IV
Por la tarde del día siguiente, Graco se dispuso a ir a los baños, acto de interés político que no dejaba de tener sus ventajas. Los baños públicos adquirían de día en día mayor importancia como centros políticos y sociales. Se hacían y deshacían senadores y magistrados en los baños; allí cambiaban de manos millones de sestercios. Tales sitios eran a la vez bolsa de comercio y club social, y el que a uno se lo viera de vez en cuando en los baños había pasado a ser una obligación. Había tres grandes y bien acondicionadas casas de baños de las que Graco era cliente: el Clotum, que era más bien nueva, y otras dos que eran más antiguas pero aún eran consideradas elegantes. Aunque se trataba de lugares en que no se permitía la entrada a todos los ciudadanos, su precio de entrada era extremadamente modesto, al alcance aun de los pobres, pero se mantenía un determinado nivel social que alejaba a la chusma de esos lugares.
Cuando había buen tiempo, toda Roma se volcaba por las tardes a los lugares al aire libre. Hasta el número cada vez menor de trabajadores romanos terminaba sus tareas una hora después de mediodía; horarios más prolongados habrían hecho que prefirieran vivir de las dádivas a trabajar. La tarde era la hora de los hombres libres: los esclavos trabajaban; los ciudadanos romanos descansaban.
No obstante, Graco tenía poco interés por los espectáculos circenses y muy de vez en cuando iba a las carreras. Se diferenciaba de sus colegas en que no podía presenciar el drama de dos hombres desnudos, cada uno con un cuchillo en las manos, que se destrozaban entre sí hasta llegar a un horroroso y sangriento desenlace. No comprendía que se hallara placer alguno en presenciar el espectáculo de un hombre enredado en una red de pescar, a quien se le arrancaban los ojos o se le perforaban los intestinos con un largo tridente de pesca. Una que otra vez encontraba placer en presenciar una carrera de caballos, pero las carreras de cuadrigas, que iban convirtiéndose cada vez más en contiendas personales entre los conductores y en las que el público no quedaba nunca satisfecho a menos que alguien se rompiera la cabeza o fuera destrozado bajo las ruedas, a él le aburrían. No era que tuviera mejor corazón que los demás, sino que odiaba la estupidez y para él esos espectáculos eran totalmente estúpidos. El teatro no lo entendía y solamente asistía a los estrenos, en los que debía estar presente en su calidad de funcionario público.
Su gran placer por las tardes consistía en caminar hacia los baños a través de las interminables, retorcidas y sucias calles de su querida ciudad. Siempre había amado a Roma; Roma era su madre. Como él mismo solía decir, su madre era una ramera y él había salido del vientre de su madre para ser arrojado a la suciedad de la calle. Pero hasta ese momento había amado a su madre y su madre lo amaba a él. ¿Cómo podía haberle explicado a Cicerón lo que había querido significar al volver a contar aquella vieja leyenda? Primero, Cicerón tendría que haber amado a Roma y ese amor tendría que haber estado relacionado con el conocimiento de lo vil y endemoniada que era la ciudad.
Aquella vileza y aquel mal era algo que Graco comprendía. «¿Por qué he de ir al teatro? —le preguntó una vez a uno de sus amigos intelectuales—. ¿Es posible representar en el escenario lo que yo veo en las calles de la urbe?».
Era algo digno de verse, en efecto. Por ese entonces lo hacía ya como una ceremonia. Y él mismo se preguntaba: «¿Con qué frecuencia tendré que seguir haciendo esto?».
Primero fue al mercado, donde en los puestos continuarían las ventas una hora más, antes de cerrar. Para andar por aquellas calles había que abrirse paso entre las mujeres y sus chillidos, pero se deslizaba suavemente entre ellas; envuelto en su blanca túnica y en su amplitud, parecía una nave de guerra impulsada por un suave viento. Allí estaba lo que comía Roma. Había allí montones de quesos; quesos redondos, quesos cuadrados, quesos negros, quesos rojos, quesos blancos. Allí estaban colgados los pescados y los gansos ahumados, los cerdos recién muertos, grandes trozos de vacuno, los tiernos corderos, barriles con anguilas y arenques salados y los de escabeche, intensamente olorosos y tan exquisitos. Había allí escudillas con aceite de las colinas sabinas y del Piceno, maravillosos jamones de Galia, y en todas partes colgaban embutidos y había grandes cuencos de madera con menudos de cerdo.
Se acercó a los puestos de verduras. Hubo un tiempo, dentro de sus recuerdos, en que cada campesino que viviera a treinta kilómetros a la redonda poseía su propio huerto de hortalizas y en que Roma comía la maravillosa variedad de verduras que traían al mercado. Pero en el presente los latifundistas se interesaban solamente en los cultivos más rentables, sobre todo trigo y cebada, y los precios de las verduras habían llegado a alturas que estaban al alcance tan sólo de las clases dirigentes. Aún se veían pilas de rabanitos y nabos, cinco variedades distintas de lechuga, lentejas y alubias y coles, calabazas y melones y espárragos, trufas y hongos, una enorme y pintoresca variedad de verduras y, también, frutas. Pilas de limones africanos y granadas, con un amarillo y un rojo brillantes y llamativos, manzanas y peras e higos, dátiles de Arabia, uvas y melones de Egipto.
«¡Qué placer da mirar esto!», pensó.
Siguió caminando y pasó por la orilla del barrio judío de la ciudad. Había tratado con judíos ocasionalmente, como político. ¡Qué gente extraña era!… ¡Tanto tiempo viviendo en Roma y seguían hablando su propio idioma y adorando a su propio Dios y aun usaban barba y vestían sus largas túnicas a rayas, fuera cual fuera la temperatura que hubiera! Nunca se les veía en los juegos o en las carreras; nunca se les veía en los tribunales. Apenas si se los veía, en realidad, salvo en su propio barrio. Amables, orgullosos, retraídos… «Harán que corra más sangre de Roma cuando les llegue la oportunidad que lo que logró Cartago», pensaba a menudo Graco cuando los veía. Caminó hasta una calle principal y se detuvo en uno de los lados, frente a los negocios, mientras pasaba marchando una de las cohortes de la ciudad haciendo oír sus tambores y pífanos. Como siempre, los niños corrieron tras ella, y también, como siempre, apenas pudo echar una mirada de un lado al otro y ver a un árabe, a un sirio y a un sabeo observando el desfile.
Siguió caminando hasta donde las elevadas casas de vecindad cedían su lugar a los jardines y a la luz, los pórticos de mármol y las frescas arcadas y amplias avenidas, en el Foro ya estaban en acción los tiradores de dados. El juego era poco menos que una enfermedad en Roma y los dados constituían la forma más maligna de dicha enfermedad. Todas las tardes había enjambres de jugadores en todas partes del Foro, haciendo rodar los dados implorándoles a los dados o hablándoles a los dados. Tenían un lenguaje propio. Desocupados, soldados de licencia y muchachas de catorce y quince años que andaban por toda la ciudad, sin hacer nada, criadas en pequeñas y sucias casas bajas, viviendo —como lo habían hecho sus padres— de las dádivas, que aumentaban con algunos ingresos adicionales del indiferente ejercicio de la prostitución. Había oído decir que muchas de esas muchachas se acostaban con un hombre a cambio de una copa de vino y un quadrens, la moneda en circulación que valía menos. Él y muchos otros habían considerado en un tiempo que había algo terrible y monstruoso en tal situación, pero en esos días en que no se consideraba en absoluto vergonzoso el hecho de que un virtuoso casado tuviera una docena de esclavas para disponer de ellas a la hora de irse a la cama, ya no era asunto del que hubiera que ocuparse o discutir.
«Poco a poco —pensó Graco— todo un mundo llega a su fin, pero nunca dejamos de maravillarnos porque así ocurra. ¿Y por qué habríamos de hacerlo? ¡Ocurre tan lentamente y la vida del hombre es tan corta!».
Se detuvo en algunos lugares para observar a los jugadores de dados. Recordaba haber jugado a los dados cuando era muchacho. En aquellos tiempos no había manera de vivir bien de las dádivas y además había ciertos aspectos de ética que hacían que un hombre que se respetara no quisiera aceptar las dádivas, aun a costa de pasar hambre.
Finalmente se encaminó hacia los baños. Lo había planeado cuidadosamente. Había tres probabilidades contra una de que Craso estuviera ese día en los baños y que llegara a los mismos a esa hora. Y como era de esperarse, cuando Graco entró a la apodyteria, como se llamaban los guardarropas, Craso ya estaba allí, desvestido y deteniéndose unos instantes en la contemplación de su cuerpo alto y delgado ante los elevados espejos. Las habitaciones estaban repletas. Era aquella una interesante parte de la vida de la ciudad, una olla de mezclas políticas, con unos pocos ociosos de sangre azul pero con suficiente poder político como para hacer conmover a la ciudad desde sus cimientos, banqueros y acaudalados comerciantes, caudillos políticos, importadores de esclavos, manipuladores de votos, toda una galería de caudillejos de barrio y jefes de pandillas, una importante junta senatorial, también uno o dos lanistae, un trío de ex cónsules, un magistrado, uno o dos actores y toda una docena de militares de importancia. Mezclados con ellos había suficientes individuos sin importancia particular como para dar carácter democrático a los baños, de lo que Roma tanto se enorgullecía. Los reyes y los sátrapas de Oriente nunca pudieron comprender el hecho de que los amos de Roma —que eran los amos del mundo— se mezclaran de manera tan informal con la gente común de la ciudad y anduvieran tan indiferentemente por las calles de Roma.
Mientras observaba intermitentemente a Craso, Graco se echó en un banco e hizo que un esclavo le quitara el calzado. Mientras tanto respondía a los saludos, hacía inclinaciones de cabeza, sonreía y de cuando en cuando dirigía una palabra a uno o a otro. Cuando le fue pedido, dio consejo en forma breve y concisa. También, al solicitársele, expuso en forma breve y concisa sus opiniones sobre los problemas en Hispania, la situación en África, la necesidad de la neutralidad de Egipto —la eterna canasta de pan de la ciudad— y qué hacer con la incesante provocación judía en Palestina. Reconfortó a los tratantes que se quejaban de que la baja del precio de los esclavos continuaría hasta destruir toda la economía y desmintió el rumor de que el ejército de Galia estaba tramando un complot. Pero durante todo ese tiempo observaba a Craso, hasta que finalmente el millonario, aún desnudo y haciendo ostentación de su esbelta figura, se le acercó poniendo fin a la actividad del día. Craso no podía soportar permanecer allí ante la comparación pública mientras Graco se desvestía. Cuando los esclavos le quitaron la toga propia del político, quedó en evidencia el volumen de aquel hombre, pero su presencia continuaba siendo impresionante. Cuando le quitaron la túnica, la patética realidad de aquel hombre por demás obeso resultó peor que la simple desnudez. Por extraño que parezca, Graco nunca se había sentido avergonzado antes de su cuerpo.
Caminaron juntos hasta el tepidarium, es decir, la sala de encuentro y conversación de los baños. Había allí bancos y felpudos donde era posible tenderse y descansar, pero lo usual era caminar de un lado a otro entre una y otra inmersión en la piscina. Desde aquella amplia y elegante galería de piso de mármol y decorada con mosaicos y estatuas, podía irse a la piscina de agua fría al aire libre, a los baños tibios o a las piscinas de agua caliente y a las habitaciones donde se tomaban los baños de vapor, y, desde todas ellas, a las numerosas habitaciones de ejercicios y masajes. Luego, envolviéndose en una sábana fresca, se solía andar por los jardines, la biblioteca —que era parte integrante de los baños—, los cuartos de descanso o el solárium. Todo ese rutinario procedimiento estaba destinado a gentil en condiciones de pasarse horas en los baños. Graco normalmente quedaba satisfecho con una inmersión en agua fría, media hora de baño de vapor y luego un masaje.
Pero en ese momento depuso su hostilidad hacia Craso. Las palabras hirientes y los sentimientos hostiles fueron evidentemente olvidados. Desnudo, en toda su obesidad, caminaba junto al general, atento y encantador… para lo que tenía mucha habilidad.
«Tendiendo puentes», comentaba la gente al verlos, y se preguntaban qué alianza política se estaba gestando, ya que Craso y Graco no eran conocidos precisamente por su mutua camaradería. No obstante, Craso aguardaba pacientemente. «Sea lo que fuere lo que anda buscando —se decía a sí mismo—, pierde el tiempo». Se tornó un poco agresivo y le preguntó al político:
—¿Desde cuándo es usted autoridad en asuntos relacionados con Egipto, como en otros temas?
—¿Se refiere usted a lo que dije antes? Bueno, bastan unas cuantas generalizaciones para llenar una bolsa. Es cuestión de reputación.
Lo que ponía de manifiesto a un nuevo Graco.
—¿Reputación de saberlo todo?
Graco rió.
—Usted ha estado en Egipto, ¿no es así?
—No. Y no pretendo haber estado.
—Bien… bien. Qué sé yo, Craso. Nos atacamos y herimos mutuamente. Podríamos ser amigos. Cualquiera de nosotros dos es un amigo que vale la pena tener.
—Así lo creo. Yo también soy cínico. Pero la amistad tiene un precio.
—¿Sí?
—Sí, por supuesto. ¿Qué es lo que yo tengo que hace tan preciosa mi amistad? ¿Dinero? Usted tiene casi tanto como yo.
—No me interesa el dinero.
—A mí sí. ¿De qué se trata, entonces?
—Quiero comprarle una esclava —dejó escapar Graco—. Eso es. Ya lo he dicho.
—Mi cocinero, sin duda. Si usted no fuera calvo, diría que iba tras mi peluquero, Graco. ¿Un equipo de lecticiarios? O posiblemente una mujer. He oído decir que no tiene sino mujeres en su casa.
—¡Cielos!, maldita sea; usted sabe perfectamente qué es lo que yo quiero. —gritó Graco—. Quiero a Varinia.
—¿A quién?
—A Varinia. Dejémonos de juegos.
—Mi querido Graco, usted es el que está jugando. ¿Quién le ha estado informando?
—Siempre estoy informado. —Graco se detuvo y miró a los ojos al general—. Mire, Craso, mire. Vayamos al grano. Nada de negociaciones. Se lo planteo sin rodeos. Le pagaré el precio más elevado que se haya pagado jamás en Roma por un esclavo. Le pagaré un millón de sestercios. Se lo pagaré en monedas de oro, íntegramente al contado y de forma inmediata, si usted me entrega a Varinia.
Craso cruzó los brazos y silbó suavemente.
—Como precio no está mal. Es un precio atractivo. Podrían escribirse poemas sobre un precio como ése. Cuando un hombre puede ir al mercado y comprar una hermosa muchacha de senos turgentes por mil sestercios, usted se muestra dispuesto a pagar mil veces más esa suma por una flaca muchacha germana. Es algo poco usual. ¿Pero cómo podría yo acceder a recibir esa suma? ¿Qué diría la gente? Dirían que Craso es un maldito ladrón.
—¡Déjese de bromear conmigo!
—¿Bromear con usted? Mi querido Graco, si es usted el que está bromeando conmigo. No tengo nada que usted pueda comprar.
—La oferta es en serio.
—Y yo le he contestado también en serio.
—¡Doblo mi oferta! —gruñó Graco—. Dos millones.
—Nunca me imaginé que en la política hubiera tanto dinero.
—Dos millones. Acéptelo o rechácelo.
—Usted me aburre —dijo Craso, y se alejó.