IX

Mientras Cayo y Craso se hallaban en el baño, y mientras las últimas horas previas a la puesta del sol derramaban su halo dorado sobre los campos y jardines de Villa Salaria, Antonio Cayo llevó a la amiga de su sobrina a caminar por los campos en dirección a la pista de equitación. Antonio Cayo no se permitía aquellos ostentosos despliegues como, por ejemplo, una carrera de caballos privada o un circo propio para los juegos. Tenía una teoría particular de que para sobrevivir en la posesión de riqueza había que usarla discretamente y carecía en absoluto de la inseguridad social que exige un llamativo exhibicionismo, como ocurría comúnmente con la nueva clase de los hombres de negocios que estaba surgiendo en la República. Pero, al igual que sus amigos, Antonio Cayo gustaba de los caballos y pagaba elevadas sumas de dinero por animales de buen pedigrí y gozaba enormemente en sus caballerizas. Por aquel entonces el precio de un buen caballo era por lo menos cinco veces superior al precio de un buen esclavo, pero el motivo era que a veces hacían falta cinco esclavos para cuidar adecuadamente un caballo de carreras. El caballo corrió, saltó una cerca y después se tendió sobre un amplio prado. Las caballerizas y los corrales se encontraban en un extremo y a poca distancia de allí había una cómoda galería de piedra con capacidad para más de cincuenta personas, desde donde se dominaban el estadio y un amplio corral.

Al acercarse a las caballerizas oyeron el relincho imperioso de un potro, nota de insistencia y anhelo desconocida para Claudia, emocionante pero terrible.

—¿Qué es eso? —preguntó a Antonio Cayo.

—Un potro excitado. Lo compré en el mercado hace apenas dos semanas. Sangre tracia, de gran osamenta, salvaje, pero es una belleza. ¿Le gustaría verlo?

Caminaron hasta el establo y Antonio ordenó al capataz, un esclavo egipcio pequeño, encogido e indeciso, que lo llevara al gran corral de exhibición. Luego fueron a sentarse en la galería, donde otros esclavos habían dispuesto para ellos un nido de almohadones. Claudia no dejó de advertir el buen adiestramiento y la diligencia de los esclavos de Antonio Cayo, y cómo se anticipaban a cualquier deseo de éste a la menor indicación. Ella había crecido entre esclavos y conocía perfectamente las dificultades que podían originar. Cuando se lo hizo notar a él, éste dijo:

—Yo no azoto a mis esclavos. Cuando hay dificultades, mato a uno. Eso impone disciplina, pero en cambio no los desmoraliza.

—A mí me parece que tienen excelente ánimo —asintió Claudia.

—No es fácil tratar a los esclavos y los caballos. Es mucho más fácil tratar a los hombres.

Llevaron el potro al corral. Era un enorme animal de color rubio, ojos sanguinolentos y boca rebosante de espuma. Le habían puesto freno, pero aun así a los dos esclavos que lo llevaban de las riendas les resultaba difícil impedir que se encabritara y hocicara. Tironeó durante todo el trayecto hasta el centro del corral y, una vez que los esclavos lo dejaron en libertad y corrieron a ponerse a salvo, lanzó contra ellos tremendas coces. Claudia rió y aplaudió con entusiasmo.

—¡Es espléndido, espléndido! —exclamó—. Pero ¿por qué está en ese estado, tan furioso?

—¿No se da cuenta?

—Me imaginé que debía rebosar amor, no odio.

—Ambos sentimientos se mezclan. Nos odia a nosotros porque le impedimos hacer lo que quiere. ¿Le gustaría verlo?

Claudia asintió. Antonio dirigió unas pocas palabras a los esclavos, que se mantenían a poca distancia de él, y corrieron en dirección a las caballerizas. La yegua era de color castaño obscuro; estaba nerviosa e indecisa. Galopó a través del corral y el potro relinchó y dio un volteo para cortarle el paso. Pero Antonio Cayo no miraba a la yegua; sus ojos estaban fijos en Claudia, absorta en la contemplación de la escena que se desarrollaba ante sus ojos.