IV
Así terminó Baciato su relato de cómo llegaron Espartaco y otros tracios a las minas de Nubia y cómo trabajaron desnudos frente a la negra escarpa. Le había llevado mucho tiempo el contarlo. La lluvia había parado. La obscuridad era profunda y total bajo el cielo plomizo, y los dos hombres, uno entrenador de gladiadores y el otro un soldado patricio afortunado que algún día llegaría a ser el hombre más rico de su tiempo, estaban sentados en la fluctuante zona que formaba la luz de las lámparas. Baciato había bebido una buena cantidad de vino y los fofos músculos de su cara se habían vuelto más flácidos. Era ese tipo de sensualista que combina el sadismo con una enorme capacidad de autoconmiseración e identificación subjetiva, y su relato de las minas de oro había sido hecho con mucha fuerza, color y también piedad, y Craso estaba emocionado, a pesar suyo.
Craso no era ni ignorante ni insensible y había leído el vibrante ciclo que Esquilo escribió sobre Prometeo, y vio algo de lo que significaba para Espartaco emerger de donde había estado hasta el punto de que Roma no tuviera fuerzas suficientes que reunir para hacerles frente a sus esclavos. Tenía una necesidad casi apasionada de comprender a Espartaco, de imaginarse a Espartaco…, sí, y de arrastrarse un poco dentro de Espartaco, por difícil que pudiera ser, de modo que el eterno enigma de su clase, el enigma del hombre encadenado que alcanza las estrellas, pudiera él despejarlo en algo. Miró a Baciato de soslayo y reconoció que en realidad era mucho lo que le debía a aquel hombre obeso y feo, y pensó en cuál de las desaliñadas sirvientas del campamento podía contarse para que compartiera su camastro por aquella noche. En líneas generales, tal lujuria no estaba dentro de la comprensión de Craso, cuyos deseos actuaban diferentemente, pero el comandante era meticuloso en cuanto al pago de pequeñas deudas personales.
—¿Y cómo escapó Espartaco de aquel lugar? —preguntó al lanista.
—No escapó. Nadie escapa de un lugar así. La virtud del lugar está en la rapidez con que destruye los deseos de los esclavos de volver al mundo de los hombres. Yo compré a Espartaco allí.
—¿Allí? Pero ¿por qué? ¿Y cómo supo que estaba allí o quién era o cómo era?
—Yo no lo sabía. Pero usted piensa que mi reputación por los gladiadores es una leyenda, una ficción… Usted piensa que yo soy un gordinflón grasiento e inútil, que no sabe nada de nada. Pero, aun en mi profesión hay arte, se lo aseguro…
—Le creo —asintió Craso—. Cuénteme cómo compró a Espartaco.
—¿Está prohibido el vino en la legión? —preguntó Baciato, levantando en alto la botella vacía—. ¿O debo agregar la ebriedad a los motivos de desprecio que usted siente por mí? ¿O no se dice que el tonto suelta su lengua sólo cuando el alcohol la desata?
—Traeré más vino —respondió Craso, y se levantó y fue hasta el otro lado de la cortina, al cuarto de dormir, volviendo con otra botella. Baciato era su camarada, y Baciato no se preocupó por el corcho, sino que golpeó el cuerpo de la botella contra la pata de la mesa y llenó su copa hasta que se derramó.
—Sangre y vino —dijo, y sonrió—. Me gustaría haber nacido diferentemente y mandar una legión. Pero ¿quién sabe? Es posible que para usted el placer consista en ver pelear a los gladiadores. Yo estoy aburrido de eso.
—Ya veo suficientes combates.
—Claro, por supuesto. Pero en el circo hay un estilo y un valor que difícilmente pueden igualar ni sus propias matanzas en masa. A usted lo envían a que salve la suerte de Roma después de que Espartaco ha aplastado las tres cuartas partes del poderío de Roma. ¿Domina usted Italia? La verdad es que es Espartaco quien domina Italia. Sí, usted lo derrotará. No hay enemigo que pueda hacerle frente a Roma. Pero por el momento él tiene la ventaja. ¿Verdad?
—Sí —contestó Craso.
—¿Y quién entrenó a Espartaco? Yo fui. Nunca peleó en Roma, pero los mejores combates no se celebran en Roma. Carnicería es lo que le gusta a Roma, pero las verdaderas grandes peleas se realizan en Capua y en Sicilia. Yo se lo digo, no hay legionario que sepa pelear, completamente cubiertos con galea, pectoralis y humeralia, como un niño en la matriz blandiendo esos garrotes de ustedes. Vayan desnudos a la arena, con una espada en la mano y nada más. Sangre en la arena y se la huele cuando se camina por ella. Las trompetas suenan y los tambores redoblan y el sol lo ilumina todo y las damas agitan sus pañuelos de encaje y no pueden apartar la vista de esas partes que cuelgan desnudas frente a ellas, y todos se estremecen de emoción antes de que termine la jornada, pero sus propios órganos son los que salen afuera cuando es cortado el abdomen, y usted está allí gritando cuando sus intestinos se derraman sobre la arena. Eso es pelear, mi comandante… y para hacerlo bien, la gente normal no sirve Se necesita gente de otro origen, y ¿dónde se la encuentra? Estoy dispuesto a gastar dinero para ganar dinero, y envío a mis agentes a comprar lo que necesito. Los envío a lugares donde los hombres débiles mueren rápidamente y donde los cobardes se suicidan. Dos veces al año envío agentes a las minas de Nubia. Una vez fui allí personalmente… sí, y me bastó con esa vez. Para mantener una mina en explotación hacen falta esclavos. La mayoría sirve para un par de años, no más. Otros apenas sirven para seis meses. Pero la única forma provechosa de explotar una mina es usando esclavos rápidamente y siempre comprando más. Y como los esclavos lo saben, existe siempre el peligro de la desesperación. Que es una enfermedad contagiosa. De modo que cuando hay un hombre desesperado, un hombre fuerte que no teme al látigo y a quien otros hombres escuchan, no hay nada mejor que matarlo rápidamente y empalarlo al sol de modo que las moscas puedan alimentarse de su carne y todos puedan ver el fruto de la desesperación. Pero esa forma de matar constituye un derroche y no incrementa las ganancias de nadie, de modo que he hecho un arreglo con los capataces y ellos me guardan esos hombres para mí y me los venden a un precio razonable. Ellos se guardan el dinero y nadie se perjudica. De esos hombres salen buenos gladiadores.
—¿Y así fue como compró usted a Espartaco?
—Precisamente. Compré a Espartaco y a otro tracio llamado Gannico. Usted sabe que estuvieron muy en boga los tracios porque saben manejar muy bien la daga. Un año es la daga, al siguiente la espada, el otro año la fuscina. En realidad hay muchos tracios que nunca han tocado una daga pero la leyenda es ésa, y las damas no quieren ver dagas en las manos de nadie más.
—¿Usted lo compró personalmente?
—Por intermedio de mis agentes. Los embarcaron a ambos encadenados desde Alejandría, y yo tengo un agente portuario en Nápoles y despacho tierra adentro en litera.
—No es un negocio de pacotilla el suyo —admitió Craso quien siempre estaba alerta en busca de dónde invertir provechosamente un poco de dinero.
—De modo que usted lo aprecia —convino Baciato mientras el vino le chorreaba por los extremos de la boca al extender sus ponderables carrillos—. Poca gente lo hace. ¿Cuánto cree que tengo invertido en Capua?
Craso negó con la cabeza:
—Nunca pensé en ello. Uno ve gladiadores y no se detiene a pensar en cuánto hubo que invertir antes de que entraran en la arena. Pero eso es lo normal. Uno ve una legión y piensa que siempre hubo legiones y que, en consecuencia, siempre las habrá.
Fue una soberbia lisonja. Baciato dejó la copa y se quedó mirando al comandante, y luego se frotó con un dedo, de arriba abajo, su bulbosa nariz.
—Adivine.
—¿Un millón?
—Cinco millones de denarios —dijo Baciato, lenta y enfáticamente—. Cinco millones de denarios. Considere eso no mas. Tengo tratos con agentes en cinco países. Tengo agentes portuarios en Nápoles. Doy de comer lo mejor, trigo entero, cebada, carne de vaca y queso de cabra. Tengo propio circo para pequeños espectáculos y parejas, pero el anfiteatro tiene una gran tribuna y cuesta nada menos que un millón. Aparte de la guarnición local alimento y alojo un manípulo. Para no mencionar las propinas en la misma dirección… con su perdón. No todos los militares son como usted. Y si hay que hacer combatir a los muchachos en Roma, hay que pagar cincuenta mil denarios anuales a los tribunos y a los jefes de la guardia. Y no hablemos de las mujeres.
—¿Las mujeres? —preguntó Craso.
—Un gladiador no es un peón de latifundio. Si quiere que se mantenga a la altura requerida, debe proveerle de alguien que se acueste con él. Así come mejor y pelea mejor. Tengo una casa para mis mujeres y compro solamente lo mejor, nada de rameras o mujeres ajadas, sino que todas son fuertes y sanas y vírgenes cuando llegan a mis manos. Yo sé; las pruebo. —Vació la copa, se lamió los labios y quedó dolorido y solitario—. Tengo necesidad de mujeres —se quejó sirviéndose lentamente vino—. Algunos hombres no las necesitan… Yo sí.
—¿Y esa mujer a la que llaman mujer de Espartaco?
—Varinia —dijo Baciato—. Se había concentrado en sí misma y ante sus ojos había un mundo de odio, ira y desesperación. Varinia —repitió.
—Hábleme de ella.
El silencio que se produjo fue más elocuente para Craso que las palabras que siguieron.
—Cuando la compré tenía diecinueve años. Una bestiecilla germana, pero agradable de mirar, si a uno le gustan los cabellos rubios y los ojos azules. ¡Un animalejo sucio a quien debería haber matado y que Dios me asista! En cambio se la di a Espartaco. Fue una broma. Él no quería mujer alguna y ella no quería un hombre. Fue una broma.
—Hábleme de ella.
—Ya le he hablado —gruñó Baciato. Se puso de pie y salió tambaleándose por entre los colgantes de las cortinas y Craso oyó cómo orinaba afuera. Era virtud del comandante insistir en su objetivo obstinadamente. El regreso a la mesa de un tambaleante Baciato no le molestó. Ni era su propósito ni le interesaba hacer un caballero de aquel lanista.
—Hábleme de ella —insistió.
Baciato sacudió la cabeza pesadamente.
—¿No le molesta si me emborracho? —preguntó con dignidad herida.
—No me preocupa lo más mínimo. Beba todo lo que quiera —respondió Craso—. Pero usted me estaba contando que había hecho traer a Espartaco y Gannico tierra adentro en litera. ¿Me imagino que encadenados?
Baciato asintió.
—¿Usted no lo había visto antes, entonces?
—No. Lo que yo vi habría significado muy poco para usted. Pero yo juzgo a los hombres en forma diferente. Ambos estaban barbudos, sucios, completamente cubiertos de úlceras y llagas y marcados de la cabeza a los pies por los efectos del látigo. Hedían en tal forma que revolvía el estómago acercárseles. Su propio excremento seco los cubría. Se hallaban en condiciones infrahumanas y solamente sus ojos revelaban en ellos al desperante. Usted no los habría usado ni para limpiar sus letrinas, pero yo los mire y vi algo en ellos. Vi algo en ellos porque ése es mi arte. Los puse en el baño, los hice afeitar y les hice cortar el cabello, los friccionaron con aceite y les di de comer bien…
—¿Quiere hablarme de Varinia ahora?
—¡Maldito sea!
El lanista trató de alcanzar su copa de vino, pero lo hizo con tanta torpeza que la volcó. Se quedó mirando la mesa, con la vista fija en la mancha roja. Lo que vio entonces nadie podrá decirlo. Es posible que viera el pasado, y posiblemente también algo del futuro. Porque el arte de los augures no es totalmente un fraude, y únicamente los hombres, no los animales, tienen el poder de juzgar las consecuencias de sus actos. Aquél era el hombre que había adiestrado a Espartaco; había enhebrado la vida de éste a un futuro sin fin —tal como muchos hombres lo hacen— y, si bien el tracio sería olvidado e ignorado durante siglos, posteriormente sería recordado. El adiestrador de hombres que había entrenado a Espartaco estaba allí sentado enfrentando al líder de los hombres que debían derrotar a Espartaco; pero ambos compartían el augurio vago y confuso del entendimiento de que nadie podría destruir a Espartaco. Y porque compartían por lo menos una vislumbre de aquello, ambos estaban igualmente condenados.