VII
Villa Salaria tenía un nombre bastante irónico, que recordaba los tiempos en que gran parte de las tierras del sur de Roma eran pantanos salobres infectados de malaria. Pero esta sección hacía tiempo que había sido ganada a los pantanos, y el camino privado que arrancaba de la vía Apia y conducía a la propiedad había sido casi tan bien construido como la propia ruta principal. Antonio Cayo, dueño de la propiedad, estaba emparentado con Cayo y Helena por vía materna; y si bien su casa de campo no era tan primorosa como otras, por estar ubicada más bien cerca de la ciudad, seguía siendo una gran plantación por sus cabales y se destacaba como lugar digno de señalar dentro del latifundio.
Una vez que Cayo y las dos muchachas hubieron dejado la vía Apia, tuvieron que recorrer aún más de seis kilómetros de camino privado antes de llegar a la casa propiamente dicha. La diferencia se advertía de inmediato; cada palmo de tierra estaba primorosamente cuidado. Los árboles habían sido podados como si pertenecieran a un parque. Las laderas tenían terrazas y entre dichas terrazas había varios cultivos de vides que producían uvas del tamaño de un dedo, y que estaban comenzando a extender sus primeros brotes primaverales. Otros campos estaban plantados con cebada —costumbre que iba abandonándose poco a poco en la medida en que los pequeños terratenientes eran absorbidos por el latifundio— y en otros había interminables líneas de olivos. En todas partes el paisaje era hermoso, lo que únicamente podía lograrse mediante una provisión casi inagotable de trabajo esclavo, y nuevamente los tres jóvenes advirtieron pequeñas grutas bellas, musgosas, verdes y frescas, con diminutas réplicas de templos griegos en su interior, bancos de mármol, fuentes de transparente alabastro y senderos de piedra blanca que conducían a los vallecitos arbolados. Vista como era en ese momento en que la tarde comenzaba a refrescar mientras el sol se escondía tras las bajas colinas, la escena tenía un encanto de ensueño que hizo que Claudia, que no había estado allí antes, lanzara una y otra vez exclamaciones de deleite. Esto correspondía a la «nueva Claudia», y Cayo reflexionó sobre cómo una joven delicada, y más bien pictórica, pudo haberse transformado de ese modo bajo la influencia de los símbolos de castigo, tal como los llamaban los mejor pensados.
A esa hora del día, conducían el ganado hacia adentro y constantemente se oía el tintineo de los cencerros y el bucólico llamado de las trompetas de cuerno. Pastores de cabras, tracios y armenios, desnudos, salvo tiras de cuero en sus ijares, andaban por los bosques gritando a los dispersos animales y Cayo se preguntó quiénes tenían más apariencia humana, si las cabras o los esclavos. Reflexionaba ahora, como a menudo lo había hecho antes, sobre las riquezas de su tío. Por ley, estaba prohibido a las viejas y nobles familias todo tipo de transacciones comerciales, pero Antonio Cayo —como muchos de sus contemporáneos— encontró en la ley más un conveniente manto que una cadena. Se decía que era poseedor, por intermedio de gentes, de más de diez millones de sestercios colocados a interés, intereses que frecuentemente eran del ciento por ciento. También se decía que era dueño de intereses dominantes en catorce quinqueremes en el comercio egipcio y que poseía la mitad de una de las más ricas minas de plata de España. Aunque nadie, salvo los caballeros ocupaban los cargos de directores de las grandes compañías de capital social que habían nacido desde las guerras púnicas, los deseos de Antonio Cayo eran escrupulosamente satisfechos por esos directores.
Resultaba imposible decir cuan rico era, y aunque a Villa Salaria se la consideraba un lugar de buen gusto y belleza, con más de cuatro mil hectáreas de tierras y bosques comprendidos dentro de ella, no era en modo alguno la mayor ni la más espléndida del latifundio. Ni hacía Antonio Cayo el ostentoso despliegue de riqueza habitual por ese entonces en tantas familias nobles recién promovidas, prontas a apadrinar grandes exhibiciones de gladiadores o a servir mesas de indescriptible lujo y entretenimientos al estilo oriental. La mesa de Antonio era buena y abundante, pero no recibía la gracia de las pechugas de pavo, las lenguas de colibrí o los intestinos de ratas de Libia rellenos. Aún se fruncía el entrecejo ante ese tipo de comidas y los escándalos de la familia no eran objeto de ostentación. Antonio era un romano chapado a la antigua por su dignidad, y Cayo —que lo respetaba, pero que no gustaba particularmente de él— nunca se sintió totalmente a sus anchas en su presencia.
Parte de esa incomodidad era debida a la manera de ser de Antonio Cayo, que no era precisamente la persona más gastadora del mundo; pero la principal incomodidad se originaba en el hecho de que Cayo siempre sintió de parte de su tío una estimación de la diferencia entre lo que su sobrino era en realidad y lo que Antonio hubiera querido que fuera el joven romano. Cayo sospechaba que la leyenda de la virtuosa y austera juventud romana, dedicada a los deberes cívicos, que comenzaba siendo un valeroso soldado ascendiendo paso a paso hacia la oficialidad, desposaba luego a alguna proba doncella romana, descendiente de familia como la de los Gracos; que servía al estado desinteresadamente y bien, y que avanzaba de puesto en puesto para llegar finalmente a cónsul, reverenciado y honrado por la gente llana y simple, al igual que por los poseedores de títulos y riqueza, de moral y conceptos elevados, nunca fue menos real que en ese entonces; y el propio Cayo no tenía noticia de tales jóvenes romanos. Los jóvenes que rodeaban a Cayo en la vida social de Roma estaban interesados en muchas cosas; algunos se dedicaban a la conquista de un número astronómico de jovencitas; otros adquirían la enfermedad del dinero a tierna edad y, ya a los veinte años, se veían envueltos en numerosas transacciones comerciales de tipo ilegal; otros aprendían el oficio de guardaespaldas, encanallados en la sucia rutina del diario trabajo en los barrios, comprando y vendiendo votos, sobornando, conviniendo acomodos, haciendo de cómplices, aprendiendo desde el fondo mismo del oficio que sus padres practicaban con tanta habilidad; otros hacían carrera con las comidas, convirtiéndose en sagaces gourmets, y muy pocos ingresaban en el ejército, carrera que para los jóvenes se hacía cada día menos popular. De modo que Cayo, como miembro del grupo más numeroso, el que se dedicaba a la tediosa tarea de pasar los días lo más ociosa y placenteramente posible, que se consideraba a sí mismo como un inofensivo si no indispensable ciudadano de la Gran República, se sentía agraviado por la acusación insinuada que su tío Antonio tan frecuentemente expresaba. Para Cayo vivir y dejar vivir resumía una filosofía civilizada y viable.
Pensaba en ello mientras entraban a la vasta extensión de jardines y céspedes que rodeaba la residencia misma. Los grandes graneros, corrales y viviendas para los esclavos, que constituían la base industrial de la plantación, estaban separados de la residencia y ningún vestigio de su fealdad y fatigoso ajetreo podía en modo alguno perturbar la clásica serenidad de la mansión. La residencia en sí, una enorme casa cuadrada construida en torno a un patio y un estanque centrales, se alzaba en la base de una suave elevación. Pintada de blanco, con techos de tejas rojas, no era desagradable y la severidad de sus líneas sencillas estaba atenuada por el gusto con que habían sido dispuestos los altos cedros y álamos que la circundaban. El terreno estaba cubierto de jardines, que seguían el trazado de lo que se conocía como estilo jónico, con numerosos arbustos que se elevaban en formas no usuales, uniformes prados, glorietas de mármoles de colores, fuentes de alabastro para peces tropicales y numerosos ejemplares de la tradicional estatuaria destinada a los jardines, constituida por ninfas y dioses Pan y faunos y querubines. Antonio Cayo mantenía una oferta de compra permanente, a los precios más elevados de los mercados de Roma, donde se vendían los hábiles escultores y jardineros griegos; jamás escatimó gastos en este rubro, aunque se decía que personalmente no tenía gusto alguno y que se limitaba a seguir los consejos de su esposa, Julia. Cayo lo creía, ya que no careciendo él de gusto, no veía trazas de ello en su tío. Si bien había muchas otras residencias más espléndidas que Villa Salaria, algunas cual palacios de potentados orientales, Cayo reconocía que no había otra con mayor despliegue de buen gusto y mejor decoración. Claudia estaba de acuerdo con él. Mientras cruzaban la puerta de acceso y avanzaban por el camino de ladrillos que unía a la casa, Claudia dejó escapar una exclamación de sorpresa y dijo a Helena:
—¡Nunca soñé con nada igual! Parece sacado de un mito griego.
—Es un lugar muy agradable —convino Helena.
Las dos pequeñas hijas de Antonio Cayo los vieron primero y corrieron a través del césped a darles la bienvenida, seguidas con más tranquilidad por su madre, Julia, mujer de aspecto agradable, de tez trigueña, algo regordeta. Poco después salió de la casa Antonio, seguido por otros tres hombres. Era puntilloso en materia de comportamiento, tanto consigo como con los demás, y saludó a su sobrina y su sobrino y a su amiga con grave cortesía, pasando luego a presentar muy formalmente a sus huéspedes. Cayo conocía muy bien a dos de ellos, Léntelo Graco, un astuto y exitoso político de la ciudad, y Licinio Craso, el general que había ganado renombre durante la rebelión de los esclavos y que durante un año fue la comidilla de la ciudad. El tercer hombre del grupo resultó desconocido para Cayo; era más joven que los otros, pero no mucho mayor que Cayo, modesto, con la sutil modestia de quien no había nacido patricio; arrogante, con la menos sutil arrogancia del intelectual romano; calculador respecto a los recién llegados y moderadamente bien parecido. Se llamaba Marco Tulio Cicerón, y saludó con modesto retraimiento a Cayo y a las dos hermosas jóvenes que acababan de serle presentadas. Pero no pudo disimular su inquieta curiosidad y hasta Cayo, que no era la más perspicaz de las personas, comprendió que Cicerón los estaba examinando, sopesando, tratando de computar sus antecedentes, el monto de sus bienes familiares al igual que su influencia.
Claudia, entretanto, había decidido que Antonio Cayo era el más deseable de los elementos masculinos allí presentes, dueño de la imponente residencia y de las infinitas tierras. Teniendo solamente un concepto abstracto de la política y una noción más bien vaga de la guerra, no se sintió muy impresionada ni por Graco ni por Craso, y Cicerón no sólo era un desconocido —lo que equivalía a carecer de importancia para Claudia—, sino, evidentemente, formaba parte de esa clase de caballeros ávidos de dinero que le habían inculcado despreciar. Julia ya se había pegado a Cayo, uno de sus favoritos, ronroneando junto a él al igual que una enorme y desgarbada gatita, y Claudia hizo un perspicaz cálculo sobre Antonio, que Cayo nunca pudo hacer. Ella vio en aquel corpulento y musculoso terrateniente de nariz ganchuda un cúmulo de represiones y apetitos insatisfechos. Percibió el sentido recóndito de sensualidad en su puritanismo evidentemente postizo, y Claudia prefería a los hombres poderosos aunque fuesen impotentes. Antonio Cayo jamás sería indiscreto o fastidioso. Todo esto ella se lo hizo saber con una aparente e inquieta sonrisa.
El grupo estaba ya dentro de la casa. Cayo había desmontado y un esclavo egipcio se había llevado su caballo. Los lecticiarios, agotados por los kilómetros que habían andado, sudando, se acuclillaron al lado de sus cargas y tiritaron bajo el frescor del anochecer. Sus delgados cuerpos estaban rendidos, cual si fueran animales, y sus músculos se contraían bajo el dolor del agotamiento, como ocurre hasta con los animales. Nadie se fijó en ellos; nadie advirtió su presencia; nadie se ocupó de ellos. Los cinco hombres, las tres mujeres y las dos niñas entraron en la casa y no obstante los lecticiarios continuaron en cuclillas junto a las literas, esperando. Uno de ellos, un muchacho de no más de veinte años, comenzó a sollozar, más y más incontroladamente, pero los otros no le prestaron atención. Allí se quedaron por lo menos durante veinte minutos antes de que un esclavo fuera hacia ellos para conducirlos hasta la barraca donde recibirían alimento y albergue durante la noche.