I

Mientras Cayo, Craso y las dos muchachas emprendían viaje hacia al sur por la vía Apia en dirección a Capua, un poco más temprano, Cicerón y Graco partían hacia el norte, en dirección a Roma. Villa Salaria quedaba a algo menos de un día de viaje de la ciudad y, con el transcurso del tiempo, se la consideraría ubicada en los suburbios. En consecuencia, Cicerón y Graco viajaron sin prisa en sus literas, colocadas éstas una junto a la otra. Cicerón, que tenía inclinación a proteger a los demás y que en cierto modo era un esnob, se impuso el tratar respetuosamente a aquel hombre que tanto poder tenía en la ciudad y, para decir verdad, resultaba difícil para cualquiera no responder a la gracia política de Graco.

Cuando un hombre dedica toda su vida a conquistar el favor de la gente y a evitar su enemistad, está destinado a desarrollar ciertos atributos de convivencia social, y Graco difícilmente había encontrado a persona alguna a quien no pudiera conquistar. Cicerón, en cambio, no era un hombre excesivamente agradable; se trataba de ese tipo de joven inteligente que nunca permite que los principios interfieran con el éxito. Si bien Graco era igualmente oportunista, difería de Cicerón en que respetaba los principios; los consideraba meramente como un inconveniente que había que evitar. El hecho de que Cicerón, que gustaba considerarse a sí mismo como materialista, se negara a reconocer vestigio alguno de decencia en el ser humano, hacía de él un individuo menos realista que Graco. Ello le permitía también escandalizarse, de vez en cuando, ante la suave malicia del obeso anciano. La verdad es que Graco no era más malvado o vicioso que cualquiera. Simplemente había combatido con mayor fuerza el autoengaño, habiendo encontrado que era un obstáculo a sus ambiciones.

Por otra parte, Graco sentía por Cicerón menos desprecio del que podría haber sentido. En cierta medida, Cicerón lo intrigaba. El mundo estaba cambiando; Graco sabía que en el transcurso de su propia vida se había producido un nuevo gran cambio, no solamente en Roma, sino en el mundo entero. Cicerón era un precursor de tal cambio. Cicerón era parte de toda una generación de jóvenes inteligentes y despiadados. Graco era despiadado, pero dentro de su falta de piedad había cabida para cierto reconocimiento de la compasión, un sentido de la piedad que existía aunque no realizaba actos basados en esa piedad. Pero aquellos despiadados jóvenes no podían permitirse ni piedad ni compasión. Parecían tener una armadura sin hendedura alguna. Algo de envidia social había de por medio, ya que Cicerón era excesivamente bien educado y tenía buenas relaciones; pero había también un elemento de envidia por la frialdad concreta que se percibía. En cierta medida, Graco envidiaba en Cicerón una zona de fortaleza en la que él era débil. Y sobre esto meditaba y recapacitaba.

—¿Está usted durmiendo? —preguntó Cicerón suavemente. Los cadenciosos movimientos de la litera le hacían amodorrarse y le producían somnolencia.

—No, simplemente pensaba.

—¿Sobre importantes asuntos de Estado? —preguntó con ligereza Cicerón, imaginándose que aquel viejo pirata estaba tramando la perdición de algún inocente senador.

—Sobre nada que tenga importancia. Pensaba en una vieja leyenda, para ser exacto. Un cuento muy viejo, algo tonto, como son siempre los viejos cuentos.

—¿Por qué no me lo cuenta?

—Estoy seguro de que le aburriría.

—Solamente el paisaje aburre a los viajeros.

—De todos modos, es una historia moral, y nada es más cansador que un cuento moralizador. ¿Cree usted que los relatos moralizadores tienen cabida hoy en nuestras vidas, Cicerón?

—Son buenos para los niños pequeños. Mi cuento favorito se refiere a un posible pariente lejano. La madre de los Gracos.

—Sin parentesco alguno.

—Por aquel entonces, recuerdo, yo tenía seis años. A los siete años lo puse en duda.

—Usted no pudo haber sido tan malo a los siete años —dijo Graco sonriendo.

—Estoy seguro de que lo era. Lo que más me gusta de usted, Graco, es que nunca ha comprado para usted un árbol genealógico.

—Fue por economía, no por virtud.

—¿Y el cuento?

—Me temo que sea usted demasiado mayor.

—Inténtelo —repuso Cicerón— nunca me han defraudado sus cuentos.

—¿Aun cuando no tengan sentido alguno?

—Nunca carecen de sentido. Tan sólo hay que ser lo suficientemente inteligente para hallarles el sentido.

—En ese caso se lo contaré —dijo Graco riendo—. Se refiere a una madre que sólo tenía un hijo. Era alto, bien formado y bien parecido y ella lo amaba más que madre alguna haya amado jamás a su hijo.

—Yo creo que mi madre encontró en mí un obstáculo para sus fantásticas ambiciones.

—Digamos que esto ocurrió hace mucho tiempo, cuando las virtudes eran posibles. Esta madre amaba a su hijo. El sol nacía y se ponía en él. Entonces él se enamoró. Perdió su corazón en manos de una mujer que era tan hermosa como perversa. Y, como era muy perversa, puede estar seguro de que era hermosísima. Para el hijo no tenía ella, sin embargo, ni una mirada, ni siquiera un saludo. Absolutamente nada.

—He conocido algunas mujeres así —dijo Cicerón.

—De modo que estaba loco por ella. En cuanto tuvo una oportunidad le dijo qué es lo que haría por ella, qué castillos le construiría, qué riquezas reuniría. Eran cosas algo abstractas y ella le dijo que nada de eso le interesaba. En cambio, pidió un regalo que estaba totalmente dentro de sus posibilidades satisfacerlo.

—¿Un regalo corriente? —preguntó Cicerón.

A Graco le gustaba narrar historias. Tomó en consideración la pregunta y luego asintió.

—Un regalo muy sencillo. Le pidió al joven que le trajera el corazón de su madre. Y él lo hizo. Tomó un cuchillo, lo hundió en el pecho de su madre y le arrancó el corazón. Y entonces, avergonzado por el horror de lo que había cometido y muy nervioso, corrió por el bosque en que vivía la malvada y hermosa mujer. Y, mientras corría, tropezó en una raíz y cayó, y, al caerse, el corazón saltó de sus manos. Corrió para recoger el precioso corazón que habría de darle el amor de aquella mujer, y al inclinarse para recogerlo, oyó que el corazón le decía: «¿Hijo mío, hijo mío, te hiciste daño al caer?».

Graco se echó hacia atrás en la litera, unió los extremos de los dedos de ambas manos y los contempló.

—¿Y entonces? —preguntó Cicerón.

—Eso es todo. Le dije que se trataba de un cuento moralizador sin propósito alguno.

—¿Perdón? No es un cuento romano. Nosotros, los romanos, no somos dados a perdonar. De todos modos, ésa no es la madre de los Gracos.

—No se trata de perdón, sino de amor.

—¡Ah!

—¿Usted no cree en el amor?

—¿Por encima de todas las cosas? ¡De ningún modo! Tampoco eso es romano.

—¡Cielos, Cicerón! ¿Puede usted clasificar todas las benditas cosas que hay sobre la tierra en las categorías de romano y no romano?

—La mayoría de las cosas —respondió de modo satisfecho Cicerón.

—¿Y usted lo cree?

—Para decir verdad, no —dijo Cicerón riendo.

Graco pensó: «No tiene sentido del humor. Ríe porque cree que es el momento oportuno para reír». Y agregó en alta voz:

—Iba a aconsejarle que abandonara la política.

—¿Sí?

—De todos modos, no creo que mi consejo le afecte en modo alguno.

—De modo que usted cree que nunca tendré éxito en la política, ¿verdad?

—No. Yo no diría eso. ¿Ha pensado usted alguna vez en la política? ¿Qué es la política?

—Me imagino que es muchas cosas. Ninguna de ellas muy limpia.

—Tan limpia o sucia como cualquier otra cosa. He pasado mi vida siendo político.

Graco pensó: «No le gusto. Le ataco y me contraataca. ¿Por qué será tan difícil para mí aceptar el hecho de que no les gusto a algunos?».

—He oído decir que su gran virtud —le dijo Cicerón a su obeso interlocutor— es una enorme memoria para los nombres. ¿Es cierto que usted puede recordar los nombres de cien mil personas?

—Otra ilusión acerca de la política. Apenas si conozco a cien personas por su nombre.

—He oído decir que Aníbal recordaba los nombres de todos los soldados de su ejército.

—Sí. Y a Espartaco le atribuiremos una memoria similar. No podemos admitir que nadie alcance la victoria porque sea mejor que nosotros. ¿Por qué le gustan tanto a usted las grandes y pequeñas mentiras de la historia? —¿Es que son todas mentiras?

—La mayoría —dijo Graco en un rugido—. La historia es una explicación basada en la astucia y la codicia. Por eso, nunca es una explicación honesta. Por ese motivo lo interrogué sobre la política. Alguien dijo en Villa Salaria que en el ejército de Espartaco no había política. Allí no podía haberla.

—Ya que usted es un político —dijo Cicerón sonriendo—, ¿por qué no me dice qué es un político?

—Un farsante —respondió Graco secamente.

—Por lo menos usted es franco.

—Es mi única virtud y es extremadamente valiosa. En un político la gente la confunde con la honestidad. Como usted sabe, vivimos en una república. Y esto quiere decir que hay mucha gente que no tiene nada y un puñado que tiene mucho. Y los que tienen mucho tienen que ser defendidos y protegidos por los que no tienen nada. No solamente eso, sino que los que tienen mucho tienen que cuidar sus propiedades y, en consecuencia, los que nada tienen deben estar dispuestos a morir por las propiedades de gente como usted y como yo y como nuestro buen anfitrión Antonio Cayo. Además, la gente como nosotros tiene muchos esclavos. Esos esclavos no nos quieren. No debemos caer en la ilusión de que los esclavos aman a sus amos. No nos aman y, por ende, los esclavos no nos protegerán de los esclavos. De modo que mucha, mucha gente que no posee esclavos debe estar dispuesta a morir para que nosotros tengamos nuestros esclavos. Roma mantiene en las armas a un cuarto de millón de hombres. Esos soldados deben estar dispuestos a marchar a tierras extrañas, marchar hasta quedar exhaustos, vivir sumidos en la suciedad y la miseria, revolcarse en la sangre, para que nosotros podamos vivir confortablemente y podamos incrementar nuestras fortunas personales. Los campesinos que murieron luchando contra los esclavos se encontraban en el ejército, en primer lugar, porque habían sido desalojados de sus tierras por los latifundios. Las casas de campo atendidas por esclavos los convirtieron en miserables sin tierras y ellos murieron para mantener intactas estas casas de campo. Por lo que nos vemos tentados a asegurar que todo esto es una reductio ad absurdum. Porque usted debe considerar lo siguiente, mi querido Cicerón: ¿qué perderían los valerosos soldados romanos si los esclavos vencen? En verdad, ellos los necesitarían desesperadamente, ya que no hay suficientes esclavos para trabajar adecuadamente las tierras. Habría tierras de sobra para todos y nuestros legionarios lograrían aquello con que sueñan, su parcela de tierra y una pequeña casita. No obstante, marchan a destruir sus propios sueños, para que dieciséis esclavos transporten a un viejo cerdo obeso como yo en una cómoda litera. ¿Niega usted la verdad de todo lo que he dicho?

—Creo que si lo que usted dice lo dijera un individuo cualquiera en el Foro, tendríamos que crucificarlo.

—Cicerón, Cicerón —dijo riendo Graco—, ¿se trata de una amenaza? Soy demasiado obeso, pesado y viejo para ser crucificado. ¿Y por qué se pone usted tan nervioso ante la verdad? Es necesario mentirles a los otros. Pero ¿es necesario que nosotros creamos en nuestras propias mentiras?

—Tal como usted lo plantea. Usted simplemente omite la cuestión fundamental: ¿un hombre es igual a otro o distinto a otro? Hay una falacia en su breve discurso. Usted parte del supuesto de que los hombres son tan iguales entre sí como las peras que hay en una canasta. Yo no. Hay una élite, un grupo de hombres superiores. Si los dioses los hicieron así o fueron las circunstancias, no es cuestión para ponerse a discutirla. Pero hay hombres aptos para mandar y como son aptos para mandar, mandan. Y debido a que el resto son como ganado, se comportan como ganado. Ya ve; usted ofrece una tesis, pero lo difícil es explicarla. Usted ofrece un cuadro de la sociedad, pero si la verdad fuera tan ilógica como su cuadro, toda la estructura se desmoronaría en un día. Lo que usted no logra es explicar qué es lo que mantiene unido a este ilógico rompecabezas.

—Sí que lo logro —respondió Graco—. Yo lo mantengo unido.

—¿Usted? ¿Usted solo?

—Cicerón, ¿cree usted realmente que soy un idiota?

—He vivido una larga y azarosa vida y aún me mantengo en la cúspide. Usted me preguntó antes qué era un político. El político es el centro de esta casa de locos. El patricio no puede hacerlo por sí mismo. En primer lugar, piensa en la misma forma que usted, y los ciudadanos romanos no gustan de que se los considere como ganado. Y, no lo son, cosa que algún día usted comprenderá. En segundo lugar, el patricio nada sabe sobre los ciudadanos. Si se la dejara a su cargo, la estructura se desmoronaría en un día. Por eso él acude a gente como yo. El no podría vivir sin nosotros. Nosotros volvemos racional lo irracional. Nosotros convencemos al pueblo de que la mejor forma de realizarse en la vida es morir por los ricos. Nosotros convencemos a los ricos de que tienen que ceder parte de sus riquezas para conservar el resto. Somos magos. Creamos una ilusión y la ilusión es infalible. Nosotros le decimos al pueblo: vosotros sois el poder. Vuestro voto es la fuente del poderío y la gloria de Roma. Vosotros sois el único pueblo libre del mundo. No hay nada más precioso que vuestra libertad, nada más admirable que vuestra civilización. Y vosotros la controláis; vosotros sois el poder. Y entonces ellos votan por nuestros candidatos. Lloran cuando nos derrotan. Ríen de alegría ante nuestras victorias. Y se sienten orgullosos y superiores porque no son esclavos. No importa lo bajo que caigan; si duermen en cloacas; si permanecen sentados en los asientos públicos en las carreras y en el circo las veinticuatro horas del día; si estrangulan a sus hijos al nacer; si viven de la caridad pública y si nunca mueven un dedo, en toda su vida, para cumplir una jornada de trabajo. Están sucios, Pero, cada vez que ven a un esclavo, su ego se eleva y se sienten llenos de orgullo y de poder. Entonces saben que son ciudadanos romanos y todo el mundo los envidia. Y en eso consiste mi arte, Cicerón. Nunca subestime la política.