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Terminado el baño, afeitado, perfumado, con el cabello ligeramente aceitado y delicadamente rizado, con frescas ropas para la cena, Cayo se dirigió a la glorieta de enredaderas para beber una copa de vino antes de que llamaran a la mesa. La glorieta de Villa Salaria era una combinación de azulejos fenicios de color rosado con techo de vidrio delicadamente amarillento pálido. A esa hora del día, el resultado era un agradable halo de penumbra que transformaba los obscuros helechos y las plantas tropicales de grandes hojas en una fantasía de formas. Cuando Cayo entró Julia ya estaba allí, sentada en un banco de alabastro, con una de sus niñitas a cada lado, favorecida y satisfecha por la tenue luz del lugar. Sentada como estaba, con su larga túnica blanca, el cabello peinado con gusto hacia arriba, un brazo en torno a cada una de las criaturas, constituía el perfecto retrato de la matrona romana, gentil, tranquila y digna; y si no hubiera resultado tan evidente e infantil la pose que había adoptado, con toda seguridad que a Cayo le habría hecho recordar cada una de las pinturas de la madre de los Gracos que había visto. Reprimió el impulso de aplaudir o de decir: «¡Bravo, Julia!». Era muy fácil destruir a Julia, ya que sus afectaciones eran siempre patéticas, pero nunca hostiles.

—Buenas tardes, Cayo —dijo ella sonriente, con una agradable combinación de simulada sorpresa y de real agrado.

—No sabía que estabas aquí, Julia —se disculpó él.

—Al contrario; quédate. Quédate y deja que te sirva una copa de vino.

—Encantado —convino Cayo, y cuando ella indicó a las niñas que se fueran, protestó diciendo—: Déjalas, si quieren quedarse…

—Es que ya es hora de que les sirvan la cena —dijo. Y cuando las niñas se hubieron ido, agregó—: Ven y siéntate a mi lado, Cayo. Siéntate junto a mí, Cayo.

Él se sentó y ella sirvió vino para ambos. Chocó su copa con la de él y bebió mirándolo a los ojos.

—Eres demasiado guapo para ser bueno, Cayo.

—No tengo deseo alguno de ser bueno, Julia.

—¿Qué es lo que deseas, Cayo, si es que algo deseas?

—Placer —respondió él con franqueza.

—Y joven como eres te resulta cada vez más difícil, ¿verdad, Cayo?

—¿En verdad, Julia, tengo un aspecto particularmente triste?

—O particularmente feliz.

—El papel de virgen vestal, Julia, no sienta bien.

—Eres mucho más inteligente que yo, Cayo. Yo no puedo ser tan cruel como tú.

—No quiero ser cruel, Julia.

—¿Querrías besarme y probarlo?

—¿Aquí?

—Antonio no vendrá. En este preciso momento está dándole satisfacción a su nuevo potro, para edificación de esa rubita que trajiste.

—¿Qué? ¿Para Claudia? Oh, no… no. —Cayo comenzó a reírse para sus adentros.

—Qué malévolo eres. ¿Vas a besarme?

Él la besó suavemente en los labios.

—¿Eso es todo? ¿Quieres… esta noche, Cayo?

—En realidad, Julia…

—No me digas que no a mí, Cayo —lo interrumpió ella—. No, por favor. De todos modos esta noche no tendrás a tu Claudia. Conozco a mi marido.

—Ella no es mi Claudia y tampoco la quiero para esta noche.

—Entonces…

—Está bien —dijo él—, está bien, Julia. No hablemos de eso ahora.

—Tú no quieres…

—No se trata de si quiero o si no quiero, Julia. Simplemente, no deseo seguir hablando de eso ahora.