I

Que en Villa Salaria, donde un grupo de damas y caballeros romanos de buena familia se encontraron y compartieron una noche de la atenta hospitalidad de un terrateniente y caballero romano, hubiera excesiva preocupación por Espartaco y la gran rebelión que había encabezado, era algo que no podía menos que esperarse. Todos ellos habían llegado a la residencia de campo andando por la vía Apia, la mayoría por el sur, desde Roma, y Cicerón desde el norte, en dirección a Roma en su viaje desde Sicilia, donde, en su calidad de quaestor, ocupaba un importante puesto gubernativo. Así pues, en el trayecto se vio obligado a contemplar durante horas los símbolos de castigo, la severa e inflexible signa poenae que proclamaba al mundo entero que la ley romana era tan despiadada como justa.

Con todo, el menos sensible de los seres humanos no podría haber pasado por la importante ruta sin reflexionar acerca de las encarnizadas batallas que se libraron entre esclavos y hombres libres y que habían sacudido a la República hasta sus cimientos, que realmente habían estremecido al mundo entero que la República dominaba. No había esclavo en la casa de campo que no se agitara inquieto en su lecho al pensar en cuántos de su condición pendían de las innumerables cruces. Aquellas crucifixiones en particular fueron fuente de indescriptible padecimiento, y el dolor de los seis mil hombres que murieron lentamente y con tanta crueldad conmovió a toda la población de la campiña. No podía esperarse otra cosa, y era de esperar que un joven tan lúcido como Marco Tulio Cicerón se viera afectado.

Respecto a Cicerón, vale la pena hacer notar que un hombre como Antonio Cayo le acompañó hasta el camino en expresión de cortesía, que estaba mucho más allá de la debida a sus treinta y dos años de edad.

No era cuestión de linaje, de normal importancia familiar y ni siquiera de encanto personal o de cualidades que le conquistaran el favor de los otros, ya que ni sus propios amigos consideraban a Cicerón como especialmente simpático. Inteligente era, pero otros eran tan inteligentes como él. Específicamente, era uno de esos jóvenes —presentes en toda época— capaces de desprenderse de todo escrúpulo, de toda ética, de cualquier confusión sobre la moralidad en vigor, de cualquier impulso de tranquilizar la conciencia o pecado, de cualquier impulso a la piedad y a la justicia que pudiera constituir un obstáculo en el camino hacia el éxito. Esto no significa que no se interesara en la justicia, la moralidad o la piedad; estaba interesado, pero únicamente en la medida en que tuvieran algo que ver con su propio ascenso social. Cicerón no era solamente ambicioso, ya que la simple y pura ambición puede estar acompañada de ciertos elementos de emoción; Cicerón estaba fría y astutamente preocupado por el éxito, y si a veces sus cálculos se habían vuelto contra él, eso tampoco era raro en hombres de su clase.

Por aquel entonces aún no se habían vuelto contra él. Era el muchacho maravilloso que había ejercido el derecho a los dieciocho años, que había luchado en una gran campaña —exclusivamente por razones de prestigio y sin correr riesgo físico alguno— a los veinte y que, doblando los treinta, había entrado a ocupar un importante puesto gubernamental. Sus ensayos —sobre filosofía y política— y sus discursos eran leídos y admirados y si la débil sustancia que contenían la había tomado prestada, la mayoría de la gente era demasiado ignorante para saber de dónde la había robado. Conocía a la gente que le convenía y se formaba una opinión acerca de ella cuidadosamente. En ese tiempo mucha gente andaba en Roma en busca de conexiones influyentes; la virtud primigenia de Cicerón consistía en que no permitía que nada interfiriera en sus conexiones con la gente que le convenía.

Hacía mucho tiempo que Cicerón había descubierto la profunda diferencia que existía entre justicia y moralidad. La justicia era el instrumento del fuerte, concebida para ser usada a voluntad del fuerte; la moralidad, como los dioses, era la ilusión de los débiles. La esclavitud era justa; tan sólo los necios —según Cicerón— argüían que era moral. Viajando hacia el norte por la carretera, pudo apreciar los terribles sufrimientos que ocasionaban las interminables crucifixiones, pero no se dejó conmover. En ese tiempo estaba trabajando —siempre estaba escribiendo algo— en una breve monografía sobre la serie de rebeliones de esclavos que habían sacudido al mundo entero, y estaba profundamente interesado en los diversos tipos de esclavos ejecutados a lo largo de la vía Apia. Había puesto en juego su interés sin tomar partido, y estaba en condiciones de estudiar los diversos tipos —los galos, los africanos, los tracios, los judíos, los germanos y los griegos— que formaban la multitud de crucificados, sin experimentar ni náuseas ni piedad. Se le ocurrió que en aquel profundo interés había un reflejo de alguna nueva y poderosa corriente que había aparecido en el mundo, corriente con ramificaciones que se prolongarían hasta épocas aun desconocidas; pero también se le ocurrió que, en su época en especial, una persona que pudiera observar fríamente y analizar e interpretar aquella nueva manifestación de las revueltas de esclavos, estaría en posesión de un poder único. Cicerón sólo sentía desprecio por aquellos que odiaban sin entender las necesidades subjetivas de los objetos de sus odios.

Ésas eran cualidades que algunos veían y otros no veían en Cicerón. Cuando Claudia llegó aquella noche a Villa Salaria, no observó esas cualidades. El tipo menos complicado de fuerza era más comprensible para Claudia. Helena, por el contrario, lo reconocía y le rendía tributo. «Soy igual que tú —le decían sus ojos a Cicerón—. ¿Continuaremos esto?». Y cuando su hermano yacía en el lecho, esperando la llegada de un gran general, ella se trasladó a la habitación de Cicerón. Estaba dotada de la artificial dignidad de esas personas que se desprecian a sí mismas y se sienten reconfortadas al hacerlo, pero por qué había de sentirse inferior a aquel hombre que provenía de una familia ávida de dinero perteneciente a la clase media encumbrada, no podía decirlo. No habría podido admitir, ni incluso a sí misma, que antes de que la noche terminara hubiera hecho una serie de cosas por las que a continuación se odiaría a sí misma.

Para Cicerón, sin embargo, ella era un tipo de mujer muy deseable. Su cuerpo alto y fuerte, sus líneas rectas y sus intensos ojos obscuros representaban para él todas las legendarias cualidades de la sangre patricia. Era el objetivo particular hacia el que se habían encaramado durante generaciones los suyos, mas siempre les había resultado inalcanzable. Y descubrir dentro de un aspecto exterior como aquél las cualidades que llevaban a una mujer a la habitación de un hombre a tan avanzadas horas de la noche por una sola y obvia razón, era singularmente satisfactorio.

En ese tiempo era raro encontrar a un romano que trabajara durante la noche. El desarrollo extrañamente desigual de esa sociedad tenía uno de sus puntos débiles en la iluminación artificial, y las lámparas romanas eran pobres, chisporroteantes objetos que producían fatiga visual y, en el mejor de los casos, proporcionaban una pálida luz amarilla. Trabajar de noche, en consecuencia, especialmente una noche después de ingerir tanto vino y comida, era un signo específico de admirable o sospechosa excentricidad, dependiendo de quién fuera la persona que hiciera el trabajo. En el caso de Cicerón, era más bien digno de admiración, ya que se trataba de un joven realmente extraordinario; y cuando Helena entró en su habitación, el joven se hallaba sentado en su cama con las piernas cruzadas mientras anotaba y corregía en un manuscrito extendido en su regazo. Es posible que a una mujer de mayor edad la situación le hubiera resultado demasiado estudiada; pero Helena tenía tan sólo veintitrés años de edad, y quedó verdaderamente impresionada. Alguien que era un líder tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra seguía siendo fiel a las viejas leyendas, las de aquellos romanos que se suponía dormían solamente dos o tres horas cada noche, destinando el resto de su tiempo a la nación. Estos seres estaban consagrados. A ella le agradó la idea de que un hombre consagrado la hubiera mirado de la manera en que lo había hecho Cicerón.

Aun antes de que hubiera cerrado la puerta tras ella, Cicerón le había señalado los pies de la cama, para que se sentara —cosa obligada, por otra parte, ya que no había otro lugar cómodo en la habitación donde hacerlo— y prosiguió con su trabajo. Ella cerró la puerta y se sentó en la cama.

¿Por qué no? Una de las cosas que habían maravillado a Helena en su vida era el que no hubiera dos hombres que abordaran a una mujer exactamente de la misma manera. Pero Cicerón no la abordó de manera alguna, y después de haber estado sentada allí durante un cuarto de hora, ella le preguntó:

—¿Qué está escribiendo?

Él la miró inquisitivo. La pregunta era superficial; se trataba de un comienzo convencional, pero a Cicerón le gustaba hablar. Al igual que tantos jóvenes de su tipo, estaba perpetuamente a la espera de la mujer que había de comprenderlo, o sea la mujer que alimentaría adecuadamente su ego, y le preguntó a Helena:

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque quiero saberlo.

—Estoy escribiendo una monografía sobre las rebeliones de los esclavos —declaró modestamente.

—¿Quiere decir una historia de ellos?

En aquel tiempo comenzaba a estar en boga el que ociosos caballeros de la alta sociedad se dedicaran a redactar escritos históricos, y muchos aristócratas recién llegados estaban atareados manipulando la historia de los comienzos de la República, de modo que sus antepasados y los grandes acontecimientos engranaran convenientemente.

—No es una historia —respondió Cicerón con seriedad, mientras miraba a la muchacha grave e insistentemente, expresión que él sabía que transmitía una sensación de honestidad e integridad, independientemente de su proceso íntimo de simulación—. Una historia comprendería una cronología. Yo estoy más interesado en el fenómeno, en el proceso. Si uno mirara a esas cruces, a esos símbolos castigo que bordean la vía Apia, solamente vería los cadáveres de seis mil hombres. Y podría llegar a la conclusión de que los romanos son vengativos, y no basta con que digamos que somos un pueblo justo, invocando para ello la necesidad de la justicia. Debemos explicar, aun a nosotros mismos, la lógica de esa justicia. Debemos comprender. No fue suficiente que el anciano dijera: «Delenda est Carthago». Eso es demagogia. Por mi parte me hubiera gustado comprender por qué Cartago debía ser destruida y por qué seis mil esclavos han tenido que ser condenados a morir en esa forma.

—Algunos dicen —manifestó Helena sonriendo— que si los hubieran lanzado a todos de golpe al mercado de esclavos, algunas fortunas muy respetables habrían quedado en la ruina.

—Un poco de verdad y mucho de falso —respondió Cicerón—. Quiero ver más allá de la superficie. Quiero ver el significado de la rebelión de los esclavos. El engaño se ha convertido en un gran pasatiempo romano; no quiero engañarme a mí mismo. Hablamos de esta guerra y de aquella guerra, de grandes campañas y de grandes generales, pero ninguno de nosotros quiere siquiera cuchichear sobre la guerra de nuestro tiempo que no cesa, que ensombrece todas las otras guerras, la guerra de los esclavos, la rebelión de los esclavos. Incluso los generales implicados en ella la mantienen secreta. No hay gloria en una guerra de esclavos. No hay gloria en el sometimiento de los esclavos.

—Pero, seguramente no es un asunto de tanta importancia.

—¿No? ¿Y las crucifixiones no fueron de importancia para usted cuando venía por la vía Apia?

—Es bastante nauseabundo. No me agrada mirar esas cosas. A mi amiga Claudia sí le agrada.

—En otras palabras, tiene alguna importancia.

—Pero todo el mundo sabe de Espartaco y su guerra.

—¿Usted cree? No estoy muy seguro. Ni siquiera estoy seguro de que Craso sepa mucho de eso. Espartaco es un misterio, por lo menos por lo que a nosotros concierne. De acuerdo con los registros oficiales, era un mercenario tracio y un salteador de caminos. Según Craso, era un esclavo de nacimiento traído de las minas de Nubia. ¿A quién creer? Baciato, el canalla que dirigía la escuela de gladiadores de Capua, ha muerto; un esclavo griego que tenía como contable lo degolló, y de igual modo han desaparecido o muerto otras personas que habían estado relacionadas con Espartaco. ¿Y quién va a escribir sobre él? Gente como yo.

—¿Por qué no habían de hacerlo la gente como usted? —preguntó Helena.

—Gracias, querida. Pero yo nada sé de Espartaco. Yo sólo lo odio.

—¿Por qué? Mi hermano también lo odia.

—¿Y usted no lo odia?

—No siento nada en particular —dijo Helena—. Era, simplemente, un esclavo.

—Pero ¿es que lo era? ¿Y cómo un esclavo llega a ser lo que Espartaco llegó a ser? Ése es el misterio que debo resolver. Descubrir dónde empezó y por qué empezó. Pero… ¿no la estoy aburriendo?

Había en Cicerón un aire de sinceridad que la gente captaba y creía que le sirvió de defensa cuando se lanzaron contra él tantos cargos unos años más tarde.

—Por favor, siga hablando —dijo Helena. Los hombres de la edad de Cicerón que ella conocía en Roma hablaban de los últimos perfumes, de los gladiadores por quienes apostaban, del caballo que admiraban o de sus últimas amantes o concubinas—. Siga, por favor —insistió ella.

—No confío por completo en la retórica —dijo Cicerón—. Me gusta escribir las cosas y dejar que caigan en su lugar Temo que mucha gente sienta como usted que el levantamiento de esclavos carece de mayor importancia. Pero observe: todas nuestras vidas están relacionadas con esclavos y un levantamiento de esclavos implica más guerras que las de todas nuestras conquistas. ¿Puede usted creer eso?

Ella movió la cabeza.

—Yo puedo probárselo. Comenzó hace unos ciento veinte años, con el levantamiento de los esclavos cartagineses que manteníamos en cautividad. Después, dos generaciones más tarde, se produjo la gran rebelión de los esclavos en las minas de Laurio, en Grecia. Después estalló la enorme revuelta de los mineros en Hispania. Luego, pocos años más tarde, se desencadenó la guerra de esclavos dirigida por Salvio. Ésas son solamente las grandes rebeliones, pero entre ellas se han producido miles de pequeños levantamientos, y todo en su conjunto es una sola guerra, una guerra ininterrumpida y vergonzosa, una interminable guerra librada entre nosotros y nuestros esclavos, una guerra silenciosa, una vergonzosa guerra de la que nadie habla y que los historiadores no desean registrar. Tenemos miedo de dejar constancia de ella, miedo de mirarla, porque es algo nuevo sobre la tierra. Ha habido guerras entre naciones, entre ciudades, entre grupos y hasta guerras entre hermanos, pero éste es un nuevo monstruo, engendrado dentro de nosotros mismos, metido dentro de nuestras vísceras, y que se enfrenta a todos los partidos, a todas las naciones, a todas las ciudades.

—Usted me asusta —dijo Helena—. ¿Se da cuenta de la descripción que está haciendo?

Cicerón asintió y la miró inquisitivo. Ella sintió el impulso de cubrirle las manos con las suyas y sintió una poderosa corriente de atracción hacia él. Allí estaba un hombre joven, no mucho mayor que ella, profundamente preocupado con la suerte y el futuro de la nación. Le hizo recordar las historias que había oído de los tiempos pasados, vagos recuerdos de historias de su infancia. Cicerón dejó a un lado el manuscrito y comenzó a acariciarle suavemente la mano y finalmente se inclinó sobre ella y la besó. Vivamente recordó ella entonces los símbolos de castigo, la carne descompuesta, picoteada por los pájaros, ennegrecida por el sol, de los hombres crucificados a lo largo de la vía Apia; pero solamente ahora dejaba de ser horrible, ya que Cicerón había hecho algo racional de ello, aunque en toda su vida nunca podría ella recordar el contenido de aquel raciocinio.

«Somos un pueblo singular, dotado de una gran capacidad para el amor y la justicia», pensó Cicerón. Y sintió, mientras comenzaba a hacerle el amor a Helena, que allí había por fin una mujer que lo comprendía. Mas esto no disminuyó la sensación de poder que el conquistarla le proporcionaba. Por el contrario, se sintió ampliamente dotado de poder, la extensión del poder, y era esa misma extensión, si es que la verdad ha de ser dicha, la que comprendía la lógica de lo que escribió. En un momento de mística revelación, vio el poder de sus ijares unido al poder que había aplastado a Espartaco y lo aplastaría una y otra vez. Mirándolo, Helena comprendió de pronto, y con horror, que su rostro estaba poseído por el odio y la crueldad. Y como siempre, ella se sometió con temor y odio hacia ella misma.