IX
—Llorarán las piedras —dijo el negro—, y las arenas sobre las que caminamos sollozarán y gemirán de dolor, pero nosotros no lloraremos.
—Nosotros somos gladiadores —respondió Espartaco.
—¿Tienes corazón de piedra?
—Yo soy esclavo. Me imagino que un esclavo debería tener corazón de piedra o no tenerlo. Tú tienes buenas cosas de qué acordarte, pero yo soy koruu, y nada tengo que recordar que merezca la pena.
—¿Por ese motivo puedes contemplar esto sin emocionarte?
—De nada me valdrá emocionarme —respondió Espartaco sin entusiasmo.
—No te conozco, Espartaco. Tú eres blanco y yo soy negro. Somos diferentes. En mi tierra, cuando el corazón de un hombre se llena de pena, el hombre llora. Pero en ti, tracio, las lágrimas se han secado. Mírame. ¿Qué es lo que ves?
—Veo a un hombre llorando —dijo Espartaco.
—¿Y soy menos hombre por eso? Óyeme, Espartaco, no pelearé contra ti. ¡Condenados y malditos sean ellos, malditos para siempre! No pelearé contra ti, Espartaco, como lo oyes.
—Si no peleamos, moriremos los dos —respondió en voz baja Espartaco.
—Entonces, mátame, amigo mío. Estoy cansado de vivir. Estoy enfermo de vivir.
—¡Quietos ahí!
Los soldados golpearon la pared del cobertizo, pero el negro se volvió y dio un puñetazo contra la pared, que hizo temblar todo el cobertizo. Después se contuvo repentinamente y se sentó en el banco y apoyó la cabeza entre las manos. Espartaco se acercó a él, le levantó la cabeza y tiernamente limpió las gotas de sudor de su frente.
—Gladiador, no hagas amistad con gladiadores.
—¿Espartaco, para qué ha nacido el hombre? —susurró dolorosamente el negro.
—Para vivir.
—¿Es ésa la respuesta completa?
—La única respuesta.
—No comprendo tu respuesta, tracio.
—¿Por qué, por qué, amigo mío? —preguntó Espartaco, casi implorante—. El niño conoce la respuesta en el momento mismo en que sale del seno de la madre. Tan sencilla es la respuesta.
—No es respuesta para mí —dijo el negro. Y mi corazón se parte por aquellos que me amaron.
—Y otros te amarán.
—Nunca más —dijo el negro—, nunca más.