pero de nada sirvió. El hombre sostenía en sus manos el pequeño bastón de marfil del legado, bastón que era —como solían decir— más poderoso en su poder que un ejército invasor y que representaba el brazo y la autoridad y el poder del Senado.

—Puede entregármelo a mí —comenzó Graco.

Al principio el soldado no comprendió y entonces Graco tomó el bastón de sus manos y lo depositó en el altar, sintiendo que se le apretaba la garganta y que le dolía en torno al corazón. Podía sentir desprecio por los hombres, por ser los hombres lo que son, pero no sentía desprecio por el pequeño bastón que representaba toda la dignidad y el poder y la gloria de su vida, y que hacía tan sólo unos días le habían entregado a Varinio.

Y entonces le preguntó al soldado:

—Primero, díganos su nombre.

—Aralo Portho.

—¿Portho?

—Aralo Portho —repitió el soldado.

Uno de los senadores se puso la mano detrás de la oreja y dijo:

—Más fuerte. ¿No puede hablar más fuerte? No oigo.

—Hable más alto —dijo Graco—. Nadie le hará ningún daño Está aquí en la sagrada cámara del Senado y dirá toda la verdad en nombre de los dioses inmortales. ¡Hable sin miedo!

El soldado inclinó la cabeza, asintiendo.

—Beba un poco de vino —dijo Graco.

El soldado miró uno a uno los rostros de esos hombres impasibles, vestidos de blanco, y observó las bancas de piedra en que estaban sentados como si fueran imágenes grabadas en la piedra, y entonces con mano temblorosa se sirvió una copa de vino hasta que ésta se colmó y se desbordó, y la bebió, lamiéndose los labios.

—¿Qué edad tiene? —preguntó Graco.

—Veinticinco años.

—¿Dónde nació?

—Aquí, en la urbe.

—¿Tiene oficio?

El hombre movió la cabeza.

—Quiero que responda a todas las preguntas. Quiero que diga por lo menos sí o no. Si puede proporcionar más detalles, hágalo.

—No… No tengo otro oficio, excepto la guerra —dijo el soldado.

—¿A qué regimiento pertenecía?

—A la tercera cohorte.

—¿Y durante cuánto tiempo sirvió usted en la tercera cohorte?

—Dos años… y dos meses.

—¿Y antes?

—Estaba en el paro.

—¿Quién era su comandante en la tercera cohorte?

—Silvio Cayo Salvario.

—¿Y su jefe de centuria?

—Mario Graco Alvio.

—Muy bien, Aralo Portho. Ahora deseo que me cuente a mí y a los honorables senadores reunidos aquí exactamente qué ocurrió después que su cohorte y las otro cinco cohortes partieron hacia el sur de Capua. Debe decírmelo franca y simplemente. Nada de lo que diga será usado en contra de usted, y aquí, en esta sagrada cámara, no sufrirá daño alguno.

El soldado no pudo aún articular coherentemente las palabras, y para Graco, sentado años después durante la agradable mañana primaveral en la terraza de Villa Salaria, los recuerdos del cuadro dramático y penoso evocado por las palabras del soldado eran más nítidos que las palabras mismas. No era un ejército muy satisfecho ni entusiasta el que había marchado hacia el sur, desde Capua, a las órdenes de Varinio Glabro. El tiempo se había vuelto excesivamente caluroso para esa época del año, y las cohortes de la ciudad, no habituadas a las marchas constantes, sufrieron bastante. Aunque cargaban nueve kilos menos que los que solían cargar los legionarios en sus marchas, tenían además el peso de los cascos y armaduras, el escudo, la espada y la lanza. Allí donde los bordes del metal recalentado rozaban su piel, les salieron llagas y pronto descubrieron que las suaves y hermosas botas de desfile, que tan orgullosamente llevaban al marchar hacia atrás y hacia delante en las arenas del Circus Maximus, eran mucho menos prácticas en los caminos y en el campo. Quedaron empapados con las lluvias de la tarde y al llegar la noche estaban amargados y malhumorados.

Graco podía imaginárselos muy bien, formando una larga columna, ya fuera de la vía Apia, avanzando afanosamente por un polvoriento sendero, las plumas colgando de sus cascos bronceados, y hasta sus quejas ahogadas ya por el cansancio. Fue más o menos en esas circunstancias cuando capturaron a los cuatro esclavos y los mataron; eran tres hombres y una mujer.

—¿Por qué los mataron? —interrumpió Graco.

—Teníamos la impresión de que cualquier esclavo que se hallara en esa parte del país estaba contra nosotros.

—¿Y si estaban contra ustedes, cómo es que bajaron de las colinas al camino al verlos pasar?

—No lo sé. Fue la segunda cohorte la que lo hizo. Rompieron filas y cogieron a la mujer. Los hombres trataron de protegerla y entonces lancearon a los hombres. Fue cosa de un minuto, y los hombres quedaron muertos. Cuando yo llegué al lugar…

—¿Quiere decir que su regimiento también rompió filas? —preguntó Graco.

—Sí, señor. Todo el ejército. Nos reunimos alrededor… los que pudimos acercarnos allí donde estaban ocurriendo las cosas. Ellos le arrancaron las ropas a la mujer y la tendieron completamente desnuda sobre el suelo. Luego, uno tras otro, ellos…

—No hace falta que lo describa detalladamente —interrumpió Graco. Y luego agregó—: ¿Y los oficiales no intervinieron?

—No, señor.

—¿Quiere decir que permitieron que aquello se hiciera, sin intervenir para nada?

El soldado se quedó un momento sin responder.

—Quiero que me diga la verdad. No quiero que tenga miedo a responder la verdad.

—Los oficiales no intervinieron.

—¿En qué forma fue muerta la mujer?

—Murió de lo que le estaban haciendo —dijo en voz baja el soldado. Luego tuvieron que pedirle nuevamente que hablara más alto, ya que su voz se había desvanecido por entero.

Relató cómo habían acampado esa noche. Dos de las cohortes ni siquiera levantaron sus carpas. La noche era templada y los soldados se acostaron al descubierto. A esa altura fue interrumpido.

—¿Hizo algún intento su comandante por construir un campamento fortificado? ¿Sabe si lo hizo o no?

Era orgullo del ejército romano el que ninguna legión acampara en parte alguna, así fuera por una sola noche, sin construir un campamento fortificado, con palizada o murallas de tierra, fosos, pabellones para las armas, organizado cual si fuera un pequeño castillo o ciudad.

—Lo que sé es lo que decían los hombres.

—Cuéntenoslo.

—Decían que Varinio Glabro quería que se hiciera, pero que los comandantes de los regimientos se opusieron. Los hombres aducían que, aunque hubieran estado de acuerdo, no había zapadores entre nosotros, y que carecía del menor sentido común la forma en que habían sido planeadas las cosas. Decían… por favor, el noble…

—Cuéntenos lo que decían, sin temor alguno.

—Sí, decían que no había sentido ni significado en la forma en que se había planeado la cosa. Pero los oficiales argumentaban que un puñado de esclavos no representaban peligro alguno. Ya estaba anocheciendo y, tal como yo oí, los oficiales argumentaban que si Varinio Glabro quería que se construyera un campamento fortificado, ¿por qué había esperado a que anocheciera para detener la marcha? Los hombres decían lo mismo. Aquélla había sido la peor marcha de toda la jornada. Primero, por caminos polvorientos, a tal extremo que no podíamos ni respirar por la tierra, y luego bajo la lluvia. Los oficiales estaban bien, decían ellos, en sus caballos, pero nosotros teníamos que caminar. Pero se nos contestaba que teníamos con nosotros a las carretas que llevaban nuestro equipaje y que mientras dispusiéramos de carretas debíamos cubrir toda la distancia que fuera posible.

—¿Dónde se encontraban en ese momento?

—Cerca de las montañas.

Sí, mejor era el cuadro evocado que las palabras llanas de aquel soldado atemorizado y falto de imaginación que estaba prestando testimonio. Y algunas de las escenas aparecían tan nítidas en la mente de Graco que casi podía creer que las había visto con sus propios ojos. El polvoriento camino estrechándose hasta convertirse en una mera huella para carretas. Los hermosos campos y praderas de los latifundios dejando paso a los enmarañados bosques y a las solitarias formaciones de rocas volcánicas que bordeaban el cráter. Y por sobre todo, la imponente majestad del Vesubio. Las seis cohortes formando una hilera que cubría poco menos de dos kilómetros de camino. Las carretas con los pertrechos dando bandazos en las huellas. Los hombres disgustados y agotados. Y entonces, frente a ellos, se alza una gran cadena de rocas y, a un costado, se ve un pequeño campo abierto con un arroyuelo que lo cruza, ranúnculos y mariposas y la hierba suave y la noche que se acerca.

Allí acamparon y Varinio Glabro cedió ante los oficiales en la cuestión de fortificar el campamento. Eso también podía verlo Graco. Los comandantes de regimientos habrían señalado el hecho de que estaban al frente de bastante más de tres mil soldados romanos, fuertemente armados. ¿Qué posibilidades de ataque había? ¿Qué peligro de ataque podía presentarse? Además, al iniciarse la rebelión, los gladiadores eran tan sólo doscientos o algo así; y muchos de ellos habían sido muertos. Y los hombres estaban muy fatigados. Algunos se habían tendido sobre la hierba y se habían dormido inmediatamente. Unas pocas cohortes levantaron tiendas de campaña e intentaron una disciplinada formación de calles al estilo militar. Muchas de las cohortes encendieron fuegos para cocinar, pero habiendo en las carretas gran provisión de pan, algunos se conformaron con eso. Tal era el cuadro que presentaba el campamento a la sombra de la montaña. Varinio Glabro levantó su carpa en el centro mismo del campamento y allí plantó su estandarte y el emblema senatorial. El pueblo de Capua había preparado grandes canastas con delicados alimentos. Allí se había sentado con sus oficiales principales y había cenado con ellos, aliviado tal vez por no haber tenido que emprender la pesada tarea de construir fortificaciones. Después de todo, no era la peor campaña que pudiera emprenderse y se ganarían honores y gloria con sólo unos pocos días de marcha en las afueras de la ciudad.

De ese modo, mentalmente, en sus adentros, con esa visión interna que lo elevaba por encima de las bestias y lo diferenciaba de éstas, Graco reflejó y recordó el cuadro que ofrecía el comienzo de lo sucedido. La memoria es la alegría y el pesar de la humanidad. Graco estaba tendido al sol, mirando el vaso de agua mañanera que tenía en sus manos, y escuchando el lejano eco de aquel miserable soldado que había regresado trayendo el bastón de marfil del legado en sus manos. Las imágenes se sucedían. ¿Qué sienten aquellos a quienes aguarda la muerte a corto plazo, pero no lo saben? ¿Varinio Glabro había oído alguna vez el nombre de Espartaco? Probablemente no.

—Recuerdo cómo cayó la noche y el cielo se llenó de estrellas —narró el soldado a los senadores de rostros petrificados.

La sencilla belleza del relato de un necio. Cayó la noche y Varinio Glabro y sus oficiales debieron de haberse sentado en su gran tienda a beber vino y a saborear carne de pichones con miel. Habían tenido una interesante conversación esa noche. Allí se hallaba un grupo de jóvenes caballeros de la más refinada sociedad que el mundo hubiera conocido. ¿De qué podrían haber hablado? En ese momento, cuatro años más tarde, Graco trataba de recordar qué era lo que interesaba en aquel entonces… en el teatro, en las carreras, en el circo. ¿No fue acaso poco después del estreno de la obra Armorum Iudicium de Pacuvio? ¿Y no había cantado Flavio Gallis la parte principal como nunca se había cantado antes? «¿O era solamente fantasía o imaginación el que se cantara o interpretara un papel como nunca se hubiera hecho antes?». Sí, posiblemente era eso y probablemente los jóvenes de las cohortes de la ciudad habrían entonado mientras bebían el vino:

Men servasse ut essent qui me perderent?

Con el aumento del volumen de las voces se habría oído el canto más allá del campamento… Sí, probablemente. La memoria era algo fantasiosa. El cansancio debió de haber desaparecido en todo el campamento. Los hombres de las cohortes de la ciudad, tendidos de espaldas, masticando pan y mirando las estrellas, al menos los que no habían levantado tiendas, debieron de haber sido vencidos por el sueño, tranquilo sueño de tres mil y tantos centenares de soldados de Roma que habían marchado hacia el sur, hasta el monte Vesubio, a enseñarles a los esclavos que los esclavos no deben levantar la mano contra sus amos…

Graco era senator inquaesitor. A él le correspondía hacer las preguntas y entre las respuestas del soldado había tal silencio en la cámara del Senado que podría haberse oído el ruido de las alas de una mosca al volar.

—¿Durmió usted? —preguntó Graco.

—Sí —respondió aquel único y aterrorizado soldado que había vuelto como testigo.

—¿Y qué fue lo que lo despertó?

Aquí el soldado quedó sin habla. Palideció y Graco pensó que iba a desmayarse. Pero no se desmayó y su informe se tornó preciso y claro, pero carente de emoción. Esto es lo que dijo que había ocurrido, tal como él lo vio:

—Me había dormido y de pronto desperté porque alguien gritaba. Por lo menos me pareció que un hombre gritaba, pero cuando desperté comprendí que en el ambiente se sentía el griterío de muchos hombres. Desperté y me di vuelta de inmediato. Acostumbro a dormir sobre el estómago; por eso me di vuelta. Junto a mí yacía Callio, que tenía solamente un nombre, era un huérfano recogido de las calles, pero era mi mejor amigo. Era mi mano derecha y por eso dormíamos uno al lado del otro, y cuando me di vuelta mi puño tocó algo húmedo, tibio y pegajoso, y cuando miré vi que era la nuca de Callio, pero la nuca había sido seccionada y Callio no dejaba de gritar. Luego me senté sobre un charco de sangre y yo no sabia si la sangre era mía o no, pero a la luz de la luna, en torno a mí, no había sino muertos, tendidos allí donde habían estado durmiendo, y por todo el campamento corrían esclavos armados con cuchillos afilados como navajas, cuchillos que no paraban en su ir y venir y que centelleaban a la luz lunar y en esa forma nos mataban, a muchos sin siquiera haber despertado. Y cuando un hombre saltaba sobre sus pies, lo mataban también. En algunos lugares se formaron grupos de soldados, pero no lucharon mucho tiempo. Fue la cosa más terrible que yo haya visto en mi vida, y los esclavos no cesaban en su furia homicida. Entonces perdí la cabeza y también comencé a gritar. No tengo reparo en reconocerlo. Saqué la espada y me lancé a través del campamento y la hundí en un esclavo y lo maté, según creo, pero cuando llegué a la orilla de la pradera me di cuenta de que había una sólida línea de lanzas en torno a nosotros, y que la mayor parte de quienes blandían las lanzas eran mujeres, pero no se trataba de mujeres como las que yo hubiera visto o soñado, sino seres terribles, salvajes y el cabello les volaba al viento de la noche y sus labios se abrían en un horripilante alarido de odio. De allí provenían parte de los gritos, y hubo un soldado que pasó corriendo junto a mí y se lanzó contra las lanzas, porque no creyó que las mujeres harían uso de ellas, pero lo hicieron y nadie escapó de ese lugar, y cuando los heridos llegaban arrastrándose, también hundían en ellos sus lanzas. Corrí hasta la línea y me clavaron una lanza en el brazo; me la arranqué y corrí de vuelta al campamento y allí caí ensangrentado y me quedé tendido en el suelo. En mis oídos tan sólo resonaban aquellos gritos. No sé cuánto tiempo permanecí tumbado allí. No debió de ser por mucho tiempo. Me decía a mí mismo que debía incorporarme, combatir y morir, pero esperaba. Entonces los gritos disminuyeron y unas manos me cogieron y me pusieron de pie; les habría atacado con mi espada, pero de un golpe me la sacaron de la mano, que no tenía mucha fuerza para sostenerla debido al dolor de la herida de la lanza. Algunos esclavos me sujetaban y vi que un cuchillo se aprestaba a degollarme y me di cuenta que todo había terminado y yo también moriría. Pero alguien gritó: «¡Esperad!», y el chillo se detuvo. Quedó a poco más de dos centímetros de mi garganta. Entonces avanzó un esclavo, también empuñando un puñal tracio en su mano, y les dijo: «Esperad. Creo que éste es el único». Allí se quedaron esperando. Mi vida esperaba. Entonces llegó un esclavo pelirrojo y hablaron. Yo era el único. Por eso no me mataron. Yo era el único, todos los demás habían muerto. Me llevaron a través del campo y vi que las cohortes habían sido aniquiladas. Muchos soldados murieron mientras dormían. Nunca despertaron. Me llevaron al pabellón de Varinio Glabro, el legado, pero el legado estaba muerto. Yacía en su diván, muerto. Algunos oficiales de las cohortes se hallaban en la tienda y allí habían sido muertos. Todos muertos. Entonces vendaron la herida de mi brazo y me dejaron allí con algunos esclavos para que me vigilaran. El cielo se estaba poniendo gris y en el aire se sentía la inminencia del amanecer. Pero todas las cohortes habían sido aniquiladas.

Todo esto lo había dicho sin emoción, en forma directa, narrándolo como algo informal, pero al mismo tiempo sus ojos se contraían sin cesar y nunca miró a la fila de senadores sentados con sus rostros de piedra.

—¿Cómo sabe que todos estaban muertos? —preguntó Graco.

—Me tuvieron en la tienda hasta que amaneció. Los extremos de la tienda habían sido enrollados y se podía ver todo el vivac. Los gritos habían cesado, pero aún los oía dentro de mí. Pude mirar a mi alrededor y allí donde miraba había muertos sobre el suelo. En el aire se olían la sangre y la muerte. Muchas de las mujeres que formaban el círculo de lanzas ya no estaban allí. Se habían ido a alguna parte. Pero en medio del olor a sangre pude sentir el olor de carne asándose. Es posible que las mujeres estuvieran cociendo carne para el desayuno. Me sentí enfermo con sólo pensar que hubiera gente capaz de comer en esos momentos. Vomité. Los esclavos me arrastraron fuera de la tienda hasta que terminé de vomitar. Estaba aclarando. Vi a grupos de esclavos moviéndose por el campamento. Estaban despojando a los muertos. En diversos lugares extendían las tiendas en el suelo. Pude ver las manchas blancas en el suelo a través de todo el campamento. Tomaban todos los objetos que los soldados llevaban encima: armaduras, ropas y botas, y los amontonaban sobre las carpas extendidas. En el arroyo lavaban las espadas, las lanzas y las armaduras. El arroyo corría cerca de la gran tienda y adquirió un color a herrumbre, debido a las ensangrentadas armas y armaduras que allí se estaban lavando. Después tomaron nuestros potes de grasa y, una vez que secaron los objetos metálicos, los engrasaron. Una de las tiendas estaba extendida a pocos pasos de la gran tienda. En ella apilaron las espadas, miles de espadas…

—¿Cuántos esclavos había? —preguntó Graco.

—Setecientos, ochocientos… Es posible que mil. No sé. Trabajaban en grupos de a diez. Trabajaban muy duro. Algunos tomaron las carretas que habían transportado nuestros pertrechos y las cargaron con los objetos que habían arrebatado a los muertos, y se las llevaron. Mientras trabajaban, algunas mujeres regresaron trayendo canastas con carne asada. Los grupos interrumpían su trabajo de uno en uno para ir a comer. Y se comían también nuestras raciones de pan.

—¿Qué hicieron con los muertos?

—Nada. Los dejaron allí donde estaban. Andaban por el lugar como si los muertos no estuvieran allí, una vez que los habían despojado de lo que tenían. Había muertos en todas partes. El suelo estaba cubierto de cadáveres y la tierra estaba manchada de sangre. El sol se hallaba en alto. Fue lo peor que hubiera visto en mi vida. Un grupo de esclavos estaba parado a un costado del campamento observando lo que se hacía. Había seis en el grupo. Uno de ellos era un negro, un africano. Eran gladiadores.

—¿Cómo sabes que lo eran?

—Cuando fueron al pabellón donde yo me encontraba, pude ver que eran gladiadores. Tenían el cabello cortado al rape y los cuerpos cubiertos de cicatrices. No es difícil distinguir a un gladiador. A uno le faltaba una oreja Otro era pelirrojo. Pero el líder del grupo era un tracio. Tenía la nariz quebrada y ojos negros y miraba sin moverse y sin pestañear…

Entre los senadores se había producido un cambio que fue casi imperceptible, pero indudablemente se había producido. Escuchaban de otro modo; escuchaban con odio e intensa atención. Graco recordaba muy bien aquel momento, pues fue entonces cuando Espartaco cobró vida surgiendo de la nada para estremecer el mundo entero. Otros hombres tienen raíces, un pasado, un comienzo, un lugar, una tierra, un país… pero Espartaco no tenía nada de eso. Había nacido de los labios del soldado que sobrevivió y cuya supervivencia había sido determinada por Espartaco con el fin, con el propósito, de que regresara al Senado a decir que era un hombre de tales o cuales características. No era un coloso, ni un salvaje, ni un ser terrible, sino simplemente un esclavo; pero había algo en el que el soldado vio y que debía ser contado.

—… y su rostro me hizo recordar a las ovejas. Vestía túnica y un pesado cinturón de bronce y altas botas, pero no llevaba ni armadura ni casco. Tenía un puñal en el cinto y nada más. La túnica estaba salpicada de sangre. Su rostro es uno de esos que no se olvidan. Hizo que le temiera. A los otros ya no les tenia miedo, pero a él si.

El soldado podría haberles contado que había visto la cara en sueños, que había despertado bañado en sudor frío y había visto aquel rostro plano y bronceado, con la nariz quebrada y los ojos negros, pero ésos no eran detalles informativos dignos de ser presentados ante el Senado. El Senado no estaba interesado en sus sueños.

—¿Cómo sabe que es tracio?

—Por su acento. Hablaba mal el latín, y he oído hablar a muchos tracios. Otro de ellos era tracio también y los demás posiblemente fueran griegos. Ellos se limitaron a mirarme, apenas si me miraron. Esto me hizo sentirme como si estuviera muerto, al igual que los demás. Me miraron y pasaron a la otra sección de la gran tienda. Los cadáveres habían sido sacados de la tienda y arrojados afuera, junto con los otros cadáveres. Pero primero habían despojado a Varinio Glabro, hasta dejar su cadáver desnudo, y su armadura y todo cuanto tenía fue apilado sobre su diván. También encima del diván se hallaba su bastón de legado. Los esclavos volvieron y se reunieron en torno al diván mirando la armadura y las pertenencias del representante del Senado. Cogieron la espada y la examinaron y la hicieron pasar de mano en mano. Tenía una vaina de marfil tallado. La observaron y luego volvieron a arrojarla sobre el diván. Entonces examinaron el bastón, el hombre de la nariz quebrada —se llama Espartaco— se volvió hacia mí y levantando el bastón me preguntó: «Romano, ¿sabes lo que es esto?». «Es el brazo del noble Senado» le respondí. Pero ellos no lo sabían. Tuve que explicárselo. Espartaco y el galo pelirrojo se sentaron en el diván. Los otros permanecieron de pie. Espartaco puso las mejillas en las manos, sus codos sobre las rodillas y tuvo sus ojos fijos en mí. Era como si lo mordieran con la mirada. Después, cuando hube terminado de hablar, nada dijeron y Espartaco continuó mirándome y sentía cómo me corría el sudor por todo el cuerpo Pensé que iban a matarme. Entonces me dijo su nombre «Mi nombre es Espartaco —declaró—. Recuerda mi nombre romano». Y entonces volvieron a mirarme. Y Espartaco preguntó: «¿Por qué matasteis a los tres esclavos, ayer, romano? Los esclavos no os hicieron daño alguno. Fueron a ver pasar a los soldados. ¿Las mujeres romanas son tan virtuosas que toda una legión debe violar a una pobre mujer esclava? ¿Por qué hicisteis eso, romanos?». Yo traté de explicarle qué era lo que había ocurrido. Le dije que habían sido los soldados de la segunda cohorte quienes habían violado a la esclava y luego habían matado a los esclavos. Le dije que yo pertenecía a la tercera cohorte y que nada tenía que ver con ello y que no había violado a la mujer. No sé cómo se enteraron, porque no pareció que hubiera nadie en los alrededores cuando fueron muertos los tres esclavos. Pero ellos sabían todo lo que habíamos hecho. Sabían cuándo habíamos salido de Capua. Todo se lo leía en sus negros ojos, que nunca pestañeaban. Nunca levantó la voz. Me hablaba en la forma en que se habla a los niños, pero no me engañó hablándome de ese modo. Era un criminal. Eso se le veía en los ojos. Estaba en los ojos de todos ellos. Todos eran asesinos. Conozco gladiadores como éstos. Los gladiadores se convierten en asesinos. Nadie que no fuera gladiador podría haber matado en la forma en que mataron aquella noche. Sé de gladiadores que… —Graco lo interrumpió. El soldado estaba bajo el hechizo de sus propias palabras, como si se hallara en trance, y Graco le dijo con aspereza:

—Nosotros no estamos interesados en lo que sabe, soldado. Estamos interesados en lo que ocurrió entre usted y los esclavos.

—Ocurrió lo siguiente —comenzó diciendo el soldado y de pronto se detuvo. Volvió en sí y miró de uno en uno los rostros de los integrantes del noble Senado de la poderosa Roma. Se estremeció y prosiguió—: Entonces esperé que me dijeran qué era lo que iban a hacer conmigo. Espartaco, sentado allí, tenía el bastón en sus manos. Deslizaba los dedos a todo lo largo de él y de pronto me lo arrojó a mí. Al principio no adiviné lo que quería decir o lo que deseaba. «Cógelo, soldado —dijo—. Cógelo, romano. Cógelo». Yo lo cogí. «Ahora eres el brazo del noble Senado», dijo. No parecía enfadado. Nunca levantaba la voz. Estaba simplemente dejando constancia de un hecho… quiero decir que para él era un hecho. Eso era lo que quería. Yo no podía hacer nada. En otras circunstancias, yo hubiera preferido morir antes que tocar el sagrado bastón. No lo hubiera tocado por nada del mundo. Soy romano. Soy ciudadano…

—No se le castigará por eso —le dijo Graco—: Continúe.

—«Ahora eres el brazo del noble Senado», volvió a decir Espartaco. «El noble Senado tiene un largo brazo, y ahora su extremo está en ti». De modo que cogí el bastón y lo sostuve mientras él continuaba sentado sin despegar sus ojos de mí, y entonces me preguntó: «¿Eres un ciudadano, romano?». Le dije que yo era ciudadano. Inclinó a cabeza y sonrió un poco. «Ahora eres legado —dijo—. Te daré un mensaje. Transmítelo al Senado. Palabra por Palabra… Llévaselo a ellos tal como yo te lo doy a ti».

Entonces se detuvo. Paró de hablar y el Senado esperó. Graco también esperó. No quería preguntarle cuál era el mensaje de un esclavo. Pero tenía que ser dicho.

Espartaco había salido de la nada, pero ahora estaba medio de la cámara del Senado, y Graco lo vio entonces como hubo de verlo muchas veces después, aunque nunca conociera la carne y los huesos y la sangre que constituían a Espartaco.

Y finalmente Graco le dijo al soldado que hablara:

—No puedo.

—El Senado le ordena hablar.

—Eran las palabras de un esclavo, que se me seque la lengua…

—Basta con eso —declaró Graco—. Díganos lo que ese esclavo le dijo que nos dijera.

De manera que el soldado transmitió las palabras de Espartaco. Esto fue lo que Espartaco le dijo, al menos tan aproximadamente como Graco podía recordarlo años más tarde, recuerdos que, al tenerlos, le traían la visión de cómo debió de haber estado el praetorium, la gran tienda de un comandante romano con sus alegres franjas azules y amarillas, erigido en el centro de ese campamento sembrado de muertos desnudos, con el esclavo Espartaco sentado en el diván del representante del Senado, su estado mayor de gladiadores rodeándolo, y frente a él el aterrorizado y herido soldado romano, el único sobreviviente, sujeto por dos esclavos y sujetando a su vez el delicado bastoncillo del poder, el bastón de legado, el brazo del Senado:

—«Vuelve al Senado», dijo Espartaco, «y entrégales el bastón de marfil. Te hago a ti legado. Vuelve y diles lo que has visto aquí. Diles que ellos enviaron contra nosotros sus cohortes y que nosotros las hemos destruido. Diles que somos esclavos, lo que ellos llaman el instrumentum vocale. La herramienta con voz. Cuéntales lo que nuestras voces dicen. Decimos que el mundo está harto de ellos, harto de vuestro corrompido Senado y de vuestra corrompida Roma. El mundo está harto de la riqueza y el esplendor que vosotros habéis succionado de nuestra carne y de nuestros huesos. El mundo está harto de la canción del látigo. Ésa es la única canción que conocen los romanos. Pero nosotros no queremos oír más esa canción. Al principio, todos los hombres eran iguales y vivían en paz y compartían lo tenían. Pero ahora hay dos clases de hombres: los amos, los esclavos. Pero hay más de los nuestros que de los vuestros, muchos más. Y somos más fuertes que vosotros, mejores que vosotros. Todo lo que es bueno en el género humano nos pertenece. Cuidamos a nuestras mujeres y ellas permanecen a nuestro lado y nosotros combatimos junto a ellas, pero vosotros convertís en prostitutas a vuestras mujeres, y a las nuestras, en ganado. Nosotros lloramos cuando nos son arrebatados nuestros hijos y los ocultamos entre las ovejas, con el fin de poder tenerlos un poco más con nosotros; pero vosotros criáis a vuestros hijos como si fueran ganado. Vosotros tenéis hijos con nuestras mujeres y los vendéis al mejor postor en el mercado de esclavos. Vosotros convertís a los hombres en perros y los enviáis al circo a que se despedacen para vuestro placer, y vuestras nobles damas romanas presencian cómo se matan entre ellos mientras acarician perros en la falda y los alimentan con deliciosas golosinas. ¡Qué detestable pandilla sois vosotros y qué infecta mugre habéis hecho de la vida! Os habéis burlado de los sueños acariciados por el hombre, del trabajo de la mano del hombre y del sudor de la frente del hombre. Vuestros propios ciudadanos viven ociosos y se pasan los días en el circo y en la arena. Habéis desvirtuado la vida del hombre, despojándola de todo su valor. Vosotros matáis por matar, y vuestra más fina distracción es ver correr sangre. Vosotros ponéis a trabajar en las minas a pequeñas criaturas y las hacéis trabajar hasta morir. Y habéis edificado vuestra grandeza robándole al mundo entero. Bueno, eso ha terminado. Dile al Senado que todo eso ha terminado. Ésta es la voz de la herramienta. Dile a tu Senado que envíe sus ejércitos contra nosotros y que los destruiremos como hemos destruido éste, y que nos armaremos con las mismas armas que vosotros enviéis contra nosotros. El mundo entero oirá la voz de la herramienta; y a los esclavos del mundo les gritaremos: ¡levantaos y romped vuestras cadenas! Avanzaremos por Italia y allí donde vayamos los esclavos se nos unirán, y entonces llegará el día en que marcharemos sobre vuestra ciudad eterna. Y entonces ya no será eterna. Dile eso a tu Senado. Diles que se lo haremos saber cuando vayamos. Y entonces derribaremos las murallas de Roma. E iremos al edificio donde se reúne vuestro Senado y los sacaremos de sus altos y poderosos sitiales y los despojaremos de sus ropajes, de manera que queden desnudos y sean juzgados en las mismas condiciones en que siempre se nos juzgó a nosotros. Pero los juzgaremos imparcialmente y les daremos una completa medida de la justicia. Cada crimen que hayan cometido les será incriminado y tendrán que rendir cuenta de todo. Diles eso, de modo que tengan tiempo de prepararse y de examinarse a sí mismos. Se los llamará a prestar declaración y nosotros tenemos recuerdos muy antiguos. Entonces, cuando se haya hecho justicia, construiremos ciudades mejores, limpias, ciudades sin muros, donde la humanidad pueda vivir unida, en paz y felizmente. Ese es todo nuestro mensaje para tu Senado. Transmíteselo. Diles que proviene de un esclavo llamado Espartaco…».

Así fue como lo contó el soldado, o en forma parecida. Hacía tanto tiempo, pensó Graco, y así fue como lo oyó el Senado, con los rostros como piedra. Pero fue hace mucho tiempo. Fue hace muchísimo tiempo y casi todo ya ha sido olvidado y las palabras de Espartaco, que no fueron escritas, no existen en ninguna parte salvo en el recuerdo de algunos hombres. Esas palabras fueron tachadas aun de los archivos del Senado. Y estuvo bien hecho. ¡Claro que sí! Tan bien hecho como fue el destruir los monumentos que los esclavos habían levantado y que fueron reducidos a polvo. Craso comprendía eso, aunque Craso era algo loco. Un hombre debe ser un poco loco para ser un gran general. Salvo que se tratara de Espartaco, ya que Espartaco fue un gran general. ¿Fue también el un loco? ¿Eran aquéllas las palabras de un loco? ¿Cómo fue entonces que un loco resistió durante cuatro años el poder de Roma, aniquilando uno tras otro los ejércitos de Roma y haciendo de Italia la fosa común de sus legiones? ¿Cómo fue posible, entonces? Dicen que está muerto, pero otros dicen que vive. ¿Es su imagen viviente la que avanza hacia Graco, de proporciones gigantescas, mas con todo la misma, la nariz quebrada, los ojos negros, los apretados rizos pegados al cuero cabelludo? ¿Es que los muertos caminan?