I
Un hermoso día de primavera, cuando Léntulo Baciato, el lanista, estaba sentado en su despacho, eructando intermitentemente, con su abundante desayuno haciendo un confortable bulto en su estómago, su contable griego entró en la habitación y le informó de que afuera esperaban dos jóvenes romanos, y que querían hablarle respecto a hacer combatir a algunas parejas de gladiadores.
Tanto el despacho como el contable —un esclavo jónico bien educado— eran indicios de riqueza y prosperidad por parte de Baciato. Su aprendizaje en la política de barrio y en la organización de peleas callejeras, su astucia para escalar posiciones sirviendo a una importante familia tras otra, y la habilidad organizativa que le había permitido crear una de las más numerosas y más eficientes pandillas de la ciudad, le habían proporcionado muy buenos beneficios, y la inversión de sus ahorros, cuidadosamente guardados, en una pequeña escuela de gladiadores en Capua, había constituido una inversión acertada. Como a menudo gustaba repetir, galopaba en el corcel del futuro. Un rufián podía llegar hasta allí y no más lejos, y no hay rufián que tenga astucia suficiente para elegir siempre el lado ganador. Pandillas más poderosas que la suya habían sido barridas del escenario romano por la inesperada victoria de un oponente y la furia salvaje de un nuevo cónsul.
Por otra parte, las peleas de parejas —como comúnmente se las llamaba— era un nuevo campo para inversiones y beneficios; era legal; se trataba de un negocio admitido; y cualquiera que supiera leer los signos de los tiempos adecuadamente, comprendía que estaban en sus comienzos. Un entretenimiento informal se transformaría pronto en la arrolladura locura de todo un sistema social. Los políticos comenzaban a comprender que si no se puede alcanzar la gloria de una guerra victoriosa en tierras extranjeras, se puede lograr casi otro tanto creando una réplica en escala menor en casa, y las peleas de cientos de parejas, prolongándose durante días y semanas, ya no eran cosa fuera de lo común. La demanda de gladiadores adiestrados no llegaba nunca a verse satisfecha, y los precios subían más y más. Se construían circos de piedra en ciudad tras ciudad y, finalmente, cuando se levantó en Capua uno de los más imponentes y hermosos circos de Italia, Léntulo Baciato decidió trasladarse allí y abrir una escuela de gladiadores.
Había comenzado en forma muy reducida, con una pequeña choza y un rústico corral de pelea, donde adiestraba a una pareja de gladiadores cada vez; pero sus negocios se desarrollaron rápidamente y ahora, cinco años más tarde, tenía un gran establecimiento donde eran adiestrados y alojados más de un centenar de parejas. Tenía su propio bloque de celdas de piedra, su propio gimnasio y casa de baños, su curso de entrenamiento, y su propio circo para espectáculos privados, nada parecido a los anfiteatros públicos, por supuesto, pero con capacidad para acomodar comitivas de cincuenta o sesenta personas y con amplitud suficiente para que combatieran tres parejas a la vez. Además, había establecido suficientes conexiones locales con las autoridades militares —mediante sobornos adecuados— como para tener una fuerza de tropas regulares disponibles en cantidad suficiente en cualquier momento, y de ese modo ahorrarse el gasto de mantener su propia fuerza policial privada. Sus cocinas alimentaban a un pequeño ejercito, ya que contando los gladiadores, sus mujeres, los entrenadores, los esclavos domésticos y los lecticiarios, la casa alojaba a más de cuatrocientas personas. Baciato tenía razones de sobra para estar satisfecho de sí mismo.
El despacho en que se hallaba sentado aquella soleada mañana de primavera constituía su última adquisición. Al comienzo de su carrera se había resistido a todo cuanto fuera aparentar. No era patricio y no pretendía aparentar serlo. Pero a medida que sus ganancias aumentaron, comprendió que le correspondía vivir de acuerdo con ellas. Empezó comprando esclavos griegos, y en la compra se incluyeron un arquitecto y un contable. El arquitecto lo había convencido de que debía construir un despacho al estilo griego, de techo plano y con columnas, dotado solamente de tres paredes, quedando el cuarto lado abierto a la perspectiva que su situación le permitía tener. Con los tapices recogidos hacia atrás, todo un lado de la habitación quedaba abierto al aire fresco y el sol. El piso de mármol y la hermosa mesa blanca desde la que dirigía sus negocios, eran del más refinado buen gusto. El lado abierto quedaba a sus espaldas y él miraba hacia la puerta de entrada. Aparte de eso, tenía una habitación para sus empleados y una sala de espera. Era un cambio considerable, sin duda, desde la época de las luchas callejeras de pandillas en los arrabales de Roma.
El contable prosiguió su información:
—Dos de ellos…, rosillae. Perfume, maquillaje y anillos y ropas muy costosas. Mucho dinero, pero son rosillae, y pueden ser un incordio. Uno es apenas un muchacho, de cerca de veintiún años, diría. El otro trata de agradarlo.
—Hágalos pasar —ordenó Baciato.
Un momento después entraron los dos jóvenes y Baciato se puso de pie con excesiva cortesía, indicando dos taburetes frente a su mesa.
Mientras ambos se sentaban Baciato los observó rápida y expertamente. Tenían aire de riqueza, pero tan sólo el suficiente como para evidenciar que no tenían que exhibirla. Eran jóvenes de buena familia, pero no dentro de la gran tradición, ya que lo que eran resultaba demasiado evidente para ser tolerado por algunas de las más severas gens de la ciudad. El más joven, Cayo Craso, era tan hermoso como una muchacha. Braco era algo mayor, fornido, y desempeñaba el papel dominante entre los dos. Tenía fríos ojos azules y cabello rubio, labios finos y expresión cínica. El fue quien habló. Cayo se limitaba a escuchar, mirando solamente a su amigo en forma ocasional, con respeto y admiración. Y Braco hablaba de gladiadores con la fácil familiaridad del aficionado a los juegos.
—Yo soy Léntulo Baciato, lanista —dijo el gordo, dándose a sí mismo el título despectivo que, se hizo la promesa, habría de costarles al menos cinco mil denarios antes de que terminara el día.
Braco hizo la presentación de ambos y entró inmediatamente en materia.
—Quisiéramos una demostración privada de dos parejas.
—¿Para ustedes dos solamente?
—Nosotros y dos amigos.
El lanista asintió gravemente y juntó sus manos regordetas, de modo que se vieran bien sus dos diamantes, su esmeralda y su rubí.
—Eso puede arreglarse —dijo.
—A muerte —dijo Braco con calma.
—¿Qué?
—Usted me ha oído. Quiero dos parejas, tracios, en un combate a muerte.
—¿Por qué? —preguntó Baciato—. ¿A qué se debe que cada vez que vienen ustedes los jóvenes de Roma tiene que ser a muerte? Ustedes pueden ver tanta sangre y combates de calidad igual… ¡no, superior!, en una pelea por decisión. ¿Por qué a muerte?
—Porque lo preferimos.
—Ésa no es una respuesta. Miren, miren —dijo Baciato, abriendo sus manos en procura de calma y reflexión y consideración científica de hombres que saben lo que tratan—. Ustedes piden tracios. Tengo los mejores luchadores tracios del mundo, pero ustedes no verán buenas peleas ni buen trabajo de daga si piden una pelea a muerte. Eso lo saben ustedes mejor que yo. Y es razonable. Ustedes pagan su dinero… y bueno, no hay nada más que decir. Puedo proporcionarles un día entero de juegos con punzones que será algo que jamás han visto en Roma. Para decir verdad, ustedes pueden ir al teatro y ver lo mejor de lo mejor. Pero si ustedes vienen a mí por placer personal, entonces yo defiendo mi reputación. Mi reputación no es la de un carnicero. Yo quiero ofrecerles buenas peleas, los mejores combates que puedan lograrse por dinero.
—Queremos buenas peleas —dijo Braco—. Las queremos a muerte.
—¡Eso es una contradicción!
—Para su manera de pensar —repuso suavemente Braco—. A usted le gustaría quedarse con las dos cosas, el dinero y los gladiadores. Cuando yo pago por algo, lo pago. Estoy comprando dos parejas en lucha a muerte. Y si usted no desea servirme, me voy a otra parte.
—¿He dicho yo que no quiera servirlos? Quiero servirlos mejor de lo que ustedes se imaginan. Si lo desean puedo darles series ininterrumpidas de dos parejas en la arena desde la mañana hasta la noche. Y los reemplazaré si cualquiera de las parejas resulta muy lastimada. Les proporcionaré toda la sangre y la emoción que puedan desear ustedes y sus damas, y no les cobraré más de ocho mil denarios en total. Esto incluye alimentos y vino y servicios del tipo que se les ocurran.
—Usted sabe lo que nosotros queremos. No me gusta regatear —dijo Braco fríamente.
—De acuerdo. Les costará veinticinco mil denarios. Cayo quedó impresionado «en realidad, un tanto asustado», ante la cifra, pero Braco se encogió de hombros.
—Muy bien. Tendrán que luchar desnudos.
—¿Desnudos?
—¡Como lo ha oído, lanista!
—Está bien.
—Y no quiero triquiñuelas… nada de que se hagan un par de tajos y se tiren en la arena y finjan estar muertos. Si ambos caen, uno de sus entrenadores los degollará a los dos. Y ellos tienen que comprender eso. Baciato asintió.
—Le daré diez mil a cuenta y el resto cuando hayan terminado los combates.
—Está bien. Haga el favor de pagarle a mi contable. Él le dará el recibo y redactará el contrato. ¿Quiere verlos antes de irse?
—¿Podríamos tener el espectáculo por la mañana?
—¿Por la mañana?…
—Sí. Pero debo advertirle que ese tipo de combate suele terminar muy rápidamente.
—¡Por favor, no me haga advertencias, lanista! Se volvió a Cayo y le preguntó: ¿Quieres verlos, muchacho?
Cayo sonrió tímidamente y asintió. Salieron y, una vez que Braco hubo pagado y firmado el contrato, se introdujeron dentro de su litera y fueron llevados a la playa de ejercicios. Cayo no podía apartar sus ojos de Braco. Nunca, pensó, había visto a un hombre conducirse tan admirablemente. No era solamente por los veinticinco mil denarios, ya que su asignación de mil denarios al mes era considerada munificente por cualquiera que entendiera, sino por la manera de gastarlos y la forma despreocupada de tratar de la vida humana. Era una especie de desprecio cínico al que aspiraba Cayo y que, para él, señalaba el más elevado nivel de cosmopolitismo; y, en este caso, estaba combinado con una maravillosamente fría sofisticación. Nunca en mil años habría podido tener él el coraje de exigir que los gladiadores pelearan desnudos; y ésa era una de las razones por las que iban a tener el espectáculo para su propia diversión en Capua, en vez de ir al circo en Roma.
En la playa de ejercicios los esclavos descendieron las literas. La playa de ejercicios era un lugar circundado por rejas de hierro, de cuarenta y cinco metros de largo por doce de ancho, cercado con hierro por tres lados y formando el cuarto lado las celdas de bloques de piedra en que moraban los gladiadores. Cayó comprendió que allí había un arte mucho más peligroso que el de adiestrar y mantener bestias salvajes; porque un gladiador no solamente era una bestia peligrosa, sino una que al mismo tiempo podía pensar. Una emoción deliciosa de temor y excitación lo sacudió al observar a los hombres en la playa de ejercicios. Había unos cien, cubiertos sus ijares con géneros y nada más; perfectamente afeitados, el cabello cortado casi a rape, y hacían sus ejercicios provistos de bastones y garrotes de madera. Entre ellos se movían unos seis adiestradores y ellos, al igual que todos los entrenadores, eran viejos veteranos del ejército. Los entrenadores llevaban una corta espada hispánica en una mano y una pesada manopla de bronce en la otra, y andaban cautelosa y cuidadosamente, nerviosos y alerta los ojos. Un manípulo del ejército regular estaba diseminado a intervalos en torno al lugar cercado, con sus pesados y mortíferos pilos imponiendo una extraordinaria disciplina. No era de maravillarse, pensó Cayo, que fuera tan alto el precio de la muerte de unos cuantos de aquellos hombres. Los gladiadores ostentaban una musculatura soberbia y tenían la gracia de una pantera en los movimientos. En líneas generales, eran de tres tipos, los tres tipos de luchador tan populares en Italia en aquellos días. Estaban los tracios —una clasificación de tipo profesional más que racial, ya que entre ellos había numerosos judíos y griegos—, que eran los que gozaban de mayor favor en aquel entonces. Luchaban con la sica, una daga corta y ligeramente curvada, el arma corriente en Tracia y en Judea, donde habían sido reclutados la mayoría de ellos. Los retiarii comenzaban precisamente su época de popularidad y luchaban con dos curiosas armas, una red de pescar y una larga lanza de tres puntas llamada tridente. Para esta categoría Baciato prefería a los africanos, hombres altos, negros, de largas extremidades, procedentes de Etiopía, y siempre los enfrentaba a los murmillones, una amplia categoría de luchadores que llevaban tan sólo una espada o espada y escudo. Los murmillones eran casi siempre germanos o galos.
—Obsérvalos —dijo Braco señalando a los negros—, son el espectáculo más notable y son los más hábiles, pero pueden volverse tediosos. Para ver lo mejor de lo mejor hay que ver a los tracios. ¿No le parece? —preguntó a Baciato.
El lanista se encogió de hombros.
—Cada cual tiene sus virtudes.
—Enfrénteme a un tracio con un negro.
Baciato lo miró un momento y luego sacudió la cabeza:
—No es equitativo. El tracio lleva solamente una daga.
—Yo quiero eso —dijo Braco.
Baciato volvió a encogerse de hombros, echó una mirada a uno de los entrenadores y le hizo señal de acercarse. Fascinado, Cayo observaba las líneas de los gladiadores mientras proseguían en sus precisos ejercicios. Cual si danzaran, los judíos y los tracios realizaban su trabajo con la daga, usando para ello pequeños bastoncitos y un escudito también de madera, mientras los negros tenían redes y largas lanzas de madera que en su apariencia no eran otra cosa que palos de escoba, y los enormes y rubios germanos y galos finteaban con espadas también de madera. Nunca en su vida había visto hombres tan en forma, tan ágiles, tan dotados de gracia, aparentemente tan incansables, como aquellos que ejecutaban esos pasos de danza, una y otra vez y otra más. Allí, a la luz del sol tras las barras de hierro, comunicaban hasta Cayo —hasta aquella pobre, retorcida y contaminada conciencia— un sentimiento de piedad por el hecho de que existencias tan espléndidas y vitales pudieran servir tan sólo para el matadero. Pero fue apenas un destello; nunca antes había experimentado Cayo tan intensa excitación ante la perspectiva de un evento futuro. El aburrimiento habíase posesionado de su vida cuando aún era un niño. Ahora no estaba aburrido.
El entrenador estaba explicando:
—La daga tiene solamente filo en un lado. Si la daga cae dentro de la red, el tracio está perdido. En la escuela lo consideramos un mal ejercicio. No es equitativo.
—Tráigalos —ordenó Baciato secamente.
—¿Por qué no con un germano?…
—¡Estoy pagando por ver tracios —insistió Braco fríamente—, y no me discuta!
—Lo has oído —dijo el lanista.
El entrenador llevaba un pequeño silbato de plata colgado del cuello. Lo hizo sonar secamente tres veces y los gladiadores tomaron posición de descanso.
—¿Cuáles quiere? —preguntó a Baciato.
—Draba.
—¡Draba! —gritó el entrenador.
Uno de los africanos se volvió y caminó hacia ellos, arrastrando la red y la lanza. Todo un gigante, brillante su piel negra bajo el lustre de la transpiración.
—David.
—¡David! —gritó el entrenador.
Éste era un judío, delgado, con fisonomía de halcón, labios delgados y de expresión amarga y ojos verdes en un rostro bien rasurado, curtido por el sol. Sostenía la daga de madera con unos dedos que se contraían y extendían, y miró a los visitantes sin verlos.
—Un judío —dijo Braco a Cayo—. ¿Has visto alguna vez a un judío?
Cayo negó con la cabeza.
—Va a ser emocionante. Los judíos son muy hábiles con la sica. Es todo lo que saben en materia de combate, pero lo hacen muy bien.
—Polemus.
—¡Polemus! —gritó el entrenador.
Polemus era un tracio, muy joven y agradable y bien parecido.
—¡Espartaco!
Este se unió a los otros tres. Los cuatro hombres se quedaron allí, separados de los dos jóvenes romanos, del lanista y de los lecticiarios, por la reja de hierro de la playa de ejercicios. Al mirarlos, Cayo comprendió que se trataba de algo realmente nuevo, algo diferente y extraño y terrible dentro de sus propios términos. No se trataba sólo de la ceñuda y resentida masculinidad que evidenciaban —masculinidad que casi nunca existió en el círculo de sus amistades—, sino de la forma en que se reconcentraban frente a él. Eran hombres adiestrados para luchar y matar, no como luchan los soldados, no como luchan los animales, sino como luchan los gladiadores, que es algo completamente diferente. Estaba mirando a cuatro máscaras aterradoras.
—¿Les parecen bien? —preguntó Baciato. Ni aunque le costara la vida, Cayo habría podido responder o siquiera articular una palabra, pero Braco dijo fríamente:
—Sí, salvo ése de la nariz rota. No tiene aspecto de luchador.
—Las apariencias engañan —le hizo notar Baciato—. Éste es Espartaco. Es muy hábil, muy fuerte y muy rápido. Lo he elegido por una razón: es muy rápido.
—¿Con quién lo va a enfrentar?
—Con el africano —respondió Baciato.
—Muy bien. Espero que valga el precio —dijo Braco.
Así fue cómo y cuándo Cayo vio a Espartaco; aunque cuatro años más tarde había olvidado los nombres de los gladiadores y sólo se acordaba del sol, el olor y las emociones del lugar y del olor de los cuerpos de aquellos hombres chorreando sudor.